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Lo curatorial por un tránsito hacia el habitar-se la tierra
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Universidad San Francisco de Quito, Ecuador
ISSN: 1390-9797
ISSN-e: 2631-2670
Periodicidad: Anual
vol. 10, 2024
Recepción: 16 septiembre 2023
Aprobación: 19 marzo 2024
Resumen: Este artículo reflexiona sobre la participación de nueve colectivos indígenas de la AmazoniaOrinoquia colombiana en el 46º Salón Nacional de Artistas (46SNA) en 2022, organizado por el Ministerio de las Culturas. Destaca las prácticas materiales con la tierra desde la perspectiva de las estéticas cotidianas, así como las tensiones entre distintos mundos: estatal, administrativo, artístico, indígena y de la naturaleza. Cita eventos históricos del arte vinculados a la política nacional y propone lo curatorial como vehículo para el habitar-se la tierra.
Palabras clave: curaduría, curatorial, arte indígena, arte-naturaleza, tierra.
Abstract: This article reflects on the participation of nine indigenous collectives from the Colombian AmazonOrinoquia in the 46SNA in 2022, organized by the Ministry of Cultures. It highlights material practices in collaboration with the earth from the perspective of everyday aesthetics, as well as tensions between different worlds: state, administrative, artistic, indigenous, and nature. It cites historical art events linked to national politics and proposes the curatorial as a vehicle for inhabiting the earth.
Keywords: curating, curatorial, Indigenous art, art-nature, earth.
En el marco del 46° Salón Nacional de Artistas (46SNA), celebrado entre 2021 y 2022 bajo la dirección del entonces Ministerio de Cultura, que en 2023 modificó su denominación a Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes, desempeñé el rol de curadora en colaboración con nueve colectivos indígenas de la región de la Orinoquia y la Amazonia colombianas. Durante el proceso de investigación, que se llevó a cabo mediante metodologías de acción participativa, los colectivos se conformaron y algunos optaron por denominarse según sus respectivas etnias, mientras que otros lo hicieron a partir de sus estructuras de gobierno propio. Algunos de ellos provienen de territorios rurales, como los Sikuani del Resguardo Wacoyo en Puerto Gaitán y los Piapoco-Achagua del Resguardo La Victoria en Puerto López, ambos en el departamento del Meta; los Sáliba de los Resguardos San Juanito y El Médano en Orocué, Casanare; así como los colectivos Puinave y Kurripaco Baniwa en Inírida, Guainía; y el colectivo Kubeo Cubay Jëjënava de la Comunidad Cubay en Mitú, Vaupés. Por otro lado, algunos son residentes de áreas urbanas, específicamente en Villavicencio, Meta, que se encuentran en situación de víctimas del desplazamiento forzado: la Corporación Indígena de Desplazados de la Orinoquia y la Amazonia Colombiana (CORPIDOAC), la Capitanía Kubea de Villavicencio (CAPIKUVIMETA) y el Cabildo Inga.
En colaboración con los nueve colectivos indígenas, dos artistas no indígenas y en articulación con los elementos del terreno, llevamos a cabo trabajo de campo empleando diversas prácticas y enfoques respecto a la materia, los territorios, los haceres y el contexto del arte contemporáneo desde una perspectiva indígena. Este esfuerzo culminó en una exposición titulada De selvas, mitos y canoas: un viaje por el arte de la tierra (2022), la cual se presentó en el Centro Cultural Gabriel García Márquez, de Bogotá.
La exposición presentó trece obras de mediana y gran escala, con cuatro elaboradas de manera individual y nueve realizadas en colectivo. La curaduría trazó un recorrido que evocaba el fluir del río, que también correspondía a la arquitectura patrimonial de la sala de exposiciones, ubicada en un edificio diseñado por el arquitecto Rogelio Salmona. Este espacio, largo y angosto, con curvas, rectas e irregularidades, estaba separado del resto del edificio por una vitrina de vidrio que permitía contemplar desde el exterior un mural de gran formato pintado por el artista Óscar Pérez y su asistente Yilber Vargas, así como otra instalación de Luisa Valderrama de un barranco de un río en Pore, Casanare. Esta instalación incluía un mecanismo análogo elaborado con tierra del llano, que emanaba el aroma característico de la majada,[1] impregnando la sala con su olor. Alrededor del barranco, se distribuían de manera aleatoria varios termiteros,[2] elementos característicos del paisaje llanero. Mediante la pintura, la fotografía, la cerámica, los tejidos y otros medios plásticos, muchos de los cuales surgían de procesos rituales y artesanales, se construyó un territorio curatorial donde los objetos y la materia de la tierra de los territorios habitados por los colectivos indígenas y artistas participantes en la exposición (como las piedras, el barro, la ceniza, la arena y los olores) se entrelazaban para crear una atmósfera ambiental de la región.
El proceso curatorial actuó como generador de tensiones productivas pero también como punto de encuentro de tensiones, fricciones y resistencias «entre el arte y la artesanía, entre la gráfica popular y el arte contemporáneo, entre el arte y la antropología, entre diversas posturas en términos de clase y etnia, educación y generación, así como en el acceso a recursos simbólicos y materiales» (Andrade, 2017). Es precisamente desde estas tensiones, fricciones y resistencias que surge la reflexividad que subyace en este artículo.
Lo anterior tiene como objetivo poner de manifiesto cómo en la historia del arte y en la historia política de Colombia se ha censurado lo alternativo, lo popular y «el pueblo» desde el mundo de las artes. El 46º Salón Nacional de Artistas es una manifestación reciente del hilo narrativo de segregación y censura hacia las formas de arte alternativas en Colombia. Esto contrasta con la función curatorial, que se propone como un proceso que trasciende la mera exposición de arte, convirtiéndose en un potencial vehículo para un tránsito onto-estético-político hacia el habitar-se la tierra.
Figura 1. Vista general de la exposición De selvas, mitos y canoas: un viaje por el arte de la tierra, en el 46º Salón Nacional de Artistas (Centro Cultural Gabriel García Márquez, Bogotá, 2022). Fotografía: Camila Malaver Garzón. Cortesía: Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes de Colombia.
Desde el arte hacia las experiencias estéticas cotidianas
En 2021, se inauguró en Honda, Tolima, el 46º Salón Nacional de Artistas (46SNA) bajo el título de «Inaudito Magdalena», con la intención de llevarlo a cabo en varios municipios de la cuenca del río Magdalena. En esta edición, se adaptó el modelo empleado en la versión 40 del mismo evento, presentada en 2006, invitando a tres curadores y seleccionando a algunos otros a través de una convocatoria pública. Los segundos fueron elegidos con base en propuestas de investigación curatorial centradas en explorar las prácticas artísticas en las siete regiones del país, delimitadas por el Ministerio de las Culturas de la siguiente manera: Región Caribe, Región Oriente, Región Centro Occidente, Región Pacífico, Región Sur, Región Orinocoamazonia y Región Centro. Las investigaciones debían abordar la temática de «Arte y Naturaleza» para luego ser adaptadas como exposiciones de arte dentro del marco del 46º Salón Nacional de Artistas en 2022.
