Culebra cascabel: horadar en el sonido hasta que emerja el teatro

Todas la imágenes de este artículo son de Alisa Pincay y Mathias Pecot.

Antecedentes

Desde inicios de 2017, el artista guayaquileño Manuel Larrea ha articulado un proyecto de comunidad de improvisación sonora denominado Culebra Cascabel. Su génesis fue la reunión de una quincena de personas que, alrededor de tres años antes de que se configurara este proyecto, implementaron una versión libre de Cobra, esa especie de juego / acto de creación en vivo concebido por el artista estadounidense John Zorn en la década de los ochenta.

El juego al que aludió dicho proyecto en su génesis se basa en el manejo de una serie de tarjetas que contienen pistas que disparan la improvisación en vivo.  Alguien que hace las veces de apuntador en esa práctica es el encargado de elegir aleatoriamente las tarjetas mencionadas: las muestra a los jugadores / músicos y estas, a su vez, funcionan como elementos disparadores que propician el enjambre sonoro. Cabe señalar que de este modo se crea un intercambio que pone en tensión el sistema de notación musical dominante, para ir hacia una modalidad que provoca una decodificación abierta, subjetiva, múltiple.

La conjunción entre el estado de alerta, la escucha activa, la capacidad de traducir las señales de las tarjetas en sonido, la disponibilidad de poner la técnica al servicio de ese acto (tanto en un gesto individual como para propiciar una trama grupal), la sensibilidad para transformar la energía vital en ese estado de encuentro, para crear sensaciones otras, para hacer de la improvisación un juego en serio y complejo (en su más honda acepción del término), que están en la base de Cobra, entroncaban de manera íntima con ciertas preguntas que Manuel se había venido haciendo en el decurso de su actividad artística.

Poco a poco, los principios que estaban en el juego de Zorn se fueron alterando hasta que Culebra se constituyó como un corpus con autonomía de sentido en movimiento, solo con un ligero guiño a aquello que lo detonó. El grupo inicial que hacía parte de este ensamble se fue reduciendo. Hasta la fecha de entrega de este texto, han quedado cuatro personas como parte del mismo.

En sentido estricto, solo hay un músico en escena, el director de este colectivo, cuyo instrumento base es el piano; además están: María Coba, actriz, performera, estudiosa de prácticas somáticas y deportivas; Ángela Arboleda, narradora oral, escritora, estudiante permanente de danza flamenca; y Jorge ‘Chícaro’ Cevallos, diseñador informático con estudios de violín. El ensamble se define a sí mismo como un grupo de experimentación que busca romper esquemas de diferentes disciplinas escénicas para disfrutar de un ejercicio de libertad y de sensibilización colectiva a través de la improvisación.

Del manejo de cartas que Cobra proponía, Manuel pasó a dar ciertas indicaciones breves en vivo. Posteriormente, de dividir en secciones de improvisación sus presentaciones, con premisas clave, se pasó a generar un acto, un solo aliento, sin acotación alguna… Y así lo que antes era visible empezó a quedar por debajo de lo que ahora está en la epidermis de sus funciones o, simplemente, ha mutado en otra cosa.

Este texto intenta desentrañar algunas cuestiones del proyecto mencionado, ponerlas inicialmente en el contexto de una lectura sobre la trayectoria de investigación-creación de Manuel Larrea y, a partir de ahí, ensayar una reflexión a varios niveles que puede ser desplazada al ámbito de las prácticas de la escena hoy, poniendo en su médula el vínculo con lo musical. Esto, porque se trata de un grupo de improvisación sonora que comprende la complejidad corporal implicada en dicho acto, la escritura-ensamblaje en el espacio con materialidades diversas (una suerte de compleja dramaturgia in vivo) y, además, muestra cómo los agenciamientos de diversa especie provocan la emergencia del acontecimiento escénico.

