Música mestiza: una topografía de historias particulares de escucha

Mestizo Music: a topography of forms of listening

Isadora Ponce

Recepción: 25 Agosto 2020

Aprobación: 27 Septiembre 2020



DOI: https://doi.org/10.18272/post(s).v6i1.1944

Cómo citar: Ponce, I. (2020). Música mestiza: una topografía de historias particulares de escucha. En post(s), volumen 6 (pp. 110-129). Quito: USFQ PRESS.

Resumen: Este artículo explora cómo el sonido puede operar como modalidad de conocimiento (Ochoa Gautier, 2014; Feld, 2015), en particular, la experiencia auditiva de un tipo de mestizaje manifestado en dos compositores ecuatorianos contemporáneos: Daniel Mancero y Nicola Cruz. Por medio de una lectura afectiva de mi proceso de escucha (Kapchan, 2017) o lo que Christopher Small (1998) denomina musicking de dos álbumes: Yangana y Prender el Alma, propongo entender a la música como una topografía aural que da cuenta de una configuración particular del espacio. Un espacio sonoro que encierra ramificaciones políticas que develan relaciones coloniales de poder, a la par que abren nuevas posibilidades. Una suerte de lectura decolonial a la obra y al proceso de escucha como actos de inscripción afectiva (Deleuze y Guattari, 1987; Feld, 2015; Mignolo, 2014; Ochoa Gautier, 2014).

Palabras clave: mestizaje, teoría decolonial, acustemología, assamblages, paisaje sonoro.

Abstract: This paper explores how sound operates as a modality of knowing (Ochoa Gautier, 2014; Feld, 2015), in particular, a mestizo aural experience of two contemporary Ecuadorian composers: Daniel Mancero and Nicola Cruz. Through an affective reading of my process of listening (Kapchan, 2017), or what Christopher Small (1998) denominates musicking (Small, 1998) of two albums: Yangana and Prender el Alma, I propose to understand music as an aural topography that discloses a particular configuration and understanding of the space, in which political ramifications emerge. Music as form of decolonial art that crystallizes colonial power relationships, at the same time that sketches new possibilities from diverse surfaces: a decolonial-ecological reading of the artwork and the listening process as acts of affective inscription (Deleuze & Guattari, 1987; Feld, 2015; Mignolo, 2014; Ochoa Gautier, 2014).

Keywords: mestizaje, decolonial theory, acustemology, assamblages, soundscape.

Música mestiza: una topografía de historias particulares de escucha[1]

Something in the world forces us to think. This something is an object not of recognition but of a fundamental encounter.

Gilles Deleuze

Mi encuentro con lo que denominaré un tipo de música mestiza —el objeto de mi reflexión— tiene una historia cronológica a pesar de que la temporalidad que produce no. La primera vez que la escuché fue en 2012, dentro de una pequeña sala de conciertos donde Mancero Trío estaba presentando su álbum Yangana (Mancero, 2011). Durante una hora de concierto, sentí que para esos músicos performar —acto de interpretar para los otros— y performatividad —ese acto que construye la subjetividad— se convertía en uno y quedé atrapada en la materialidad de esos sonidos. Mi subjetividad de mestiza fragmentada resonaba en la música, esta vez sin relaciones de poder entre sus voces. Sentí su grito por ser escuchadas y me enredé en ellas de una manera inexplicable. Mi vulnerabilidad brotó con los sonidos y mi sentido de identidad, esa ficción que neciamente persigo y me persigue, cambió. Estaba deshecha por la música.

Yangana atravesó el espacio pequeño y oscuro de esa sala para filtrarse en otros compartimentos de mi cuerpo: en mi memoria cultural familiarmente extraña, en las voces, lugares y temporalidades que habito. Me sentí acariciada y reparada por la música. Con Yangana, por primera vez en el ámbito académico, el arte dejó de ser una actividad individual de goce estético para alcanzar su enunciación colectiva, y experimenté mi cuerpo en su dimensión individual, colectiva y, sobre todo, política.

Desde esa noche, Yangana produjo una grieta en mi subjetividad mestiza. La mestiza: esa persona que es el resultado de la conquista y que transita teorías y definiciones sociológicas que le dan distintas formas a su existencia. Para explicar lo que más se aproxima a mi piel actual y a la de ese entonces, decido parafrasear a Gloria Alzandúa (2007), la unión de dos o más marcos de referencia autoconscientes pero habitualmente incompatibles, que causan conflicto, colisión cultural y un estado de perpetua transición. Para ella, ser mestiza es una condición de habitar y moverse entre múltiples culturas, voces internas e idiomas que hacen que la mestiza resida “en las tierras fronterizas”, mientras que vive la contradicción y la ambigüedad que, según ella, puede convertirse en algo más: una posibilidad (Alzandúa, 2007, pp. 100-107). Por lo tanto, hablar de mestizo y mestizaje es referirse a una forma particular de cultura de una región latinoamericana que da cuenta los tejidos, construcciones sociales que se despliegan en este y en los cuerpos que la habitan (Alzandúa, 2007; Echeverría, 1998).

