Nuestra danza: el laborioso ejercicio de nombrar(nos), imaginar(nos), bailar(nos)

 “El viaje a la memoria festiva es un viaje al interior mío, no es un viaje antropológico, fue un viaje a la memoria, donde quizá saldo varias cosas, el conflicto con mi identidad […] Pero realmente lo que implica el viaje a la memoria festiva es el inicio de mi danza más propia, más personal y yo quisiera creer y decir que también tiene que ver con que es una danza que nace aquí, que es ecuatoriana, que es andina, que es el páramo, que es indígena sin ser folclor, sino que es un sentido profundo, mío, de mi procedencia”. (Kléver Viera en Mora, 2015, p. 17)

En este artículo, quisiera reflexionar sobre los modos posibles de pensar la danza que se hace en Ecuador. ¿Nuestra danza es necesariamente una danza ecuatoriana? Si pensamos nuestra danza en estos términos, ponemos al centro de nuestras preguntas la idea de una identidad cultural nacional que se construye y expresa a través de esta práctica artística. ¿Podemos pensar una danza nuestra sin pensarla dentro del encuadre del Estado-nación? ¿Qué tipo de nosotrxs se construiría entonces? ¿Cómo eso afectaría la forma en que nos imaginamos, en que nos bailamos?

Empezaremos entonces preguntándonos sobre la categoría “danza ecuatoriana” y lo que significa. Más que buscar una definición concluyente, apoyándonos en el trabajo de Fernando Coronil (1996), cuestionaremos la construcción misma de esa categoría, ese espacio cultural y geográficamente distintivo que la diferenciaría y separaría de una danza colombiana, peruana, estadounidense o europea.

A continuación, vamos a indagar otras formas de pensarnos por fuera de las categorías analizadas. Para ello vamos a aproximarnos al trabajo de María Lugones (2003) y Doreen Massey (2012). De Lugones, vamos a concentrarnos en su entendimiento del mestizaje como impureza, como una forma de resistir al orden criticado por Coronil. De Masey, vamos a explicitar su mirada sobre el espacio como un punto de encuentro y no como un contenedor espacial con límites bien definidos.

Después de realizar este cuestionamiento teórico, revisitaremos la creación de El viaje a la memoria festiva (1989), de Kléver Viera. Más que analizar la obra en sí, intentaremos ver, con otros ojos, cómo el entramado en el que se sustentan estas danzas está atravesado por historicidades distintas; cómo estas danzas pueden ser del páramo, de Quito, de México y de Hamburgo, nutriéndose de un remolino de contradicciones no resueltas. Más que demarcar una territorialidad bien definida, estas danzas se abren en el cuestionamiento de su ser hacia un proceso de transformación que, en sí mismo, se resiste a ser apropiado por un discurso de construcción de una identidad nacional.

Repensando las categorías que definirían nuestra danza

En su artículo Beyond Occidentalism: Toward nonimperial geohistorical categories (Más allá del Occidentalismo: Hacia categorías geohistóricas no imperiales), Fernando Coronil analiza las categorías imperiales que ordenan una imaginación geográfica y su formación a través de relaciones desiguales de poder. Para este autor, el occidentalismo es un conjunto de prácticas representacionales creadas en el Occidente que lo conforman como el lugar del Yo, mientras que culturas no Occidentales aparecen como el lugar del Otro (Coronil, 1996, p. 52). La misma lógica que separa al Yo del Otro, y al Occidente del no-Occidente, separa al primer mundo del tercer mundo, la periferia del centro, el Norte del Sur, etc. Estas categorías, aunque aparezcan como definiendo entidades concretas e independientes que existen en sí mismas, son, para este autor, el producto de una historia particular —la historia de Occidente— que se ha otorgado el derecho de estructurar el mundo como una forma de establecer su hegemonía globalmente. La organización geopolítica del mundo en términos de Estados-nación es un producto de este proyecto que busca separar, clasificar y ordenar jerárquicamente.

Si ponemos en suspenso la obviedad de estas categorías y dejamos de suponerlas como verdades inmutables, ahistóricas, podemos observar cómo han sido construidas. Esa construcción se genera a través de, y consolida, relaciones de poder. Estas relaciones de poder son tanto más efectivas en cuanto ocultan esa construcción; presentan lo construido, incluyendo esas relaciones de poder, como algo dado, natural (Coronil, 1996, p. 56).

