El impasse deseante: traducciones, malentendidos y racismo en Chile
Recepción: 16 Julio 2020
Aprobación: 31 Agosto 2020
Cómo citar: Pierce, J. (2020). El impasse deseante: traducciones, malentendidos y racismo en Chile. En post(s), volumen 6 (pp. 24-55). Quito: USFQ PRESS.
Resumen: Este artículo examina cómo la traducción de conceptos como la teoría queer y cuir, el feminismo interseccional, el antirracismo y el pensamiento indígena siempre corre el riesgo de fracasar en el contexto del diálogo hemisférico (es decir, de Abya Yala). En particular, acercamientos críticos sobre el género, la sexualidad y la raza generan lo que el texto propone como el impasse deseante de la traducci´ón. Este impasse produce reverberaciones deseantes que a su vez generan otras formas de ver, sentir y comprender la corporalidad disidente. Este ensayo se detiene en momentos de ruptura que señalan cómo el trabajo de diálogo hemisférico —diálogo que intenta socavar la dominación imperial estadounidense en términos de producción de conocimiento— depende de traducciones imperfectas; de aproximaciones corporales, gestos, afectos, que en cualquier momento terminan en violencia, fracaso o silencio. El texto aboga por una praxis incompleta, una proximidad deseante pero nunca perfecta, de la traducción que dé cuenta de los conocimientos situados a la vez que no borre las diferencias epistémicas.
Palabras clave: traducción, teoría queer, teoría cuir, impasse.
Abstract: This article examines how the translation of concepts such as queer and cuir theory, intersectional feminism, antiracism, and Indigenous thought always run the risk of failing in the context of hemispheric dialogue (that is, regarding the Américas--Turtle Island and Abya Yala). Specifically, critical approaches to gender, sexuality and race generate what this essay proposes as the desiring impasse of translation. This impasse produces desiring reverberations that at the same time generate other forms of seeing, feeling, and understanding different (and dissident) forms of embodiment. This article dwells on moments of rupture that signal how the work of hemispheric dialogue--a dialogue that aims to undermine the imperial domination of the United States in terms of the production of knowledge--depends on imperfect translations; on embodied proximities, gestures, affects, which in any moment may end in violence, failure, or silence. This text advocates for a praxis of incompleteness, a desiring but never perfect desire for translation that pays attention to situated knowledges while also refusing to erase epistemic differences.
Keywords: translation, queer theory, cuir theory, impasse.
Este ensayo aborda el riesgo de la traducción.[1] Específicamente, investiga lo que la crítica hemisférica (es decir, de las Américas/Abya Yala) arriesga cuando intenta traducir, aplicar o adaptar metodologías como las teorías queer y cuir, el feminismo interseccional, la crítica antirracista y los pensamientos indígenas, desde un contexto a otro.[2] Urgen estos diálogos por la escalada conservadora a nivel global, por sus políticas neoliberales y por los efectos que ellas imprimen sobre los cuerpos en movimiento. Un acercamiento crítico hemisférico tiene la capacidad de desviar el flujo y consumo Norte-Sur de conocimiento. No intenta minimizar las fricciones de la traducción entre cuerpos inconmensurables, sino atender a la historicidad de estos cuerpos (materiales y epistemes) en tensión. La clave, sin embargo, está en situar las manifestaciones de poder en los contextos locales —translocalidades— y, al mismo tiempo, no borrar (pero sí resistir) las desigualdades creadas por el proyecto colonial —de raza, género, sexualidad, clase, capacidad, nacionalidad, etc.[3]
En particular, el antirracismo no puede limitarse a las fronteras nacionales, ya que, como sistema de control, la supremacía blanca produce y depende de estas parcelaciones coloniales de territorios, cuerpos y conocimientos. Pero, como veremos, los modos de entender las distintas pero entrelazadas formas de interpelación colonial —principal entre ellas la supremacía blanca— muchas veces devienen en la repetición de la misma violencia epistémica que las praxis decoloniales proponen desmantelar.[4] El racismo perdura, metamorfosea y sigue creando sujetos marginalizados tanto en el Sur como el Norte —y entre los Sures del Norte.[5] En esta urgencia por desmantelar los mecanismos del poder colonial, lo que Quijano (1997) define como colonialidad, corremos el riesgo de fracasar, de quedar estancados, de no poder estar en el mundo. Ese proceso de traducción muchas veces genera brechas inabarcables, impasses.
Aquí me centraré en un ejemplo de lo que llamo el «impasse deseante de la traducción».[6] Analizo una serie de contradicciones conceptuales que surgieron cuando, en un congreso académico en 2016, intenté hablar de lo que había percibido como una estética racista antinegra (de parodia racial) en una obra de teatro sexodisidente llamada Cuerpos para odiar (2015), dirigida por el chileno Ernesto Orellana.[7] El encuentro marcó ciertos límites de la traducción epistémica, en particular relacionados con la teoría queer (con q), pero, al mismo tiempo, reificó algunas conceptualizaciones raciales —del cuerpo negro y del cuerpo indígena— que merecen mayor reflexión.
Este ensayo tiene que ver con cómo nos acercamos a las posibilidades de dialogar a pesar de las múltiples formas de violencia que nos asedian como sujetos racializados y marginalizados. Tiene que ver con cómo nos acercamos a la inconmensurabilidad de nuestros cuerpos y nuestras formas particulares de relacionarnos con y a pesar de la colonialidad.[8] Para eso, describo mi primer intento por analizar la obra Cuerpos para odiar y la reacción vehemente de parte de ciertxs miembrxs del público. Este momento sirve para demostrar la tensión epistemológica que devino en un ataque personal que, a su vez, fue avalado con otras formas de violencia racista. El ejemplo subraya los riesgos de la traducción, las formas precarias que tenemos para desmantelar los sistemas de opresión y que muchas veces sirven para repetir la misma violencia que queremos socavar, por un lado, y, por otro, la necesidad de incorporar cuestiones interseccionales de raza, origen nacional, colonialidad en los análisis de género. El conflicto interpersonal sirve de núcleo aglutinador de discursos y prácticas territorializantes en cuanto a quién tiene derecho de hablar y en nombre de quién.
Quiero que quede claro que mi objetivo aquí es examinar cómo el diálogo hemisférico sobre el género, la sexualidad y la raza puede fracasar (y que efectivamente había fracasado). Sin embargo, insisto en que tal fracaso no ha sido necesariamente indeseable. Más bien, con el tiempo, me he dado cuenta de la necesidad de estos fracasos para producir sacudimientos epistémicos que permitan otros encuentros y desencuentros. Adelanto que el impasse produce reverberaciones deseantes que a su vez generan otras formas de ver, sentir y comprender la corporalidad disidente. Estos momentos de ruptura señalan cómo el trabajo de diálogo hemisférico —diálogo que intenta socavar la dominación imperial estadounidense en términos de producción de conocimiento— depende de traducciones imperfectas; de aproximaciones corporales, gestos, afectos, que en cualquier momento terminan en violencia, fracaso o silencio. Estoy abogando aquí por una praxis incompleta, una proximidad deseante pero nunca perfecta, de la traducción. Estoy abogando, insisto, a favor de los momentos entre, los impasses, que se llenan de ansiedades, pero también de posibilidades.