Durante cuatro meses, la investigación sobre las prácticas artísticas de las regiones Orinoquia y Amazonia me llevó a recorrer varios departamentos, estudios de artistas, resguardos indígenas y lugares sagrados. Durante este proceso, la investigación curatorial experimentó un cambio significativo en el sentido de que lo que se consideraba prácticas artísticas resultaron ser, en realidad, procesos fundamentales de la vida indígena. Para ese momento ya conocía a Graciela Barbosa Teixeira, líder de la etnia guanana del Vaupés, residente en Villavicencio y víctima del desplazamiento forzado tras la Toma de Mitú de 1998. Graciela es la fundadora de la Corporación Indígena de Desplazados de la Orinoquia y Amazonia Colombianas (CORPIDOAC), que cuenta con 365 familias y un total de 1.387 personas. Esta organización se formó en 2007 como respuesta a la necesidad de la población desplazada de recuperar su identidad indígena, perdida al abandonar sus territorios. Inicialmente, CORPIDOAC implementó tres proyectos: uno centrado en el gobierno propio, otro en artesanías, y otro en soberanía alimentaria. Graciela lideró el proyecto de artesanías, enseñando a otras mujeres a tejer con chaquiras, un material que sustituyó a las semillas en esta práctica tradicional.[3]
Cuando se le pregunta a Graciela sobre la historia de su organización, ella emprende un viaje en el tiempo. Narra cómo las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) llegaron a su finca un día antes de la Toma de Mitú, para pedir un marrano. Años más tarde, trabajó con las Naciones Unidas como vocera indígena. Junto a su esposo, recibían en su hogar en Villavicencio, con agua de panela y pan, a varias familias que llegaron en condiciones de desplazamiento desde la Amazonia y otros lugares de la Orinoquia. Hoy en día, Graciela y sus compañeras sostienen sus hogares gracias a la venta de objetos y accesorios tejidos en mostacilla, producidos desde lo colectivo. Después de dejar atrás sus territorios, sus familias y sus medios de subsistencia, han surgido como una colectividad de mujeres capaces de desarrollar y enseñar habilidades estéticas y manuales para tejer y construir una nueva realidad en un territorio receptor y desconocido que las acogió.
Los haceres de esta colectividad de mujeres me llevaron a darme cuenta de que mi labor como curadora de arte resultaba insuficiente para comprender los aspectos materiales de la vida indígena.[4] Ni la historia del arte ni la teoría institucional del arte logran articular dimensiones de la existencia que son fundamentales para comprender estas relaciones entre los haceres y la vida, e incluso entre los haceres estético-materiales, la vida política y la resistencia. Entonces, fue necesario que desde la curaduría se concibieran las prácticas estético-materiales y la estética misma desde una perspectiva experiencial. Esto es lo que Katia Mandoki denomina «estesis»: «toda experiencia sería estética y toda estesis experiencial» (2006, p. 37). Etimológicamente, la palabra estética proviene del griego, donde aisthe significa ‘percepción o sensibilidad’, y tés se refiere a ‘agente o sujeto’, de modo que la palabra significa ‘agente de percepción’ (Noguera et al., 2020, p. 99). En este sentido, la estética es una experiencia sensible de la que el ser humano es capaz a través de los sentidos. Entonces, el ejercicio curatorial obligó, como lo hace Mandoki, a sacar lo estético de «la comodidad de lo artístico, perfectamente civilizado y acotado» (2006, p. 39), para extenderlo al mundo de la vida.
Un ejemplo de las estéticas de la vida cotidiana de la selva, en el contexto de la curaduría, se encuentra en la obra del artista puinave Óscar Pérez (2022). Desde su infancia, Óscar observó a su madre sembrar, cultivar, talar y cargar leña, así como multiplicar el casabe de yuca y cocinar platos con frutos silvestres que ella misma cultivaba en la chagra.[5] Durante toda su vida, ha sido testigo del esfuerzo de su madre al trabajar la tierra y llevar alimentos al hogar; incluso a sus 70 años, ella continúa haciéndolo. La base de la obra de Óscar ha sido su interés en la relación que tiene su madre con los elementos de la naturaleza. Sus pinturas definen ornamentos, objetos, utensilios y materiales de la naturaleza que forman parte de las experiencias estético-materiales de las mujeres en la selva. Así, Óscar reconoce que lo que constituye la vida de las mujeres indígenas es precisamente lo que los blancos denominan arte. Desde esta perspectiva, la experiencia estética se encuentra arraigada en las acciones cotidianas: cocinar, cargar leña, caminar por la selva. Es por esta razón que el artista detalla elementos como el tejido del catumare, las fibras del canasto o la envoltura del pescado al cocinar, elementos que son creados por las mujeres en colaboración con la tierra.
Cosas-experiencia
Hubo varias reuniones comunitarias, recorridos, dibujos y círculos de palabra que nos permitieron elaborar y consolidar las propuestas de los nueve colectivos para presentar en el 46º Salón Nacional de Artistas. Conté con el acompañamiento y asesoría del maestro Henry Romero Chivatá, quien tiene amplia experiencia en procesos comunitarios con poblaciones indígenas, desplazadas por el conflicto armado y víctimas de desastres naturales. También recibí el respaldo de instancias culturales del gobierno regional, como la Casa de la Cultura del Guainía y su museo comunitario, que ya habían iniciado un proceso de integración de las prácticas indígenas en el contexto del arte local. Además, el voz a voz entre las comunidades indígenas guio mi ruta en cada lugar durante los cuatro meses de investigación. Además, hubo encuentros fortuitos, como cuando conocí al rector de la Escuela del Resguardo La Victoria, quien hizo parte del colectivo Piapoco-Achagua, al detenerme en la carretera para orientarme con la dirección desde Villavicencio hacia Puerto Gaitán en el Meta. Los colectivos indígenas con los que me encontré compartían la característica de que sus prácticas estético-materiales se desarrollaban, de una forma u otra, desde una perspectiva comunitaria. En otras palabras, su hacer emergía de una conciencia de «nosotros» (Escobar, 2008, p. 140), que es fundamental en las sociedades indígenas para construir lazos comunitarios, facilitar la integración sociocultural, la autonomía en la creación de conocimientos y los subsistemas económicos. Esto me llevó a cuestionar los patrones individualistas y subjetivos que son premisa de la práctica artística y la historia del arte occidentales.