De forma importante, esta construcción crea divisiones que ocultan la relación íntima y constitutiva entre aquello que se presenta como separado; no hay norte sin sur, no hay riqueza (acumulación de capital) sin pobreza (explotación), no hay un primer mundo sin un tercer mundo. El resultado es “presentar como los atributos internos y separados de entidades cerradas lo que de hecho son los resultados históricos de pueblos conectados” (Coronil, 1996, p. 56, traducción propia).

Una crítica de estas categorías geohistóricas es importante puesto que son el producto de un conjunto de prácticas representacionales que “1) separan los componentes del mundo como unidades cerradas; 2) desagregan sus historias relacionales; 3) convierten diferencia en jerarquía; 4) naturalizan estas representaciones; y así 5) intervienen, aunque sea inconscientemente, en la reproducción de relaciones asimétricas de poder existentes” (Coronil 1996, p. 57, traducción propia).

En relación con la danza que se hace en Ecuador, seguir la crítica que propone Coronil implicaría no observarla como el producto de una historia interna —puramente ecuatoriana— que tendría atributos únicos y que se constituiría a través de la generación de una identidad autorreferencial. Más que buscar una danza ecuatoriana, nos veríamos invitados a entender las danzas que se hacen en Ecuador como el producto de historias compartidas con las danzas que se hacen en varios lugares, con escenas dancísticas con las que tienen relaciones no siempre explicitadas o distendidas. La tarea se convertiría entonces en entender qué corrientes, qué tradiciones han participado en la constitución de estas propuestas dancísticas y qué relaciones de poder han regido sus dinámicas.1

Siguiendo esta lógica, podemos empezar a entender las danzas que se hacen en este territorio como producto de mestizajes varios. Estos diversos entrecruzamientos de prácticas e historicidades no pueden ser contenidos por los límites del Estado-nación y mucho menos ser reducidos a una unidad homogénea. Esta forma de mestizaje es muy distinta por tanto de aquella que Manuel Espinosa Apolo (2000), en su libro Los mestizos ecuatorianos, identifica como la ideología del mestizaje.

La ideología del mestizaje presupone la síntesis de dos paradigmas culturales, uno occidental y otro andino. Esta concepción del mestizaje está asociada con el proyecto estatal de construir una identidad nacional homogénea; una identidad cultural que pueda abarcar la totalidad del territorio nacional y que pueda distinguirse de las de otros países. Entre los problemas de esta forma de entender el mestizaje tenemos la falta de atención prestada a la diversidad cultural del país y el subsecuente silenciamiento de grupos étnicos que resisten ser asimilados dentro del proyecto estatal del mestizaje.

Hablar de mestizaje como una síntesis de dos culturas distintas propone el aparecimiento de una categoría nueva dentro de una tipología preexistente. La ideología del mestizaje sigue y refuerza la lógica que Coronil critica. Lo mestizo, como una categoría más, se diferencia de lo blanco o europeo, de lo indígena o de lo negro y busca su lugar dentro de un orden social sin discutirlo. Lo mestizo, entendido en estos términos, es una categoría colonial que se presta fácilmente al proyecto de separar, clasificar y ordenar jerárquicamente.

Mestizaje como impureza, un ejercicio de resistencia al orden dominante

María Lugones nos ayuda a entender cómo la creación de una tipología basada en categorías puras —aparentemente independientes unas de otras e interiormente homogéneas— es un ejercicio de dominación. En el capítulo 6 de su libro Pilgrimages/Peregrinajes, Lugones observa de cerca cómo una imaginación característicamente moderna genera un orden de la realidad a través de la creación de categorías claramente definibles (hombre/mujer, heterosexual/homosexual, blanca/mestiza/indígena/negra). Cada una de estas categorías, para conseguir la pureza de su identidad interna, tiene que cumplir con dos requisitos: no estar contaminada por elementos característicos de otra categoría y ser internamente igual a sí misma. Toda experiencia, toda persona es presionada a ubicarse dentro del orden categorial que así se genera. La violencia de este proyecto reside en que toda persona o experiencia tiene que ser reducida a una u otra de estas categorías (si eres hombre, todo aquello de ti que no es de hombre, tiene que ser silenciado, ocultado) e internamente fragmentada, dividida en partes que puedan encajar en una u otra categoría (por un lado mujer, por otro lado homosexual, por otro lado indígena). La multiplicidad de nuestro ser (ni hombre ni mujer, ni europeo ni indígena) es reducida a unidades, a categorías clasificables y por tanto controlables: ¡que nada se salga de su lugar!