Yangana es un álbum compuesto por Daniel Mancero para un formato de trío: piano, contrabajo y percusión. Comprende trece composiciones que combinan diversos códigos culturales provenientes de nuestro territorio. La forma en que Mancero ensambla diferentes códigos culturales de la música tradicional, popular, euroamericana moldea un espacio que no disuelve esa constante contradicción y ambigüedad, sino que se reconstruye en ella, en el espacio musical sin necesariamente “blanquear” sus sonidos. Como manifiesta el compositor en algunas notas de prensa, el propósito de Yangana era repensar la comprensión de la música ecuatoriana, buscando cerrar la brecha entre lo popular y lo académico, lo tradicional y lo contemporáneo para descubrir la música desde su realidad. Lo cual explica su decisión de denominar a este tipo de música como poscolonial, refiriéndose a la corriente de pensamiento (El Comercio, 2011).

Mi primer encuentro inesperado con Yangana y los efectos-afectos producidos podrían enmarcarse en la comprensión de encuentro propuesto por el filósofo Gilles Deleuze. Para él, un objeto de encuentro es percibido por nuestros sentidos y da lugar a la sensibilidad. Es un ser o un algo de los sentidos que desafía e interrumpe nuestra forma habitual de ser al igual que nuestros sistemas de conocimiento (Deleuze, 2004, p. 176; O’Sullivan., 2006). Hay ciertos encuentros artísticos que pueden enmarcarse dentro de este tipo de objeto, que nos llevan al pensamiento funcionando como una ruptura en nuestros modos habituales, por ende, en nuestra subjetividad. Lo particular de esta ruptura que supone el encuentro es que también contiene un momento de afirmación: la afirmación de algo nuevo, de una forma de ver y pensar este mundo de una manera diferente, explicando el carácter expansivo del arte cuando toca-actúa sobre nuestros cuerpos (O’Sullivan, 2006, p. 1).

Después de varios años, me encontré con el álbum Prender el Alma, de Nicola Cruz (2015), cuyos sonidos y ritmos resonaron pensamientos similares a los de Yangana. Escuché el lugar del que vengo sonando en sus texturas, todas en un paisaje sonoro que se refracta. A pesar de que la música de Cruz pertenece al género de la electrónica y se inserta en una lógica mercantil de circulación y consumo, la forma en que el compositor introduce elementos tradicionales en ella altera su experiencia. El ritual ocupó la esfera tecnológica para revertir su uso instrumentalizado y nuevamente me dio la posibilidad de escuchar otras voces, como las de la naturaleza, que son parte de mí, de mi cultura y del lugar que habito, en una experiencia individual y urbana, como es la fiesta occidental.

Las composiciones de Cruz cristalizaron lo que Mancero había provocado: la posibilidad de pensar nuestra relación con el exterior y con nosotros mismos a través de lo sonoro, permitiendo conexiones que difieren de las hegemónicas, sin importar que sean parte y circulen en ellas. Desde entonces, mi escucha de ambos se ha convertido en un proceso inacabado donde la música se desdobla en el tiempo y su materialidad continúa produciendo diversas posibilidades, en las que yo, como la primera vez, repienso mi subjetividad inacabada, mi memoria cultural llena de grietas y fracturas coloniales y la noción del espacio y la temporalidad con y a través de la música.

A pesar de sus diferencias, ambos tipos de música revelan un proceso similar de creación en el que el anclaje del territorio que la música produce proviene de la experiencia interna de los compositores, marcada por su relación con la geografía sonora que habitan. Es decir, una cierta distribución de sonidos que da cuenta de diversos paisajes y relaciones; de una cultura caracterizada por un espacio sonoro peculiar. Esta forma particular de escucha, contenida en los dos álbumes, se repite en los últimos años en la escena musical del Ecuador, donde un nuevo lenguaje musical dentro de la clase media urbana mestiza emerge significativamente. Este nuevo lenguaje sonoro, con sus diferencias y particularidades en cada caso, que carece de un marco conceptual para definirlo, tiene en común la incorporación de sonidos tradicionales[2] y populares a otros géneros musicales y la afirmación de pertenecer a un lugar y explorar lo que “somos”[3].

Aunque este “fenómeno de hibridación” está ligado a los efectos de procesos políticos en la región y responde a la globalización y el crecimiento de la fetichización de la otredad étnica en Occidente (Sanjay, 2003) —de hecho en el caso de Cruz su éxito en la circulación y consumo está muy vinculada a ello—, en mi análisis focalizado a la música de estos dos álbumes, encuentro una práctica acústica similar operando, con ello me refiero a una forma específica de escuchar, sonar y entender el sonido que me llevan a indagar sobre un tipo de relación con el espacio basada en una forma diferente de producir y transmitir conocimiento. ¿Podemos repensar nuestra relación con el mundo a través de la acústica? Y, si es así, ¿cuáles son las particularidades, los bordes incrustados en esta música en la que se fragua este tipo de mestizaje y su comprensión del entorno? ¿Qué es lo político de esos sonidos?

A través de lo que Christopher Small (2006) denomina musicking, entendiendo esto como cualquier acto involucrado a la música. En este caso, mi proceso de escucha afectiva y de análisis cultural de Yangana y Prender el Alma. En este escrito exploraré cómo los sonidos funcionan como una modalidad de conocer y estar en el mundo (Feld, 2015; Ochoa Gautier, 2014), en el que la música refleja y construye simultáneamente un tipo de experiencia auditiva mestiza.