Si el teatro (entendido como matriz de las artes escénicas), desde la modernidad, se ha erigido textocéntricamente, para activar una experiencia que permita dar cuenta de lo que este arte propone desde la etimología de teatro: (theatron): lugar para contemplar, pensar el teatro desde las posibilidades que el sonido le abre, como diría Patrice Pavis (2016, p. 325) “un descubrimiento inaudito, inesperado, porque siempre se había oído decir que el teatro era visual, como la puesta en escena, considerada la coronación de la teatralidad occidental”. Tal autor añade: “Si la dimensión sonora tenía un lugar allí, esta estaba siempre al servicio de un dispositivo visual y narrativo” (Pavis, 2016, p. 325).

El trabajo del colectivo aquí analizado nos pone frente a una posibilidad de volcarnos a una experiencia teatral, configurada y abierta en lo aural-visual, sobre la base de la potencia de los gestos que se abren en el ejercicio de escucharse-actuar-tejer en presente.

Sobre la genealogía escénica de Manuel Larrea

Para el especial que la revista de artes escénicas El Apuntador sacó en diciembre de 2013, la directora de tal publicación me solicitó identificar la obra teatral o de danza que, a mi criterio, pudiese catalogarse como la más importante —por cómo interpelaba a su campo— presentada durante ese año en mi ciudad natal y de trabajo, Guayaquil. Rápidamente sostuve que aquella pieza que podía responder a la consigna dada era una realizada por Manuel Larrea. Sin que él haya concebido su proyecto en clave de las artes escénicas, para mí era claro que las preguntas que él se hacía desde la creación musical interpelaban al teatro y la danza de una manera mucho más contundentemente experimental y rigurosa que el modo en que lo habían hecho quienes habían erigido deliberadamente su trabajo en tales ámbitos en aquel momento.

Para dicha pieza, Manuel comenzó montado en su bicicleta. Pedaleaba alrededor del piano mientras iba narrando unos textos que ya no recuerdo claramente de qué trataban: imágenes cotidianas, pensamientos sueltos, anotaciones sobre algunas cosas vistas y recordadas. Luego se sentó al pie de su instrumento y lo que sucedió luego fue una suerte de —como alcancé a decir en esa ocasión— un “relato largo visto/narrado/expuesto desde varias perspectivas. Una escena con muchísimos actores que entraban y salían y se entregaban —como en posta— el protagonismo. En su música hay carne, hay estados de ánimo, hay sudor y hay mucha risa” (Díaz, 2013, p. 167).

Ese, sin embargo, no ha sido el único trabajo en el que ha evidenciado una impronta teatral o unas preocupaciones emparentadas con tal lenguaje. En otra ocasión, Manuel articuló un diálogo (en el marco de una plataforma que había inventado para generar conversaciones con artistas, sobre todo músicos) para abordar los puntos de encuentro-tensión entre el músico John Cage y el bailarín Merce Cunningham. En realidad, lo que estaba detrás era un interés fecundo en pensar los vínculos entre sonido y movimiento que los artistas abordados sugerían. Así también, cómo ellos mismos habían desbordado las disciplinas desde las que constituían su práctica hasta hallar una zona intermedia entre cada uno de sus lenguajes y manifestar así lo arbitrario de las fronteras entre ellos. Al final, como ha sucedido con Culebra, en la conversación, desaparecieron los personajes y quedaron desnudas las preocupaciones para activar el pensamiento desde ahí. Lo que obsesionaba a Manuel, me atrevo a leer (y hasta ahora parece ser así), era el observar qué de movimiento tiene el sonido, qué del campo sonoro se sostiene desde el gesto, cómo el silencio incide en los cuerpos, en las relaciones que se tejen.

