Borges y el concepto de lo político

¿Qué es una sociedad? ¿Cuáles son sus límites, sus contornos, su elemento, su consistencia? ¿Cómo es que una multiplicidad puede ser también una singularidad? ¿Qué es la forma de una sociedad? ¿Qué es lo que la determina? ¿Qué hace que ella adquiera el sentido de ser esta y no aquella sociedad? ¿Ante quién es que ella adquiere esta forma, este sentido o esa diferencia con respecto a aquella otra sociedad? ¿Cómo podríamos siquiera comenzar a responder a estas preguntas...? Hay, de todos modos, una respuesta que funciona más bien como presupuesto, y que es el punto de partida impensado –es decir, que no es sometido a la reflexión– de los estudios encarados mayormente por la ciencia política, y que es revelado en las subdivisiones de la disciplina en, por ejemplo, relaciones internacionales, política comparada, etc. Este punto de partida es el que está predicado en la ilusión universalista –“pluriversalista” digamos mejor, para crear un neologismo con la ayuda de dos pensadores, uno de ellos alguna vez invocado por Borges, William James y otro, Carl Schmitt, en quién nos detendremos un poco más adelante– del estado-nación. Pero las sociedades son, qué duda cabe, agrupamientos humanos solo relativamente delimitados y estables. ¿De dónde es que proviene la “unidad de una entidad política” (Schmitt, 2008, p. 5), como se pregunta el mencionado Schmitt en El leviatán en la teoría del estado de Thomas Hobbes? Este es el enigma que enfrentamos aquí y que Borges –a pesar de los distintos énfasis que suelen hacerse al leer su obra y que obsesivamente eluden esta dimensión– no dejó de interrogar.

En fin, volviendo a la cuestión de cómo podríamos siquiera comenzar a responder aquellas preguntas, permítanme arriesgar la sugerencia de que han sido dos –o más bien tres, como veremos en un segundo– las respuestas más usualmente dadas a la pregunta por la institución de la sociedad: digamos, para simplificar, que una de esas respuestas es dada desde “adentro” y la otra desde “afuera” de esta entidad elusiva que es la entidad política. La segunda, la respuesta desde afuera, ha sido históricamente tan dominante, de todos modos, que algunos piensan que es la única posible: esta es la respuesta teológico-política. La primera –una respuesta menos frecuente, y probablemente más reciente si abordamos la cuestión desde un punto de vista histórico– es, en cambio, la respuesta epistémico-política, aquella que sostiene que la unidad de la sociedad es plenamente inmanente y puede ser conocida en su totalidad, o casi en su totalidad, por el saber científico o filosófico de lo social.

Estas respuestas, de todos modos, como resultado de, entre otras cosas, meramente contraponerse una a la otra –todos sabemos de, y nos son más que familiares, las disputas entre la ciencia y la religión o entre la fe y el conocimiento–, parecieron a veces insuficientes y, por lo tanto, sugirieron la posibilidad de una imposibilidad: la posibilidad de que la pregunta por la entidad de la sociedad pueda ser, después de todo, una pregunta imposible de responder; o, para decirlo de otro modo, la muy alta probabilidad de que la determinación de la unidad de la sociedad pueda muy bien ser un enigma irresoluble con el que siempre tendremos que lidiar y, por lo tanto, sería mejor si pudiésemos crear modos que nos hagan posible vivir con ese enigma, dado que todos y cualquiera, quienquiera que se lo proponga, está capacitado para participar en su formulación.

Esta probabilidad –la tercera respuesta que mencioné hace unos segundos– es, también me gustaría sugerir, un acontecimiento de relevancia filosófica y sin duda también histórica. Este acontecimiento es el advenimiento de la respuesta estético-política a la pregunta por la forma de la sociedad, una respuesta que sugiere la posibilidad de que la sociedad no sea accesible, ni completamente ni en simultaneidad (es decir, ni espacial ni temporalmente como totalidad) ni “desde adentro” ni “desde afuera”; es decir, que la sociedad sea una entidad de la que todos sus integrantes, no importa cuán sabios, cuán creyentes o cuántos sean, siempre tendrán una perspectiva parcial; perspectiva que, además, siempre entrecruzará su mirada con la de otras perspectivas para las cuales la sociedad tampoco nunca será accesible ni completamente ni en simultaneidad.