El cuerpo que escucha lugares sonoros

Como el latido del agua en el cuerpo sonoro del bosque, “Sanación”[4] inicia el recorrido de Prender el Alma. Pulsando repetidamente un tiempo familiar, el sonido digitalizado de las gotas se fusiona sutilmente con el riff de la guitarra, cuyos acentos preparan el lienzo a las montañas. La melodía pentafónica de la flauta dibuja la familiaridad del ritmo en un sonido que conozco: un danzante, creo —nombrar ritmos locales todavía es un acto especulativo en mi conocimiento musical. Una pausa, para pensar, digerir, eso que acabo de escuchar: la melodía era un fragmento de “Vasija de barro”, pero también para esperar lo que viene. Es de nuevo la fuerza del ritmo, a pesar de que esta vez son los bongos los que me atrapan y arrastran corporal y terrenalmente a los sonidos de la guitarra, cuya melodía juega con las resonancias de “Vasija de barro” para crear un leitmotiv en conjunto con los nuevos instrumentos de percusión: chajchas, maracas, sonidos digitales y las múltiples voces de la naturaleza. Cada instrumento ha creado su propia talea[5], cuyas repeticiones circulares resuenan una cadencia ceremonial. Todas se juntan y se yuxtaponen para crear un espacio que me atrapa. La sensación sonora me disloca de mi cuerpo sentado en una biblioteca holandesa en medio de canales de agua. Me deterritorializo y camino y transito los Andes, la Amazonía, la Costa, resonando el lugar del que vengo. ¿Cómo puede la música producir un dislocamiento corporal, respacializar el espacio al mismo tiempo que transmite una configuración particular de un lugar? Es decir, la música como una práctica que desterritorializa y reterritorializa simultáneamente. ¿Cuál es la relación entre música y espacio?

Tanto los sonidos y ritmos de Prender el Alma y Yangana me sumergen en un viaje de múltiples paisajes sonoros en el que los diversos códigos culturales dibujan un territorio que contiene varias prácticas acústicas. Para aquellos cuerpos que compartimos la geografía de los compositores, los dos álbumes están directamente conectados al territorio. En el caso de Cruz, hay una implementación de ritmos tradicionales, instrumentos locales (maracas, chagchas, bombo, timbales, flautas, quenas, marimba y guitarra), que dentro de la historia musical ecuatoriana pertenecen o han sido implementados en la “música popular”, indígena y/o afrodescendiente, pero, sobre todo, su música hace eco de una función ritualista. En el caso de Yangana, seis de sus trece composiciones designan lugares específicos del Ecuador[6], mientras que el resto de piezas se refieren a objetos, figuras tradicionales o aspectos específicos de la vida cotidiana[7]. En general, ambos lenguajes musicales reflejan una fuerte conexión con el lugar que habitan los compositores.

Para Eisenberg (2015), los sonidos están adheridos a una narrativa espacial debido al proceso de audición, en el que el oyente tiende a realizar una asociación de este tipo. A pesar de que Eisenberg, se refiere al instinto de buscar el origen del sonido, qué lo produjo y de dónde provino, podemos extender esta narrativa espacial a una mayor. Por ejemplo, en mi descripción de “Sanación” hay una asociación entre pentafonía y comunidades indígenas de la Sierra. Si bien esta es la escala por excelencia utilizada en su música, existe una tendencia —incluso en mi escucha— a enfrascar a la música indígena a un par de características musicales y a la ruralidad, reduciendo su lenguaje sonoro a una comprensión occidental de la música bajo categorías racionales “universales” (melodía, tono, armonía, ritmo, etc.) y a una zona en particular: los Andes, pero ¿qué está detrás de estas asociaciones? ¿Es la música una especie de frontera interna que localiza cuerpos y lugares junto con sensaciones particulares, contribuyendo a ese posible “nosotros” y “ellos”?

Para la musicóloga Ana María Ochoa Gautier (2014), los modos de experiencia auditiva están directamente vinculados a las formas de escucha que se han inscrito históricamente en diferentes superficies y están presentes en los esquemas a través de los cuales construimos conocimiento: lingüístico, visual y/o auditivo. Para la autora, existen dos prácticas acústicas formadas históricamente en América Latina: las técnicas auditivas cultivadas tanto por la elite ‘ilustrada’ y las de los pueblos considerados históricamente ‘no ilustrados’, las cuales que implican distintos tipos de inscripción, entendiendo a esta como: “el acto de grabar una escucha en una tecnología particular de difusión y transmisión” (2014, p. 7) que permiten la circulación de sonidos, en los que la música ha sido una de ellas.