Durante los procesos de consolidación de las piezas a exhibir por los colectivos indígenas, experimenté su habilidad para procesar su pensamiento a través de la materia, lo que me recordó a Vasco, quien argumenta que las sociedades indígenas piensan a través de cosas u objetos, y que «los resultados de sus procesos de abstracción y conocimiento revisten formas concretas porque entre ellos el saber es un saber-hacer» (2002, p. 499). Vasco ha denominado a los objetos de la vida indígena como «cosas-conceptos» (Vasco, 2002). Sin embargo, aunque la propuesta de Vasco busca ser reivindicativa al asociar el «concepto» (como forma de sedimentación del conocimiento en Occidente) a las prácticas indígenas, mi experiencia con los procesos materiales de los indígenas me lleva a asociarme más con las estéticas cotidianas propuestas por Mandoki (2006). Por lo tanto, opto por cambiar el uso de la palabra «concepto» por la palabra «experiencia», considerando que los productos de las prácticas materiales de la vida indígena son «cosas-experiencia».
«Arte y naturaleza»
Las propuestas de los colectivos indígenas incluían, en su mayoría, técnicas artesanales que hacen uso de materiales extraídos de la selva o del monte, como las pinturas de greda de los ríos, o el empleo de materiales que requieren procesos de manufactura o de secado, como la tela de corteza de árbol. El conocimiento y la experimentación con los materiales forman parte de la relación que tienen los indígenas con otros organismos de la naturaleza, como las palmas, los troncos de los árboles, las semillas, las fibras, el río, el barro y la tierra, donde la misma materia de la naturaleza adquiere forma por sí misma. Estos procesos se basan en la comprensión de la materialidad, con sus tensiones y elasticidades (Ingold, 2012), a veces guiados por eventos rituales que dialogan con estos otros organismos. Esto permite y convoca a que sea la naturaleza la que tome forma material, actuando como agente de materia viva y de su propia comprensión de la materialidad del entorno donde se desarrolla. Por ejemplo, para las ceramistas del colectivo Kubeo Cubay Jëjënava de la Comunidad Cubay en Mitú, Judith Ortiz, Emilia Maya, María Uribe, Diana López e Ingrid López, elaborar las tinajas de barro implica extraer el barro azul, que se encuentra a un día de distancia en canoa por el río. Este barro azul es el excremento del güío (anaconda), progenitor del mito de fundación de los kubeo del Vaupés, con el cual fabrican cada tinaja para los intercambios de las danzas tradicionales. En el interior de la maloka se llevan a cabo las danzas y se entregan frutos silvestres como el huasaí, el ibapichuna o el mirití, que se sirven acompañados de la chicha contenida en la tinaja de barro elaborada por las mujeres con este propósito. La tinaja es decorada con las formas guiadas por el payé (médico tradicional), quien consume yagé para recibir mensajes de otros mundos, reconociendo las simbologías que la tinaja debe llevar según su uso particular en cada ceremonia tradicional. El payé también otorga protección a la tinaja, la cual ha sido construida a partir del espíritu vivo del güío progenitor, con su excremento, el barro azul. Aquí, el trabajo en barro implica la conjunción de elementos y experiencias como el viaje por el río, el paisaje de la selva, el cuidado al amasar el barro, la identidad étnica arraigada en el mito de fundación, la organización familiar para la manufactura, la tierra que toma forma, el color que da el horno, el hogar-lugar de trabajo, el yagé y los ancestros, la guía espiritual del payé José López y la sabiduría de Judith Ortiz, entendedora de la naturaleza; todos estos aspectos son tanto hacedores como parte del paisaje y territorio.
Judith, una anciana ceramista de 82 años que no habla castellano, ni lee ni escribe, es quien ha recuperado la práctica de la cerámica cubeo y la ha transmitido a las generaciones más jóvenes. Cuando se la visita, siempre se la ve en silencio trabajando la cerámica, en cuclillas sobre la tierra, con las piernas abiertas y los pies descalzos a cada lado sirviendo de mesa y silla para sostener los codos que guían las manos al amasar el barro. Ingold (2022) dice que el pie es parte integral del cuerpo y la tierra existe para nosotros solo a través de la sensación en nuestros pies, de modo que ni el pie pertenece exclusivamente al humano ni la huella a la tierra, sino que ambos son aspectos complementarios de una tierra humana. Así, cuando Judith trabaja la cerámica, se une a esta desde su propia corporeidad, conectándose no solo con la tierra sino también con el barro que moldea con sus manos, y en ese instante, ni sus pies ni sus manos le pertenecen exclusivamente, sino que forman parte de una continuidad donde mano, pie, barro y tierra se distinguen entre sí a través de pliegues y arrugas, revelando así su proceso de creación.
Ingold (2011) también explora cómo la humanidad moderna se percibe tan desconectada del suelo o de la tierra, aludiendo a que la postura erguida del ser humano, junto con la diferencia en el uso de la mano y el pie, ha establecido una mentalidad de poder, dominación y control del humano sobre la naturaleza, destacando que el pavimento nos ha alejado de la vida. El trabajo de Judith con la cerámica significa un quiebre en este proceso de dominación del humano sobre la naturaleza, y a la vez atiende al llamado de Donna Haraway con sus especies compañeras, donde el humano es metamorfoseado como «trabajador del suelo y en el suelo» (2019, p. 34). Asimismo, Judith conoce la vida y la materia del barro, la comprende y se constituye como ceramista junto con ella. Por esa razón, el proceso de creación desde la perspectiva indígena no es la conceptualización de un objeto o cosa, sino que se trata de una experiencia donde el vínculo con los materiales se vive desde lo corporal en una relación cuerpos-entre-cuerpos-tierra (Noguera, 2021). Y desde la experiencia relacional, la materia de la tierra actúa como un organismo vivo en la vida del humano y de la comunidad, en el territorio y en el paisaje.
Figura 4. Colectivo Kubeo Cubay Jëjënava: Judith Ortiz, Emilia Maya, María Uribe, Diana López, Ingrid López, Cipriano López, José López. Tinaja boricacuyavicare jejenacu, 2022. Escultura en barro y revistero tejido con plumas blancas, 1.20 m x 0.80 m. En la exposición «De selvas, mitos y canoas: un viaje por el arte de la tierra» (Centro Cultural Gabriel García Márquez, 2022). Fotografía: Camila Malaver Garzón. Cortesía: Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes de Colombia.
En visitas recientes a la comunidad Cubay, he aprendido la técnica del barro, que implica quemar el palo del árbol de cemento para mezclar la ceniza con el barro azul del río, hasta que la cerámica adquiera una textura similar a la arena, y el azul del barro se convierta en gris-azul. Durante el proceso, he observado cómo las mujeres ingresan trozos de la mezcla a su boca para probar la consistencia de la cerámica una vez amasada y asegurarse de que tenga la textura adecuada para trabajar. Este procedimiento evoca la invitación de Ana Patricia Noguera (2020) en su propuesta de tránsito hacia el habitar-se en la tierra:
La tierra sabe, se sabe y se saborea; siente, se siente y es sentida; ese saber se siente en los sabores, olores, texturas, colores y lenguajes de las geografías, las naturalezas, los tejidos de vida [...] es un saber cuyo a priori no es el yo pienso, sino el tejido de la tierra-naturaleza-vida; y no es un a priori epistemológico sino óntico. (Noguera et al., 2020, p. 59)
Mientras que en Occidente el suelo arcilloso es un fenómeno geológico, es decir, científico y racional, para los kubeo del Vaupés es un elemento vivo que forma parte de la vida social de sus comunidades. En este sentido, la relación cuerpo-tierra, que es fundamental para las prácticas materiales indígenas, nos lleva a reflexionar sobre el cuerpo humano como instrumento y medio técnico (Mauss et al., 1979) para conocer y corresponder con el mundo que co-habitamos los humanos. Este proceso material «resuena con la creatividad y dinámica autopoiética de la tierra y con el innegable hecho de que ningún ser viviente existe de forma independiente de la Tierra» (Escobar, 2014, p. 139). Por esto es que las prácticas estético-materiales indígenas también implican la comprensión de perspectivas territoriales y comunales que usualmente son omitidas por el mundo del arte; «en estas ontologías, los territorios son espacios-tiempos vitales de interrelación con el mundo natural» (Escobar, 2014, p. 59).