Sea cual fuere la respuesta –teológica, epistémica, estética o cualquier combinación de dos o más de ellas–, la cuestión de lo político es la cuestión de la institución de la sociedad y lo que querría plantear aquí es que es precisamente esta cuestión la que probablemente sea la clave que nos autorice a hacer una lectura verdaderamente política de Borges.

Interrogando lo invisible

Borges es, por muy buenas razones, considerado un escritor profundamente filosófico. Estas razones, por supuesto, no están basadas en la asunción de que practicar filosofía es buscar respuestas definitivas a preguntas metafísicas. Ni en sus poemas ni en sus cuentos y ensayos Borges ofreció soluciones o aseveraciones definitivas para problemas de la forma estética, la coexistencia política o la investigación epistemológica. Lo que Borges ofreció son interrogaciones. Tomando prestado de las reflexiones de Claude Lefort acerca de la relación entre la escritura filosófica y la ficción, podríamos decir que el filósofo –o al menos el filósofo que ha abandonado el pensamiento de sobrevuelo, como diría Merleau-Ponty– no es alguien del todo distinto del escritor de ficción. Tanto el escritor como el filósofo son escritores-pensadores, cuya escritura, y cuyo pensamiento, no están solamente entrelazados y son, efectivamente, inseparables, sino que también emprenden, laboriosamente, la tarea de adquirir la capacidad de “pensar aquello que busca ser pensado. [...] El [escritor-pensador] no abandona la caverna”, dice Lefort, lo que simplemente trata es de “avanzar en la oscuridad”. (1992, p. 13) Y Borges –de alguna manera inesperadamente, si creemos lo que dicen muchos de sus devotos admiradores– efectivamente ofreció un buen número de interrogaciones que se propusieron simplemente avanzar en la oscuridad, reflexionar sobre aquello que hoy solemos llamar la cuestión de lo político.

Permítanme entonces incursionar muy esquemáticamente en lo que podríamos llamar el arte político, esbozando una tipología rudimentaria, basada en tres formas usuales, pero diferentes, de abordar estas cuestiones: estas formas serían los abordajes de 1) la acción política, 2) la ciencia política y 3) la filosofía política. Estos abordajes –1) el de la intervención (lo que hace la acción), 2) el de la descripción o la explicación (lo que intenta ofrecer la ciencia) y 3) el de la interrogación (con lo que se compromete la filosofía)– son usualmente presentados en términos oposicionales, como si intervención e interrogación, acción y pensamiento, fuesen prácticas mutuamente excluyentes; como si no hubiese pensamiento en la acción e interrogación en la intervención, o no hubiese agencia en el pensamiento y no se interviniese al adoptar una actitud interrogativa; en breve, como si no hubiese un componente activo en la pasividad del pensamiento o sensibilidad pasiva en la actividad de la intervención. Si en vez de oponer acción y pensamiento, o el participar y el juzgar, considerásemos más bien su entrelazamiento y su reversibilidad, entonces la interrogación y la intervención devendrían polos ideal-típicos de un continuo más que opuestos incompatibles –y la pseudoobjetividad del saber (la ciencia), una objetividad que usualmente se propone dar fin a las incertidumbres, los desacuerdos y las ambivalencias de la acción y la interrogación, se convertiría más bien en un abordaje más, uno que contribuiría informativamente, moderando las propensiones más bien voluntaristas y anárquicas de la intervención y la interrogación–.

A pesar de que, como ya sugerí, es indudable que Borges produjo las tres formas de literatura política de acuerdo a la tipología sugerida –intervino en los conflictos de su tiempo, describió explícitamente acontecimientos políticos e interrogó la cuestión de la institución de la sociedad– es en el último terreno que creo hizo sus contribuciones más permanentes a la cuestión de lo político.