Escena 1: El show
Una mujer barbuda con la cara pintada de negro me toma de la mano y me lleva a través de un teatro lleno de humo. Su blusa está cubierta de lentejuelas —turquesa, azul y plata en destellos de luz palpitante. Su falda, una pollera, combina textiles indígenas andinos con tul negro. Me ofrece un asiento en una mesa con un vibrador como centro que expele un flujo de esperma escarchado. El teatro se llena y empiezan a llegar las amigas de la mujer barbuda, articulando un blackface: rostros no afrodescendientes pintados de negro.[9] Algunas de ellas llevan máscaras. Una luce una máscara de gorila que frunce los labios; otra, una minifalda de lentejuelas rojas y una peluca afro. Las amigas se contonean y provocan; beben e imitan en fluctuaciones simiescas. De repente, entre el humo, surge la estrella del espectáculo, vestida de blanco, su cara pintada de blanco, su cabello rubio quemado: La Marilyn (Claudia Rodríguez). Nos pregunta, desafiante: «¿Quieren show?» Esta es la escena que abre la obra de teatro Cuerpos para odiar.
Confieso que estaba en shock cuando vi aquellos cuerpos desplegando un blackface (figura 2). Tenía mucho que ver con el contexto que traje conmigo a un teatro en Santiago, Chile, en agosto de 2015. Es decir, tenía que ver con las implicaciones del blackface en Estados Unidos. En ese momento, surgían protestas tras la muerte de Freddy Gray a manos de la policía de Baltimore. Black Lives Matter (hoy mucho más popular en el mundo y con alcances anticoloniales) resonaba en respuesta. No pude ver la performance sin pensar en los miles de afroamericanos que morían cotidianamente, sangre derramada para abastecer el complejo de la industria carcelaria estadounidense (Davis, 2003).[10] En aquel momento me preguntaba si esta performance hubiera sido posible en Estados Unidos o en otra parte de América Latina que no fuera Chile. Me preguntaba qué iban a hacer estos personajes en blackface. O, mejor dicho, ¿en qué trabajo ontológico estaban incurriendo? Sabía que tanto la parodia racial como la de género tienen una larga tradición en el teatro popular andino. Quizás, me preguntaba, hay algo en este gesto paródico que no entiendo, que requiere una traducción. O quizás no. Igual, dudaba si podía hablar de lo que había visto sin estar ya implicado en una jerarquía óptica, una perspectiva privilegiada. Are there words for this resounding discomfort?
En esta obra, La Marylin devora a un cliente macho, interpretado por el director, Ernesto Orellana (ella devora, pues, al director). Luego, conoce a una madre desconcertada (Irina «la loca» Gallardo), que quiere liberarse de su hijo, el Niño Puto, interpretado por Josecarlo Henríquez, un trabajador sexual y escritor chileno, cuya «sangre contaminada» representa una fuente de energía vital para La Marylin.[11] El objetivo final de La Marylin es acabar con este mundo —un deseo apocalíptico— y la sangre del Niño Puto es el último elemento que necesita.
La adaptación de Orellana escenifica un mundo al revés, jugando con las expectativas normativas de la dramaturgia, la corporalidad y la estética. Establece una serie de binarios (hombre/travesti, humano/caníbal, redención/apocalipsis, normatividad/disidencia, blanco/negro) no solo para demostrar la hipocresía de un estado neoliberal que se basa en estos mismos binarios para su propia legitimación, sino también para desmantelar la distancia entre estos conceptos a través de la parodia y lo carnavalesco. Por esto último, la estética carnavalesca; no me quedaba claro, entonces en 2015, qué justificación tenía el coro de demonios con sus caras pintadas de negro. Evidentemente servían para dar relieve a la figura espectacular de La Marylin, y para establecer el tono de la obra —salían del escenario mismo para dirigir al público a su lugar en el teatro— pero me preguntaba (y me pregunto todavía): ¿cuál es la política de este referente racial? ¿Cómo funciona la negritud en esta obra? ¿Hay conciencia de raza en una obra hiperconsciente de la disidencia sexual?
La obra está inspirada en la colección de poesía, también llamada Cuerpos para odiar, de Claudia Rodríguez, quien interpreta el rol de La Marylin. Rodríguez ha trabajado como activista en Chile por décadas. De hecho, todxs los participantes del espectáculo están involucradxs en el activismo político contemporáneo y muchxs pero no todxs están afiliadxs al Colectivo Universitario de Disidencia Sexual (CUDS), en Santiago. En un registro de la obra, el director Ernesto Orellana aclara que era importante que todos los cuerpos fuesen activistas; que ese lazo entre política y cuerpos era crucial para crear un trabajo que pudiera, según él, «atentar contra la normatividad» (elefanteygonorrea, 2015). La resonancia de esos cuerpos —que necesariamente no son actores— en las políticas disidentes del Chile contemporáneo da relieve y contundencia a la adaptación teatral.[12] La apuesta de la obra es desmantelar la inequidad estructural calcificada por el estado neoliberal chileno en su apertura hacia mercados globales, inequidad exacerbada por las políticas sociales que resultan en la exclusión —y el odio— de la disidencia sexual.
Al respecto, el título Cuerpos para odiar colapsa fonéticamente odio y parodia. Nos incita a pensar: ¿qué cuerpos son los que se van a parodiar, qué cuerpos son los que se van a odiar? No es una pregunta retórica, pero en la poesía de Rodríguez esta pregunta responde más bien a una estética y política travesti y a la monstruosidad como una respuesta táctica a la cooptación neoliberal de la diferencia (Pierce, 2020). Sin embargo, en la adaptación (es decir, en la traducción al teatro), Orellana le agrega un elemento particular que no existe en la obra poética de Rodríguez: la parodia racial. Orellana había experimentado con otros colores para pintar las caras del coro de diablitos que rodeaba a La Marylin y específicamente escogió el negro porque quería que los cuerpos fuesen entendidos como «una raza sospechosa».[13] Pintarles la cara de negro fue una decisión estética intencional de la adaptación teatral, que articula un texto distinto (como ocurre con toda adaptación) al texto de Rodríguez.[14]
Escena 2: El conflicto
Un año después. Estoy en Santiago, Chile, en 2016, para un congreso académico convocado por el Instituto Hemisférico de New York University. Estoy parado, nervioso, en un salón del Centro Cultural Gabriela Mistral frente a un grupo de trabajo organizado por activistas, académicxs y artistas chilenxs, y academicxs provenientes de universidades de los Estados Unidos, pero con participantes de varios otros países latinoamericanos. Estamos reunidxs bajo la rúbrica de «sexualidades excéntricas» y me toca presentar un texto que en realidad no es el texto que debería estar presentando.[15] Es un borrador que tengo sobre la obra de teatro Cuerpos para odiar. Me imagino, y por eso aventuro el cambio a última hora, que vale la pena arriesgar esta lectura, ya que el director de la obra, Ernesto Orellana, está sentado en frente. De hecho, varixs de lxs que estaban presentes colaboraron para que se presentara la obra, o habían ido a verla. Sabiendo que va a ser incómodo, me atrevo a hablar de lo que yo percibí como un uso racista del cuerpo negro —el uso de blackface, las caras pintadas de negro— en la obra. Quiero, como habíamos acordado al comienzo de nuestra reunión de trabajo, tener la valentía de arriesgar una lectura desde mi propio lugar. Leo un paper en inglés, con un resumen en castellano a modo de conclusión.[16] Es un error. Otro error es mi inclusión de una presentación PowerPoint con fotografías de la obra que había sacado yo mismo, yuxtapuestas con imágenes de blackface contemporáneo en América Latina (incluyendo una de la emblemática empresa Las menestras del negro, en el contexto ecuatoriano). Pienso que esta visualización ayudará a demostrar que la función de parodia racial en todos estos casos era la misma: la deshumanización del cuerpo negro. Después de la presentación, hablamos de referentes históricos del contexto chileno, de Pedro Lemebel, entre otrxs. También hablamos de las dificultades de la traducción y del diálogo situado. Nadie discute el uso del blackface.