Esta correspondencia «Arte y naturaleza», tema de la convocatoria del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes, se manifestaba también en otros procesos del hacer, como el viaje en canoa de motor lento que realizamos junto con Marcos Dagama (2022) del colectivo Kurripako Baniwa, mientras recorríamos el río Inírida en busca de materiales en la «selva virgen»[6]. En plena temporada de lluvias, el río se había desbordado y el agua casi alcanzaba la altura de las copas de los árboles. Sin embargo, Marcos, situado en la punta delantera de la canoa, reconocía en cada una de las partes visibles de las copas de los árboles la ruta a seguir, que señalaba con rapidez y facilidad, guiándonos entre un laberinto de río y árboles. A pesar de que las señales materiales (como tallos, raíces, caminos o casetas) estaban sumergidas bajo el agua, Marcos no las necesitaba, pues su conocimiento sobre el territorio era integral y no requería de ninguna herramienta más que su intuición y su observación atenta para llegar al destino. Durante el trayecto, hicimos una parada en el resguardo Coco y Cuayare Caño Carbón, en el Guainía, que se encontraba deshabitado debido a las inundaciones, pero conservaba las casas construidas en la parte alta con paredes de barro y techos de fibra chiqui chiqui. Disfrutamos de una comida en una de las casas de esta arquitectura vernácula, que nos brindó una temperatura más fresca en contraste con el calor exterior, demostrando que son construcciones que incorporan técnica, habilidad, innovación tecnológica, eficiencia y sostenibilidad… lo que hace de estas casas, además de bellas, abrigos que protegen a humanos y otros organismos de la humedad y del calor. Posteriormente, Marcos nos explicó el uso de cada árbol y alertó sobre los venenos y peligros que albergaba cada cual, cortando y arrancando partes de distintas especies que luego utilizó para elaborar las piezas que presentó en colectivo con su esposa Mariela Rodríguez en la exposición del 46SNA.
Recorrer los territorios, las selvas y los ríos a través de los haceres materiales permite realizar un ejercicio corporal y sensible dirigido al conocimiento, conceptualización e interventoría simultánea, similar al proceso curatorial, al mismo tiempo que se piensa en el destino de las imágenes y los objetos desde el trabajo de campo (Andrade y Elhaik, 2018). Este proceso sensible en el terreno implica comprender y relacionarse con otros organismos de la naturaleza, que se integran como actores desde lo curatorial. El hecho de presentar la exposición en Bogotá implicó, como sugieren Elhaik y Marcus (2012), una ruptura en la estructura del antes y el después del trabajo de campo, tal como se concibe en la antropología. En otras palabras, se buscó trasladar el propio campo, con sus elementos humanos, materiales, objetuales y vivos, a un nuevo espacio donde la materia de la tierra continúa animada y no es estática.
Sin embargo, en la comodidad de lo artístico del campo del arte contemporáneo, integrado a las políticas de diversidad, resultó ser insostenible la creación de un evento de arte nacional que tuviera en cuenta las condiciones de vida de personas con experiencias materiales distintas a las occidentales. Desde la perspectiva administrativa del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes, no se consideraba a los campesinos, indígenas, artesanos ni a sus territorios como actores dentro del mundo del arte. En su lugar, se aplicaron las premisas del multiculturalismo con el objetivo de organizar un evento que abarcara las diversas regiones del país, con sus minorías e identidades políticas, sin tomar en cuenta que existen muchos otros mundos con modos de vida diversos, en los que también es posible crear lo que desde la institucionalidad se considera arte.
El 46SNA: lo «Inaudito» del multiculturalismo como política de Estado
El 46º Salón Nacional de Artistas, titulado «Inaudito Magdalena», forma parte de la experiencia del multiculturalismo inaudito. Durante el evento, se distribuyó un mapa que señalaba los programas llevados a cabo en veinte municipios a lo largo del río Magdalena, en un intento por descentralizar el evento nacional del arte en el país. Sin embargo, esta medida resultó insuficiente para concebir y comprender la multiplicidad de formas de vida que existen en este único río y en este único país.
Desde la promulgación de la Constitución Política de 1991, se ha reconocido «la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana» (Capítulo XI, Art. 7, 1991), que impulsó la construcción de la multiculturalidad como política de Estado. Esto incluyó medidas dirigidas a satisfacer las necesidades de comunidades negras, indígenas y rom, como el reconocimiento de derechos colectivos sobre la tierra, la asignación de curules especiales en el Congreso de la República y la obligación del Estado de proteger las riquezas culturales de las comunidades indígenas en Colombia (Capítulo XI, Art. 8, 1991). La diversidad fue promovida como un paradigma nacional que implicó un proceso de institucionalización, estableciendo términos para la inclusión de las comunidades étnicas y las manifestaciones culturales de los movimientos sociales, incluyendo las artes.
En 1997 se creó el Ministerio de Cultura, lo que redefinió la relación entre la cultura política y la política cultural en el marco del Estado (Ochoa Gautier, 2003). Desde entonces, el Salón Nacional de Artistas se ha consolidado como una plataforma política, y las reformas implementadas para su reconfiguración corresponden a las políticas multiculturalistas de desarrollo del Estado.
En la historia del arte, las premisas globalizadoras multiculturalistas se han hecho con algunos hitos significativos, que incluyen las exposiciones «Art of the Fantastic: Latin America, 1920-1987» (1987), en el Museo de Arte de Indianápolis; «ART/artifact: On the Museum and Anthropology», en el Centro de Arte Africano en Nueva York; y «Magiciens de la Terre» (1989), en el Centro Georges Pompidou en París. Estas exhibiciones evidenciaron el paradigma del multiculturalismo al abordar motivaciones de raza, fomentar relaciones de poder y promover el silenciamiento de ciertas voces. En «Art of the Fantastic», por ejemplo, se clasificaba el arte latinoamericano como «fantástico», una etiqueta que, según Mari Carmen Ramírez, reflejaba «la fascinación y el interés por elementos de lo exótico y lo primitivo, inherentes al discurso autocomplaciente de la modernidad» (1996, p. 240).