En mi caso, mi reacción automática a nivel conceptual y el tipo de asociaciones que se derivan, cristalizan un marco de referencia auditivo que opera bajo una manera de entender la música occidentalmente basada en una forma representacional (Titus, 2013). Una parte de mi cuerpo piensa la música en términos de partituras, armonía, etc., lo cual envuelve un desplazamiento sutil de un fenómeno auditivo a una experiencia lingüística que implica una comprensión de la cultura en términos de escritura y concepto (Holguín y Shifres, 2015; Hernández Salgar, 2007; Mignolo, 1995; Castro-Gómez, 2002; Santamaría, 2007). Y pienso que, en mis doce años de estudio en el Conservatorio, una pieza de Guevara, otra de Peña y mi lectura fragmentaria de Segundo Luis Moreno, Salgado o Bresca, compositores nacionalistas de finales del siglo XIX y principios del XX, son mi referente académico de sonidos que son parte de mi entorno y que mi cuerpo vive de manera distinta. Eso que suena en las calles, en las fiestas, en mi casa, se reduce a las categorías occidentales: pentafonía como la escala, acompañada de ritmos ternarios y cuaternarios junto con adjetivos morales y minimizantes como: simples, repetitivos, melancólicos, nostálgicos y tristes (Moreno, 1972). Y, cuando no es tristeza y alcohol, son faldas, marimbas, colores, bordados: el “folclor de Olga Fisch” revestido en la tez clara de las mestizas que me rodean, donde todo parece ser un objeto de indumentaria, como el video El caminito de los Swing Original Monks, donde el mestizaje se vuelve postal andina biplánica que borra el dolor, el enredo, lo contradictorio que lo funda.

Sin querer mi oído sigue resonando mi mundo sonoro “blanco” y patriarcal, las asociaciones de aquellos hombres ilustrados o sacerdotes católicos que, en su proceso de inscripción, describieron, juzgaron y teorizaron los sonidos contribuyendo con lo acústico en la creación de las características de esa “otredad”. Primero, deslegitimado el sonido por su función social y su vínculo con una cultura que no era la cristiana, y luego bajo un discurso racional que minimizó el sonido per se poniendo como referencia a Bach, Mozart, Schubert, etc., a esos clásicos que tanto amo (Hernández Salgar, 2007; Holguín y Shifres, 2015). Donde muchas de las asociaciones son un reflejo de la comprensión del mundo, más allá de las características sónicas, donde la cultura del hombre blanco occidental marcó y sigue marcando la división y los trazados del deber ser (Echeverría, 1998; Mignolo, 2011; Quijano, 2007). Una lógica binaria que enfatiza la división entre lo oral y lo escrito, del “Yo” vs “Ellos”, donde el “Yo” se coloca en la esfera de la escritura y lo académico, y ese “Otro” en lo oral, en la esfera “no-alfabetizada”(Mignolo, 1995).

Y vuelvo a la música, a “Neblina de Guápulo” de Mancero, cuya introducción me lleva al presente en un ambiente urbano y tranquilo debido a la melodía contemporánea del piano con pinceladas impresionistas y expresionistas. Sin embargo, los 6/8 sincopados del cajón interrumpe la melodía para introducir un albazo y durante dieciséis compases mi cuerpo se mueve sincronizado con el ritmo y mi mente viaja a las montañas. La melodía pentafónica del piano resuena las festividades indígenas y eso que denomino rural reverbera en los pies, en la memoria de las fiestas de Guápulo que se mezclan con otras del Norte y el Sur. El sentido del lugar y la ruralidad no son solo representaciones estáticas: el tiempo de lo cotidiano se reinventa en su modo de fiesta. A través de los sonidos y el ritmo puedo recordar la sensación de fiesta, esa energía que se despliega en el zapateo o en salto de las yumbadas y la cotidianidad que este espacio conlleva. No obstante, la modulación de la melodía a un tono ascendente produce un pandiatonismo[8], en el que las múltiples voces comienzan a chocar y el albazo en su color rural y tradicional se vuelve urbano y disonante, como Guápulo, donde las prácticas rurales y culturales de nuestro pasado coexisten con la modernidad conflictiva de cualquier ciudad andina (01:00-01:28).

Mi asociación entre sonido, lugar y personas, tanto en Mancero como en Cruz, tiende a agrupar sonidos que considero indígenas o afros con una narrativa espacial rural, en oposición a sonidos euroamericanos asociados con una narrativa urbana y moderna, coincidiendo por un lado: con una comprensión semiótica de la música. Con ello, me refiero a cuando la experiencia personal de escuchar música tocada por individuos o grupos sociales particulares y/o en determinadas regiones funciona como un medio para delimitar las identidades sociales de las personas a un lugar específico (Turino, 2008), pero, a la vez, con la distribución creada por las relaciones coloniales de poder. Ese oído dicotómico que divide y se refracta me muestra como esas dos formas de escucha que se construyeron en la relación entre lo colonial y lo moderno son parte del tejido sensible de mi sociedad (Bloechl, 2008; Ochoa Gautier, 2014). En particular, de un mundo sonoro que se construye por formas expresivas auditivas válidas que determinan la posición de los cuerpos, el espacio y las voces o sonidos que se escuchan: quién tiene derecho a hablar y a sonar, y bajo qué formas y circunstancias. Una especie de reparto de lo sensible[9], siguiendo a Rancière, que da cuenta de una distribución del mundo sonoro que envuelve relaciones de poder que tornan a la estética en política y viceversa (Rancière, 2013; Mignolo, 2014; Ochoa Gautier, 2014).