Permítanme nuevamente referirme al trabajo de Merleau-Ponty. En uno de sus más sutiles ensayos estéticos –“La duda de Cézanne”– Merleau-Ponty presentó a este como un fenomenólogo de lo visible y de la visión; y luego, en “El ojo y el espíritu”, hizo lo mismo con Paul Klee. Según Merleau-Ponty, en su pintura, Cézanne formuló las siguientes preguntas: ¿qué significa que el mundo sea visible?, ¿qué significa que en él haya visión?, ¿qué significa ver? El pintor interroga el enigma de la visión (esta suerte de “locura”, como decía Merleau-Ponty, en la que puedo estar donde no estoy y en la que puedo tocar-a-distancia) y la visibilidad. El enigma de la visión es entonces el enigma del estar-a-distancia y el de un vidente que pertenece a lo visible, siendo él o ella mismos un visible. En esta dialéctica del vidente y lo visible en la que ambos ven y son vistos, lo visible también mira al pintor, como un espejo, y como el cuerpo, que también se ve a sí mismo mirando. La pintura, las artes visuales en general, interrogan así lo visible. ¿Qué es lo que el escritor, o incluso el artista conceptual, interrogan? Lo que el escritor y el artista conceptual interrogan es lo invisible.

En su inconcluso Lo visible y lo invisible, Merleau-Ponty reinició el gesto –un gesto ya intentado desde su temprana La estructura del comportamiento y su masiva Fenomenología de la percepción– de desmantelar las dicotomías mente/cuerpo y esencia/apariencia dominantes en el pensamiento occidental. En su último trabajo, este gesto estaba encontrando una formulación más precisa –solo para verse interrumpido por su repentina muerte a la edad de 53–. Debido a este acontecimiento, sabemos con más claridad de la usual (aunque esto siempre así) que lo efectivamente dicho no era todo lo que estaba a punto de decirse o podría haberse dicho; y esto podemos hasta físicamente percibirlo al leer su manuscrito. Lo dicho, de todos maneras, igualmente logra capturar el movimiento del decir y al hacerlo se las arregla para sugerir la siguiente intuición: lo invisible –las ideas, los conceptos, la actividad de nuestro pensamiento, la capacidad de a veces copensar, al mismo tiempo o en tiempos diferentes, por parte de dos o más cuerpos– todas estas formas de la invisibilidad no son de otro orden que el de lo visible; lo invisible no es otro mundo, paradójicamente localizado en otro y en ningún lugar al mismo tiempo. Lo invisible es lo invisible de lo visible (o de los “visibles”), es su desprendimiento, su emanación, su eco (la carne, dice Merleau-Ponty en Lo visible y lo invisible, está hecha del mismo elemento que el vidrio o el metal, es tan sonoro como ellos, e incursiona en lo invisible). (1964, p. 190)1.

En definitiva, lo invisible es lo invisible de lo visible y no tiene otra localización que la de los acontecimientos y los fenómenos, que la de las “cosas mismas”, que la de la carne del mundo y la carne de sus cosas. Si el cuerpo –ese ser autoanimado que mueve las cosas y se mueve a sí mismo– es carne, entonces la extensión del cuerpo que es su sonido, su lenguaje, sus conceptos, es la incursión de la carne visible en lo invisible– ahora, este mismo devenido carne.

La carne del lenguaje, ese ser autoanimado que mueve las cosas y se mueve a sí mismo, es entonces el cuerpo de lo invisible –las ideas, los conceptos, la actividad de nuestro pensamiento, la capacidad de a veces copensar, al mismo tiempo o en tiempos diferentes, por parte de dos o más cuerpos– y esto es lo que el escritor-pensador y el artista conceptual interrogan. Es en este sentido que Borges era no un escritor político, sino un escritor de lo político (así como muchas veces un artista conceptual no es un artista político, sino un artista de lo político)– esto es, no un escritor o un artista que interviene en los conflictos visibles de su tiempo (a pesar de que esto Borges también lo hizo, mayormente con resultados poco interesantes y hasta profundamente desagradables) o un escritor o un artista que describe procesos políticos visibles de su y de otros tiempos (aunque esto también Borges lo hizo, con resultados mucho más lúdicos y sugerentes), sino un escritor o un artista que interroga el enigma de la institución de la sociedad, el enigma que está en el centro de la preocupación del pensamiento y la filosofía política en su lidiar con lo invisible de lo visible, con el sentido de aquello que aparece, desaparece o reaparece, que es invisibilizado o revelado como visible, en la vida colectiva.