Sin embargo, al día siguiente uno de los organizadores del grupo de trabajo, Jorge Díaz, postea en Facebook la siguiente reflexión:
Imaginemos la siguiente operación: un académico homosexual estadounidense, con passing latino (que parece latino pero no lo es), guapo, con cargo académico y buen sueldo acaba de ganar un fondo en su universidad para investigar performance latinoamericana. Este académico viene a Latinoamérica, pensemos que viene a Chile, ve una performance colectiva-activista, tiene sexo pagado con alguno de los actores de la obra y vuelve a estados unidos a hacer una dura crítica (casi moralista) de la producción que vio una noche en Santiago de Chile. El académico lee la performance chilena bajo los códigos de autores estadounidenses, no siente necesidad de vincularse con la escena local ni entender las micro-texturas que significan los proyectos de disidencia. El académico gana un premio, plata y prestigio como teórico queer haciendo una mala lectura y dejándonos a nosotras las latinas como ignorantes. Este mismo académico llama de «colonialistas» a ciertas prácticas en Latinoamérica sin el mínimo pudor de saberse él mismo como colonialista, porque claro el académico es marginal (según sus códigos), queer y guapo (esto último causa furor entre los homosexuales de academia chilena, que finalmente le perdonan todo). Imaginemos que esto pasa en Chile, imaginemos que lo he visto repetido todos estos días en eXcéntrico, imaginemos que es posible pensar que esto es político e imaginemos que alguna vez este tipo de encuentro tendrá un efecto local. Imaginemos, a esta altura, es lo único que nos queda. (Facebook 21 julio 2016)
Para todxs lxs que estaban en el encuentro, no era tan difícil adivinar que Díaz se refería a mí sin nombrarme.[17] Me acuerdo haberlo visto en Facebook y la sensación de rabia y de decepción que me provocaba el post. La técnica del escrache es bastante seductora: señalar o, en realidad, crear un sujeto enemigo, pero aquí sin tener la valentía de ponerle nombre. El primer acto de violencia es borrarme como sujeto. Es más, esta violencia depende de la indeterminación del cuerpo (mi cuerpo), que con su passing reverbera entre taxonomías raciales normativas. El segundo, aunque sutil, es nombrarme como «homosexual» —remitiéndonos a las ficciones somáticas de fines del siglo XIX, a la diagnosis y a la patología descritas por Foucault (2007)—en una operación que indica sexualidad, pero no cuerpo; identidad, pero no subjetividad. El tercer acto de violencia es racializarme como una forma de socavar mis argumentos. No soy Latino, ni reclamo esa identidad, aunque es cierto que a veces paso por Latino.[18] En realidad, eso tiene que ver con mi destreza lingüística en castellano, con mi acento que puede pensarse del Cono Sur con otros sonidos y acentos de otros sitios de América Latina que se mezclan con mi origen tejano; pero, sobre todo, con mi cuerpo, con cómo me interpelan otrxs bajo sus propias lógicas de racialización —es decir, con mi color de piel, mi cabello, mi fenotipo. Comienza, así, con un ordenamiento biopolítico.
Entiendo que a Díaz mi cuerpo le incomoda y le desencaja. No es la primera vez que me pasa. Por eso mismo pienso mucho en mi propio lugar de enunciación y en el lugar que me tienden otrxs. Como sujeto indígena, constantemente tengo que negociar la interpelación histórica de mi cuerpo, las instituciones que me categorizan y que esperan cierta producción, cierta performance, de mí dentro y fuera de la academia. Con el tiempo, y me ha costado tiempo llegar a sentir esto, valoro la crítica de Díaz por cómo escenifica las dificultades de traducir conceptos y cuerpos en un contexto hemisférico. Es una escena de malentendido que conjuga realidades epistémicas, geopolíticas y corpóreas. En ella, sentimos una carga afectiva, inclusive una sensualidad, que emerge de este momento de relacionalidad suspendida: el impasse.
Escena 3: Nombrarme ᎠᏂᏴᏫᏯ
Aclaro: soy ciudadano de la Nación Cherokee. Sí, reclamo esta identidad indígena. Soy investigador de temas indígenas, además de otros de literatura y performance latinoamericana. Pertenezco a la comunidad cherokee (tsalagi) que me reconoce como miembro de una nación soberana. Nos llamamos ᎠᏂᏴᏫᏯ (aniyunwiya, la gente real o principal).[19] Nuestro territorio ancestral es la región central de los montes Apalaches, en lo que hoy se conoce como los estados de Carolina del Norte y Georgia. Somos gente de bosque y de ríos; de maíz y de venado.
Entre 1838 y 1839 fuimos forzados a emigrar al llamado Territorio Indio (luego el estado de Oklahoma), en una marcha forzada que hoy se conoce como ᏅᎾ ᏓᎤᎳ ᏨᏱ (nvna daula tsvyi / El camino de lágrimas). Cerca de un cuarto de nuestra población murió en esa marcha forzada. Ahora el gobierno nacional cherokee tiene su sede en Tahlequah, Oklahoma, y somos más de 300 mil ciudadanos. También llevo en mi cuerpo esa historia, la memoria de lxs ancestrxs que dejaron todo a punta de bayoneta, caminando en invierno hacia el poniente, el lugar de la muerte.
Mi propio lugar aquí importa por otra razón. Junto con los chicasaw, choctaw, creek (mvskoke) y seminole, los cherokee fueron una tribu que participaba de la economía de comercio humano, la esclavitud, en los siglos XVIII y XIX. Al adoptar el tráfico negrero, algunos cherokee intentaron demostrar la medida de su civilización ante los ojos de la población blanca estadounidense. Los cherokee trajeron afroamericanos esclavizados en su marcha forzada, el camino de lágrimas, y ciudadanos cherokee pelearon en ambos lados de la Guerra Civil estadounidense. En 1866, la Nación Cherokee firmó un tratado con el gobierno federal que garantizó todos los derechos correspondientes a ciudadanos cherokee a los negros esclavizados que habían sido para entonces liberados, los Freedmen. Tengo que incluir esto porque pertenezco a una nación indígena que tiene una relación compleja con el racismo. Como ciudadano cherokee, soy sobreviviente de un genocidio indígena y al mismo tiempo estoy implicado en el racismo antinegro histórico y actual de mi comunidad. Estas cosas no son incongruentes.
