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La preocupación por las medidas cautelares en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo en particular, ha cobrado un especial relieve en los últimos años debido, en gran parte, a su consideración como parte integrante del derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24.1 de la Constitución.
Lo cierto es que en esta última década se ha producido un importante aumento de la justicia cautelar o provisional; aumento que seguramente tiene relación con la duración de los procesos jurisdiccionales.
El caso es que la tutela judicial efectiva de carácter cautelar se ha convertido en un hecho cotidiano en los Tribunales contencioso-administrativos españoles, actuando como un mecanismo para asegurar provisionalmente la eficacia de la sentencia definitiva y como remedio para que ésta, llegada a su ejecución, no resulte tardía.
En efecto, la potestad de los Jueces y Tribunales de adoptar medidas cautelares responde, como ha señalado el Tribunal Constitucional, “a la necesidad de asegurar, en su caso, la efectividad del pronunciamiento futuro del órgano jurisdiccional” evitando que un posible fallo a favor de la pretensión “quede desprovisto de la eficacia por la conservación o consolidación irreversible de situaciones contrarias a derecho o interés reconocido por el órgano jurisdiccional en su momento”.
García de Enterría señala como auténtico hito de esta evolución el auto del Supremo de 20 de diciembre de 1990, en el que el ponente, el Prof. González Navarro, configura un auténtico derecho a la tutela cautelar, que se corresponde con un deber, por parte de la Administración y los Tribunales, de acordar la medida cautelar que resulte necesaria para asegurar el contenido de la resolución que finalmente se adopte. En este sentido, el Tribunal Supremo señalaba lo siguiente:
“los estrechos límites del artículo 122 de la LJCA tienen hoy que entenderse ampliados por el expreso reconocimiento del derecho a una tutela judicial efectiva en la propia Constitución, derecho que implica, entre otras cosas, el derecho a una tutela cautelar”.
Esta concepción puede verse recogida en recientes sentencias del Tribunal Supremo como la de 7 de abril de 1997 que señala que la tutela cautelar forma parte de la tutela efectiva de Jueces y Tribunales, no pudiendo eliminarse de manera absoluta la posibilidad de adoptar medidas cautelares dirigidas a asegurar la eficacia de la sentencia estimatoria que pudiera dictarse en su momento.
Este mismo derecho se encuentra reconocido en el ordenamiento comunitario por el principio general al que alude la sentencia Factortame del Tribunal de Justicia de Luxemburgo de 19 de julio de 1990, que se resume así: “la necesidad del proceso para obtener la razón no ha de convertirse en un daño para el que tiene razón”.
Estas aproximaciones, superadoras de la estricta regulación legal anterior contribuyen a explicar el hecho de que la nueva Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa haya dedicado bastante atención a este asunto, en concreto, el Capítulo II del Título VI de la Ley, artículos 129 a 136.
Asimismo, toda la doctrina está de acuerdo en situar como un elemento clave a la hora de tratar el fundamento de las medidas cautelares en general, el problema de la lentitud en la resolución de los procesos jurisdiccionales. El artículo 24.2 de nuestra Constitución afirma claramente que “todos tienen derecho a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías"¦” por lo cual el retraso desproporcionado en la resolución de los procedimientos supone una grave conculcación del derecho a la tutela judicial efectiva reconocida en el artículo 24 de nuestra norma suprema, como ha reconocido el Tribunal Constitucional, en su Sentencia 26/1983, al afirmar que “desde el punto de vista sociológico y práctico puede seguramente afirmarse que una justicia tardíamente concedida equivale a una falta de tutela judicial efectiva".
Básicamente, lo que se pretende es que la duración del procedimiento no altere el equilibrio inicial de fuerzas entre las partes. Así el Tribunal Supremo ha señalado que el principio de efectividad de la tutela judicial recogido en el artículo 24.1 de la Constitución reclama que el control jurisdiccional que ampliamente traza su artículo 106.1 haya de proyectarse también sobre la ejecutividad del acto administrativo. Y dada la duración del proceso, el control sobre la ejecutividad ha de adelantarse al enjuiciamiento del fondo del asunto. La armonización de las exigencias de ambos principios da lugar a que la regla general de la ejecutividad haya de ser controlada en cada caso concreto sobre todo porque la jurisprudencia, no lo olvidemos, es la constatación real de la solución justa a cada caso.
