Las resonancias epistemológicas de convertir a Derrida en dramaturgo teatral

Todas la fotografías de este ensayo son parte del archivo de Jorge Poveda Yánez

El diferimiento que se inaugura entre la escritura de este ensayo y el momento en el que es leído servirá de referencia para proponer otros modos de transferencia de conocimiento en que tal postergación se ve aminorada por la presencia simultánea de los cuerpos de emisores y receptores. Tal es el caso de los acontecimientos escénicos conviviales, en particular, el que se configuró durante la ejecución de la performance teatral Higiene. No es de mi interés distanciar enteramente la primera experiencia de la segunda. Al contrario, considero ventajoso hilvanar ambos procesos (de escritura y de arte) como ejercicios complementarios de estructuración y transmisión de conocimiento, aún cuando sus dispositivos de soporte son diametralmente opuestos. Este acercamiento del pensamiento científico y del pensamiento salvaje (en términos de Lévi Strauss (1988)) será la motivación desde donde desenvolver las siguientes líneas, reconociendo a la distinción de teoría-práctica; de razón-percepción como meros artilugios de valor metodológico importante, pero ilusorio.

La propuesta creativo-reflexiva Higiene, creada junto a Omar Villacís, fue una performance teatral cuyo leitmotiv estaba constituido por la parergonalidad, la descentralización y la deconstrucción de Jacques Derrida, en lugar de oscilar alrededor de la fábula propuesta por un autor o dramaturgo teatral, como una forma de explorar en la práctica teatral nociones filosóficas y teóricas intuyendo en ellas un potencial dramatúrgico.

Esta cualidad dual (teórico-práctica) ya no la entiendo como una virtud, sino como una necesidad, por volver holística a la práctica del arte, evitando la perniciosa compartimentación epistemológica reinante, que ha deslegitimado el conocimiento producido desde el arte, relegándolo a una labor de menor talante e importancia que el conocimiento elaborado desde la parcela académica, científica y en últimas, la que se hace desde la palabra escrita y que ensalza los modos en los que el instante de comunión entre los cuerpos hablantes y los receptores del conocimiento siempre está en diferimiento.

Esta aversión por la simultaneidad, por la coincidencia en presencia tanto de los emisores como de los destinatarios del conocimiento, es análoga a la que ya identificó Jacques Derrida en su ensayo “La différance” (1968), donde observa cómo, al interior de la semiosfera de Yuri Lotman (1996), no solo habita la intrincada serie de duplas contrapuestas que se otorgan sentido mutuamente desde la diferencia y desde su posicionamiento respecto de todo el resto de signos, sino que, y de manera fundamental, el significado último de cada elemento, siempre está diferido. Es decir, que si es aislado y puesto bajo inspección, no subsiste por sí mismo, sino que remitirá siempre a otra serie de duplas contrapuestas de las cuales parasita su sentido. En la misma línea, Higiene no se concibe como un artefacto autónomo sino siempre bajo una relación de intertextualidad con otras obras, signos, personajes e historias que se enjambran alrededor de los actores y sus experiencias previas. Su transmisión como obra de arte, en principio convivial, se adulteró por medio de la tecnología logrando la propulsión de las corporalidades por fuera del espacio teatral, que luego comulgaron virtualmente con el público por medio del video como recurso expresivo y deconstructivo.

A escala estética Higiene resonaba primordialmente con los postulados del teatro posdramático de Hans Lehmann (1999) en lo referente a desafiar al texto teatral para salir a la búsqueda de un teatro de estados, antes que un teatro de sentidos, que irrumpa con el dispositivo de los personajes, sin prescindir de ellos; y buscando el cuestionamiento de las expectativas del teatro (como disciplina) desde el teatro mismo, por medio de la implementación de elementos multimediales para trasegar el acontecimiento escénico hacia una práctica escénica expandida por fuera del predio mismo del convivio teatral, alterándolo en términos de la presencia (extendiendo la fisicidad de los cuerpos de los actores por medio de la cámara). Esto ofreció la oportunidad de reformular el alcance de la mirada de la audiencia (que vigilaba a los actores por medio del video, incluso si ellos salían de la escena).

Respecto de la deconstrucción del arte de la escena como acontecimiento convivial, o al menos para controvertir este aspecto por medio de la tecnología, se empleó la noción de la parergonalidad de Jacques Derrida como la sustancia que habilita y sostiene el aparecimiento de la obra de arte como una centralidad que delimita sus contornos.