Escena 4: Desglose
Entonces, cuando critico una performance chilena por su utilización de cuerpos negros como elementos de adorno monstruoso, no es con un aparato crítico anglosajón (no soy anglosajón), sino la historia de mi propia comunidad y la de mi propio cuerpo. Pero Díaz no solo ignora esta historia (no me pregunta nunca cómo me identifico), sino intencionadamente me asimila a la categoría de casi Latino, pero no. En esta operación me borra como sujeto indígena en una gambeta que se avala de las mismas estructuras racistas —las de una supuesta autenticidad fenotípica— que yo había criticado desde el comienzo. Y, sin embargo, hay cierta insistencia en atender a la reverberación de mi cuerpo en el post en Facebook. Díaz presta mucha atención a mi cuerpo cuando le conviene.[20] Efectivamente, las primeras líneas de su reflexión tienen más que ver con cómo me veo que con lo que dije en el congreso. Establece así una jerarquía de respetabilidad. Me sexualiza solo para desentenderse del mecanismo de poder sensacionalista que me produce como sujeto exotizado —que es, a su vez, una de las operaciones que un acercamiento interseccional (que yo proponía sin éxito) ayudaría a desvelar y desmontar.[21]
Pero vamos a lo concreto. Díaz me acusa de colonialismo, o peor, de no darme cuenta de que estaba repitiendo una lógica colonial con mi cuerpo y forma de ejercer la crítica. Esto tiene que ver con quien él cree que yo soy. Me ve como ciudadano estadounidense (casi Latino) y no como ciudadano de la Nación Cherokee (quizás para él una ciudadanía tan ilegible como el efecto que le produce mi cuerpo indeterminado). La crítica de Díaz se centra en lo que propone como mi complicidad en aprovechar de lxs performers chilenxs, cuyos cuerpos supuestamente interpreto, consumo, y de los cuales saco ventaja, prestigio y poder. Pero a causa de mi propio cuerpo (indeterminado), la lectura que hago necesariamente imposibilita una respuesta de parte de estos cuerpos otros a los que juzgo, sometiéndolos a mi lente interpretativa. En este punto me interesa detenerme, ya que nos indica una forma de acercarnos a lo que de otro modo sería una querella marica como cualquier otra.
El argumento principal, el que tiene más peso ético, es que Díaz propone que no estoy autorizado para intervenir en una conversación local, cuyas microtexturas no podría entender, ya que no pertenezco a esa misma comunidad. Para ser honesto, esto es totalmente cierto. Él tiene toda la razón. Pero cuando Díaz argumenta que «el académico homosexual» (o sea yo) «lee la performance chilena bajo los códigos de autores estadounidenses», tenemos que preguntarnos ¿por qué no puede nombrar estos códigos como antirracistas, en vez de simplemente «estadounidenses»? En un texto del 2018, Díaz retoma este hilo, aclarando desde su perspectiva las implicaciones éticas de la investigación sobre cuerpos disidentes en Abya Yala que surgieron en el Encuentro. Citando el mismo post de Facebook que reproduzco arriba, Díaz define como «imagen colonizadora» al «repertorio que no profundiza en los complejos tejidos políticos, prefiriendo una forma maniquea de lectura del sur con autores del norte» (Díaz, 2018, p. 153). Describe su propia incomodidad «con las maneras de investigación, pero también a los modos de sociabilización de los cuerpos durante el encuentro» (Díaz, 2018, p. 155). Y luego, «una de las situaciones más alarmantes fue constatar que se puede ser un investigador en performance latinoamericana sin tener la exigencia (ni menos la autoexigencia) de escribir sobre Latinoamérica citando lecturas de al menos algunos de los autores del continente» (ibid.). Tomo en serio y le agradezco a Díaz por esta aclaración que también me obliga a trabajar el colonialismo que, es innegable, está en la Academia del Norte. En primera instancia, Díaz se refiere a las formas de asociación entre participantes del grupo de trabajo, y lo que queda expuesto es que hubo diferencias en lo que significaba estar reunidxs en ese momento y en ese espacio particular. A pesar de que estábamos reunidxs, no hubo consenso sobre qué significaba el espacio de encuentro. Más bien, lo que se generó fue un espacio de desencuentro, de desentendimiento.
Pero el hecho es que yo —y aquí intuyo que Díaz se refiere a mi lectura como una «situación alarmante»— estaba hablando precisamente de las lagunas en la bibliografía crítica sobre la negritud en América Latina, y más específicamente en Chile. En el texto citado del 2018, Díaz ofrece algunos nombres importantes en la construcción de un corpus crítico sobre performance en América Latina, pero ningunx de ellxs se enfoca o ha escrito de manera consistente sobre la raza. La raza, y sobre todo la negritud, no entra como correlato crítico importante en la escritura sobre la performance en Chile. Concedo que no presté suficiente atención a las relaciones de clase dado el contexto local chileno; pero, para una sociedad que se imagina (históricamente) como blanco-mestiza con muy poca variación étnica (excepto la población mapuche), especialmente en estas circunstancias, en mi experiencia, hay que interrogar cómo esa homogeneidad racial llegó a dominar el proyecto nacional. Por eso, sospecho, cuando yo señalé en el congreso la problemática utilidad de cuerpos negros como meros objetos de adorno, obedeciendo a los estereotipos más evidentes, Díaz no tiene respuesta, sino más bien a posteriori construyó un marco localista (más bien nacionalista) para el ejercicio crítico. No es colonialista señalar cómo circula el cuerpo racializado afrodiaspórico en una obra de teatro sexodisidente. Es colonialista pensar que no hay que pensar en el lugar del cuerpo negro en una performance que explícitamente recurre a la parodia racial para la puesta en escena.
