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Radar

Aprendiendo la gramática de lo animado

Robin Wall Kimmerer
Universidad Estatal de Nueva York, Estados Unidos

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Universidad San Francisco de Quito USFQ, Ecuador

ISSN: 1390-9797

ISSN-e: 2631-2670

Periodicidad: Anual

vol. 8, núm. 1, 2022

posts@usfq.edu.ec

Recepción: 27 Julio 2022

Aprobación: 05 Agosto 2022

DOI: https://doi.org/10.18272/posts.v8i8.2845

Para ser nativos en un lugar, tenemos que aprender a hablar su lenguaje

Vengo aquí para escuchar, para acurrucarme en la curva de las raíces, en un suave agujero de hojas de pino. Para apoyar mis huesos contra la columna de un pino blanco, para acallar la voz en mi cabeza hasta que pueda escuchar las voces que están fuera de ella. El shhh del viento en las ramas. El agua goteando sobre la roca. El picoteo del trepador azul, las ardillas cavando, el hayuco cayendo, los mosquitos en mi oído y algo más, algo que no soy yo, para lo cual no tenemos un lenguaje, la existencia sin palabras de otros en la que nunca estamos solos. Después del latido del corazón de mi madre, este fue mi primer idioma.

Podría pasar un día y una noche enteras escuchando. Pero en la mañana, sin que yo lo escuche, podría aparecer un hongo que no estaba allí la noche anterior, blanco y cremoso, empujado desde el pino, de la oscuridad a la luz, todavía brillando con el húmedo fluido de este tránsito. Puhpowee.

Escuchar en lugares silvestres nos convierte en testigos de conversaciones en un idioma que no es el nuestro. Ahora pienso que fue el anhelo de comprender el idioma que escuché en los bosques lo que me llevó a la ciencia, para, a lo largo de los años, aprender a hablar fluidamente en Botánica. Una lengua que, por cierto, no debe confundirse con el lenguaje de las plantas. En la ciencia aprendí un lenguaje de observación cuidadosa, un vocabulario íntimo que nombra cada pequeña parte. Para nombrar y describir primero hay que ver, y la ciencia pule el don de ver. Honro la fuerza de este lenguaje que se ha convertido en un segundo idioma para mí. Pero siento que debajo de la riqueza de su vocabulario y su poder descriptivo algo falta, ese algo que se hincha a nuestro alrededor y en nosotros cuando escuchamos el mundo. La ciencia es un lenguaje de distancias, que reduce un ser a sus partes activas, es un lenguaje de objetos. El lenguaje que hablamos en las ciencias, por más preciso que sea, se basa en un profundo error gramatical, en una omisión, en una grave pérdida en la traducción de las lenguas nativas de estas costas.

Mi primer contacto con el idioma que faltaba fue cuando conocí la palabra Puhpowee, que en mi lengua no existía. La encontré por casualidad en un tratado sobre los usos tradicionales de los hongos en nuestro pueblo, escrito por la etnobotánica anishinaabe Keewaydinoquay.[1]Puhpowee se traduce como “la fuerza que hace que los hongos surjan de la tierra durante la noche”. Como bióloga, me sorprendió que existiera tal palabra. A pesar de todo su vocabulario técnico, la ciencia occidental no tiene un término semejante, no hay palabras para encerrar este misterio. Se podría pensar que, entre todas las personas, las que trabajan en biología tendrían palabras para la vida. Pero creo que en el lenguaje científico, nuestra terminología se usa para definir los límites de nuestro conocimiento. Lo que está más allá de nuestro alcance permanece sin nombre.

En las tres sílabas de esta palabra, Puhpowee, pude ver un proceso profundo de observación cercana del bosque húmedo en la mañana, la formulación de una teoría para la cual el inglés no tiene equivalente. Quienes crearon esta palabra entendieron un mundo de seres, lleno de energías invisibles que animan todo. He apreciado esta palabra durante años, la he llevado como un talismán, y he extrañado a las personas que dieron nombre a la fuerza vital de los hongos. Yo quería hablar el idioma que era capaz de tener la palabra Puhpowee. Esta palabra para emerger, para levantarse, que pertenecía al idioma de mis antepasados, se convirtió en una señal para mí.