Otro ejemplo de su andar que me interesa poner en relación con Culebra Cascabel, para tener más insumos de pensamiento sobre los puentes que traza entre universo sonoro y teatral, es su proyecto —también de 2017— llamado Sinfronia, que consistió en generar una especie de escultura muy simple armada con una lámina metálica, mediante un ejercicio de generación de pliegues en ella, inspirado en la técnica de la papiroflexia. A través de una circuitería básica, una antena que captaba el campo magnético conectada al objeto con unos transductores, una consola, una laptop y un poco de agua en una lavacara, Sinfronia recibía una inyección de ‘vida’. Lo que acontecía era un proceso de interacción cuerpo a cuerpo: el del artista junto a este otro, el de Sinfronia; y, a partir de ello, la emergencia de un lenguaje en la insistencia de ese contacto. Un procedimiento para horadar en lo desconocido; un proyecto para pensar en dónde se suscita la vida, la potencia de los objetos, las formas inusitadas de vínculos que pueden crearse.

Si hago el repaso por esos ejemplos, aleatoriamente, es para remarcar que es notorio que las preguntas que están en la génesis de los proyectos de Manuel no pertenecen estrictamente al campo de la música como lo entiende la tradición disciplinar. Quizá podría decir que corresponden a la amplia dimensión del universo sonoro y, por ende, a la investigación profunda sobre el acto de escuchar. Como lo que se escucha no es algo que se reduce a lo captado por el oído, sino que tiene que ver con el efecto de rebote-resonancia que produce el choque de un cuerpo sobre otro, el interés de Manuel ha estado puesto en indagar cómo los cuerpos reaccionan, cómo constituyen esa escucha, cómo responden a una educación determinada relativa a este sentido, cómo poner en crisis la selectividad de ese acto que la educación auditiva ha configurado y cómo, a partir de esa conciencia e indagación, puede desmontarse, precisarse, expandirse, transformarse dicho ejercicio sensorial.

Por ello, probablemente, en esa investigación, su trabajo se desplegó hacia unos cuestionamientos que lo llevaron aparentemente más lejos de la música como disciplina, pero para estar más dentro, más cerca, más íntimamente en las bases de sus inquietaciones hondas, que se vuelven expresas a través del sonido y sus diálogos e hibridaciones con otros campos.

Su trabajo lo ha conducido a desmenuzar qué es lo que el cuerpo activa en el acto de escuchar, cómo este se dispone, qué posibilidades tiene para insistir en formas diversas de hacerlo y también qué capacidades puede activar para generar respuestas a todo ello, desde el mismo ámbito sonoro, entendido en una versión expandida.

Su experimentación da cuenta de la importancia de los gestos, del reconocimiento de cómo vibran los objetos con los que constituimos nuestros ecosistemas cotidianos y cómo pueden ellos estar al servicio de la construcción de campos sonoros nuevos, tras generar unas tácticas de reorganización diversa, que —en consecuencia— plantean y reorganizan también, las maneras de relación con todo. Es decir, su investigación trata de la configuración de una semiosis auditiva en constante movimiento y que desnuda la fisicalidad implícita en su propio ejercicio.

Culebra Cascabel: dramaturgia colectiva sonoro-teatral in vivo

Culebra Cascabel hace un quiebre en la trayectoria de Manuel Larrea por algo clave ya dicho en párrafos anteriores: la cuestión de la colectividad que ha dado pie a un ensayo permanente de creación en y de comunidad. Este proyecto de sonido en el campo expandido, de composición armada en la improvisación del entramado entre música y gesto, de dramaturgia sonora in vivo1 está erigido con otras personas. Antes de este proyecto, la indagación en la fuerza del relato, en las escenas cotidianas, en la afectación del cuerpo al enfrentarse a un instrumento, en cómo el cuerpo —su peso, sus articulaciones, sus fragilidades, sus agotamientos que incidían en el modo de componer e interpretar— estaban constreñidos a una experiencia que se encarnaba en él y se traducían principalmente en sonido, con unos visos de elementos de otros lenguajes. Es cierto que Manuel ya había hecho música para otros y, en consonancia, con sus lenguajes: había colaborado en proyectos de cine, danza, teatro… La diferencia con este proceso, sin embargo, estriba en el desplazamiento de generar una relación subordinada de la música frente a otro campo, hacia la disposición de desarrollar estados de encuentro, polinización, contaminación, con otros, en una relación en presente y copresencia, y —por ende— con los respectivos lenguajes que esos otros llevan consigo.