La imaginación categorial descarta la posibilidad de entender lo mestizo como una forma de ser marcada por la ambigüedad. Elimina la posibilidad de entender el mestizaje como un espacio de contradicciones, de tensiones en pugna, resistente a una definición definitiva. Esta perspectiva, no permite observar cómo el mestizaje está constituido por, al menos, una andeanidad al mismo tiempo que por una occidentalidad, por al menos dos horizontes culturales que no se mantienen puros y separados, pero que coexisten sin llegar a fusionarse.

Alternativamente, Lugones nos propone pensar el mestizaje como impureza, como algo que no se limita a categorías puras, que no es ni lo uno ni lo otro —ni propiamente andino, ni propiamente occidental— siendo al mismo tiempo habitado, atravesado por lo uno y lo otro (…y lo otro: lo afro, lo árabe, etc.). El mestizaje se ubicaría en la frontera que intenta separar lo uno de lo otro, sin aceptar ser reducido (purificado) a lo uno o lo otro, sin aceptar ser divido en lo uno y lo otro, y por tanto sin constituirse como una categoría más. Al reclamar su anomalía dentro del orden existente, el mestizaje resiste ese orden clasificatorio y su poder sobre las personas y las experiencias que intenta ordenar/controlar. El mestizaje aparece entonces como resistente a la dominación al reclamar su potencialidad creativa, su capacidad de jugar entre códigos distintos, de inventar formas inclasificables, ingobernables de ser y hacer.

Hablar de “una danza ecuatoriana” como resultado de un mestizaje homogeneizador (ideología del mestizaje), es decir, como una síntesis que generaría una categoría más entre otras, nos lleva a ubicarnos dentro de, y reforzar un orden cuyos efectos son nocivos: a nivel global una danza ecuatoriana aparece como una danza periférica —es decir secundaria— y, a escala local, una escena dancística como la capitalina puede asumirse como la totalidad de esa danza nacional, relegando a su vez otras escenas a una segunda periferia. ¿Cómo entender entonces las danzas que se hacen en estas tierras?, ¿cómo entender sus impurezas, es decir, las distintas tradiciones que las habitan y atraviesan?, ¿cómo entender las relaciones que mantienen con prácticas dancísticas dentro y fuera de ese territorio construido como nacional?

Las danzas en un espacio que baila

La lógica que define al mestizaje como una categoría entre otras es la misma que define los espacios diferenciados de cada Estado-nación. La concepción moderna del territorio está relacionada a la noción de la identidad nacional que lo habita. Una “cultura ecuatoriana” presupone la existencia de un territorio como su contenedor espacial. Entre el territorio del Estado-nación y la identidad cultural que alberga se supone que hay una relación unívoca, una correspondencia perfecta (Massey, 2012, pp. 132-133, 151). Si queremos repensar la forma en que hablamos y hacemos danza “aquí”, es necesario entonces repensar el espacio (físico, geográfico, político…) en el que bailamos. Una danza mestiza como resistente a un orden dominante, necesita de un espacio que se oponga a la creación de límites fijos y pre-establecidos.

Doreen Massey, en su artículo Imaginar la globalización: las geometrías del poder del tiempo-espacio, piensa los espacios (de la nación, de la institución, del teatro o de la sala de ensayo) no solo en términos de su materialidad concreta, sino como constituidos por las historicidades que los atraviesan, por los usos que les han sido adjudicados, por las personas que los habitan y por las relaciones de poder que actualizan. El espacio se entendería por tanto como “la esfera de yuxtaposición o coexistencia de distintas narrativas, como el producto de relaciones sociales dinámicas; sería una visión del espacio que intenta enfatizar tanto su construcción social como su naturaleza, ambas necesariamente dinámicas” (Massey, 2012, p. 152).