Si la historia hubiera sido diferente, probablemente hablaría bodewadmimwin o potawatomi, un dialecto anishinaabe. Pero, igual que muchas de las 350 lenguas indígenas de las Américas, el potawatomi está amenazado. El poder de la asimilación hizo su trabajo cuando mi oportunidad de escuchar ese idioma, y la suya también, fue lavado de las bocas de los niños indios que tenían prohibido hablar en sus lenguas maternas en los internados del gobierno. Niños como mi abuelo, que fue separado de su familia cuando él era apenas un niño de nueve años. Esta historia ha dispersado a nuestra gente y ahora yo vivo lejos de nuestra reserva; aunque pudiera hablar el idioma no tendría con quien hablarlo, excepto quizá durante nuestra reunión tribal anual. Hace algunos veranos se llevó a cabo una clase del idioma allí así que me metí en la tienda para escuchar.

Había mucha emoción en la clase, porque por primera vez todos los hablantes fluidos de nuestra tribu estarían allí como maestros. Cuando fueron llamados al círculo de sillas plegables, los hablantes se movieron lentamente, con bastones, andadores y sillas de ruedas, solo unos pocos se movieron sin apoyo. Los conté mientras llenaban las sillas: nueve. Nueve hablantes fluidos en todo el mundo. Nuestro lenguaje, desarrollado en milenios, se sentó en esas nueve sillas. Las palabras que alabaron la labor de la creación, que contaron las historias antiguas, que arrullaron a mis ancestros, descansan hoy en las lenguas de nueve hombres y mujeres mortales. Uno a la vez, se dirigieron al pequeño grupo de aspirantes a estudiantes. Un hombre con largas trenzas grises cuenta cómo su madre lo escondió cuando los agentes indígenas[2] vinieron a llevarse a los niños. Escapó de ser llevado al internado escondiéndose en la saliente de la rivera de un río, donde el sonido de la corriente ocultó su llanto. A los demás se los llevaron y les lavaron la boca con jabón, o peor aún, por “hablar esa sucia lengua india”. Ya que él fue el único que se quedó en casa, fue criado llamando a las plantas y animales por el nombre que les dio el Creador, y está aquí hoy, como un portador de la lengua. Los motores de la asimilación funcionaron bien. Los ojos del orador se ponen brillosos cuando nos dice: “Somos el final del camino. Somos todo lo que queda. Si ustedes, jóvenes, no aprenden, el idioma morirá. Los misioneros y el gobierno de los EE. UU. obtendrán su victoria por fin”.

Una bisabuela del círculo empuja su andador cerca del micrófono. “No es solo las palabras lo que se perderá”, dice. “El lenguaje es el corazón de nuestra cultura, alberga nuestros pensamientos, nuestra forma de ver el mundo. Es demasiado hermoso para ser explicado en el inglés”. Pensé en puhpowee.

Jim Thunder es el más joven de los oradores. A sus 75 años, es regordete, moreno y de porte serio, solo habló en potawatomi. Comenzó de forma solemne, pero a medida que se entusiasmaba con su tema, su voz se elevó como la brisa entre los abedules y sus manos comenzaron a contar la historia. Se animó cada vez más, poniéndose de pie, manteniéndonos embelesados ​​y escuchando en silencio, aunque casi nadie entendía una sola palabra. Hizo una pausa como si estuviera llegando al clímax de su historia y miró a la audiencia con un destello de expectativa. Una de las abuelas detrás de él se tapó la boca con una risita, y su rostro severo de repente se transformó en una sonrisa grande y dulce como una sandía partida. Se inclinó riéndose y las abuelas se secaron las lágrimas de risa, mientras el resto de nosotros mirábamos con asombro. Cuando se calmaron las risas, habló por fin en inglés: “¿Qué pasará con un chiste cuando ya nadie pueda escucharlo? Qué solitarias serán esas palabras, cuando su poder se haya ido, ¿dónde irán? Se unirán a las historias que nunca más se podrán volver a contar”.