Sin embargo, la experiencia acústica enreda esta dicotomía discursiva. Mientras escucho “Neblina de Guápulo” —al igual que todo el álbum de Mancero— estas esferas aparentemente separadas están en el mismo espacio y experimento simultáneamente ambas, cuestionándome el porqué de mi asociación: ciudad-urbano-occidente/campo-rural-local en un país donde los procesos de industrialización han sido precarios y el desarrollo del capitalismo hace que el territorio no pueda ser explicado exclusivamente desde esas categorías capitalocéntricas, más aún, cuando la forma desde la que vivo el espacio y el paisaje es desde la memoria y el afecto. De igual manera, en mi escucha de Prender el Alma oigo y observo algunas de las condiciones materiales históricas de mi cuerpo construido en una multiplicidad de lugares y vectores: reconozco paisajes sonoros construidos en la yuxtaposición de sonidos e imágenes de distintas regiones y prácticas locales. Las imágenes sonoras y en movimiento de Cruz me hablan desde cascadas que se tornan en vírgenes, vegetación, mujeres. El uso constante de voces en kichwa hace que la voz como vehículo de expresión lingüística falle, recordándome la colonialidad del lenguaje que nos ha hecho a las y los mestizos no acceder a una parte de nuestra cultura, como si la música me recordara que ese acto de selección que implica la memoria, no debe olvidar mi cuerpo históricamente desmembrado[10].

Las prácticas locales y cotidianas de una urbanidad ruralizada, sonorizadas por ambos álbumes, me muestran un espacio geográfico ambivalente habitado por varias temporalidades y formas de escucha. Un espacio de las “heterotopías”, usando esa categoría foucaultiana, como esa multiplicidad de espacios que guardan dentro de ellos prácticas sociales cuyas funciones varían, mutan y se constituyen adoptando diversas formas dependiendo de los grupos humanos y a medida que la historia se desenvuelve. Sin embargo, el carácter corporal que encierra la vivencia de estos paisajes sonoros me lleva a comprender el espacio desde la memoria cultural, el afecto y la conexión con el territorio en su dimensión topográfica. Lugar, cuerpo y ambiente se integran entre sí, como afirma el antropólogo colombiano Arturo Escobar (2011), los lugares reúnen “cosas, pensamientos y memorias en configuraciones particulares” (p. 143), que, en mi opinión, pueden expresarse y experimentarse a través de los sonidos. Somos “lugares”, siempre nos encontramos en ellos, vivir es vivir localmente, como afirma dicho autor, el “lugar” es la experiencia de una locación particular con una cierta medida de pertenencia, un sentido de las fronteras y conexiones con la vida cotidiana (Escobar, 2011, pp. 140– 143).

En mi conversación con Daniel Mancero sobre el proceso de composición de Yangana, me comenta:

Tengo la suerte de grabar lugares. Cuando estoy en un lugar, obtengo la grabación que luego traduzco en una idea musical. La experimentación en el tiempo de Yangana fue componer pensando en lugares. Cerraba los ojos y empezaba a tocar pensando en lugares, tratando de no cambiar la imagen con respecto a lo que tocaba. Luego, empezaba a escribir las cosas que mantenían la imagen [...] otras veces, las ideas musicales se basaban en las sonoridades del lugar y la experiencia que sentía en él (Mancero, Entrevista personal, 2016).

De manera similar, Nicola Cruz manifiesta que su álbum se relaciona al proceso de:

…despertar del alma y cómo este despertar de conciencia se refleja a través de la música. En el álbum hay muchas canciones que envuelven mucho ritual [...] Para mí se trata de buscar el punto más alto entre la música y la conciencia que las antiguas tradiciones: las cosmologías indígenas o afro me inspiran. Tradiciones que valoro y trato de aprender de nuestros ancestros y cómo se hacían las cosas antes. Además, me cuestiono por qué las cosas sucedieron de esa manera [silencio]. Es interesante venir de un país pequeño y poder decir algo en una dimensión macro al mismo tiempo que me siento responsable de mostrar a mi país, como una huella de lo que es Ecuador (ZZK Records, 2015).

Las narraciones musicales reflejan como el marco auditivo del sujeto, es decir, su forma de escuchar y transducir[11] sonidos y el “lugar” —en el sentido de Escobar— se construyen en una ecología relacional donde los sonidos están presentes para la experiencia y el conocimiento sonoro se forma en el encuentro entre sonido, sujeto, entorno y contexto social (Feld, 2015). A la vez, la música me muestra cómo el conocimiento sonoro es una experiencia afectiva y fenomenológica que excede las características materiales. Como sostienen varias musicólogas “una forma no discursiva de transición afectiva resultante de los actos de escucha” (Kapchan, 2017, p. 2).

En este sentido, si la escucha es el medio por el cual accedemos a este tipo de conocimiento pero es también una técnica del cuerpo, entonces, el cuerpo es más que un medio que media nuestra relación con lo exterior, haciendo referencia al fenomenólogo Merleau-Ponty, para tornarse una forma de transmitir y construir conocimiento sobre este. Una forma de construcción del conocimiento más allá de formas logocéntricas con y a través de los sonidos, tanto para el oyente como el compositor/músico. La recreación y la reconstrucción imaginada de los lugares, recuerdos, ideas y sensaciones que han experimentado los compositores son percibidas y expresadas acústicamente por un cuerpo cuyo esquema postural, del cual se derivan sensaciones cinestésicas y afectivas capaces de producir múltiples acciones-reacciones, está alineado con sus niveles espaciales y sensoriales formados en su relación con su entorno (Lingis, 2009, p. 85). Para varios filósofos que se han centrado en el cuerpo, el espacio cumple un rol performático en este, moldeando y desarrollando algunas capacidades tales como: una mayor sensibilidad a algunos sonidos, imágenes o estímulos particulares incluida una disposición afectiva que no solo es un proceso interior del sujeto, sino que también se encuentra fuera de este, según la ecología en se habite (Lingis, 2009; Bannon, 2011; Bourdieu, 1990). Desde esta mirada, los afectos no solo son experiencias individuales del cuerpo, sino una forma particular de relación con el entorno, relaciones que están determinadas por el espacio en el que este se encuentra (Bannon, 2011, p. 340).