De modo sutil, el pensamiento de Díaz proviene de una tradición teórica que ve en el mestizaje (tanto cultural como racial) una forma menos racista, menos violenta, que lo que pasa en Estados Unidos. Sin embargo, como señala Juliet Hooker, en su estudio sobre la racialización hemisférica, «la noción de que América Latina desarrolló un acercamiento superior a la raza emergió como un argumento central de los pensadores anti-imperalistas del siglo XX que buscaban criticar a los Estados Unidos y así validar ‘su América’» (2017, p. 70) [la traducción es mía]. Pensadores como Sarmiento, Vasconcelos y, por cierto, Mistral, operaron en base a la idea de que la particularidad latinoamericana del mestizaje producía una tolerancia mayor a la diferencia racial. Sin embargo, como lo demuestra Hooker, y como han demostrado tantxs otrxs críticxs, la reproducción del poder colonial depende precisamente de la invisibilización de las diferencias étnicas —en particular la asimilación del indio y la deshumanización del negro.[22]
Resumo: una crítica que viene (aparentemente) desde los Estados Unidos (pero que en verdad es parte del aparataje crítico de Abya Yala) parece ser colonial porque tiene la apariencia de importar categorías foráneas, y así instanciar una forma gringa de ver las cosas de manera políticamente correcta, punitiva, moralista. Pero señalar la antinegritud en una obra de teatro no tiene que ver con la corrección política, sino con establecer alianzas antirracistas, alianzas entre subjetividades colonizadas. Yo, como sujeto indígena, estoy comprometido con esta praxis decolonial que significa que no solo tengo el deber ético de cuestionar las estructuras racistas que perduran a lo largo del continente, sino también, y sobre todo, entre personas que a primera vista tienen el mismo compromiso ético. Tampoco se trata de pensar en quién es más o menos colonial estableciendo nuevas jerarquías. Estamos todxs inmersxs en la colonialidad. Es un hecho ineludible de la vida contemporánea. Parte de la respuesta, como el presente ensayo demuestra, es que al trabajar (en) los malentendidos y los impasses podemos interrumpir el flujo Norte-Sur de conocimiento. Eso requiere de humildad, pero también convicción.
Tendríamos que precisar también que estábamos hablando de la representación de cuerpos afrodescendientes sin la participación de activistas, intelectuales o artistas negrxs. No había una persona afrodescendiente en el grupo de trabajo.[23] Es una prueba de la falta de lxs organizadorxs del grupo a considerar la presencia de la comunidad afrodescendiente un aspecto imprescindible para el diálogo hemisférico. Una crítica centrada en la presencia negra, en vez de su calcificación como ausente (o precursora) de la comunidad imaginada mestiza-blanca chilena, tendría que basarse en una reformulación de las coordenadas limitantes de la nación, la disidencia sexual y la performance. La crítica cultural sobre y desde las comunidades afro no se circunscribe a las fronteras nacionales. Claro está que la formación de los estado-nación en América Latina genera diferencias importantes; pero, si hay algo que hemos aprendido de la crítica decolonial, es que la característica clave de la modernidad es precisamente la producción de un imaginario racista que depende de la eliminación de las comunidades indígenas y la exclusión de las comunidades afrodescendientes (Espinosa Miñoso, 2009). Queda la siguiente pregunta: ¿cómo hablar de la negritud en un contexto chileno en donde los cuerpos negros son imaginados como un antecedente histórico, o peor, inexistentes?[24]
Ejemplo de ello: en una reseña bastante completa de la obra, Federico Krampack nota lo siguiente respecto a la identificación para con los sujetos en blackface:
Pero lo que no saben hablar, lo hacen cantando y bailando contra todo un imperio, como las amigas travestis que deslumbran desde la primera a la última escena, vestidas como las Negratas máximas porque todos quedamos ‘negras’: las negras del sistema, las yeguas esparcidas con tacones y jactancia, las negras que no pueden ser las rubias del gobierno, las negras que con su verbosidad y sabiduría, números musicales de taberna y picante humor nos sacan de la comodidad. (2015)
La operación es siniestra. La negritud se transforma en una postura antisistémica, pero sin la especificidad de la corporalidad ontológica de la negritud. Hay que decirlo: no. Un mestizo no es un negro. No todxs quedan «negras».[25] La negritud no es un devenir social. La transformación del público en sujetos que se identifican precisamente con los cuerpos racializados negros da cuenta de la legibilidad del cuerpo negro como significante vacío, apto para ser rellenado y reemplazado por el mestizo típico concurrente al teatro para ver la obra. Aquí vemos como el cuerpo negro funciona como un objeto, más bien un fetiche. La obra no entrelaza ese proceso de fetichización con la intención, la complicidad, de sujetos afrodiaspóricos. Ve el cuerpo negro como útil, como una metáfora de la exclusión social, pero no como agente con capacidad de estar en este mundo. Es importante notar que, en una obra de teatro que específicamente depende de la corporalidad de lxs participantes (no actores), el hecho de utilizar la parodia racial queda inextricablemente vinculado a la ausencia afrodiaspórica chilena.
Reitero mi rechazo a la estética antinegra que operaba en la obra de teatro Cuerpos para odiar. Al mismo tiempo, tengo que admitir que, como foráneo, con un capital real o imaginado (tanto simbólico como material), no tengo, no puedo tener, la misma perspectiva sobre lo que representa la parodia racial de chilenxs en Chile, y que existieron y existen limitaciones múltiples en mi análisis. Pero eso no quiere decir que la economía representacional utilizada en la performance no cuestione cómo la parodia racial de cuerpos negros funciona bajo las mismas lógicas de alteridad que deshumanizan a los sujetos afrodiaspóricos como parte esencial de la colonialidad de poder.
Escena 5: Entre blackface y maquillaje ritual
Otro giro. El diseñador de vestuario para la obra, Camilo Saavedra, comenta en el post de Díaz lo siguiente: “Nosotrxs no hacemos Black face, porque no somos blancas! Hacemos maquillaje ritual porque somos indígenas! Y lo combinamos con purpurinas y lentejuelas porque somos travestis de carnaval…” (Facebook 21 julio 2016). Hay tres partes en esta respuesta: 1) que solo gente blanca puede ejercer el blackface; 2) debido a que lxs cuerpos de la obra no se identifican como blancxs, lo que hacen no es blackface sino «maquillaje ritual», lo cual significa que 3) utilizan elementos de la parodia carnavalesca para travestir y así invertir el orden normativo de género y sexualidad. El primer punto es espurio —la parodia racial del blackface no se limita solamente a las personas blancas (ej. Lane, 2005; Rivero, 2005) —; pero las dos últimas ideas requieren un poco más atención, ya que nos remiten a la cooptación tanto del cuerpo indígena como del cuerpo negro como parte del aparato mestizo homogeneizador. Es un gesto de renegación del propio lugar de enunciación —lugar desde donde la única forma de ver la raza es a través de su negación: no blancx—, pero evita el discurso mestizo que subyace esta maniobra crítica. Como diría Lewis Gordon (1995), es una operación de mala fe en donde el cuerpo negro es visto solo a través de su ausencia. A su vez, esta ausencia depende de la supresión de la memoria afro en el contexto chileno y así borrar el hecho real de la presencia negra. Es una forma de eliminar la historia afrodiaspórica para no tener que rendir cuentas o de su propia complicidad en esta eliminación o de su pertenencia a esta «raza sospechosa». El proyecto de blanqueamiento chileno no puede ser descartado tan fácilmente (Walsh, 2015).
Ahora bien, Díaz, Saavedra y Orellana entienden (o presumen) la connotación negativa del término blackface e insisten en que las diferencias históricas, geopolíticas y étnicas entre Chile y los Estados Unidos hacen que el término no pueda aplicarse ni traducirse al contexto chileno. El blackface queda inextricablemente vinculado a la parodia racial en los Estados Unidos y, por lo tanto, es un concepto extranjero. El impasse se genera en este momento: se propone una alternativa, «maquillaje ritual», término que se remite al contexto cultural indígena y a los festivales populares, que, a su vez, han servido para desmantelar el orden colonial en diferentes contextos, sobre todo andinos. Si el efecto de pintarse la cara de negro es diferente según el contexto y el ejercicio corporal de esa diferencia, entonces esta pintura, este maquillaje, a través de su aplicación ritualizada se transforma en un gesto codificado de resistencia decolonial. El rito es algo que el colonizador puede ver, pero que no entiende. Es un conocimiento, una corporalidad, que no se produce desde la mirada colonial. El colonizador podría ver las caras pintadas de negro, pero no las puede entender, no puede entender lo que le es incognoscible.