Desde entonces, mi casa está llena de post-its en otro idioma, como si estuviera estudiando para un viaje al extranjero. Pero no me voy, vuelvo a casa.

Ni pi je ezhyayen? pregunta la pequeña nota adhesiva amarilla en mi puerta trasera. Mis manos están llenas y el auto está en marcha, pero cambio mi bolso a la otra cadera y me detengo lo suficiente para responder. Odanek nde zhya, me voy a la ciudad. Y así lo hago, voy al trabajo, a clase, a las reuniones, al banco, al supermercado. Hablo todo el día y, a veces, escribo toda la noche en el hermoso idioma en el que nací, el mismo que usa el 70 % de la población mundial, un idioma considerado como el más útil, con el vocabulario más rico del mundo moderno: inglés. Cuando llego por la noche a mi casa, hay un post-it que siempre me espera en la puerta del armario. ¡Gisken I gbiskewagen! Así que me quito el abrigo. Preparo la cena, sacando los utensilios de los armarios etiquetados como emkwanen, nagen. Me he convertido en una mujer que habla potawatomi con los objetos del hogar. Cuando suena el teléfono, apenas miro el post-it que hay allí mientras dopnen el giktogan. Y ya sea un vendedor o un amigo, todos hablan inglés. Una vez a la semana, más o menos, me llama mi hermana que vive en la costa oeste, me dice Bozho. Moktthewenkwe nda, como si necesitara identificarse: ¿quién más habla potawatomi? Llamarlo “hablar” es una exageración. Realmente, todo lo que hacemos es soltar frases confusas entre nosotras en un simulacro de conversación: ¿Cómo estás? Estoy bien. Ir a la ciudad. Ver pájaro. Rojo. Buen pan frito. Sonamos como el diálogo de Toro con el Llanero Solitario en una película de Hollywood. “Mi intentar hablar bien a la manera india”. En las raras ocasiones en que realmente podemos medianamente unir un pensamiento coherente, insertamos libremente palabras del español que aprendimos en la escuela secundaria para llenar los vacíos, creando un idioma que llamamos Españowatomi.

Los martes y jueves, a las 12:15 hora de Oklahoma, me uno a la clase de idioma Potawatomi de la hora del almuerzo, transmitida por internet desde la sede de la tribu. Por lo general, somos cerca de diez estudiantes de todo el país. Juntos aprendemos a contar y a pedir que nos pasen la sal. Alguien pregunta: “¿Cómo se dice por favor, pásame la sal?” Nuestro maestro, Justin Neely, un joven dedicado a revivir el idioma, explica que si bien hay varias palabras para decir gracias, no hay una palabra para por favor. La comida estaba destinada a ser compartida, no se necesitaba mayor cortesía. Se asumía como algo dado que un pedido se hacía respetuosamente. Los misioneros tomaron esta ausencia como una prueba más de malos modales.

Muchas noches, cuando debería estar calificando trabajos o pagando facturas, estoy frente a la computadora haciendo ejercicios de lengua potawatomi. Después de varios meses, he dominado el vocabulario del jardín de infantes y puedo relacionar con confianza las imágenes de los animales con sus nombres indígenas. Me recuerda a cuando leía libros ilustrados con mis hijos: “¿Puedes señalar la ardilla? ¿Dónde está el conejo?”. Todo el tiempo me digo a mí misma que realmente no tengo tiempo para esto y, es más, que no necesito saber las palabras para lubina y zorro. Ya que nuestra diáspora tribal nos dejó esparcidos por los cuatro vientos, ¿con quién hablaría?

Las frases simples que estoy aprendiendo son perfectas para mi perro: ¡Siéntate! ¡Come! ¡Ven aquí! ¡Quieto! Pero, como apenas responde a estos comandos en inglés, me resisto a entrenarla para que sea bilingüe. Una vez, un estudiante me preguntó si hablaba mi idioma nativo. Tuve la tentación de decir: “Oh, sí, hablamos potawatomi en casa: yo, el perro y las notas adhesivas”. Nuestro maestro nos dice que no nos desanimemos y nos agradece cada vez que decimos una palabra, nos agradece por insuflar vida al idioma, incluso si sabemos una sola palabra. “Pero no tengo con quién hablar”, me quejo. “Ninguno de nosotros lo hace”, me tranquiliza, “pero algún día lo haremos”.