Bajo esta perspectiva, el espacio no es entendido como un contenedor con límites bien establecidos. El espacio se constituye más bien como “un punto de encuentro” (Massey, 2012, p. 126, 152) de las historias y gentes que lo habitan. La particularidad de cada espacio está dada por la yuxtaposición específica de esas historias, por la forma en que esa coexistencia es organizada. El espacio mismo cambia con el pasar del tiempo, siguiendo las vicisitudes de la organización de lo social. Al ser un punto de encuentro y yuxtaposición, el espacio se consolida por las narrativas que lo atraviesan y no por una interioridad que le sería esencialmente propia. Este espacio no adquiere su identidad debido a “raíces míticas internas” o “una historia de relativo aislamiento” (Massey, 2012, p. 152). Este espacio no se constituye como una unidad cerrada, con un interior y un exterior claramente definidos, sino que es el producto del tejido de los acontecimiento que lo atraviesan, ligándolo a “todas aquellas conexiones que se extienden más allá de él” (Massey, 2012, p. 152).

El espacio cerrado del Estado-nación se corresponde con la ideología del mestizaje. El espacio dinámico del punto de encuentro se corresponde con el mestizaje como impureza. En este último, no tenemos una síntesis de varias historias, tenemos su coexistencia conflictiva, organizada a través de relaciones de poder sujetas al accionar político de sus habitantes. Esta forma de entender el espacio y el mestizaje requiere que se cuestionen los límites y la pertinencia de las categorías geopolíticas imperiales que Coronil critica. Para el caso que nos ocupa, requiere que se cuestione la necesidad de entender una danza en términos de su pertenencia nacional. Pero si dejamos ir la noción de lo ecuatoriano para hablar de las danzas que hacemos en este entramado de puntos de encuentro, ¿cómo podemos hablar de las danzas que hacemos en este tejido de historicidades que constituyen el lugar en que bailamos?

Cuando nos hallamos faltxs de palabras, o cuando tenemos que abandonar categorías que hasta cierto punto creímos fundamentales, nos hallamos frente a la tarea de tener que generar otro vocabulario, otra forma de imaginar lo que hacemos, otra forma de imaginarnos. Pero ¿qué constituye ese nosotrxs, si ese nosotrxs no puede ser completamente comprendido por la categoría “ecuatorianxs”? Este nosotrxs, al igual que el espacio de Massey, pobremente puede entenderse como una colectividad bien definida, con atributos internos que le darían una identidad propia y homogénea, con límites definidos que marcarían la diferencia entre nosotros y los otros (en masculino, sí). Las colectividades de las que formamos parte se tejerían entonces de forma también dinámica a través de diálogos y encuentros —he ahí la importancia de festivales, talleres, simposios y revistas—. Podemos entonces imaginarnos como colectividades que se forman y desvanecen, que mutan al cambiar de un lugar a otro, de un momento al otro, dependiendo de los intercambios en que tomemos parte. Estas colectividades no pueden pretender convertirse en totalidad, son colectividades que tienen que cultivarse como tales sin llegar a consolidarse en un grupo cerrado y homogéneo, colectividades constituidas por las diferentes tradiciones, posicionalidades, intereses y proyectos que las habitan.2

Lo dicho no se opone al hecho de que las personas que hacemos danza en Ecuador estamos regidxs por políticas culturales estatales (o su ausencia) que crean una suerte de hebra común, que marcaría una diferencia en relación a los grupos de gente haciendo danza en Colombia, Perú o Estados Unidos. Hay ciertamente diferencias entre estas colectividades que determinan su campo de acción y sus posibilidades de producción y circulación. Esto se debe a que el Estado-nación y las categorías en que se sustenta se mantienen dominantes en la organización de la realidad social. Sin embargo, incluso si no podemos dejar de tomar en cuenta este orden, no estamos obligadxs a obedecerlo completamente. Cambiar de perspectiva es ya una forma de empezar a crear otras posibilidades de ser y hacer, de imaginar y de bailar.