El maquillaje transforma, sí, pero no como el director de la obra piensa, ni los participantes del grupo de trabajo han aseverado. Eso hay que precisar: Saavedra, cuando dice: «somos indígenas», en realidad está escenificando un proceso de cooptación en el cual lxs mestizxs (tanto del elenco como del público) tienen derecho a una epistemología y cosmovisión indígena. Es otra operación de borrado étnico (o de apropiación cultural) que reemplaza las formas de reconocimiento indígena con la mitología del mestizaje cultural y que tanto el pensamiento indígena como los estudios críticos latinoamericanos han reprochado (Sanjinés 2005).[26] Eso también es político.
La pregunta no es si el uso estético de blackface proviene o no de los Estados Unidos, ni tampoco si lo que los cuerpos de la obra Cuerpos para odiar están haciendo cumple con las definiciones de blackface. Al contrario, como una parodia racial sin referente exacto (es decir, como performance de la negritud, el blackface no se preocupa de la verosimilitud de su apropiación y expresión), el blackface depende precisamente de la distorsión del cuerpo negro, de su uso conceptual más que su representatividad. Es un juego de artificios, de máscaras racializantes, en donde la presencia real del cuerpo negro se borra como negativo impreciso, perdido, o bien, dominado. El cuerpo negro, tanto en la obra de teatro como en la discusión que se generó después, sirvió de objeto de análisis, pero no cobró nunca una corporalidad real, situada, historizada. Sirvió para marcar una otredad constituyente, una impostura, que nunca se resolvió como parte de la puesta en escena.[27]
En el contexto andino, el uso de máscaras, pintura y parodia racial son elementos centrales de las tradiciones carnavalescas. Tanto Díaz como Saavedra apelan a la heterogeneidad contradictoria de América Latina (Cornejo Polar, 2003), con sus capas de significado afectivo, histórico y estético, que hacen una lectura maniquea del racismo imposible. Puedo aceptar que existe la posibilidad (efectivamente existe) del empoderamiento disidente a través de la escenificación de estas mismas relaciones de poder colonial en un contexto paródico carnavalesco, y, sin embargo, el hecho de que sea carnaval no le quita lo racista antinegro. Como señala Danielle Roper, quien analiza precisamente la parodia racial en fiestas populares andinas: «la suspensión temporal de los límites normativos de raza y de género no borra mágicamente las dinámicas complejas de poder presentes en la fiesta» (2019, p. 387). Blackface hace presente el cuerpo negro a través de su distorsión, a través de la parodia de su gestualidad y su supuesta inferioridad subjetiva. Es más, como esquema representacional depende de esta distorsión racial: «evoca la negritud como marcador de un exceso racial que cubre el cuerpo del conjurado» (Roper, 2019, p. 387).
La parodia racial tiene un lugar específico en las tradiciones populares andinas, pero en su traducción al Chile urbano, me pregunto: ¿qué pasa con esas tradiciones, qué se vuelve a edificar y qué se desmantela? Esa es la pregunta que hay que responder.
Lo carnavalesco, según Bakhtin (2008 [1965]), podría enloquecer, poner el mundo al revés, pero también sirve para rehacer las fuerzas de la gubernamentalidad de los cuerpos marginales. A pesar de empujar las fronteras de la dramaturgia y de género, Cuerpos para odiar carece de una crítica sostenida de la negritud como efecto de la colonialidad. Participa de lo que Martínez Novo (2018) describe como el «ventriloquismo» paternalista.[28] Es más, la negritud en Cuerpos para odiar calcifica las jerarquías raciales que siempre posicionan lo negro como abyecto, inhumano. Claro está, la obra de teatro intenta escenificar un contexto carnavalesco disidente. Sin embargo, la obra no cuestiona cómo la «sobredeterminación» de los cuerpos negros depende de no solo la violencia sistémica colonial sino y sobre todo la fijación —la mirada, el gaze— en el cuerpo (Maldonado Torres, 2007, p. 162). Es así como la obra efectivamente requiere una presencia óptica criollo-mestiza para que los cuerpos pintados de negro tengan el efecto deseado —un efecto impuesto, construido alrededor de la abyección del cuerpo real negro. Escenifica —repetidamente— el momento de interpelación racial, el mismo momento que describe Frantz Fanon con tanta furia y tanta melancolía: «¡Mira, un negro!». La obra repite este posicionamiento ontogénico de la negritud ad infinitum. Así, escenifica la abyección del cuerpo negro sin presumir el requisito ético que podría, en tal caso, socavar la mirada colonial y su interpelación ontológica.
Por ejemplo, el texto citado arriba de Díaz (2018) comienza con una cita de Julio Ortega, que describe a América Latina como un infierno. La cita da pie a la metáfora que utiliza Díaz para dar peso literario a su texto: el poeta Dante que acude a Virgilio para recorrer el infierno —insinúa la necesidad de un guía local. Irónicamente, al comienzo de Piel negra, máscaras blancas, Fanon también recurre a la metáfora dantesca al describir el lugar ontológico del negro como «una zona de no-ser»: «En la mayoría de los casos, el negro no ha tenido la suerte de hacer esa bajada a los verdaderos Infiernos» (2009, p. 42). Puede ser una mera coincidencia, pero es revelador que Díaz —siguiendo a Ortega— se colocara en el mismo lugar que Fanon. Sin embargo, hay infiernos metafóricos y hay zonas de no ser —zonas de ausencia ontológica. El infierno, para Fanon, no es una metáfora, sino la negación de la capacidad de estar —la ausencia de sí. Esa es la diferencia que Díaz no ve. Fanon no necesita guía porque el cuerpo negro ya está en el infierno.
Quizás la cosa que más me sorprendió de esta reacción fue que tiene de base una política mestiza, de mestizaje cultural, en donde la negritud se vuelve un tema tabú precisamente porque rinde cuentas de la invisibilidad negra en Chile. Que quede claro: el racismo antinegro se sostiene precisamente a través de llamados, como el de Díaz, a circunscribir el corpus de crítica cultural a los vocabularios existentes, que son, evidentemente, blanco-mestizxs. La ideología dominante en estas operaciones no es la de una ética antirracista; al contrario, depende de un borrado de la especificidad tanto afro como indígena, a favor de un mestizaje urbano, sexodisidente sí, pero careciente de una perspectiva histórica sobre los mecanismos de poder que siempre ofrecen los cuerpos negros e indígenas como objetos de consumo para el artista tanto como al público mestizo. Aquí me remito a las palabras de Ochy Curiel: «El feminismo decolonial asume que un feminismo que no sea antirracista es racista» (2015, p. 22).