Cuando hablamos de parergonalidad en términos derridianos (en oposición a la noción kantiana) se comprenden todos los elementos liminales al acontecimiento artístico: encuadramientos físicos como el marco en pintura o enmarcaciones mentales como las connotaciones que operan sobre el espacio de representación y que contienen un “potencial significador de valor encuadrando efectivamente la performancia incluso antes de que esta siquiera comience” (McAuley, 2010, p. 39). También se cuentan dentro del parergon toda la serie de elementos que, siendo aparentemente externos a la obra de arte (ergon) no dejan de operar en ella —explicaciones curatoriales, validación institucional y/o museográfica, fenómenos del lenguaje, materiales desechados o excluidos, conocimiento previo del trabajo o estética del grupo teatral y/o del autor o dramaturgo—, así como toda la serie de enmarcaciones que la audiencia hace respecto de lo que está observando para categorizarlo como un acontecimiento extracotidiano.

Extrapolando este entendimiento teórico sobre la parergonalidad o periferia en el arte de la escena, los actores de Higiene se embarcaron en un tránsito circular alrededor de toda la manzana de la Ciudadela Universitaria, que cerca al Teatro de la Facultad de Artes de la Universidad Central, sin desconectarse nunca de su audiencia, a quien se le permitió ser parte gracias a recursos multimedia y de tecnología desde dentro del lugar de representación. Así, subidos en un vehículo Lada color blanco, los dos actores del reparto registrados por una cámara de video, circunvalaron el espacio de representación, delimitándolo, al tiempo que expandiéndolo, pues el público, desde dentro, miraba el afuera, en lo que podría entenderse como un rompimiento brechtiano o una permutación entre la ficcionalidad y la realidad del acontecimiento teatral. El poder que este recurso dio a los actores/autores para alterar las posibilidades de la mirada de los espectadores permitió rever la noción de la presencia de esos cuerpos que gracias al video problematizaban el estar, cuando hay simultaneidad de tiempo, pero divergencia de lugar.

La intercesión de la imagen digital provocó que, en Higiene, el contorno se vuelva céntrico y lo parergonal cobre el sitio de lo ergonal, al tiempo que desestabilizaba al arte de la escena, dilatando sus alcances hasta alcanzar linderos solo permitodos por la tecnología, porque en la escena final de la obra, la trama principal era precisamente aquello que los actores ejecutaban por fuera del teatro. Durante el transcurso de las dos primeras escenas, se interpelaba a los performers/operadores sobre lo que hacían en la escena, desde un afuera (imágenes y textos grabados con antelación), que no terminaba de excluirse del adentro de la obra (por proyectarse en el marco de la misma); pues ahí donde la membrana del arte parecería estar por fracturarse, volvía a recomponerse fagocitando más yardas de la realidad, que estaban a la espera de ser incorporadas al acontecimiento escénico, como si de solapas dobladas se tratasen.

Por encima de la resonancia estética que tuvo Higiene como obra de arte, la importancia que figura más relevante para mí es la de ofrecer evidencia de cómo el conocimiento no necesariamente es algo inmaterial, descorporeizado e intelectual; por el contrario, usando los conceptos de Derrida (descentralización, parergonalidad y deconstrucción) como sustitutos del drama teatral, se empataron reflexión teórica y realización, transformando a la filosofía en presencia, en cuerpo y en movimiento, en un tiempo y espacio concretos. Esta experiencia, es honestamente más bien marginal, porque el conocimiento, desde la perspectiva dominante, es algo que se piensa y no algo que se hace con el cuerpo.

Si se propone rastrear esta subestimación de la fisicidad, es imposible obviar la influencia del paradigma del cristianismo y la construcción de la imagen del cuerpo como una repulsiva máquina productora de deseos e impulsos. La institución eclesiástica, siempre abogó por una aproximación a la verdad por medio del amilanamiento de la corporalidad; una iluminación inmaterial, que luego cobraría el nombre de cogito, ya en términos cartesianos y terminada la Edad Media. El gran filósofo que inauguró la modernidad supo convertir al cuerpo en un ente todavía más ajeno, con la construcción de su máxima “Pienso, luego existo”. No solo que le otorgó una primacía a la actividad intelectiva, sino que René Descartes erigió a la “máquina cogitativa” como la condición de comprobación existencial del sujeto. Más tarde, y sin que resulte una sorpresa para nadie, los precursores de la ilustración francesa apostaron por la razón como la herramienta de disipación de las tinieblas de la ignorancia. La era de la razón laica perpetuó esta línea de amortiguamiento del cuerpo de los sujetos pensantes como requisito para corroborar la asepsia de la episteme producida sin el empañamiento de los sentidos de la percepción.