Las nociones de mestizaje, de lugar y de colectividades exploradas en este texto no son una utopía —como búsqueda de una armonía imaginable para el futuro—, son otra forma de entender la realidad social en la que estamos viviendo. No es pensar que una vez deshechos los límites promulgados por el Estado-nación entraremos dentro de un espacio de movilidad e intercambios ilimitados. Por el contrario es entender en toda su complejidad las diferencias y las relaciones de poder que operan entre distintas colectividades y dentro de ellas; lo que permiten y lo que entorpecen. Es la posibilidad de pensar las diferencias en términos relacionales y no en términos absolutos. Es la posibilidad de tomar en cuenta las diferencias que nos constituyen sin separarnos entre nosotros y los otros; de percibir diferencias sin la erección de muros que nos separen. Lo importante dejaría de ser la definición de una identidad (danza ecuatoriana), sino el entender las particularidades de su entramado.

El viaje a la memoria festiva

Hablar con Kléver (Viera) sobre El viaje a la memoria festiva es entrar en un laberinto de preguntas, temáticas, lugares, fechas y eventos. Es hablar sobre una historia viva y escurridiza que se resiste a ser reducida a fechas precisas y eventos inmutables. No es hablar de algo pasado, es hablar de un transcurrir. Sin intentar consolidar esta historia en una narrativa última, recorramos algunos de los hilos que constituyen su tejido. El objetivo es intentar acercarnos a esta obra con la imaginación que indagamos en las secciones anteriores: acompañar esta danza en la complejidad de su entramado y en sus devenires (los actualizados y los posibles).

Para la gente que no tiene una familiaridad con esta obra, gente de mi generación y generaciones más jóvenes, empecemos con algunos datos concretos antes de perdernos en los vaivenes de esta historia. El viaje a la memoria festiva estuvo compuesto originalmente de dos solos: El prioste y La camisona —posteriormente se incluiría una tercera danza, El viejo danzak—. Estas danzas fueron creadas durante 1989 en un proceso de búsqueda personal y estética en el que Kléver se enfrentaba a varias preguntas surgidas durante su vida y carrera como bailarín.

Kléver había vuelto a Quito de México en 1981. Ahí había estudiado ocho meses con Javier Francis (alumno de Doris Humphrey) y dos años con Luis Fandinho, siguiendo un entrenamiento donde se valoraba el músculo, la técnica y la disciplina —una disciplina dogmática y autoritaria—. Al llegar al Ecuador, continúa trabajando a partir de lo aprendido en México, pero aparecen algunos elementos que empiezan a solicitar una forma distinta de bailar. Entre ellos está la pregunta por la identidad —que se alimenta y acompaña de las lecturas de José María Arguedas— y el encuentro con Wilson Pico —de quien recibe metodologías para improvisar y crear personajes—. Surge así una necesidad de desembarazarse de la técnica de Francis y Fandinho, una necesidad de deformar el cuerpo para que el rostro, las manos y los pies “puedan hablar”.

La deformación del cuerpo, del pie, de las manos y el involucramiento de la cara son ciertamente una reacción al disciplinamiento del cuerpo adquirido en México (para Fandinho, la cara tenía que permanecer neutra). Sin embargo este trabajo va más allá de una búsqueda exclusivamente estética, si se la entendiese como simple deformación de formas. Frente al desencanto con la formalidad de la técnica aprendida, la deformación aparece como una metodología de transformación, tanto de la danza, de lxs bailarinxs, como de Kléver mismo. De ahí que su danza sea un trabajo sobre su identidad, no para fijarla y definirla, sino, como vamos a ver, para reinventarla sin cese (destrucción y reconstrucción continua). La rebeldía contra la formalidad nace de un cansancio de que no pase nada en la danza, de una necesidad de expresar, de una necesidad de transformación.