En pocas palabras, el multiculturalismo esencialmente busca abordar la idea de la raza, inicialmente introducida por los conquistadores y posteriormente reconstituida como la primera categoría social de la modernidad (Quijano, 2014), para luego transformarla en una identidad política que reconoce la diversidad, con el objetivo último de generar productos para satisfacer las demandas de un pluralismo global (Segato, 2002). El 46SNA formó parte de la experiencia del multiculturalismo porque en el ámbito de las prácticas artísticas estas políticas se manifiestan con mayor vehemencia, incluso más que en cualquier otro campo de conocimiento o gestión política.
Es importante señalar que en el 46º Salón Nacional de Artistas coexistieron varios mundos: el mundo del arte, el mundo administrativo, el mundo estatal y, en el caso de esta investigación curatorial, el mundo indígena y el mundo de la naturaleza. Las tensiones entre estos mundos han sido siempre evidentes; por ejemplo, el mundo administrativo está sujeto a los parámetros del mundo estatal, y el mundo del arte se limita por las imposiciones del mundo administrativo. El mundo indígena y el mundo de la naturaleza intensificaron aún más estas tensiones entre y con los otros mundos.
El mundo indígena desafió todas las nociones de ser y hacer de otros mundos, obligando a la curaduría y al mundo administrativo a replantear las formas de concebir el arte, de participar en el arte y, sobre todo, de vivir el arte. En primer lugar, surgió una brecha en las formas de comunicación debido al acceso limitado a internet en ciertos territorios indígenas y al escaso uso del correo electrónico en aquellos lugares donde sí había conexión. El mundo administrativo enfrentó dificultades para interpretar las alternativas propuestas por el mundo indígena, mostrando poca disposición para encontrar medios de comunicación alternativos. La curaduría tuvo que actuar como mediadora entre el mundo administrativo y el indígena, llegando incluso a convertirse en una plataforma política para representar a los colectivos indígenas ante las autoridades estatales y reclamar sus derechos.
Esta representación de los colectivos indígenas por parte de la curaduría resultó problemática al reflejar ciertos patrones del mundo estatal, como el reconocimiento de los indígenas y sus actividades basado en argumentos de vulnerabilidad o victimización, características del denominado «enfoque diferencial étnico» dentro del marco del multiculturalismo como política estatal. Resulta paradójico que estas perspectivas esencialistas y revictimizantes sean las que conduzcan al reconocimiento de la autoridad y al ejercicio de la autonomía de las sociedades indígenas (Hoyos, 2023).
Los cambios de fechas del evento llevaron a los colectivos indígenas a enfrentar dificultades durante la temporada de lluvias, cuando algunos materiales escasean debido al desbordamiento de los ríos, lo que complicó el acceso a la pintura de greda de barro, entre otros. Además, las lluvias prolongaron el tiempo de secado de materiales esenciales como la madera y la tela de corteza de árbol, utilizados por el colectivo Capikuvimeta en la elaboración de sus pinturas. La falta de comunicación llevó a la administración a cuestionar el ritmo de trabajo de los indígenas y sugerir cambios en los materiales, sobreponiendo la eficiencia industrial a los procesos naturales. Esta perspectiva distanció el mundo de la naturaleza de los procesos materiales indígenas.
Por otro lado, la solicitud de individualizar las propuestas de los colectivos indígenas ignoró su naturaleza comunitaria. Esto recuerda la exposición «Magiciens de la Terre» (1989), presentada en el Centro Georges Pompidou y la Grande Halle de la Villette, en París, criticada por imponer valores individualistas a creadores en contextos de comunidad, limitando su agencia y su expresión a un espacio de «magia» reservado para ellos, bajo la autoría de una sola persona, reduciendo así sus propias narrativas.
También se ha señalado que la exposición en París impuso valores neoliberales al introducir al mercado del arte prácticas que hasta entonces no eran regidas por principios comerciales, ofreciéndolas al mercado occidental como productos estéticos. Aunque difiero de considerar la venta como un factor intransigente o innecesario para las comunidades indígenas, es un hecho que los eventos artísticos occidentales de gran formato se constituyen desde la lógica capitalista, imponiendo sus normas sobre quienes participen en ellos.
En el 46SNA, los colectivos indígenas introdujeron de manera imprevista sus arraigadas prácticas de intercambio, heredadas desde la América antigua, donde los aborígenes empleaban el intercambio a media y larga distancia, principalmente a través de objetos como collares, piezas de orfebrería, hojas de coca y tabaco. Hoy en día, algunas comunidades indígenas continúan esta tradición, ya sea en ceremonias donde se comparten alimentos y bebidas, o en la vida diaria mediante la venta de sus productos artesanales. En el 46SNA, esta práctica cobró vida cuando los colectivos indígenas buscaron vender piezas y objetos durante la exposición, a pesar de que esta no había sido concebida con fines comerciales.
Algunos colectivos solicitaron disponer collares a la venta frente a sus obras, imitando los espacios comerciales de artesanía y turismo, mientras que otros ofrecieron pequeñas tallas de madera alrededor de su instalación. Además, las bolsas de mambe y mañoco[7] que formaban parte de una obra comenzaron a circular comercialmente debido a la demanda de los visitantes, a la cual la líder del colectivo accedió. Estas acciones provocaron reacciones por parte del mundo administrativo, reiterando que en el mundo del arte no existe espacio para la comprensión hacia otras dimensiones de la vida indígena.
Otro hecho imprevisible surgió cuando un colectivo sugirió retirar los objetos de su «trabajo» después de inaugurada la exposición. Se asumió que con «trabajo» se referían a las hierbas y brebajes dispuestos sobre una mesa como parte de su obra. Sin embargo, sin titubear, los miembros del colectivo retiraron tanto las piezas textiles de la pared como otros objetos dispuestos en su instalación. Esto plantea la cuestión de la brecha entre la percepción occidental y no occidental de los objetos y su significado, evocando las reflexiones de Luis Guillermo Vasco (2016), quien señala que lo que los antropólogos llaman «ritual», en las sociedades donde se practica se denomina «trabajo». Cuando los indígenas sugirieron retirar los elementos de su «trabajo» se referían a retirarlo todo, ya que sus piezas, admiradas desde una perspectiva estética y asociadas con lo ritual, en realidad son «algo de su vida material, transformadora del mundo y no de su espiritualidad» (Vasco, 2016, p. 4). Vasco relaciona esto con las ideas de Marx y Engels, recordando que lo que define al ser humano es el trabajo.
Silenciamientos en la historia del arte en Colombia
Hacia finales del siglo XIX, en Colombia surgieron debates alrededor de las nociones de artesanía, arte precolombino, antigüedades nativas y arte primitivo, acompañados de dudas sobre la capacidad estética de los indígenas. En este contexto, Alberto Urdaneta, comandante del ejército y también artista, gestor y escritor, fundó la Escuela Nacional de Bellas Artes en 1886. En su discurso inaugural, destacó la llegada de la civilización española a América como el inicio de la historia del arte en Colombia, desechando los adelantos alcanzados por los Chibcha, que señaló como primitivos, toscos e imperfectos (Urdaneta, 1887). Así, se instauró en el país la enseñanza del arte académico, con un sistema pedagógico decimonónico que se mantuvo vigente durante cien años, hasta las reformas de 1986, a partir de las cuales se adoptó un sistema pedagógico contemporáneo (Rojas-Sotelo, 2022).