Las preocupaciones y experimentaciones que se manifestaban a través de su universo sonoro singular, ahora están repartidas entre todos los miembros del ensamble y multiplicadas por cada uno de ellos: enfatizadas, desviadas, transformadas de modos particulares que han permitido también ver cómo se habilitan puntos de fuga.

Durante el curso de 2018, el ensamble ofreció funciones cada mes, a partir del mes de junio. Como espectadora, puedo decir que se trata de una experiencia que hace que uno se conecte con el presente puro, que lo abre. No hay cómo evadirse porque hay una exigencia multisensorial que el grupo provoca en cada presentación. Sin embargo, una vez terminada cada función, percibo que nociones como presencia, encuentro, dramaturgia, montaje, escucha, disciplina (desdibujamiento disciplinar; in-inter-trans-disciplina, expansión, etc.), espectador, espacio, movimiento, entre otras, que están ahí, mostrándose ante nosotros, no pueden tener el mismo sentido, no pueden ser nombradas de la misma forma, porque este proyecto las disloca, las descompone, las colma de otras sustancias que las hacen cambiar de consistencia.

Por el modo en el que se va tramando el acto en vivo es imposible, asimismo, sostener que lo visto se puede leer como un mero producto artístico, sino como un espacio que se abre para generar una investigación en presente y en copresencia; es decir, un laboratorio de ensayo-error-diferencia con un público que está en permanente movimiento por el espacio y cuyo andar también afecta el todo.

El trabajo, en las presentaciones que ha hecho, provoca que uno —en tanto espectador/a— perciba que está ante un segundo momento de investigación en laboratorio. Digo esto porque es evidente, por el rigor y el cuidado de su indagación, que una primera instancia de exploración y estudio le antecede a la vista, y debe ser la que se da en una fase de reuniones intragrupo. Me atrevo a afirmar aquello por cómo cada uno de los integrantes muestra el conocimiento y la familiaridad con los materiales que utiliza, hasta constituir un lenguaje que trae a la escena para comenzar el ejercicio de comunidad.

Asimismo, me interesa resaltar cómo este acto en vivo muestra no solo lo que lo antecede, como acabo de referir, sino que va tejiendo en su hacer una promesa de transformación de sí mismo hacia el futuro. Cada una de las presentaciones da el impulso para la creación de nuevos gérmenes, de variaciones pequeñas pero contundentes que mantienen vivo a este corpus; y que quien es espectador habitual de este trabajo, con un poco de agudeza, en las siguientes funciones puede detectar esos influjos de lo incubado en la versión anterior de su puesta en escena.

De ese modo, Culebra Cascabel no solo permite mostrar aquella verdad de perogrullo que indica que toda improvisación alumbra siempre lo nuevo, sino que, como diría Marie Bardet (2010, p. 138), “teje evidentemente un lazo singular con el presente”, pues lo dota de espesura o la hace evidente en su riqueza. A lo que me atrevo a añadir que ese vínculo con el presente también lleva consigo implícito un compromiso de activación de memoria y almacenamiento de lo que se genera en el instante mismo en que se produce, para convertir lo hallado en material de uso próximo; el cuerpo, así, mientras improvisa, entrena su capacidad de volverse dispositivo de registro de lo inmaterial y efímero...

Los hallazgos en las improvisaciones, siguiendo la línea de lo precedente, se convierten en parte de los objetos que, en el agenciamiento con otros que ya forman parte del acervo individual de cada uno de los integrantes, provocan en la grupalidad el trazado de caminos nuevos, el advenimiento de matices pequeños o grandes que van haciendo andar al proyecto hacia zonas misteriosas y reveladoras para la misma maquinaria. Así, más radicalmente que en otras formas de escena, lo mostrado siempre es diferencia de una repetición en la que se insiste.