El trabajo con la transformación, o con los devenires, es central en la propuesta de Kléver. Hablando con él, hay al menos dos puntos de entrada para entender estos procesos; dos genealogías diferentes.3 El primero es la conceptualización del devenir de Gilles Deleuze, filósofo francés con quien Kléver se familiarizó de forma autodidacta. El segundo es el observar a unos indígenas borrachos en la plaza de San Francisco, lo que le llevó a preguntarse:

***

¿Por qué un indio de mierda, sin embargo, con dos copas se convierte en un dios, deja de ser esa miseria y es un dios que baila; cómo logra ese indígena, bailarín festivo, mutar el cuerpo? […] Bueno, ahí logro partir este lenguaje formal que había heredado de México y empieza mi viaje a la memoria festiva donde yo encuentro el gesto y encuentro, creo, que mi verdadera identidad es el del bailarín festivo, encuentro la mutación del cuerpo, encuentro la importancia del peso, de la relajación, de la respiración. (Viera en Mora, 2015, p. 16)

O rememorando el mismo evento en otra entrevista:

Yo ya conocía todo eso de Toacazo, pero la nostalgia, el estar… porque yo todavía sigo como migrante aquí [en Quito]. Entonces yo me acuerdo que [por] la nostalgia siempre iba a San Francisco. Y es en San Francisco que veo a uno o dos disfrazados, indígenas, en San Francisco. Y ahí le veo, chumado así… y ahí digo, por ahí es la cosa. O sea el cansancio, la borrachera, el peso. Ahí está mutando. Pero eso había visto también en México. Y me dolía tanto pues… como así ese indígena, en esta ciudad tan cabrona, tan dura —hablando de México— y de repente ahí estaban como dioses, entonces era duro y al mismo tiempo hermoso, porque no dejaba de reconocerme en esos gestos. Y por ahí va apareciendo el prioste, va apareciendo la camisona. (Viera, 2017a)4

Resonando con esta experiencia —al otro lado del Atlántico, como una forma de conectarse con el otro lado del Pacífico— hay un evento que toma lugar en Alemania en 1986, y es el ver bailar a Carlotta Ikeda y Shiru Daemon, dos bailarinxs de Butoh que, Kléver cuenta, le dejaron una impresión profunda.5 Por un lado están esos cuerpos deformados, por otro lado está una lluvia de arena que en Kléver se convertiría en lluvias de trigo o arroz, y por otro lado aún está una manifestación de lo andrógino, que sería un punto de investigación importante en el trabajo de Kléver (en La camisona, pero también en La anfisbena y luego en La mujer de los fermentos, por nombrar algunas de sus danzas).6

Este viaje a Alemania recibe a Kléver con éxito. Se le presenta así la disyuntiva entre quedarse para desarrollar su carrera en Europa o regresar al Ecuador. Movido por la necesidad de volver, nos cuenta, “rompo con todo eso y regreso, quería regresar a la memoria de mi pueblo, preguntarme otra vez más quién soy, por qué me siento medio hueco, por qué no me encuentro en mi sitio, por qué me rechaza la gente, por qué la danza es tan formal…” (Viera en Mora, 2015, p. 16).

En 1989, después de ocho años de volver de México y tres de Alemania —después de muchos viajes, preguntas, encuentros, negaciones, experiencias, creaciones y procesos— Kléver se encierra durante un año en la sala de danza. Sin saber qué buscaba, las largas horas de soledad en el estudio se llenan corriendo, dando vueltas, llorando, golpeándose contra la pared… Finalmente, lo festivo se le presentó como un camino; los personajes y las celebraciones populares que él había presenciado mientras crecía en Toacazo vinieron a su encuentro.

El viaje a la memoria festiva no es un viaje antropológico, un viaje a un pasado remoto, romántico y arcaico. Es un retorno a su memoria. De niño, él fue llevado en los hombros del tigre, del payaso y de la camisona. Hijo del tinterillo y de la mujer que regentaba la cantina (“la tienda, llamaba mamá”), su bautizo en lo festivo andino le llega por encontrarse en el centro de las fiestas, de ver cómo los indígenas “bajaban” a las celebraciones que debían guardarse cada año. El viaje no es un estudio basado en libros o fuentes de archivo, es la exploración de una vivencia. Lo que le faltaba saber, le sería proporcionado por su madre, portadora de un conocimiento vernáculo y pormenorizado de las prácticas y tradiciones. “Yo no investigué nada de los libros, iba a preguntarle a mamá”7.