Por supuesto, también podría decirse, de una manera algo más modesta, que Borges meramente interrogó al lenguaje y la escritura del mismo modo en que Cézanne interrogó a lo visible y a la visión –esto es, que Borges fue un fenomenólogo de la carne de lo invisible (el lenguaje) del mismo modo en que Cézanne lo fue de lo visible–. Una formulación como esta, de todos modos, tiende a circunscribir a las preocupaciones borgeanas por lo invisible a la “materialidad” de lo invisible, y este reduccionismo de algún modo replica a aquel que no ve en Borges nada político –ni sus intervenciones, ni sus observaciones, ni su interrogación– solo que esta vez el prejuicio en juego no sería el de una hostilidad antipolítica, sino el de un lugar común estético que concibe al arte como un hacer exclusiva y narcisísticamente preocupado con el material de su propia práctica. Borges, en cambio, fue mucho más allá de la materialidad de lo invisible que es el lenguaje; Borges interrogó las emanaciones de las cosas mismas, como tan espectacularmente demostró en su texto sobre la obra invisible de Pierre Menard; Borges interrogó el enigma de lo invisible –el enigma del concepto de tiempo, el de la inmortalidad tanto como el del infinito, el enigma de la contingencia tanto como la posibilidad de una necesidad, el enigma del azar y el de la identidad, el enigma de la historia y el de la lectura–. Y, mientras interrogaba lo invisible, e instigado por los acontecimientos de su tiempo, Borges enfrentó el enigma que más concierne a la sociedad: el enigma de su propia institución, el enigma de lo político.

El concepto de lo político

Tres son los pensadores contemporáneos que, creo, han identificado con más claridad aquellas dimensiones de la institución de la sociedad que Borges interrogó en sus cuentos, poemas y ensayos: Claude Lefort, Hannah Arendt y Carl Schmitt. Hoy simplemente mencionaré una vez más al primero, esbozaré brevemente unas referencias a la segunda y me detendré un poco más en el último.

La interrogación de lo político como una interrogación del enigma de la institución de la sociedad está presente en los tres autores mencionados. Para Lefort, interrogar lo político significa interrogar el modo en que la sociedad pone en escena, configura y otorga sentido a sí misma –esto es, la reversibilidad de la sociedad, la autoinstitución de la sociedad como resultado de ser tanto objeto como sujeto de sí misma, como consecuencia de su ser carne y por lo tanto de ser autoesquematizante o autogenerativa–. La institución de la sociedad en la obra de Arendt es igualmente generativa, solo que el foco se desplaza en ella hacia la centralidad de la acción humana en el proceso instituyente del advenimiento de la sociedad. Es en este contexto que, para Arendt, tanto las premisas como los principios comparten una referencia a lo generativo –solo que distanciándose crucialmente en cuanto a qué es lo que estos generan. Las premisas, inscritas como están en la constelación discursiva de la verdad racional y el razonamiento lógico, contienen en ellas mismas la certeza de un despliegue necesario –y sabemos que, en su pensamiento, esta es la forma de estructuración de las ideologías y de los totalitarismos–. Los principios, por otro lado, inscritos como están en la constelación discursiva y plural de la interacción humana, son incapaces de imprimir un despliegue necesario a las acciones que inspiran, dado que las acciones que los principios generan colisionan con –y se inscriben ellas mismas en– un universo de pluralidad (un pluriverso más jamesiano que schmittiano) en el que otros principios y otras acciones limitan, confrontan o radicalizan las posibilidades originalmente implícitas en la acción original. El número de cuentos en los que Borges interroga estas dos maneras de abordar la cuestión de la institución de la sociedad es larguísimo, permítanme hoy simplemente sugerirles la lectura, o el recuerdo, de textos como “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “La biblioteca de Babel”, “La lotería en Babilonia”, “El jardín de senderos que se bifurcan” o “Emma Zunz”.