En mi proceso de escucha, escucho con otros registros, donde el movimiento y el baile son el hilo que entrelaza y teje ritmos con memorias y pasajes; disemino algunas palabras en kichwa y encuentro su significado en su relación con las imágenes y el sonidos; reactivo el paisaje sonoro de una manera procesual que se dirige hacia mí de una manera corp-oral, como sostiene Adriana Maya (2005), cuyo concepto da cuenta de una forma de entender el cuerpo como contenedor de memoria cultural e histórica, desde el cual historias, tradiciones y formas de comprensión del mundo se pueden transmitir a través de prácticas corporales[12]. En este sentido, siento cómo mi cuerpo registra los sonidos que han sido transmitidos corp-oralmente, transformando el paisaje sonoro en un espacio sonoro habitable en el que mi cuerpo cultural está inmerso y aprendo de él. La música me lleva a entender que el cuerpo puede ser, parafraseando al antropólogo brasileño Viveiros de Castro (1998): un conjunto de afectos que son el origen de nuestra perspectiva (p. 478).

Tanto mis oídos como el de los compositores están inmersos en nuestro espacio, resonando la noción de paisajes sonoros de Murray Schafer, como una forma de dar cuenta del entorno sonoro (Eisenberg, 2015, p. 197). No obstante, a diferencia de Schafer, esos sonidos no están ahí como imágenes para ser escuchadas, independientes a la forma de escucha y a nuestros cuerpos cargados de historicidad. Los paisajes sonoros construidos por la música no son un reflejo del territorio, como sería para Schafer, ya que existe desplazamiento, reconfiguración; una recreación de ellos. Por ejemplo, en el espacio fragmentario de “Neblina de Guápulo”, lo urbano y lo rural aparecen y desaparecen, se amalgaman en el sonido desde la introducción contemporánea hasta el tradicional albazo que luego pasa a la improvisación jazzera disonante. “Sanación” reúne los instrumentos vinculados a culturas o comunidades específicas de diversas regiones, además de distintas temporalidades. Prender el Alma teje una maraña rítmica entre sonidos del bosque, voces humanas e instrumentos acústicos y digitales junto con imágenes de la geografía del Ecuador. Los dos álbumes son una materialización de cómo la música puede operar como una estructura de organización y pensamiento que acarrea el contenido y la expresión de un territorio a la vez que lo reconfigura creando uno nuevo, lo que para los filósofos franceses Deleuze y Guattari (1987) sería un ejemplo de assamblage.

Cada pieza es un pequeño y nuevo paisaje sonoro que me habla de distintas maneras, encontrando resonancias en el concepto de paisajes vivos propuesto por la urbanista Karina Borja. Desde su comprensión decolonial, los paisajes son entidades vivientes que reflejan una vida-en-relación (Borja, 2016). Bajo un entendimiento del espacio desde el pensamiento indígena[13], Borja (2016) afirma que los paisajes urbanos ecuatorianos funcionan como elementos coercitivos entre: sujeto-sujeto, sujeto-territorio y humanos-no humanos a través de los sentimientos vinculados que producen (p. 26). Así, la música genera paisajes sonoros vivos, donde la relación y la apropiación de estos se da por los afectos y las relaciones filiales que se producen a través de prácticas de vida y de habitar el espacio que, para el mundo indígena, son las festividades, los ritos y el mito (Borja, 2016, p. 18). La música funciona como los paisajes vivos: lugares que reúnen diversas formas de habitar el espacio en los que no hay unidad, ya que cada paisaje tiene su propio carácter, cualidades y sentimientos porque se han creado de manera diversa, en diferentes localidades y por diferentes personas (Borja, 2016, p. 21).

A lo largo de mi escucha, lectura e interpretación de la música, además de continuamente haberme referido a diversos paisajes sonoros, existe una conexión entre lo que considero paisaje sonoro con el “lugar” del Ecuador y mi vida particular. Para Borja (2016), existe una correlación entre el paisaje y nuestra vida: “soy paisaje”, “somos paisaje” en un proceso de enseñanza y aprendizaje mutuo (p. 22). Y, mientras pienso cómo la música me llevó de una manera afectiva e intuitiva a mis tradiciones culturales y a sensaciones para las que no tengo nombre, voy descubriendo durante el proceso de esta investigación que todo lo afectivo que despierta la música es una forma de conocimiento que se resiste a formas logocéntricas y se transmite auditivamente: como el entendimiento del espacio, de los paisajes o de la relación recíproca con la naturaleza que habita un lugar ambiguo entre sujeto y objeto. Son los sentidos el medio de expresión y fuente para producir un significado del mundo desde una epistemología del sentir situado.