Afortunadamente, se cuentan también, varios ejemplos que destruyen el mentado binarismo entre el hacer y el pensar, pues, desde la teoría del fenómeno óptico, ya se ha reflexionado sobre cómo los órganos de los sentidos, por ejemplo, el globo ocular, ejercen labores intelectivas y de discernimiento por sí mismas: “Nuestro sistema visual obra por construcción. La imagen retiniana se reconstruye a través del complejo proceso neuronal reconociendo determinados preceptos, unidades elementales de nuestra percepción de objetos y espacios, tales como un borde, una línea, un segmento, un ángulo” (Sirlin, 2005, p. 43). Esto explica cómo unidades de información básicas alojadas en las células encargadas de la recepción de la luminosidad, permiten discernir sin la intercesión del cerebro. De la misma forma, y también ratificando la posibilidad de pensar no solo desde el cerebro, Rudolph Arnheim, en su texto Pensamiento visual (1985), detalla el exceso de esfuerzo que sería para el organismo remitir cada ración de información al cerebro primero para que este ejecute la labor de juicio, por lo que demuestra, a partir de estudios con anfibios, como el ojo se va entrenando, gracias a las experiencias previas (que sí fueron procesadas por el cerebro) para captar determinados estímulos lumínicos y se excusa de procesar otros que la práctica ha revelado como innecesarios (sin que haga falta la ratificación de la mente para cada nueva ocasión). Entonces “cada uno ve lo que sabe” (Munari, 2016, p. 20).

Pero ¿qué connotaciones derivan de desmantelar la creencia ortodoxa de que solo se piensa desde la razón y de que el cuerpo solo puede tergiversar los alcances del pensamiento? Se arribaría a la noción del acontecimiento de arte como la escenificación de un conocimiento, como el esparcimiento de la dimensión no discursiva, sino material del conocimiento, más específicamente. En otras palabras, un acontecimiento de importancia epistemológica, y no solo estética, pues, en la aplicación de lo revisado, estaríamos ante la producción de un conocimiento hecho desde la integración de la mente y el cuerpo y no desde la consabida apuesta por la escisión de ambos. En el caso de Higiene, el conocimiento y profundización de conceptos de la filosofía de Derrida, devinieron no solo en discursos o inspiraciones para la construcción de la obra, sino que fueron extrapolados genuinamente hasta que se volvieron carne, espacio y juego. La parergonalidad obligó a actores y espectadores a aventurarse hacia los límites espaciales del acontecimiento artístico que se configuró; la descentralización permitió reenfocar el énfasis por sobre las acciones que ocurrían paradógicamente, por fuera de la escena; y la deconstrucción obligó a los participantes de la obra a comulgar en una nueva convención de lo que implica el fenómeno de la presencia en el contexto teatral.

El elemento vivo del acontecimiento escénico se puso en diálogo con la imagen que proyectada, reproducida, invocada y complementaria, interpelaba y recogía lo que quedaba en los límites de su convivialidad, estructurando una poiesis que no emanaba de un texto dramatúrgico, sino más bien de la filosofía. Esto devino en un simulacro y una escenificación de unos conceptos que demandaban ser territorializados y actualizados de manera dialéctica con unos sujetos reales y vivos que puedan insuflar a la teoría una vitalidad tan tangible como fungible; corroborando la posibilidad de que tanto actores como espectadores transiten por un conocimiento que tiene imbricado en sí mismo un drama y un conflicto que el arte de la escena puede desplegar y explorar por medio de la contundente simultaneidad de las presencias y materiales que convocan a los participantes en su totalidad, extinguiendo, por el instante de la representación, la fragmentación, el diferimiento y la descorporeización en el aprendizaje.

Referencias bibliográficas

Arnheim, R.
(1985). Pensamiento visual. Buenos Aires: Paidós.

Derrida, J.
(1968, 3 de septiembre). La Différance. Bulletin de la Société française de philosophie. 62(3). 45-99

Lehman, H.
(1999). Teatro posdramático. Frankfurt: Cendeac.

Levi-Strauss, C.
(1988). El pensamiento salvaje. México DF: Fondo de Cultura Económica.

Lotman, I.
(1996). La semiósfera. Madrid: Cátedra.

McAuley, G.
(2000). Space in Performance: Making Meaning in The Theatre. Michigan: University of Michigan Press.

Munari, B.
(2016). Diseño y comunicación visual. Barcelona: Gustavo Gili.

Sirlin, E.
(2006). La luz en el teatro. Manual de iluminación. Buenos Aires: Atuel.