Acentuar los actos de escucha. Trazar personajes

Una de las cuestiones que me asalta al asistir a las funciones de Culebra Cascabel es el pensar qué implica la escucha en cada uno de los integrantes de este grupo y cómo se prepara cada uno de ellos, para ejercer una presencia viva y disponible en el ensamblaje escénico, para constituir este estado que abren.

Al observarlos pienso, en principio, en una obviedad: la escucha es un acto singular, porque cada cuerpo, con sus particularidades, sus deseos, sus aprendizajes, sus filiaciones sensibles (se) abre (a) la escucha de un modo preciso. Reflexiono, también, en que cada una de esas escuchas se dispone de un modo particular por el atravesamiento que cada sujeto ha tenido por ciertos lenguajes desde los ha erigido su trayectoria creativa.

Es indudable, por ejemplo, que alguien que viene del campo deportivo y de las prácticas somáticas (María Coba) no oye del mismo modo que alguien que viene del campo de la narración oral (Ángela Arboleda). Cada una ha elegido un modo de mundo que les ha arrojado unas sonoridades peculiares con las que se han forjado a sí mismas y han desarrollado de un modo particular el sentido de la audición.

Por otro lado, reparo en que hay una metodología de investigación-creación articulada en este ensamble que resulta verdaderamente eficaz y consiste en que cada uno de los miembros del equipo ha constituido un espacio delimitado de indagación desde el que acciona. Ese lugar lo dibuja un pequeño ecosistema personal sonoro que va siendo repasado, indagado, desmenuzado y transformando en su puesta en uso. Se trata de un ejercicio escenográfico, articulado por cada uno de los integrantes, que parecería —en un primer vistazo— corresponder al orden más estricto del paradigma representacional y que le permite a cada uno erigirse como personajes muy delimitados y claros, lo que parecería estar lejos de un ejercicio que es netamente experimental y que se ubica a distancia de tradiciones conservadoras.

Por ejemplo, Ángela Arboleda suele estar parada sobre un pequeño tablao —en reminiscencia a los de la tradición flamenca—; además, calza zapatos de danza flamenca, tiene unas castañuelas y un chal. En su perímetro, también existe una canasta con libros, un cajón de percusión y ha incorporado un juguete: un pollito que se mueve al darle cuerda. Lo que hace sonoramente tiene que ver con el ejercicio de relaciones que se da en la mezcla de esas materialidades.

Jorge Cevallos está de pie con un sintetizador, un ordenador, un violín y un amplificador. Experimenta diseños sonoros, juega con tesituras diversas, con cosas que van de lo clásico a lo popular-electrónico. Irrumpe lo digital con lo que emerge de su violín. Lo ejecuta a veces como es lo habitual: frotando su arco contra las cuerdas; y otras veces hace juegos con la técnica del pizzicato, genera ruidos, explora la dimensión percutiva del instrumento.

Manuel Larrea, por su parte, tiene su piano eléctrico, un taburete, un paño, un amplificador. A veces genera veladuras al sonido del piano, experimenta cómo suena su cuerpo en el encuentro con el taburete, devanea entre cables, piensa en voz alta (juega con su timbre, con repeticiones de palabras), a ratos vuelve a tocar su instrumento en el sentido más convencional del término: emergen armonías, melodías, también disonancias...
Finalmente, María Coba tiene un gimnasio radial armado, articulado por un dispositivo que tiene colgada una pera de boxeo. También cuenta con un micrófono, un reloj-cronómetro, unos papeles, un parlante, un amplificador, un libro, una radio… El sonido de su cuerpo en movimiento, su jadeo, los golpes de las cosas, las texturas sonoras de la radio que activa perfilan su universo.

La eficacia de estos universos que levantan estos personajes está en que no tienen como objetivo, a mi criterio, el sostenerse a sí mismos y que uno genere unas identificaciones precisas en términos del teatro representacional (quiénes son estos personajes, a dónde van, de dónde vienen). Evidentemente, unas narrativas y unos perfiles pueden delinearse, pero lo que interesa más —a mi criterio— es cómo cada persona que les da vida puede indagar hondamente, justamente gracias a ellos, en lo que me atrevo a llamar el árbol genealógico del propio lenguaje que utiliza para comunicarse.