La reterritorialización de estos sonidos implica una política del sonido que saca a la superficie nuestras dos técnicas auditivas y reconfigura el espacio sonoro. Las fronteras entre la música académica u occidental y la música indígena, afro o popular se confunden, chocando con el habitus[14] de las dos técnicas audibles. En el caso de Yangana, hay una estetización de la vida cotidiana y una festivización del arte (música). Mancero le otorga una experiencia estética a los lugares y actividades cotidianas, dándoles unicidad y poetizando lo cotidiano. Todos los lugares, elementos o tradiciones son invadidos por ritmos tradicionales que los convierten en un artefacto de doble expresión, en el que el componente festivo reúne las emociones del colectivo. El sonido festivo convierte a la pieza en un trabajo colectivo a través del cual se teje un sentimiento de comunidad. Es como si su música me quisiera recordar mi mesticidad y localidad a través de mis propios afectos.

Por otro lado, en Prender el Alma existe una amerindianización de la fiesta occidental y una occidentalización del rito tradicional. El entorno ritual impulsado por el uso de instrumentos, sonidos de la naturaleza, los movimientos rítmicos circulares y lineales, las referencias culturales, etc. crean una atmósfera diferente: más espiritual, sagrada, conectada a la naturaleza dentro de los sonidos y ritmos electrónicos que reúnen lo aparentemente diferente en una unidad. La “tradición” invade un medio tecnológico, moderno, global, de nuestro “mundo blanco” y lo recodifica y transforma, dando lugar a nuevas posibilidades. Simultáneamente, el rito es desplazado de su sacralidad al discurso secular. La operación y función colectiva de rito desaparece para la mayoría de los oyentes y las piezas musicales son llevadas a una esfera separada para el disfrute individual, además de su inserción en la industria cultural en la que habita la cuerda floja de ser drenada y vaciada como un producto del capital: “eco-friendly, feminista y multicultural”. No obstante, para los cuerpos locales, el rito durante el proceso de escucha, no es solo una práctica exclusiva de comunidades afros o indígenas dentro de un entorno religioso o agrario, sino que se lleva a nuestro interior para reconfigurar la práctica audible de nuestro tiempo y recordarle a mi mestiza urbana que, antes de la colonización musical, la música no era música sin rito ni fiesta.

En mi proceso de escucha afectiva que entrelaza pensadores del Sur con el Norte, el lenguaje musical muestra cómo los artistas se ubican como un instrumento de lo festivo y lo festivo como un material artístico (Echeverría, 2001). Hay una “desterritorialización” en términos deleuzianos de ambas esferas (académica y tradicional), que proporciona otros materiales de expresión que se entrelazan con otros lenguajes. Al abrir las fronteras y dejarse permear por otros códigos sin anular las relaciones coloniales de poder, se crea un proceso de reterritorialización donde el acto aislado del arte, como un momento individual, pone en movimiento un conocimiento local, es decir, una forma específica para dotar significado al mundo que proviene de un lugar específico (Deleuze y Guattari, 1987; Escobar, 2001), lo que produce una nueva significación de la obra de arte que no puede ser escuchada exclusivamente dentro de un entendimiento occidental o amerindio, ni de un sola práctica acústica.

Resonancia final

La cultura es un proceso en continuo movimiento, de códigos que se devoran unos a otros, en el que el movimiento no cesa ni se atrapa. Hasta hace 8 años, en mi mundo sonoro blancomestizo y colonial, lo indígena, popular, afro no era parte del Conservatorio, de las esferas del arte, de la vanguardia, ni de mi formación académica musical porque tocar jazz norteamericano, música clásica, electrónica, rock o cualquier código euro-génico que responda a resistencias y luchas de clase occidentales era normal, pero reinventarse con ritmos locales juega a la ruleta rusa entre el folklore o la “apropiación cultural”. Con ello, no niego las relaciones de poder de ciertos casos musicales que toman la música tradicional y se sitúan en cuerpos que no habitan para beneficios propios sin reconocer a sus actores, respondiendo nuevamente a una lógica colonial de ocupación-. No obstante, el pensar que sonoridades que habitan tu territorio y son parte de tu cotidianidad no te pertenecen cuando eres mestiza, o a ciertos mestizajes ni siquiera para su reinversión, cristaliza lo complejo y enraizado de nuestro oído colonial y la importancia que sigue teniendo la piel en nuestra mirada racista.

Hablar de apropiación cultural, abrir el debate sobre nuevas formas de construir subjetividades que hacen referencia a la identidad, a la cultura sin caer en dicotomías o quedarnos atrapadas en estas, se vuelve algo urgente. Mi proceso de escucha me muestra cómo los sonidos y los ritmos han funcionado de manera ambigua: como contenedores de identidad permeados por las relaciones de poder coloniales que asignan cuerpos particulares a lugares (Bull y Back, 2003) y, al mismo tiempo, como una forma de reclamar, reconstruir y transmitir culturas locales, como el caso de las comunidades afro y amerindias (Estévez, 2008; Godoy, 2005; Mullo, 2009). Quizás mi fascinación por Yangana y el poder de sus sonidos que se quedaron adheridos a la piel se deben a que mi subjetividad mestiza resonó en esa ambigüedad y contradicción que se hace audible en la música: los sonidos como forma de ejercer el poder colonial, al disciplinar y moldear los cuerpos, y como un medio para resistirlo. Al igual que su capacidad de mostrar por medio de su poder afectivo que el sujeto y la subjetividad no es un tema ni claro, ni definido, ni universal, deshaciendo el “pienso y luego existo” cartesiano y, al ser un práctica de subjetivación, y audibilizando que las formas de existencias se van construyendo afuera de la conciencia a la par que van moldeando a ese sujeto, en una suerte de dialogismo. Un sujeto que adquiere múltiples formas de acuerdo a las prácticas de subjetivación que lo rodean, donde la música es una de ellas. Por ello, en vez de hablar del sujeto, como propone el filósofo francés Félix Guattari (2000), deberíamos hablar de componentes de subjetivación.