Tanto el discurso artístico como el etnológico contribuyeron a las categorías de «arte occidental», y «arte indígena» o «etnográfico». Mientras el primero estableció una economía de la visualidad que clasificaba los objetos del pasado y producía nuevos objetos destinados a insertar a Colombia en el panorama de las «naciones civilizadas» (Eraso, 2019), el segundo planteaba interrogantes sobre los nuevos museos etnográficos. Como resultado, las prácticas materiales de los indígenas quedaron asignadas exclusivamente al campo de la antropología.
El año 1940 fue un momento coyuntural en la historia del arte en Colombia, caracterizado por tensiones y contrastes entre los ideales políticos del Partido Conservador, los Liberales y los artistas del grupo conocido como Bachué. El 18 de mayo, el inmigrante ucraniano de origen judío Juan Friede inauguró la primera galería de arte en Colombia. En este espacio, se destacaron pintores y escultores del grupo Bachué,[8] un movimiento artístico indigenista surgido en 1930, cuyo objetivo era romper con la tradición moderna a través de un pensamiento nacionalista que exploraba el valor del pasado aborigen y el trabajo rural (Rojas-Sotelo, 2022). En la galería de Friede también se llevaban a cabo tertulias a las que asistieron prominentes etnólogos vinculados al proyecto del Instituto Indigenista Colombiano, que adoptaba una postura socialista frente a la situación de los pueblos indígenas en el país (Rueda Enciso, 2017).
Ese mismo año, en octubre, Jorge Eliécer Gaitán,[9] en su cargo de ministro de Educación, inauguró el «Primer Salón Nacional de Artistas», entonces llamado «Salón Anual de Artistas», en la Biblioteca Nacional en Bogotá. En su discurso inaugural, resaltó la importancia de la «intervención del pueblo en este episodio cultural […] [como] juez de conciencia que tiene que decidir, en última instancia, si hay o no, un arte propio […] para su instintiva sabiduría habrá tantas personalidades como tipos de arte y que para su juicio definitivo desaparecerá el denominador común» (Gaitán, 1940).
Fue también en 1940 cuando el conservador Laureano Gómez ordenó el cierre de la exposición de Débora Arango, que se encontraba en el Teatro Colón de Bogotá, argumentando que sus desnudos eran inmorales, enfermos y degenerados. Gómez, quien había sido embajador en Alemania a finales de la década de 1930, adoptaba fórmulas del nazismo hacia los artistas del grupo Bachué, calificando su arte de «degenerado» en artículos publicados en la Revista Colombiana, que era de su propiedad. Relacionaba las formas estéticas indigenistas y nacionalistas con corrientes como el marxismo y el comunismo mexicano de los muralistas. A las poblaciones indígenas les atribuía malicia, insignificancia y derrotismo, señalándolas como embriagadas con la melancolía de sus páramos y bosques (Rojas-Sotelo, 2022).
Cuando la crítica de arte argentina Marta Traba llegó a Colombia en 1954, alineada con la nueva hegemonía estadounidense de un arte apolítico, abstracto y comercial, relegó a los artistas comprometidos políticamente. Cada artista seleccionado por Traba buscaba vincular el arte colombiano con las corrientes del arte europeo y norteamericano, en lugar de mantener la conexión con el arte latinoamericano propuesta por los Bachué. Esta operación marcó un proceso de silenciamiento del movimiento artístico en Colombia durante el siglo XX (Rojas-Sotelo, 2022).
Sin embargo, estas acciones no se presentan como un debate sobre el pasado, sino como un acto político que se inserta en el presente. La censura y el silenciamiento de la vida cultural y artística en Colombia están presentes en la historia reciente del país, como ocurrió en 2002 durante el gobierno de
Álvaro Uribe Vélez, quien disolvió la Escuela Nacional de Arte Dramático (ENAD), la Orquesta Sinfónica de Colombia y la Banda Nacional, argumentando deficiencias administrativas y culturales en su funcionamiento. En 2018, el gobierno de Iván Duque promovió la denominada «economía naranja», que preveía la comercialización de toda actividad artística, siguiendo los modelos globales y tomando como referencia a Broadway. Durante este mandato, el río Magdalena, cuya cuenca abarca el 24% del territorio nacional y atraviesa once departamentos, fue objeto de proyectos políticos impulsados desde varias dependencias gubernamentales, lo que llevó a la creación del 46º Salón Nacional de Artistas como un evento artístico a gran escala a lo largo de su cuenca. Entonces, cuando cerraron las puertas al arte popular, a la vida indígena y a las formas de la naturaleza en el 46SNA, esto significó solo una manifestación más del hilo narrativo de segregación y censura hacia las formas de arte alternativas en Colombia.
El mundo del arte desempeña un papel fundamental y tiene una tarea esencial en resistir estos embates. En tal sentido, se evidencia que aún persiste un vacío en cuanto al reconocimiento de lo popular dentro de las instituciones artísticas y en lo que la teoría institucional del arte puede o no considerar como arte legítimo. Esto se hace evidente con la exposición titulada «Sembrar la duda: Indicios sobre las representaciones indígenas en Colombia», la cual conmemoró en 2023 el centenario del Banco de la República y se llevó a cabo en el Museo MAMU en Bogotá. La exposición buscó reconsiderar la representación indígena proponiendo indicios que generen múltiples lecturas, anacrónicas y no lineales, de obras de diversos periodos (Castañeda et al., 2023), presentando más de ochocientas piezas, de las cuales solo once autores indígenas son identificados como artistas propiamente dichos. Esta cifra excluye las colaboraciones entre artistas occidentales y artesanos o comunidades, las cuales se han vuelto cada vez más comunes como alianzas que validan objetos o prácticas de la vida indígena dentro del mundo del arte.
La exposición «Sembrar la duda» también reveló la exclusión a las artes populares por parte del mundo estatal, con la historia de Germán Arciniegas. En su libro Los caballitos de Ráquira (1936), Arciniegas expresaba su aprecio por las artes del barro, resaltando las tradiciones indígenas seculares y describiendo esta práctica como el despertar de «la llamada de la tierra» para los artistas del movimiento Bachué (Castañeda et al., 2023). Sin embargo, en 1941, cuando Arciniegas asumió el Ministerio de Educación, invitó al escultor vasco Jorge Oteiza para la creación de una escuela nacional de cerámica, que se estableció en la Universidad del Cauca, en Popayán. En otras palabras, aunque Arciniegas admiraba las artes populares del barro de Ráquira, una vez dentro del mundo estatal, privilegió al artista europeo como experto capacitado para enseñar cerámica a otros, ya fueran indígenas, campesinos o industriales.