El otro, el mismo es un libro de poemas que Borges publicó en 1964. El título condensa con precisión uno de los temas centrales de Borges, el escritor-pensador. Y uno de los terrenos en los este incursionó en la cuestión de lo político fue, en efecto, aquel de la reflexión sobre la alteridad –un aspecto crucial para el pensamiento político desde que Schmitt definiera a lo político como la forma más extrema que un conflicto humano pueda alcanzar–. Cualquier diferencia entre lo bello y lo feo (para él, la esfera de lo estético), de lo correcto y lo incorrecto (el campo de la moral), de lo rentable o no rentable (el de la economía) puede convertirse, para Schmitt, en una cuestión política solo cuando alcanza su más extrema manifestación, esto es, cuando se convierte en un conflicto existencial. Y un conflicto existencial es un conflicto que uno tiene con un enemigo –no con un adversario, no con un oponente, ni siquiera con alguien inconmensurablemente diferente–, un conflicto con un Otro concebido como una amenaza existencial. Para Schmitt, estos otros que son identificados como el enemigo son simplemente aquellos con los que nuestra vida se ha vuelto incompatible y aquellos en contra de quienes nuestra identidad se forja como resultado de esta misma incompatibilidad.
Como dice Chantal Mouffe, en su intento, en mi opinión insatisfactorio, por adoptar lo que ella llama la “ontología política” shmittiana para luego morigerar el antagonismo entre enemigos convirtiéndolo en agonismo entre adversarios:

Una vez que comprendemos que toda identidad es relacional y que la afirmación de una diferencia es la precondición para la existencia de toda identidad –esto es, la percepción de algo ‘otro’ que constituye su ‘exterior’– podemos comprender por qué la política, que siempre lidia con identidades colectivas, trata de la constitución de un ‘nosotros’ que requiere como su condición misma de posibilidad, la demarcación de un ‘ellos’ (Mouffe, 2013 p. 5)

Lo que de todos modos Borges nos ayuda a contraponer a esta aparente simpleza en la constitución de las identidades políticas es que estas no son constituidas por exterioridades mutuas, sino que esta misma condición de posibilidad, una vez interrogada, muestra a la vez ser una condición de imposibilidad –esto es, la imposibilidad de una clara demarcación de un ‘ellos’ que constituiría una negatividad radical. No hay tiempo para analizarlos aquí, pero me gustaría, en este caso, sugerir la lectura o el recuerdo de textos como “Historia del guerrero y la cautiva”, “El etnógrafo” o “Informe de Brodie” como interrogaciones borgeanas que contribuyen a complicar esta lógica de constitución –que yo prefiero llamar de institución, por permitirme este vocablo evitar la exterioridad y radicalidad usualmente invocadas por la noción de “lo constituyente”– de las identidades políticas.

Como podemos ver, la cuestión de lo político es, para los tres pensadores antes mencionados –Lefort, Arendt y Schmitt– tan semejante como diferente. Es semejante en el sentido de que, para los tres, lo político se refiere a la dimensión generativa de la vida colectiva, su ontogénesis. Sus posiciones son distintas, de todos modos, en el sentido de que para cada uno de ellos la dimensión central de la autoinstitución de lo social es la cuestión de la forma de sociedad, de la entrada de lo imaginario en lo real y de la distinción amigo/enemigo respectivamente. Es mi intención terminar mi exposición con una referencia algo más específica a la interrelación de estas dos últimas concepciones de lo político.

Para Arendt, el carácter autogenerativo de la sociedad estaba fundamentalmente asociado con la capacidad humana de actuar y de actuar colectivamente; la capacidad de dar nacimiento a aquello que no existe aún, pero que resulta imaginable, primero para algunos y luego para “los muchos”, como solía decir ella; al hecho de que, en breve, para los humanos, las cosas siempre podrían ser de otro modo y por lo tanto actúan para que así lo sean. Esta forma de comprender el carácter autogenerado y autoinstituido de la sociedad tiene sus raíces en lo que Arendt sostuvo era “la ley de la tierra”. En Los orígenes del totalitarismo, Arendt usa esta expresión por primera vez de este modo:

El antisemitismo (no meramente el odio a los judíos), el imperialismo (no meramente la conquista), el totalitarismo (no meramente la dictadura) –uno después del otro, uno más brutalmente que el otro– han demostrado que la dignidad humana requiere una nueva garantía que solo puede ser encontrada en un nuevo principio político, en una nueva ley de la tierra, cuya validez esta vez debe comprender a la totalidad de la humanidad mientras que su poder debe permanecer estrictamente limitado, basado en, y controlado por, novedosas entidades territoriales (Arendt, 1963, p. ix. Énfasis añadido)2.

Esta nueva ley de la tierra que necesitamos, según Arendt, era una que debe institucionalizar, a nivel global, la pluralidad que es la humanidad –un pluriverso, no un universo, para usar nuevamente la expresión ya anticipada–.