Escena 6: Entre traducción, traición y sobreentendidos
Uno de los traductores más celebrados del castellano y del portugués al inglés, Gregory Rabassa, describe la traducción como prima hermana de la traición. De hecho, la historia de la traducción en Abya Yala comienza con una escena de infidencia: Cortés y la Malinche, según la tradición popular, conspirando para derrotar al imperio azteca. La historia de la traducción es exasperante. Traiciona. Fracasa. Desconfiamos de ella por este legado doloroso, por cómo puede servir para socavar la legitimidad política de los grupos sojuzgados y, a la vez, construir y mantener las estructuras de la opresión colonial. Pero, si pensamos en esta escena inicial, nos damos cuenta también de que demuestra cómo el poder colonial se establece a través de cuerpos sexuados, racializados y sexualizados. La Malinche podría servir de traductora, pero también es la chingada, la madre violada de México (Paz, 2004, p. 94-95).
O bien, podríamos pensar en otro caso famoso del fracaso de la traducción, Pizarro y Felipillo. Este último, según varias fuentes históricas, intencionadamente malinterpretó las palabras de Pizarro tanto como las del inca Atahualpa (Valdeón, 2014, p. 57-64). Supuestamente enamorado de una concubina del inca, utilizó su lugar como traductor para convencer a Pizarro de que Atahualpa conspiraba contra él y así asegurar la sentencia de muerte del español. De nuevo, la asociación entre traducción y la traición depende del cuerpo sexuado indígena. Se disputan cuerpos y epistemes. En Abya Yala la traducción siempre ha tenido que ver con el peligro de los cuerpos en relación, la proximidad peligrosa entre conquistador y colonizadx. La traducción, pensada así, no se trata simplemente de encontrar un equivalente conceptual, sino de buscar la penetración, la violación tanto real, física, como epistémica de cuerpos racializados.
Si la traducción invoca el poder y las múltiples formas a través de las cuales se ejerce el poder, entonces no debería sorprender que en años recientes el término queer haya inspirado una cantidad considerable de trabajo alrededor de su uso y utilidad, su pretensión, su fracaso. En sus traducciones, queer se transforma en cuir o cuyr, iteraciones que, si bien remiten fonéticamente al término en inglés, se instalan como formas de conocimiento distintas, locales, y en proceso.[29] La traducción de queer en realidad no se trata de un proyecto mimético, sino, más bien, de una inconmensurabilidad epistemológica. Con eso, no quiero decir que es imposible «traducir» lo queer, sino que, más bien lo queer, como explica Diego Falconí (2014, p. 101), invita a «sobreentendimientos» —casos en donde se da por sentada la traducibilidad de los discursos, políticas o corporalidades, cuando la realidad es que el consenso se alcanza desde discusiones críticas, y no de antemano.
Respecto de la circulación del término queer en contextos de habla hispana, Amy Kaminsky aclara: «Parecido al simulacro (la copia que carece de original), es una palabra prestada del inglés para referirse a un concepto que todavía no ha cobrado su significado completo en español; la no-traducción de un signo medio inexistente» (2008, p. 881). Nos recuerda Kaminsky que la adopción de un término particular puede llevar no solo a un malentendido, sino también a una serie de repliegues conceptuales, desdoblamientos con base en una aproximación incompleta. Por eso el ejercer de la crítica, su accionar en la esfera política, importa más que su referente. Es decir, las posibilidades del verbo queer (“encuirar”) inciden más que su acepción como sustantivo —siempre movedizo, sin referente estable.
Lo trans de translation también importa aquí. Como indican Gramling y Dutta, al referirse a la traducción corpórea, «las traducciones muchas veces se ven obligadas a servir primordialmente como sustituciones pragmáticas una por la otra, mientras la relación tangible, mutable y precaria entre la traducción y lo traducido cobra una relevancia secundaria, hacia su “historia de producción”» (2016, p. 334). A pesar de su apariencia estable, es la indefinición de la traducción, su relevancia secundaria, lo que mejor caracteriza su política y su tendencia al fracaso. Si las epistemologías coloniales, y por tanto las lenguas coloniales, estructuran entendimientos modernos de la equivalencia, es decir, de la relacionalidad del yo/otro, entonces cualquier intento por traducir necesariamente conjuga modos de sustitución pragmática siempre al servicio de la acumulación capitalista y el ordenamiento taxonómico de cuerpos productivos.
Al respecto, en su libro Translating the Queer (2016), Héctor Domínguez-Ruvalcaba propone que, en la medida en que lo queer se vincula al interfaz entre un sistema semántico particular y el cuerpo, la traducción de lo queer transporta, de manera inevitable, contenidos (significantes) contextualizados a sitios decontextualizados de la corporalidad. Los gestos, la carne, el aliento, siempre móvil, pero todavía, irremediablemente, atados a la colonialidad del régimen epistemológico normativo. En vez de lamentar los fracasos inevitables de la traducción (que al final de cuentas son fracasos de fidelidad), Domínguez-Ruvalcaba propone enfocarse en la migración y disrupción que caracterizan la discursividad queer. Es así como propone una desidentificación (Muñoz, 1999) del discurso queer; una forma de volver estable (aunque por un momento solo) su volátil promiscuidad significante, solo para aprovechar este mariposear constitutivo para suspender cualquier intento por normalizar las zonas de contacto, fricción, entre cuerpos significantes. En contraste con la lectura semántica de Kaminsky, aquí vemos las posibilidades no referenciales de lo queer en contextos políticos diferentes, a través de múltiples cuerpos, en constante media traducción.
Traducir de manera exitosa, entonces, permite reconciliar ideologías y epistemologías, pero no necesariamente cuerpos. El cuerpo todavía queda a la intemperie, acechando, subyacente, como el deseo de sentirse comprehendido o, mejor aún, deseado por y en la lengua del otro. El peligro, al final de cuentas, es que los acercamientos conceptuales conllevan cierta brecha insoslayable entre cuerpos que buscan reconciliación epistemológica y, así, lo que se presenta no es solo un problema de representatividad, sino más bien una oportunidad de perdición. Este fracaso es donde veo la posibilidad decolonial, radical, de una proximidad intensa, un desordenamiento de campos semánticos y conceptuales. Es un fracaso peligroso, incompleto, ilusorio. Una quimera que se desvanece entre cuerpos que se buscan, o que se repelen. Un sacudimiento estético-corpóreo. Nos encontramos en el impasse.
El impasse deseante de la traducción implica un momento de inflexión en donde la reanimación del proceso siempre frágil de significación presenta la posibilidad de alivio (de placer), pero también de desintegración, violación y/o traición. La traducción de queer como blackface puede circular de manera tendenciosa, sobreentendida o minusvalorada. Puede. Y, por lo expuesto arriba, efectivamente pasa. Pero una forma más ética de la traducción dependería de nuestra capacidad de situarnos en las disonancias y las parcialidades, y no esperar la fidelidad semántica. Sería buscar el peligro de la traducción, su fracaso eminente, su deseo.