Entonces, aprendo el vocabulario con diligencia, pero me resulta difícil ver el “corazón de nuestra cultura” en la traducción de “cama” y “fregadero” en Potawatomi. Aprender los sustantivos fue bastante fácil, después de todo, había aprendido miles de nombres botánicos en latín y términos científicos. Según mi razonamiento, esto no podría ser muy diferente. Era solo un ejercicio de sustitución y memorización. A menos en papel, donde se pueden ver las letras, esto es cierto. Pero escuchar el lenguaje es otra historia. Hay menos letras en nuestro alfabeto, por lo que la distinción entre palabras para un principiante suele ser sutil. Con los hermosos grupos de consonantes de zh, mb, shwe, kwe y mshk, nuestro idioma suena como el viento en los pinos y el agua sobre las rocas —sonidos con los que nuestros oídos pueden haber estado más delicadamente sintonizados en el pasado, pero ya no—. Para aprender de nuevo, realmente tienes que escuchar.

Pero para hablar, por supuesto, se requieren verbos, y aquí es donde mi habilidad nivel jardín de infantes para nombrar cosas desaparece. El inglés es un idioma basado en sustantivos, de alguna manera eso es apropiado para una cultura tan obsesionada con las cosas. Solo el 30 % de las palabras en inglés son verbos, pero en Potawatomi esa proporción es del 70 %. Lo que significa que el 70% de las palabras deben conjugarse y ese 70 % tiene diferentes tiempos y formas que dominar.

Los idiomas europeos a menudo asignan género a los sustantivos, pero en potawatomi no se divide al mundo en masculino y femenino. Tanto los sustantivos como los verbos son “animados” e “inanimados”. Escuchar a una persona requiere una palabra diferente a la palabra para escuchar a un avión. Los pronombres, artículos, plurales, demostrativos, verbos y todas esas partes de la sintáctica que nunca pude ordenar en mis clases de inglés de secundaria están alineadas en potawatomi para proporcionar diferentes formas de hablar del mundo vivo y del mundo inerte. Las formas verbales son diferentes, los plurales son diferentes, todo es diferente dependiendo de si aquello de lo que estás hablando está vivo. Es muy complicado, estas formas siempre están a punto de detener mis esfuerzos.

Frustrada, me digo a mí misma: “¡No es de extrañar que solo queden nueve hablantes!”. Estoy tratando, pero tanta complejidad me da dolor de cabeza y mis oídos apenas pueden distinguir entre palabras que significan cosas completamente diferentes. En clase, un maestro nos tranquiliza, dice que esto se resolverá con la práctica, pero otro anciano concuerda en que esos sonidos tan parecidos entre sí son inherentes al lenguaje. Como recuerda Stewart King, un guardián del conocimiento y gran maestro, el Creador quiso que nos riéramos. Entonces el humor está deliberadamente integrado en la sintaxis. Tanto así que un pequeño desliz de la lengua puede convertir la frase “necesitamos más leña” en “quítate la ropa”. De hecho, aprendí que la palabra mística puhpowee se usa no solo para los hongos, sino también para algunos otros árboles que se elevan misteriosamente en la noche.

En Navidad, mi hermana me regaló un juego de fichas magnéticas para el refrigerador en ojibwe, o anishinabemowin, un idioma muy relacionado con potawatomi. Las extendí sobre la mesa de mi cocina buscando palabras conocidas, pero mientras más miraba, más me preocupaba. Entre las cien o más fichas, solo reconocí una palabra: megwech —“gracias”. La pequeña sensación de logro que tendría tras estos meses de estudio se evaporó en un instante.