Efectivamente, Arendt y Schmitt coinciden sin ambigüedad en este punto: la ley de la tierra es una ley de pluralidad y su nomos, su división y subdivisión, su partición y su organización, siempre reflejará o debería reflejar ese hecho –o, si no siempre, al menos hasta la segunda llegada del mesías, creo que agregaría Schmitt...–. Pero eso es todo o casi todo en lo coincidirían, me parece, dado que la pluralidad implícita en este nomos, a pesar de ser política para ambos, no podría estar basada en una concepción más diferente de lo que esta alteridad/pluralidad implica. Para Arendt, el hecho de que la pluralidad es la ley de la “tierra” significa que esta es también la ley del “mundo” –y tierra y mundo no son lo mismo–. La tierra es la tierra: el espacio natural que nos contiene a todos, tanto humanos como animales, tanto a animales como a lo demás. La tierra es nuestro entorno natural, el lugar en que la vida es tanto originada como preservada. El mundo, por otro lado, es otra cosa: el mundo es el hábitat que los humanos –y, permítanme aventurar, también otros animales “culturales”– crean por y para sí mismos para vivir en la tierra, es su cultura y sus sentidos, es sus leyes y sus redes de relaciones, es la carne de su existencia social.

De este modo, para Arendt, la pluralidad caracteriza tanto las relaciones interculturales o intersociedades –el así llamado “estado de naturaleza”, para invocar otra tradición de pensamiento– tanto como las relaciones intraculturales o intrasociedades. Pero esto no es de ninguna manera así para Schmitt. Para él, la pluralidad debe dejarse a la entrada de las entidades políticas; la pluralidad es más bien negatividad radical y solo se puede lidiar con ella teniendo a la guerra como horizonte. Para que ese horizonte no sea transferido al interior de las entidades políticas –lo que llevaría a la guerra civil– las sociedades deben entones rechazar la pluralidad interior y abrazar en cambio la homogeneidad social.

Solo como ejemplo de este punto, permítanme referirme al Capítulo V de su Leviathan en la teoría del estado de Thomas Hobbes. Allí Schmitt, habiendo llegado a discutir el punto cúlmine del intento hobbesiano por restablecer la cohesión de las entidades políticas ante la destrucción de la unidad “original y natural entre religión y política” (Schmitt, 2008, p. 10) –unidad que precisamente es la que garantiza la homogeneidad interior y expulsa la pluralidad del pluriverso humano al espacio natural de lo intercultural–; allí, Schmitt se pregunta si el mito hobbesiano del Leviatán constituyó una restauración fiel y efectiva de la unidad original de la vida (Schmitt, 2008, p. 53-54). La respuesta es, podemos intuirlo, negativa: el símbolo del Leviatán fracasa debido a que escoge la figura mitológica equivocada –el Leviatán en vez del Behemoth– y por abrir esa “fisura apenas reconocible” de la separación entre el fuero privado y el público, entre lo interior y lo exterior al individuo, entre la creencia íntima y la acción estatal; una fisura apenas reconocible, pero capaz de introducir la pluralidad al interior del cuerpo político. Justo en el momento en el que Hobbes parecía entonces ser capaz de lograr la reunificación más completa de religión y política, dice Schmitt, la ruptura ocurre y emerge así el estado neutral y agnóstico: la obra de Hobbes, concluye el pensador alemán, “contenía la semilla mortal que destruyó al poderoso leviatán desde adentro y causó el fin del dios mortal” (Schmitt, 2008, p. 57. Énfasis añadido).3

Y, para Schmitt, será Spinoza y su principio de libertad de pensamiento, percepción y expresión lo que convertirá a la fisura en grieta y transmutará la posibilidad de las creencias de mantenerse privadas en la imposibilidad del Estado de prohibir su expresión pública. Explícitamente, Schmitt dirá que entonces la “libertad de pensamiento” se desplegó así como el “principio configurador”4 que socavará la homogeneidad política requerida, una homogeneidad que solo es posible cuando la soberanía política es ejercida incluso en el fuero íntimo, cuando el estado “es total”, para usar sus palabras de aquel mismo texto.