Así, por ejemplo, Ángela Arboleda, a través de su personaje, crea unas situaciones precisas que afinan de determinado modo la improvisación. Sin embargo, el fin de estas situaciones no se concentra en sí mismas; es decir, si uno está atento a sus sentidos, es notorio que no se trata de ver cuán buena es en tanto narradora-bailaora Ángela, cuánto funciona la ficción que ella llama “Tablao Hablao”. Se trata, por el contrario, de que a través de esa búsqueda precisa que alza desde el pequeño dispositivo que se ha armado pueda desentrañar las probabilidades que abre el vocabulario del flamenco y cómo eso se encarna en/desde ella; así como una especie de léxico de la narración oral, de la literatura en general, y cómo esto se materializa en su grano de la voz (y en sus experimentaciones), en lo que hace de su cuerpo un material único y a la vez portador de lo múltiple.

Lo que parece, entonces, un ejercicio de representación, no es más que un pretexto para horadar en el lenguaje y lanzarse a tejidos insospechados. La representación en su propio ejercicio, estalla. El personaje permite que lo que se revele sea la persona insistiendo en su lenguaje, indagándolo, desmenuzándolo, usando la ficción para ello, oyendo por debajo de lo que pensó ya haber oído de él. Además, esos ecosistemas singulares, a su vez, van desdibujándose en el momento en que empiezan a constituir una geografía mayor. Esa macrogeografía se genera en la interpelación que cada quien va teniendo por los paisajes, por las fuerzas de los elementos de cada uno de los bios que constituyen los integrantes del grupo.

Hay, por ende, varias operaciones de la escucha que se van levantando: la individual (que va mostrando su multiplicidad en ese horadar) y la grupal (que acoge a aquello múltiple). A veces, además, se crean microsistemas entre dos, entre tres, o entre todos los integrantes, de manera aleatoria, lo que va generando formas diferentes de estar juntos, de generar focos de sonoridad hacia los que se dirigen los sentidos. Así, se muestran pequeñas complicidades insólitas que transforman el espacio subjetivo constantemente.
La idea de comunidad, de ese modo, poco a poco se va tejiendo, va provocándose casi de modo mágico. Es una idea de comunidad que está constituida, en cierto nivel, por los personajes; en otro, por las personas; y en otro, por los lenguajes. Poco a poco cada uno de los participantes va desterritorializándose y se suscita la apertura de territorios temporales nuevos, con modos de comunicación también originales. Los objetos que, en un momento, tienen un sentido y un sonido, van descubriendo otros en la escucha que se inaugura. De ese modo, va articulándose una lengua común, lengua desconocida, lengua nueva desde las que sí se puede habilitar un habla que escapa al orden de las cosas, que es capaz de inaugurar su sentido en el instante mismo del acontecimiento, de hacer el acontecimiento.

Quienes hacen presencia en escena, entonces, la constituyen las personas-personajes y también los objetos que cobran vida en cada hazaña de improvisación. También hacen presencia los sonidos, que llaman al gesto, al movimiento. Y son los gestos-sonidos, los que inauguran relaciones, vínculos: una dramaturgia que se va manifestando y va provocando que cada espectador escoja por dónde se monta a ella, por dónde la completa, por dónde logra instaurarse a sí mismo.

Ya habría dicho el filósofo francés Jean-Luc Nancy (2009, p. 53): “La escucha (se) abre a la resonancia, que la resonancia (se) abre al sí mismo: es decir que abre a la vez a sí (al cuerpo resonante, a su vibración) y al sí mismo (al ser en cuanto su ser se pone en juego por sí mismo)”.