Recuerdo pasar las hojas del diccionario de ojibwe que mi hermana me envió, tratando de descifrar las fichas, pero la ortografía no siempre coincidía, la letra era demasiado pequeña y hay demasiadas variaciones en una sola palabra. Sentí que era demasiado difícil. Los hilos en mi cerebro se anudaron y, cuanto más lo intentaba, más apretados se volvían. Las páginas se volvieron borrosas y mis ojos se posaron en una palabra, en un verbo, por supuesto: “ser un sábado”. ¡No! Tiré el libro frustrada y molesta. ¿Desde cuándo el sábado es un verbo? Todo el mundo sabe que es un sustantivo. Agarré el diccionario, hojeé más páginas y todo tipo de cosas parecían ser verbos: “ser una colina”, “ser rojo”, “ser una extensión de arena en la playa”, y luego mi dedo se posó en wiikwegamaa: “ser una bahía”. Cosas que conozco con certeza como sustantivos y adjetivos aparecían aquí como verbos. “¡Es ridículo!”, despotriqué en mi cabeza. “No hay razón para hacerlo tan complicado. No me extraña que nadie lo hable. Un idioma engorroso, imposible de aprender y, más que eso, tiene todo mal. Una bahía es definitivamente una persona, un lugar o una cosa, un sustantivo y no un verbo”. Estaba lista para rendirme. Aprendí algunas palabras, cumplí mi deber con el idioma que fue robado a mi abuelo. Oh, los fantasmas de los misioneros en los internados debían haber estado frotándose las manos con alegría por mi frustración, seguramente pensaron: “Se va a rendir”.

De inmediato, juro que escuché el sonido de las sinapsis disparándose. Una corriente eléctrica chisporroteó por mi brazo, llegó hasta mi dedo y prácticamente quemó la página donde estaba esa palabra. En ese momento pude oler el agua de la bahía, la miré mecerse contra la orilla y la escuché tamizarse sobre la arena. Una bahía es un sustantivo solo si el agua está muerta. Cuando “bahía” es un sustantivo, es definida por los humanos, atrapados entre sus orillas y contenidos por la palabra. Pero el verbo wiikwegamaa .ser una bahía—, libera el agua de la esclavitud y la deja vivir. “Ser bahía” encierra el asombro del momento en que el agua viva ha decidido cobijarse entre las orillas, conversando con las raíces del cedro y con una bandada de serretas. Porque podría ser de otra manera: convertirse en un arroyo, un océano o una cascada, y también hay verbos para eso. Ser cerro, ser playa, ser sábado, todos son verbos posibles en un mundo donde todo está vivo. Agua, tierra, e incluso un día, el lenguaje es un espejo para ver lo animado del mundo, la vida que palpita a través de todas las cosas, a través de pinos, pájaros trepadores y hongos. Lo escucho en el bosque, este es el lenguaje que nos permite hablar de lo que brota a nuestro alrededor. Y, ahora, los vestigios de los internados, los espectros misioneros que empuñan jabón, agachan la cabeza derrotados.

Esta es la gramática de lo animado. Imagina ver a tu abuela con su delantal, de pie frente a la estufa y decir: “Mira, eso hace sopa. Eso tiene el pelo gris”. Podríamos reírnos de tal error, pero también retroceder ante él. En inglés, nunca nos referimos a un miembro de nuestra familia, ni a ninguna persona, como un “eso”. Ese uso gramatical sería una falta de respeto, pues le roba a una persona su individualidad y su parentesco, al reducirla a una simple cosa. Por eso, en potawatomi, y en la mayoría de otras lenguas indígenas, usamos las mismas palabras que usamos para nuestra familia cuando nos dirigimos al mundo viviente. Ese mundo viviente es también nuestra familia.

¿A quién extiende nuestro lenguaje la gramática de lo animado? Naturalmente, las plantas y los animales son animados, pero, a medida que aprendo, descubro que la comprensión potawatomi de lo que significa ser animado diverge de la lista de atributos de los seres vivos que aprendimos en Biología 101. En Potawatomi 101, las rocas son animadas, son animadas las montañas, el agua, el fuego y los lugares. Los seres que están imbuidos de espíritu, nuestras medicinas sagradas, nuestras canciones, tambores e incluso historias están animados. La lista de lo inanimado parece ser más pequeña, llena de objetos hechos por personas. De un ser inanimado, como una mesa, decimos: “¿Qué es?”. Y respondemos dopwen yewe. Es una mesa. Pero si nos referimos a una manzana, debemos decir “¿quién es ese ser?”. Y la respuesta es mshimin yawe. Ese ser es manzana.