Las implicancias de esta forma de concebir el entrelazamiento entre alteridad e identidad pueden ser rastreadas en muchos de los trabajos de Schmitt, desde la matriz teológica preservada para toda forma de organización política a su definición del concepto de lo político en términos de la distinción amigo/enemigo. Schmitt, de todos modos, objetó la interpretación que sostendría que la suya sería la posición más radical posible con respecto a la cuestión del Otro. En una defensa hecha en forma de ataque, Schmitt planteó repetidamente que no es su posición acerca de la distinción amigo/enemigo, sino aquella de los que se autoatribuyen el lado de la humanidad la que en realidad deshumaniza al Otro. Repetidamente, Schmitt defendió un concepto “no-discriminante” de guerra, esto es, un concepto que rechaza la idea de que pueda haber guerras justas o injustas, o posiciones justas o injustas a adoptar en la prosecución misma de la guerra. La razón para este rechazo es simple: cuando una guerra es emprendida en nombre de la justicia, es allí cuando la guerra deviene total; cuando una guerra es emprendida en nombre de la humanidad, es entonces cuando el Otro es deshumanizado y, por lo tanto, corre el riesgo de ser exterminado. Contra esta posición, Schmitt sostuvo que una noción de guerra que concibe a todos y cada una de las partes beligerantes como enemigos legítimos pone límites a lo que los contendientes son capaces de hacerse los unos a los otros.

Por razones de espacio y de tiempo, dejaré la consideración detallada de este argumento para otra oportunidad. Permítanme por ahora terminar diciendo que la combinación de la denuncia de la fisura introducida por Hobbes en su Leviatán y la identificación de los judíos como aquella identidad colectiva que se constituyó en el enemigo natural de la constitución de entidades políticas homogéneas y unidas en Europa continental son reveladoras de los problemas implícitos en esta concepción de lo político como predicado en una idea de negatividad radical. Para decirlo brevemente, estos son los problemas implícitos en una concepción dicotómica de lo mismo y lo otro y en una noción objetificante de las relaciones intersubjetivas (tanto de sujetos individuales como colectivos); los problemas que surgen de un modelo en el que los sujetos no son carne y por lo tanto demandan una noción purificada de un sujeto que nunca es objeto de sí mismo y de un Otro al que no le queda traza alguna de subjetividad una vez que es objetivado por el Mismo –y esta es la razón por la cual Schmitt no pudo concebir una posición capaz de atribuirse el lado de la justicia y de la humanidad sin, al mismo tiempo, radicalmente des-humanizar al Otro–.

Hablando de Spinoza, Judith Butler dice lo siguiente: “Para saber si Levinas está en lo correcto al afirmar que no hay un Otro en y para Spinoza, quizá sea primero necesario comprender que la misma distinción entre uno y Otro es dinámica y constitutiva; una distinción, en efecto, de entrelazamiento de la que uno no puede escapar...” (Buttler, 2015, p. 80). A lo que agrega: “El Otro no es radicalmente e inconcebiblemente Otro para Spinoza”, de lo que estamos hablando, dice Butler, es de una “diferencia no-absoluta” (Buttler, 2015, p. 83). Y es precisamente esta diferencia no-absoluta la que Borges –nuestro escritor-pensador, y también lector de Spinoza– efectivamente subraya en su interrogación sutil y multidimensional de la cuestión del otro. (Continuará)

Referencias bibliográficas

Arendt, H. (1963). The Origins of Totalitarianism. Cleveland: Meridian.

Butler, J.(2015). Senses of the Subject. Nueva York: Fordham.

Lefort, C.(1992). Écrire. À l’épreuve du politique. Paris: Calmann-Lévy.

Merleau-Ponty, M.(1964). Le Visible et l’Invisible. Paris: Gallimard.

Mouffe, C. (2013). Agonistics. Thinking the World Politically. Londres: Verso.

Schmitt, C. (2008). The Leviathan in the State Theory of Thomas Hobbes. Chicago: The University of Chicago Press.

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1. Dice Merleau-Ponty: "Comme le cristal, le métal et beaucoup d'autres substances, je suis un être sonore, mais ma vibration à moi je l'entends du dedans..."

2. Aquí Schmitt trata de su concepción del judaísmo y pluralidad como amenazas interiores.

3. Aquí Schmitt trata de su concepción del judaísmo y pluralidad como amenazas interiores.

4. Form-giving principle.