Ya encontrados los personajes de El prioste y La camisona, Paquito Salvador vendría a la sala de ensayo y le conversaría sobre la profundidad simbólica de los gestos, indumentaria y objetos de los personajes. Es ese conocimiento a la vez vivencial, vernáculo y producto de una investigación de años lo que da a los personajes de El viaje un dinamismo que los libera de las trampas de la búsqueda de lo auténtico. Es una creación que se alimenta de varias tradiciones y que vitaliza, en su capacidad transformadora, esas mismas tradiciones, reinventándolas, mezclándolas, acompañándolas en nuevos devenires, nuevas impurezas, nuevos procesos de transformación.

Este dinamismo es parte constitutiva de El viaje, una obra que es, en sí misma, devenir; ocioso intentar definir cuál es la versión verdadera, inútil buscar un original. Presentadas por primera vez a finales de 1989 en el atrio de la iglesia de San Sebastián, El prioste duraba 35 minutos para pasar a durar 15 en 1994 y ser bailado por última vez (hasta el momento) en el 2019. Luego de esta mutación de El prioste, aparecería El viejo danzak como antecedente a La camisona, pero esta trilogía se bailaría muy pocas veces en su totalidad. La camisona, que duraba de 10 a 12 minutos en su primera presentación, reemergería en distintos contextos a lo largo de los años no siempre envuelta por su coreografía inicial, con su vestuario y sentido mutando en consonancia.8

Este dinamismo no ubica lo auténtico —en el sentido conservador y autoritativo del término— como horizonte de acción. El trabajo de Kléver opera en tajante contraste con la práctica de las danzas dichas folclóricas. “Yo odio el folclor. Cuando era niño, yo ya tenía conciencia de eso. Yo veía el folclor, los grupos folclóricos y los detestaba. Yo decía que me están imitando y me están ridiculizando… [El folclor] vende mentiras” (Viera, 2016).

Las preguntas de Kléver por su identidad, por su procedencia, no pasan por prácticas representacionales.9 La pregunta “¿quién soy?”, que participa de la pregunta “¿quiénes somos?”, no pasa por el prisma de esa otra pregunta: “¿qué es ser ecuatorianx?” Es una pregunta abierta de reconstitución continua sin pretensiones totalitarias. Al pasar por una investigación y transformación personal, que no debe entenderse como individual,10 lo que Kléver encuentra no puede posicionarse como una generalidad: un ser indígena puro, o un ser ecuatoriano verdadero. Su trabajo no puede ser apropiado o instrumentalizado por una retórica de construcción de una identidad nacional.11 Lo que encontramos en el trabajo de Kléver, es la exploración y construcción de una particularidad, una forma particular y dinámica de ser y de bailar, un entramado que es alimentado y atravesado, entre otras cosas, por una indigeneidad que mal puede entenderse como indigenista:

Cuando entro dentro de esto [El viaje], tenía mucho cuidado. Tuve mucho cuidado de no caer en eso [ese folclorimo]. Pero yo sé que trabajé mucho, la pesadez, hasta ahora sigo trabajando, ¿no? Esas cosas indígenas, tanto la pesadez como la levedad […] Pero sigue siendo indígena […] Son para mí cosas que yo descubrí trabajando esto, tratando de acercarme a lo indígena desde mi punto de vista, o mi hacer, que es muy lejano. (Viera, 2017b)

Esta es una danza nacida entre Toacazo y Quito, con las huellas de México y Alemania presentes. Esta es una danza que pone a bailar a Deleuze con los disfrazados de San Francisco, al butoh con los personajes de las celebraciones andinas. Esta es una danza en donde las narraciones de Arguedas dialogan con el saber de Targelia Pérez Mogollón, la madre de Kléver. Una danza que se alimenta de las investigaciones de Wilson Pico y Paco Salvador. Es una danza que se yergue de la técnica de Luis Fandinho y Javier Francis (este último alumno de Humphrey), pero solo al precio de deformarla, de negarla sin llegar a abandonarla: esta técnica era inepta para dar cuerpo a El prioste y a La camisona. ¡No habría El viaje, no habría transformación, sin estas deformaciones!12

El viaje a la memoria festiva es ciertamente una danza que nace “aquí” y que resuena distintamente con la experiencia vivida de muchxs de nosotrxs. Pero el aquí de esta danza no puede ser contenido por fronteras nacionales; el nosotrxs a quien interpela no puede llegar a constituirse en una identidad colectiva homogénea y solidificada. Es una danza que puede interpelarnos en un aquí en continua mutación, a través de las tensiones, las fuerzas encontradas y los conflictos de un tejido hecho de historias dispares, de tradiciones en pugna, de cuerpos en construcción.