Yawe: el ser animado. Yo soy, tú eres, él/ella es. Para hablar de aquellos que poseen vida y espíritu debemos decir yawe. ¿Por qué confluencia lingüística el Yahvé del Antiguo Testamento y el yahvé del Nuevo Mundo caen de la boca del reverente? ¿No es esto exactamente lo que significa ser, tener el aliento de vida dentro, ser la descendencia de la creación? En cada oración, el lenguaje nos recuerda nuestro parentesco con todo el mundo animado.

El inglés no da muchas herramientas para incorporar el respeto por lo animado. En inglés, eres un humano o una cosa. Nuestra gramática reduce a los seres no humanos a “eso”, o les asigna inapropiadamente un género: “él” o “ella”. ¿Dónde están nuestras palabras para la simple existencia de otro ser vivo? ¿Dónde está nuestra yawe? Mi amigo Michael Nelson, un especialista en ética que piensa mucho sobre la inclusión moral, me habló de una conocida suya, una mujer bióloga de campo cuyo trabajo se desarrolla con los seres no humanos. La mayoría de sus compañeros no tiene dos piernas, por lo que su lenguaje ha cambiado para adaptarse a sus relaciones. Cuando se arrodilla en los senderos para inspeccionar un conjunto de huellas de alces dice: “Alguien ya ha estado aquí esta mañana”. “Alguien está en mi sombrero”, dice, cuando sacude un tábano. Alguien, no algo.

Cuando estoy en el bosque con mis alumnos, enseñándoles los dones de las plantas y cómo llamarlas por su nombre, trato de ser consciente de mi lenguaje y ser bilingüe entre el léxico de la ciencia y la gramática de lo animado. Aunque tienen que aprender las funciones científicas y los nombres en latín, espero también estar enseñándoles a conocer el mundo como un vecindario poblado por habitantes no humanos, a saber que, como ha escrito el ecoteólogo Thomas Berry, “el universo que es una comunión de sujetos, no una colección de objetos”.

Una tarde, en una salida de campo me senté con mis estudiantes de ecología cerca de un wiikwegamaa y compartí la idea del lenguaje de lo animado. Un joven llamado Andy, chapoteando con los pies en el agua clara, hizo una gran pregunta: “Espera un segundo”, dijo mientras envolvía su mente en esta distinción lingüística, “¿no significa esto que hablar inglés, pensar en inglés, de alguna manera nos da permiso para faltarle el respeto a la naturaleza? ¿Negando a todos los demás el derecho a ser personas? ¿No serían las cosas diferentes si no fueran un eso?”.

Arrastrado por la idea, dijo que sentía un despertar en él. Más que una idea, creo que fue un recuerdo. Conocemos lo animado del mundo, pero el lenguaje de lo animado está al borde de la extinción, no solo para los pueblos nativos, sino para todos. Los niños pequeños se refieren a las plantas y a los animales como si fueran personas, extendiéndoles el ser, la intención y la compasión. Hasta que les enseñemos a no hacerlo. Rápidamente los reentrenamos y los hacemos olvidar. Entonces les decimos que el árbol no es un quién, sino un “eso”, convertimos a ese maple en un objeto, ponemos una barrera entre nosotros, perdiendo la compasión, absolviéndonos de responsabilidad moral y abriendo la puerta a la explotación. Convertir a otros seres en “eso” convierte a la tierra viva en “recursos naturales”. Si un maple es un “eso”, podemos tomar la motosierra. Pero si un maple es un “él”, lo pensamos dos veces.