Yangana y Prender el Alma cristalizan a la música como una forma creativa de pensar en el acto, de manera procesual, con sonidos y por medio de la escucha, que localiza al cuerpo como el colector y productor de significados que produce conocimiento afectivo sobre el entorno. El sonido como materiales de expresión que emanan y penetra los cuerpos en un proceso de reflexión y creatividad, que tiene la capacidad de sintonizar el cuerpo con lugares y situarnos en historias particulares de escucha, sin dejarnos olvidar que el pensamiento es vivo, afectivo y situado, como este acto de inscripción.

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Notas

[1] Este texto parte de mi trabajo de tesis: Mestizo Music: a Political Topography of Diachronic Times. Inscribing my mestiza aural experience of Yangana and Prender el Alma, presentado a la Universidad de Amsterdam en el año 2018 .
[2] Entiendo el término tradición como un rasgo de culturas (indígenas o no) que proviene de modos de producción no capitalistas y se hereda de una memoria compartida o de una historia construida (Mullo, 2009).
[3] Para ver algunas de las bandas emergentes, ingresar a Sonido Mestizo: The Nu LatAm Sound Ecuador (ZZK Films, 2017).
[4] Escuchar: “Sanación” de Nicola Cruz en Prender el Alma en: https://www.youtube.com/watch?v=mg-nB2MqvXA

ZZK Records. (2015). Nicola Cruz –Sanación.

[5] Talea se refiere a un patrón rítmico que se repite.
[6] “Yangana”, “Tupo Salasaca”, “Diablo de Tandapi”, “Atardecer en Quito”, “Neblina de Guápulo”, “Ronda de Saraguro”.
[7] “La imprenta de Antonio”, “El ángel feo”, “Amapola Sisa”, “Yaraví de la lluvia”, “Pasillo en triciclo”, “Guaguas de pan”, “Pasillo para el tío Enrique”.
[8] El pandiatonismo es un tipo de armonía que permite muchas tonalidades al mismo tiempo. Mirándolo metafóricamente, permite la existencia paralela no solo de tonalidades, sino también de tiempos, lugares y subjetividades.
[9] Es la construcción del orden sensible: “un conjunto de relaciones entre las formas de ser, pensar y hacer que determinan a la vez un mundo común y la forma en que intervienen los sujetos en este” (Rancière, 2017, p. 12).
[10] Mirar: Prender el Alma de Nicola Cruz (ZZK Records, 2016).
[11] Transducir significa “alterar la naturaleza física o el medio de (una señal); convertir variaciones en (medio) en variaciones correspondientes en otro medio” (EOD). Para Adrian Mackenzie “pensar de manera transductiva es mediar entre diferentes órdenes, poner en contacto diferentes realidades y convertirse en algo diferente” (citado en Helmreich, 2015, p. 227).
[12] Para la autora colombiana, el cuerpo de los esclavos negros en La Nueva Granada era el único sitio de resistencia al ser el espacio donde podían mantener su cultura y materializarla a través de prácticas corporales (Maya, 2005).
[13] El pensamiento amerindio es un paradigma epistémico y ontológico que se basa en la cosmovisión del Abya Yala. Se basa en la relacionalidad: en las interconexiones entre las partes y el todo. Desde este punto de vista, el mundo se percibe como una red de relaciones que conoce y expresa su conocimiento en la educación, los rituales y las fiestas. La relacionalidad circunscribe los principios de: correspondencia, complementariedad (karywarmikay), vivencial-simbólico (mitos y ritos) y reciprocidad (ayni) (Borja, 2016, p. 12).
[14] Hago referencia del concepto de habitus del sociólogo Pierre Bourdieu (1990) el cual entiende a este como: “un sistema subjetivo pero no individual de estructuras internalizadas, esquemas comunes de percepción, conexiones y acciones” (p. 60) que posibilitan la producción de pensamientos, percepciones y acciones heredadas por procesos históricos y sociales y sus condiciones de producción. En este sentido, el habitus es tanto el producto como la promulgación de la historia que produce prácticas individuales y colectivas en concordancia con los esquemas heredados para mantener la misma estructura (Bourdieu, 1990, pp. 55-57)

Nota de autor

Isadora Ponce, analista cultural y artista conceptual. Se dedica conceptualización artística, la escritura afectiva y el análisis interdisciplinario desde las artes, en particular la música. Correo electrónico: isaponceb@gmail.com

• Master of Arts in Arts and Culture (Research), University of Amsterdam.

• Socióloga con mención en Ciencias Políticas, PUCE.

• Tecnóloga en música con especialidad en Piano, Conservatorio Superior de Música Jaime Manuel Mola.

Información adicional

Cómo citar: Ponce, I. (2020). Música mestiza: una topografía de historias particulares de escucha. En post(s), volumen 6 (pp. 110-129). Quito: USFQ PRESS.