Es curioso que mientras este proceso se produce, se propicia también un tiempo por fuera del tiempo cotidiano, pero que ocupa una especie de cronometría precisa. Se trata de las variantes del pulso, del ritmo, dentro de la longitud del acto de improvisación. Cada función dura alrededor de 50 minutos y eso revela que, entonces, la escucha sigue desplegando zonas de acopio a ese sentido: se oyen los objetos, las personas, los personajes, los lenguajes, las lenguas nuevas, los cuerpos, pero también se genera una escucha interior del tiempo, de la duración que el marco permite.

Otra de las cuestiones fundamentales es que el proyecto abre también un momento donde se juega profundamente la presencia. Quienes asistimos como público estamos invitados a deambular por el espacio mientras la improvisación acontece. Eso, por un lado, impele a una actividad que implica enfocar la escucha donde cada cuerpo siente el llamado. Cada quien se desplaza y va hacia donde su escucha (audición hecha con todo el cuerpo, porque son los cuerpos los que suenan) lo llama. Con esa elección deja de poner la atención en un determinado lugar y elige poner en primer plano de su audición a un determinado personaje y su ensamblaje, si bien es cierto que continúa escuchando el todo. Por otro lado, también esa movilización del púbico, esas proximidades, eso que escoge, increpa al artista a estar a la escucha del movimiento de los espectadores por la sala. Y lo empuja a buscar tácticas para activar otros tránsitos y, por ende, otros modos de hacer conexiones: un acto de seducción se provoca y provoca al espacio a mutar y activar, a su vez, nuevas estrategias para expresar su propia erótica.

La radicalidad de la presencia del otro para tejer la comunidad

El modo en que está articulado el ensamble impide que cada uno de los miembros pueda esconderse detrás del otro. El entramado hace que cada uno se vuelva visible-audible y esté atado al compromiso con la escucha, con los cuerpos, con el presente, con la expansión del campo sonoro, con activar unos insumos para una dramaturgia que se teje en una temporalidad establecida con el espectador para generar tránsitos diversos, para desterritorializarlo al tiempo que se desterritorializa. Sin embargo, hay una capa adicional que ha sumado Culebra Cascabel que vuelve aún mucho más complejo el ejercicio que este proceso plantea. Se trata de invitar a alguien que no pertenece a su comunidad original a habitar ese espacio-tiempo de improvisación en vivo.

Este nuevo insumo, a su vez, responde a un guiño de la macrocomunidad en la que se inscribe el grupo, la ciudad de Guayaquil. En uno de los correos electrónicos de difusión de Culebra, se hace explícita esta referencia, correspondiente al uso irreverente del artículo 26 de la Ordenanza Municipal que regula el sistema de participación ciudadana, que toma el director del grupo:

Las sesiones de los gobiernos autónomos descentralizados son públicas y en ellas habrá una silla vacía que será ocupada por un representante de la ciudadanía, con el propósito de participar en el debate y en la toma de decisiones en asuntos de interés general, que sean competencia de resolver por el Concejo Municipal y que consten expresamente en la convocatoria del orden del día correspondiente, que deberá ser publicada en la página web: www.guayaquil.gob.ec. (Larrea, 2018)

Tomando esto como referencia, Culebra ha invitado a distintas personas a ser parte de su experiencia de trama sonora. Claro está, el grupo previamente se aproxima a la persona, se relaciona con su lenguaje, intenta escuchar de qué está constituido y cómo puede constituir respuestas sensibles a él.

En el primer ejercicio de esta naturaleza, se invitó a una ilustradora, Alicia Pincay, que, dibujó en vivo, increpada por lo visto-escuchado-sentido; su desplazamiento también provocó que los miembros regulares del ensamble estén atentos a sus movimientos, recorridos, trazos. En un segundo momento, se invitó a una costurera, Elena Sánchez, quien, en los 50 minutos de improvisación, cosió un vestido. El sonido de la máquina, sus gestos, el proceso de confeccionar la ropa invitaron al ensamble a radicalizar su ejercicio de escucha, con un lenguaje que no está en el espacio de las artes.