Otro estudiante rebatió el argumento de Andy: “Pero no podemos decir él o ella. Eso sería antropomorfismo”. Son biólogos bien educados a quienes, en términos muy claros, se les ha instruido para que nunca adscriban características humanas a un objeto de estudio, a otra especie. Es un pecado capital que conduce a una pérdida de objetividad. Carla señaló que “también es una falta de respeto a los animales. No debemos proyectar nuestras percepciones sobre ellos. Tienen sus propias formas, no son personas con disfraces peludos”. Andy respondió: “Pero el hecho de que no los consideremos humanos no significa que no sean seres. ¿No es aún más irrespetuoso asumir que somos la única especie que cuenta como ‘personas’?”. La arrogancia del inglés hace que el ser humano sea la única forma de ser un ser animado, digno de respeto y preocupación moral.

Un profesor de idiomas que conozco me explicó que la gramática es solo la forma en que trazamos las relaciones en el lenguaje. Eso tal vez refleje también las relaciones entre nosotros. Tal vez una gramática de lo animado podría llevarnos a formas completamente nuevas de vivir en el mundo, como si las otras especies fueran un pueblo soberano, un mundo con una democracia entre las especies, no la tiranía de una especie —con responsabilidad moral hacia el agua y los lobos, y con sistema legal que reconozca la posición de las otras especies—. Todo está en los pronombres.

Andy tiene razón. Aprender la gramática de lo animado bien podría poner un freno a nuestra explotación desmedida de la tierra. Pero hay más. Escuché a nuestros mayores dar consejos como “Debes ir entre las personas de pie” o “Pasa un tiempo con la gente Castor”. Consejos como esos nos recuerdan la capacidad que tienen los demás de ser nuestros maestros, de ser poseedores de conocimientos, de ser guías. Imaginémonos caminando a través de un mundo ricamente habitado de gente de Abedul, gente de Oso, gente de Roca, seres en los que pensamos y por tanto hablamos de ellos como si fueran personas dignas de nuestro respeto, incluidas en un mundo poblado por humanos. Nosotros, los estadounidenses, somos reacios a aprender un idioma extranjero de seres de nuestra propia especie, y mucho menos de otra especie. Pero imaginen las posibilidades. Imaginen el acceso que tendríamos a diferentes perspectivas, imaginen las cosas que podríamos ver a través de otros ojos, de toda la sabiduría que nos rodea. No tenemos que resolverlo todo solos: hay inteligencias distintas a la nuestra, maestros a nuestro alrededor. Imaginen cuánto menos solitario sería el mundo.

Cada palabra que aprendo viene con un soplo de gratitud por nuestros mayores que han mantenido vivo este idioma y han transmitido su poesía. Todavía lucho con los verbos, apenas puedo hablar y todavía soy hábil solo con el vocabulario de jardín de infantes. Pero, por la mañana, me gusta dar mi paseo por el prado saludando a los vecinos por su nombre. Cuando Cuervo me grazna desde el seto, puedo decir Mno gizhget andushukwe. Puedo pasar la mano por la hierba blanda y murmurar Bozho mishkos. Es algo pequeño, pero me hace feliz.

No estoy argumentando que todos debemos aprender potawatomi, hopi o seminole, incluso si pudiéramos. Los inmigrantes llegaron a estas costas con un legado de idiomas, todos pueden ser apreciados. Pero para volvernos nativos de este lugar, si queremos sobrevivir aquí, y que nuestros vecinos también sobrevivan, nuestro trabajo es aprender a hablar la gramática de lo animado, para así poder estar realmente en casa.

Recuerdo las palabras de Bill Tall Bull, un anciano cheyenne. Cuando era joven, le hablé con el corazón apesadumbrado, lamentando no tener un idioma nativo con el cual hablar con las plantas y los lugares que amo. “Les encanta escuchar el idioma antiguo, es verdad”. “Pero”, dijo, con los dedos en los labios, “no tienes que hablarlo aquí”. “Si lo hablas aquí”, dijo, palmeándose el pecho, “te escucharán”. post(s)

Notas

1 NdT. Keewaydinoquay Pakawakuk Peschel (1919-1999) fue etnobotánica, profesora y académica anishinaabe, perteneciente al clan Crane.
2 NdT. Los agentes indígenas eran personas autorizadas para interactuar con las tribus indígenas como representantes del Gobierno de los Estados Unidos.
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