Las medidas cautelares, como es sabido, presentan una serie de caracteres que suscitan el consenso doctrinal entre los que pueden citarse: instrumentalidad, homogeneidad de la medida cautelar con la medida ejecutiva; temporalidad y provisionalidad; variabilidad y jurisdiccionabilidad.
La instrumentalidad se refiere a que las medidas cautelares son únicamente concebibles en virtud de la interposición de un recurso contencioso-administrativo, recurso que ha dado lugar al proceso y al hecho de que lo que se persigue es el mantenimiento de la situación inicial; es decir lo que el particular pretende es que las cosas vuelvan a su estado originario. Esta instrumentalidad aparece reconocida en el artículo 129 de la nueva Ley, del que se infiere que las medidas cautelares dependen siempre del proceso principal, como lo subraya el hecho de que es competente para conocer de la pretensión el mismo órgano que conozca del proceso principal y asimismo se da identidad de partes con el proceso principal. Asimismo, la medida cautelar es instrumento de la resolución final, teniendo por finalidad permitir su ejecución y estando subordinada a ella.
Al respecto de la homogeneidad, Orteils ha señalado que: “las medidas que anticipen en parte o provisionalmente efectos de la sentencia responden a la función de asegurar la efectividad de la misma que supone algo más que asegurar la ejecución, dado que implica también proteger aquélla frente a riesgos que impidan que sus efectos se desarrollen en condiciones de plena utilidad para el que sea reconocido como titular del derecho”.
La provisionalidad hace referencia al carácter no definitivo de las medidas cautelares, pues éstas desaparecen, perdiendo toda su eficacia, cuando faltan los presupuestos que originaron su adopción, y en todo caso cuando finaliza el proceso principal. La nota de la provisionalidad se entiende bien si se conecta con la finalidad de las medidas cautelares; si lo que se trata de proteger y tutelar mediante la adopción de tales medidas es la efectividad de una ulterior sentencia, lógico es que las mismas tengan una vigencia limitada en el tiempo, concretamente aquella en la que dicha sentencia tarde en obtenerse.
Esta provisionalidad aparece muy claramente en dos casos: las medidas inaudita parte debitoris del artículo 135 y los supuestos de impugnación de inactividades administrativas o de actuaciones materiales constitutivas de vía de hecho que el artículo 136.2 permite solicitar antes de la interposición del recurso para evitar la producción de daños irreversibles que harían que la medida perdiese su finalidad de instarse una vez iniciado el proceso.
Con la nota de variabilidad se quiere indicar que la permanencia o modificación de la medida cautelar esta siempre condicionada al mantenimiento de los presupuestos que justificaron su adopción.
La medida cautelar podrá ser reformada, si se producen modificaciones en el estado de los hechos respecto de los cuales la medida fue adoptada, y en el supuesto en el que no fuera otorgada cuando se solicitó, se podrá volver a pedir siempre que se haya producido un cambio de las circunstancias anteriores.
Esto es lo que establece el artículo 132.1 de la nueva Ley, el cual partiendo de la cláusula “rebus sic stantibus” afirma que las medidas cautelares podrán ser modificadas o revocadas durante el curso del procedimiento si cambiaran las circunstancias en virtud de las cuales se hayan adoptado.
Esta “potestas variandi” se basa en una alteración del equilibrio de intereses en el que se fundamenta la adopción de la medida o en la propia desaparición sobrevenida de la necesidad de su existencia para garantizar la decisión final del proceso. Ahora bien, esta “potestas variandi” está sometida a las limitaciones establecidas en el artículo 132.2 de la Ley, ya que las medidas no podrán modificarse o revocarse en función de los distintos avances que se vayan haciendo durante el proceso respecto al análisis de la cuestión litigiosa ni tampoco en razón de la modificación de los criterios de valoración que el órgano jurisdiccional aplicó a los hechos al decidir el incidente cautelar.
Estas dos excepciones pretenden evitar que la modificación de la medida pueda parecer que se trata de una pura decisión subjetiva completamente desvinculada de la aparición de nuevas circunstancias que deberán ser alegadas por las partes. En definitiva, las medidas cautelares no producen el efecto de cosa juzgada y son, por ello, modificables siempre que se produzca una variación de las circunstancias de hecho.
En cuanto a la jurisdiccionalidad, puede señalarse que está implícita en las notas anteriores puesto que significa que la adopción de la suspensión compete al órgano jurisdiccional que este conociendo el proceso principal ya que, según dispone el artículo 117.3 de la Constitución, solo a los órganos jurisdiccionales les corresponde el juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.
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