Figura 5. Vistas de la exposición «Sembrar la duda: Indicios sobre las representaciones indígenas en Colombia» (Museo de Arte Miguel Urrutia-MAMU, Bogotá, 2023-2024). A la izquierda: texto de exposición «Germán Arciniegas: la vanguardia del barro»; a la derecha: esculturas de Jorge Oteiza, Edgar Negret y urnas funerarias del alto Magdalena. Fotografía: autora.
Un arte del y para el pueblo, con derecho a cambiar
En el siglo XXI, el mundo del arte aún arraiga posturas que consideran las prácticas indígenas como vestigios del pasado o sobrevivientes de un mundo arcaico (Escobar, 2008). Esta percepción se manifestó en las críticas surgidas en torno a la participación de los colectivos indígenas en el 46SNA por parte de otros artistas. Estas críticas no se centraban en las obras exhibidas ni en la curaduría de manera específica, y mucho menos involucraban algún diálogo con los colectivos indígenas para comprender sus procesos creativos o su propia perspectiva sobre su participación en el 46SNA. En su lugar, se hacían alusiones a lo artesanal, relegando las prácticas del mundo indígena a la invisibilidad dentro del contexto del arte contemporáneo.
Como respuesta, es fundamental destacar que las piezas creadas por los colectivos indígenas surgieron de sus propias vidas y realidades, las cuales a veces se expresan en técnicas o medios que algunos llaman «ancestrales», pero que en realidad son prácticas desarrolladas a partir de una relación de correspondencia con otros organismos de la naturaleza. Por lo tanto, las obras presentadas en la sala de exposición por parte de estos colectivos reconocen y defienden las necesidades y derechos de los indígenas de cambiar, innovar y generar nuevos discursos. Esto es a lo que se refiere el teórico Ticio Escobar al hablar del «arte de y para el pueblo» (2008, p. 162), a la vez que evoca las intenciones populares de Jorge Eliécer Gaitán al resaltar la importancia de la intervención del pueblo en el Salón Nacional de Artistas.
Las críticas también incluyeron parodias que enfocaban algunas obras, cuestionando su condición como arte. Esto fue evidente con la instalación del colectivo Kurripako Baniwa, titulada Lisheka lieje mapachika ñapirrikuli [Artes mágicas del huérfano] (2022), que presentaba cinco esculturas que eran trampas de pesca dispuestas en el suelo de la sala de exposición, junto con piezas más pequeñas suspendidas del techo. Este episodio evoca el debate surgido en la exposición «ART/artifact: African Art in Anthropology Collections» (1988), curada por Susan Vogel. En esta muestra, dividida en varias salas temáticas conforme a la concepción histórica del arte africano desde una perspectiva occidental, la curadora estratégicamente ubicó una red de caza zande en la entrada de la sala titulada «Galería de Arte Contemporáneo», desafiando las nociones convencionales sobre los objetos nativos y su valor como objeto de estudio. Este ejercicio resaltó una perspectiva más amplia sobre cómo el mundo del arte categoriza y etiqueta las obras de arte.
Inspirado en el ejercicio curatorial de «ART/artifact», Alfred Gell (1999) escribió el ensayo «La red de Vogel: Trampas como obras de arte y obras de arte como trampas», que indaga en las teorías interpretativas e institucionales del arte, y cuestiona cuándo un objeto manufacturado se convierte en una «obra de arte» o es un simple «artefacto». Gell sostiene que la acción de Vogel rompió la asociación entre el arte africano y el «primitivismo» del arte moderno, revelando la grandeza oscurecida en la red zande, «oscurecida por los cánones perjudiciales del gusto asociado al colonialismo» (Gell, 2006, p. 193). El autor sugiere redefinir las obras de arte como objetos o representaciones que encarnan intenciones complejas, incluyendo las trampas para animales exhibidas como arte, las cuales incorporan ideas complejas e intenciones vinculadas con la relación entre humanos y animales (Gell, 2006).
La obra del colectivo Kurripako Baniwa contrasta con la red de Vogel en el sentido de que aquí son los propios hacedores quienes comparten elementos de su vida cotidiana utilizando la curaduría como medio. La obra de los Baniwa invita a reflexionar sobre cómo los ejercicios curatoriales pueden exponer ideas e intenciones complejas entre animales, humanos y otros organismos, a través de las prácticas materiales de algunas comunidades indígenas de la Amazonia. Además, las trampas de pesca exhiben patrones de ritmo, proporción y maestría en el uso de materiales que podrían asociarse con una concepción estética de la vida occidental. Los animales son atraídos por objetos instalados en los ríos y la tierra, cuya elaboración requiere conocimiento, cuidado y ritmo; las trampas se integran al paisaje de ríos, selvas y bosques, a la vez que se destacan de forma llamativa ante los ojos de los animales, pero también de los humanos. Esto sugiere que selvas, bosques, montañas, piedras y ríos son entornos propicios para adquirir conocimiento a través de prácticas estéticas, y entonces lo curatorial es un espacio para reflexionar desde este conocimiento a través del arte como lenguaje común.
Figura 6. Colectivo Kurripako Baniwa: Marcos Dagama González y Mariela Rodríguez Ponare, Lisheka lieje mapachika ñapirrikuli (Artes mágicos del huérfano), 2022. Talla madera, bejuco, chonta de urracas, veradas, moriche y peraman, dimensiones variables. En la exposición «De selvas, mitos y canoas: un viaje por el arte de la tierra» (Centro Cultural Gabriel García Márquez, 2022). Fotografía: Camila Malaver Garzón. Cortesía: Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes de Colombia.
Vale la pena reconocer que la exposición «De selvas, mitos y canoas» no logró por sí sola manifestar la vida «Arte y Naturaleza» que emerge de las prácticas materiales indígenas de la Orinoquia y la Amazonia. Esto se debe en parte a las tensiones entre diferentes mundos, y al papel que la curaduría tuvo que asumir, como mediadora entre el mundo administrativo y el indígena, que la llevó a abandonar en cierta medida la tarea curatorial, lo que terminó por minar las experiencias estéticas de la vida y por solapar el papel del mundo de la naturaleza, el cual suele quedar relegado en medio de tensiones. Sin embargo, lo curatorial, entendido como un proceso que va más allá de la mera exposición de arte, logró tener la experiencia «Arte y Naturaleza» no gracias al mundo del arte, sino al mundo de la vida indígena, que generosamente permitió que el arte formara parte de ella. Entonces, la exposición, con sus repercusiones en términos de ideas, producción, circulación y comercialización, puede servir como punto de partida para un tránsito desde las prácticas indígenas, artísticas, curatoriales, de gestión cultural e incluso ambientales y ecológicas, hacia formas de ser, hacer y crear desde los múltiples mundos que cohabitan la tierra. Este tránsito, por supuesto, incluye las fricciones y tensiones que se producen entre los diversos mundos donde el arte puede fungir como lenguaje para el entendimiento común. Por tanto, es fundamental reflexionar sobre las prácticas del arte contemporáneo en Colombia y específicamente sobre el Salón Nacional de Artistas, que para muchos ha sido y continúa siendo un termómetro del arte en el país (González, 1990).