Escena 7: Conclusión
El ejemplo que ofrezco en este artículo no es aislado. El Encuentro del Hemispheric Institute tiene una historia, una tradición, de encender este tipo de controversias.[30] La tensión alrededor de la traducción y la imposición de paradigmas lingüísticos, culturales y económicos para el beneficio de lxs académicxs y performers basadxs en los Estados Unidos al detrimento (en realidad, la exclusión) de lxs participantes chilenxs —en particular lxs estudiantes universitarixs— encontró expresión en los pasillos, las fiestas y en performances disidentes.[31] La hipocresía organizativa queda evidenciada en un texto de Nelly Richard que merece una cita extensa:
Para el contexto de recepción local, los términos que enmarcaban la convocatoria de Hemispheric («Ex – céntrico: disidencia, soberanía, performance») eran términos predefinidos que no lograban sacarse de encima la marca importada de NYU como centro organizador: un centro que jugó, en este caso, a descentrarse a sí mismo bajo la figura de lo «ex – céntrico» haciendo valer que «buscaba reflexionar sobre políticas y estéticas generadas desde un afuera, que marcan su distancia y no-deseo de inscribirse y escribirse con códigos dominantes» pero sin hacerse cargo autocríticamente de las lecturas generadas por el afuera de una escena local que cuestionaba el modo en que el «código dominante» de Hemispheric funciona como un «aparato de captura» (Deleuze-Guattari) al pretender incorporar todas las líneas de fuga y disenso a su monopolio reterritorializador. (Capítulo III. Ideologías, «Rarezas y excentricidades» (Postscriptum [2017])
Es importante destacar que esta crítica de Richard termina con una nota al pie que remite, precisamente, al texto de Jorge Díaz (2018). En esta nota agrega que la falta de atención por parte de lxs organizdores del Encuentro a los reclamos locales de educación gratuita y no sexista, además de la censura previa a la obra «Ideología», de Felipe Rivas, por la misma organización que había auspiciado el Encuentro, el Consejo Nacional de Cultura y las Artes (CNCA), formó el eje central de la disconformidad de parte de lxs chilenxs locales. De esta manera, la crítica de Díaz de las metodologías y formas de sociabilidad en el congreso forma parte también de esta crítica más amplia anticolonial de la importación acrítica de temas y ejes de trabajo. Con característica lucidez, Richard nota la paradoja de una organización (el Hemispheric Institute) que se propone marginal (ex-céntrico) a pesar de la fuerza centrípeta de su poder legitimador de conocimiento (con su sede en New York University), y que, en concierto con otras organizaciones locales chilenas, tiene el efecto de estandarizar (y censurar) prácticas artísticas y culturales disidentes.
Sin embargo, después del post de Díaz en Facebook, quedaban dos días de trabajo en el working group (de los que se ausentó), pero en los cuales el mismo grupo de trabajo redactó un documento colectivo que reflexiona sobre este desencuentro. Es así como el desborde textual sí tuvo un efecto inmediato, a través de los apuntes garabateados en hojas sueltas en español, inglés, portugués y una mezcla de idiomas, los cuales respondieron a la pregunta «¿qué aprendiste?» y, por tanto, representan una forma de pensamiento colectivo sobre los límites del impasse deseante. Una hoja en particular (quedaron sin firma) nos recuerda las imbricaciones problemáticas de la productividad académica, el capitalismo y el afecto:
¿Puede haber diálogo a través de las redes de poder que nos configuran? ¿Qué hacemos con los conflictos? Insistir en un diálogo productivo a pesar de nuestras diferencias ¿es ser cómplice con el mercado académico? ¿Siempre tenemos que producir? ¿Necesitamos más distancia crítica? ¿Necesitamos más microencuentros afectivos, amorosos, eróticos? ¿Qué pasaría si nos quedáramos un rato en el espacio incómodo de la interrupción? (Grupo, 2016, p. 5)
Blackface causa una brecha, un abismo, que corta la posibilidad de comunicación —el impasse— que obliga a nuevas reformulaciones del término en Abya Yala. Mientras las exigencias de la industria académica y su correlativa demanda de «creación» de conocimiento tienen una larga historia de críticas por atenderse a estructuras coloniales, esta conceptualización de un diálogo improductivo cristaliza lo que podría ser una traducción deseante, disidente, cuir. Pero, insisto, esta improductividad deseante no puede desatenderse de las estructuras de poder racistas que permean insistentemente el campo social.
En los años después del Encuentro, por ejemplo, un frecuente colaborador de Jorge Díaz, el poeta y artista afrodominicanx Johan Mijail, causó otro escándalo en redes sociales cuando en agosto del 2018 salieron una avalancha de acusaciones en su contra por racismo y violencia física. Es otra situación compleja, pero da cuenta de cómo el posicionamiento de los cuerpos disidentes en relación con el racismo sistémico puede tomar formas distintas, pero en ellas siempre subyace la posibilidad de repetir la misma violencia racista que supuestamente, como feministas antirracistas, queremos desmantelar. El grito de Mijail en contra del artista mapuche Sebastián Calfuqueo fue, entre otras injurias, el de llamarle «india patética».[32] Entendemos que la violencia antiindígena en Chile no se ha superado. Entendemos, es más, que hay múltiples formas de borrar al cuerpo indígena, de sumergirlo en el olvido colonial, la brecha inconmensurable al centro de las relaciones de poder. Calfuqueo no fue el único en experimentar la injuria y la violencia de Mijail, cuyo libro Manifiesto anti-racista fue entonces retirado de librerías. Tenemos que preguntarnos por la conjunción de lo antiindígena de parte tanto de Mijail como antes con Díaz. Tenemos que preguntarnos por el efecto del insulto racista como parte de una estrategia de ejercer el poder, la dominación, en el contexto particular del Colectivo Universitario de Disidencia Sexual. Y tenemos que agradecer el hecho de que hay artistas como Calfuqueo que remiten al legado ancestral —con sus torsiones y traducciones— de manera menos aleatoria.[33]
La disidencia, efectivamente, nos incita a desear el lugar incómodo del no lugar, el impasse, a rechazar la comodidad de la resolución (la consonancia). Al revisitar estas polémicas no busco resolverlas. No busco cerrar el impasse, sino señalar que las fricciones que emergen a través de la traducción deseante pueden generar violencia racista. Insisto, si el punto de partida de la traducción es una brecha entre epistemologías y experiencias, una diferencia constitutiva, entonces, una traducción deseante buscaría no simplemente un gesto codificador de esa diferencia, sino, más bien, el deshacer, el desensamblaje, un modo de afirmación que emerge en tensión caracoleante. Sería valorizar las posibilidades de lo todavía impreciso, inconcreto. Así, existir, como vibraciones ontológicas en vez de seguridades epistemológicas.
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Notas
Nota de autor
Joseph M. Pierce, Nación Cherokee. Profesor Asociado, Department of Hispanic Languages and Literature, Stony Brook University, NY. Correo electrónico: joseph.pierce@stonybrook.edu
Información adicional
Cómo citar: Pierce, J. (2020). El impasse deseante:
traducciones, malentendidos y racismo en Chile. En post(s), volumen 6 (pp. 24-55).
Quito: USFQ PRESS.