Estas invitaciones a “ocupar la silla vacía” manifiestan varias cuestiones que complejizan este trabajo y abocan a pensar más insistentemente en los modos de producción escénica hoy:

  1. Una comunidad se desenvuelve con la susceptibilidad latente de que pierda sus códigos de uso básico. Y, con ello, está impelida a ir a la búsqueda de nuevos, para preservarse vital.
  2. Un integrante nuevo en una comunidad provoca un movimiento en las bases de la misma: hace que los códigos de comunicación se pongan en crisis, se eliminen, agoten, o —bien— se transformen, se multipliquen.
  3. Hacer/estar en comunidad implica un ejercicio constante de observación y escucha agudizadas.
  4. El juego de la improvisación no implica solo generar posibilidades nuevas de creación en tiempo presente y vivo, sino también incorporar elementos/presencias nuevas que ponen de manifiesto más contundentemente la extrañeza de generar esta práctica.
  5. Hay un ejercicio de desplazamiento del poder con respecto a quién está capacitado para generar una experiencia estética en escena: no se trata de desarrollar un proyecto con alguien que tenga formación artística, solamente, sino alguien que está en apertura para generar órdenes otros, que propicien espectros sensibles diversos.
     

Conclusiones

Lo anotado en estas páginas son solo intentos de poner en palabras algo que está permanentemente desbordando el lenguaje. Sin embargo, es posible referir que la contundencia del trabajo al que se alude se funda en un desplazamiento de los modos de relación determinados por las prácticas escénicas en sus marcos tradicionales, en función al lugar del sonido y de lo que este puede en y para la escena. Si históricamente la música en escena ha sido subsidiaria al hecho dramático, repensar el sitio del sonido en estas tramas provoca una interpelación a los modos de relación entre materiales para que el sentido despierte. Asimismo, pensar la dimensión sonora ligada y abierta desde el gesto, desde el cuerpo y no como algo que se monta sobre ellos, genera también desplazamientos de las políticas de configuración de las tramas de lo vivo. Ello, entonces, revela la capacidad que tiene este colectivo de inquietar el instante de convivio escénico al desplazar lo que otrora fue autoridad y volverlo alteridad, al tiempo de poner en la superficie algo que estaba debajo de ella. Así, los modos de ver, de percibir, de operar sentidos desde el lugar espectatorial se agitan, se interrogan, se agrietan, se deslizan del lugar del predominio logocéntrico hacia la experiencia de lo sensible.

El sonido en Culebra Cascabel despierta al teatro que, a su vez, invoca unas zonas antes dormidas del pensamiento, de la vida vibrante.

 

Referencias bibliográficas

Bardet, M.
(2010). Pensar con mover. Buenos Aires: Cactus.

Díaz, B.
(2013). Los archivos del (en) movimiento sonoro de Manuel Larrea. El Apuntador 55. http://bit.ly/34VsIZ1

Larrea, M.
(2018). Segunda sesión del Ensamble Culebra Cascabel [e-mail].

Nancy, J.
(2009). A la escucha. Madrid: Amarrortu.

Pavis, P.
(2016). Diccionario de la performance y del teatro contemporáneo. Ciudad de México: Paso de Gato.

    1. En la tradición textocéntrica teatral, a la que se aludió en párrafos anteriores, la dramaturgia se entiende como labor preescénica literario-dramática que provoca el surgimiento de la escena. Pensar la dramaturgia sonora QQQin vivoQQQ implica dos cuestiones: 1) Que la dramaturgia es una escritura que no se circunscribe al trabajo de inscripción con palabras de una fábula, sino al tejido que se genera en la puesta en relación de materialidades diversas que provocan la emergencia del sentido. En este caso, el agenciamiento de materiales se abre en la indagación del sonido. 2) Que esta dramaturgia generada por los sonidos (provocados por cuerpos) no preexiste a la escena sino que se suscita en tiempo real, en el decurso del trabajo vivo. Es decir, se opera y opera en el presente.