Por un tránsito hacia el habitar-se la tierra
El aumento del interés de los artistas contemporáneos en temas como los alimentos, las prácticas de cuidado, la relación con la naturaleza y la coexistencia entre humanos y no humanos ha sido evidente en los últimos años. Paralelamente, aunque el arte en Colombia ha mantenido un interés por lo político durante décadas, estos temas han sido intrínsecos en la vida de indígenas, campesinos y afrodescendientes durante siglos, pues estos grupos han experimentado las complejidades sociales que los artistas contemporáneos han intentado conceptualizar, en su mayoría desde lo simbólico.
Entonces, ¿por qué limitarnos a lo simbólico en lugar de adentrarnos en lo real? ¿Por qué conformarnos con la comodidad de lo artístico en lugar de comprender la vida misma? ¿Por qué seguir aferrados a la imposición del mundo-uno centralista cuando existe el pluriverso, donde podemos encontrar soluciones más satisfactorias a las urgencias del presente? ¿Puede lo curatorial ser un vehículo para un tránsito onto-estético-político hacia el habitar-se la tierra?
Es hora de volver a la vida.
Para lograr esto, en primer lugar, es necesario ir más allá de entender el arte o la cultura como meras estructuras simbólicas, y abrir las puertas a un enfoque que comprenda la cultura desde la diferencia radical (Escobar, 2014), es decir, desde la vida. Esta diferencia radical cuestiona los dualismos habituales, como modernidad/tradición, dominados/dominadores, útil/bello, arte/artesanía, forma/contenido, estético/artístico; y en su lugar utiliza términos como cosmovisión, comunidad, territorios, tierra, saberes, buen vivir, vivir sabroso, entre otros, que «amplían la noción de cultura más allá de una estructura simbólica» (Escobar, 2014, p. 17). Por lo tanto, no es relevante cuestionar si las piezas exhibidas por los colectivos indígenas en el 46SNA son artefactos ordinarios, artesanías u obras de arte, ya que lo que debemos aprender de sus piezas es la capacidad de reconciliar estos dualismos coloniales, que sintetizan gracias a sus cosmovisiones y prácticas materiales.
Mientras que las iniciativas multiculturalistas del mundo centralista buscan desmantelar lo colectivo y lo territorial, los indígenas, con sus vidas mismas y sus prácticas materiales, continúan defendiendo lo que Arturo Escobar llama «los muchos mundos que habitan el planeta» (2014, p. 77), citando al movimiento zapatista: «se trata de luchas por un mundo en el que quepan muchos mundos; o sea, luchas por la defensa del pluriverso» (p. 77).
En este sentido, lo curatorial debe ser comprendido, por un lado, como político e intercultural, y por otro, debe estar abierto a transformarse a partir de la vida en los diversos mundos. Esto implica ser capaz de combinar el interés por el arte, las teorías y los conceptos, con un conocimiento corporal, de la tierra y experiencial. Desde lo curatorial, se debe llegar a vivir y comprender, e incluso teorizar y conceptualizar, la experiencia de trabajar junto con la materia de la naturaleza en los territorios. Porque estas relaciones íntimas, primordiales y simbióticas de la producción estético-material indígena no solo son haceres, sino también saberes-haceres, es decir, formas de conocimiento. En otras palabras, se trata de un tránsito epistemológico y ontológico, desde lo estético y lo político hacia el habitar-se la tierra (Noguera, 2021).
Desde el arte contemporáneo, es igualmente importante considerar cómo contribuir a la mitigación o adaptación al cambio climático, al cuidado de la biodiversidad, a la conexión con la naturaleza, a la relación entre humanos y no humanos, a la construcción de paz y a otros espacios relacionales donde la naturaleza sea reconocida como sujeto de derecho. En este sentido, las prácticas materiales indígenas abren la posibilidad de tomar conciencia sobre los materiales empleados en las obras, lo que permite explorar su origen, su crecimiento y su uso sostenible.[10] Por ello, los indígenas, campesinos y afrodescendientes sitúan la diversidad en el centro del debate en la ecología política y la economía ecológica, ya que poseen conocimientos esenciales para la vida bajo principios de sostenibilidad, que, con las tecnologías simbióticas de estas comunidades con la tierra, han sido la base del surgimiento de la bioeconomía, la comunalización de la tierra y el manejo colectivo de recursos naturales.
Al reconocer los cuerpos de la naturaleza como sujetos de derecho, también se pueden considerar como cuerpos vivos y pensantes (Kohn, 2021) tanto en las ciencias como en las artes, en Latinoamérica y a escala global. De este modo, las selvas, los bosques, las montañas, las piedras y los ríos proporcionan contextos propicios para acceder al conocimiento y comprender la realidad a través del arte; la realidad de los territorios, de la vida de las comunidades, los organismos naturales, la naturaleza como recurso y los conflictos políticos, así como los procesos de paz y reconciliación. Es fundamental reconocer y experimentar estas realidades, ya que nos pertenecen. A partir de ellas, del hacer junto con la tierra, podemos abandonar los estándares del multiculturalismo neoliberal, que obedecen a un pluralismo global del mundouno centralista, y que a la vez corrompen el carácter comunitario, la solidaridad, las relaciones entre humanos y no humanos, el cuidado del medio ambiente, entre otros aspectos.
Desde la academia, el mundo del arte, los estudios ambientales y la esfera política, es crucial abrir espacios y diseñar herramientas que permitan vivir, crear y actuar desde diversas formas de vida. Entonces, las teorías sobre la vida surgirán cuando los conocimientos locales o saberes-haceres se integren de manera horizontal con los occidentales y académicos. Es urgente que el arte y otros campos del conocimiento adopten una apertura intercultural, inter y transdisciplinaria con atención e interés en los diversos mundos de la vida. Es fundamental que artistas, curadores y gestores culturales participen de manera activa y dirigida hacia un tránsito onto-estético-político (Noguera, 2021) desde las realidades sociales y políticas del Sur Global.
Es hora de que el mundo del arte salga de la academia, los museos y las galerías, y se integre con el mundo de la vida, con la naturaleza, los ríos y los bosques. Es hora de romper las ataduras del colonialismo que han encerrado al arte en las instituciones occidentales, eclipsando las prácticas materiales arraigadas en la tierra, las cuales ahora es urgente recordar, reconocer y revalorar. Por esta razón, resulta imperativo replantear los eventos artísticos a gran escala, como el Salón Nacional de Artistas, para que se conviertan en espacios de intercambio y conexión con las cuencas, las cadenas montañosas, los bosques y las fronteras. Solo así, como menciona Aníbal Quijano, podremos «dejar de ser lo que no somos» (2014, p.
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Notas