Referencias bibliográficas

Coronil, F.
(1996). “Beyond Occidentalism: Toward nonimperial geohistorical categories. Cultural Anthropology 11(1), 51-87.

Espinosa Apolo, M.
(2000). Los mestizos ecuatorianos y las señas de identidad cultural. Quito: Tramasocial.

Lugones, M.
(2003). Pilgrimages/Peregrinajes; Theorizing Coalition Against Multiple Oppressions. Oxford: Rowman & Littelfield publishers.

Massey, D.
(2012). Doreen Maseey, un sentido global del lugar. Editado y traducido por Abel Albet y Núria Benach. Barcelona: Icaria.

Mora, G. (ed.).
(2015). Diálogos que trazan la historia de la danza moderna y contemporánea del Ecuador, tomo II.Quito: El Apuntador.

Entrevistas personales a Kléver Viera

2016, 24 de agosto
2017a, 30 de marzo
2017b, 6 de abril


    1. Lamentablemente, en este artículo, aparte de mencionar repetidamente la necesidad de prestar atención a las relaciones de poder que rigen las dinámicas de producción dancística, no alcanzo a analizar cómo esas relaciones operan de forma concreta. Les quedo en deuda para un siguiente trabajo.

    2. La pregunta resurge: ¿qué dinámicas rigen la construcción de esas colectividades?, ¿quiénes se mantienen afuera y quiénes reciben mayor visibilidad en ese diálogo?

    3. Sería vano preguntarse cuál de estas dos genealogías vino primero o cuál sería más pertinente para analizar su trabajo. Me parece que ambas formas de apreciar los procesos de transformación habitan la imaginación, la práctica y la vivencia de Kléver: tal vez sea este un ejemplo de coexistencia en tensión, de la impureza de que nos habla Lugones.

    4. Kléver Viera, entrevista personal, 30 de marzo 2017.

    5. Shiru le diría a Kléver: yo no hago danza Butoh, yo hago danza (contemporánea). Es en Francia que la llaman así.
Ankoku but, literalmente, significa danza de la oscuridad, donde but significa danza.

    6. Esta narración lineal no hace justicia a la complejidad del entramado de El viaje a la memoria festiva. Lo andrógino, en este mestizaje, no está solamente habitado por el but que Kléver “venía viendo” hace tres años (temporalidad elástica). Lo andrógino ya existe en La camisona y en las tradiciones populares donde es un hombre quien encarna al personaje.

    7. Kléver Viera, entrevista personal, 6 de Abril 2017.

    8. Uno de esos cambios, por ejemplo, sería el vestir a La camisona con un zamarro: “el zamarro ya tiene otra connotación, o sea ya no sería la camisona. Entonces es más macho, sin perder lo femenino. Pero es interesante porque, ¿ves qué lindo?, o sea los personajes devienen también, no se quedan” (Viera,2017b). Asimismo, en la función en abril de 2018 en la Capilla del Cedex, La camisona y El prioste se encontraron como parte de una misma danza.

    9. En términos estéticos, no son miméticas. De acuerdo con Coronil, no siguen la lógica del occidentalismo, pero lo trastornan. De ahí su valor estético y político.

   10. En el entramado creado por los puntos de encuentro, lo personal no puede ser reducido a lo individual, porque lo personal no puede ser separado de lo colectivo.

   11. Surge aún otra pregunta: el desinterés de esta danza por participar en el proyecto de construcción de una identidad nacional instrumental para el Estado, ¿puede ayudarnos a entender la falta de valoración (y apoyo) a este tipo de elaboraciones simbólicas (las de la escena independiente) por parte del Estado?

   12. Buscando una cierta fidelidad, he aquí algunos de los hilos de este complejo tapete que no alcancé a hilvanar: Josie Cáceres, su abuelo Puruncajas, Waytakama, Yaradanza, Bogotá, Peter Brook… la lista no acaba.