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Sobre la música popular en la teoría poscolonial
post(s)
Universidad San Francisco de Quito, Ecuador
ISSN: 1390-9797
ISSN-e: 2631-2670
Periodicidad: Anual
vol. 4, 2018
Recepción: 03 Agosto 2018
Aprobación: 02 Octubre 2018
Cómo citar: James, R. (2018). Sobre la música popular en la teoría poscolonial. (Anamaría Garzón y Esteban de los Reyes, trad.) En post(s), volumen 4 (pp. 26-72). Quito: USFQ PRESS.
Resumen: Este ensayo sostiene que si bien la mayoría de los académicos especializados en teoría poscolonial y crítica racial abordan la música como un ejemplo de raza, encarnación racial y política racial, este modelo “ejemplar“ trata imprecisamente a cada área (raza, música y, a veces, género) al considerarlas como discursos distintos. Si lo que está en discusión al definir qué constituye la música y qué constituye la raza es fundamentalmente el mismo problema —la determinación de la relación entre los cuerpos racializados, colonizados o resonantes y las fuerzas sociales que operan en, a través y sobre estos cuerpos—, entonces la relación entre los cuerpos controlados y resonantes no es tanto ejemplar o representativa, sino, como he decidido llamarla, “coincidente“. Mientras que en el libro Blues Legacy and Black Feminism(1998), Angela Davis examina explícitamente la coincidencia de género, raza y clase como se “expresa“ en la música de Ma Rainey, Bessie Smith y Billie Holiday, también implícitamente comienza a delinear la coincidencia de género, raza y clase con los discursos y prácticas que llegaron a constituir “el blues“. Por lo tanto, me dirijo a ese texto como una instancia de la manera en que el modelo “ejemplar“ se transforma en un modelo coincidente o conjetural de las relaciones entre raza, clase, género y música. He adoptado el término “coincidencia“ para describir las relaciones entre raza, género y música porque es una metáfora más precisa que el lenguaje ampliamente utilizado y criticado de la interseccionalidad.
Palabras clave: música popular, raza, género, teoría poscolonial, coincidencia.
Abstract: This essay argues that while most scholars in this area treat music as an example of race, racial embodiment, and racial politics, this “example” model inaccurately treats each area (race, music, and sometimes gender) as a distinct discourse. If what is at stake in defining what constitutes music and what constitutes race is fundamentally the same issue—the determination of the relationship between raced, colonized, or resonating bodies and the social forces which operate in, through, and on these bodies—then the relationship between raced and resonating bodies is not so much exemplary or representative as it is what I call “coincident.” While Angela Davis’ Blues Legacies and Black Feminism (1998) explicitly examines the coincidence of gender, race, and class as it is “expressed” in the music of Ma Rainey, Bessie Smith, and Billie Holiday, it also implicitly begins to draw out the coincidence of gender, race, and class with the discourses and practices which came to constitute “the blues.” Thus, I turn to this text as an instance of how the “example” model is transformed into a coincidental or conjectural model of the relationships among race, class, gender, and music. I have adopted the term “coincidence” to describe the relationships among race, gender, and music because it is a more accurate metaphor than the widely used and critiqued language of intersectionality.
Keywords: popular music, race, gender, postcolonial theory, coincidence.
Acerca de la música popular en la teoría poscolonial1
“Acerca de la música popular en la teoría poscolonial” es una traducción al castellano de “On Popular Music in Postcolonial Theory”, que corresponde a la primera parte del capítulo 1 del libro The Conjectural Body. Gender, Race, and the Philosophy of Music, de Robin James, publicado en 2010 por The Rowman & Littlefield Publishing Group. El Comité Editorial de post(s) agradece a Robin James y a su editorial por autorizar la publicación de esta traducción.
Para teóricos poscoloniales y de crítica racial no es inusual usar las prácticas musicales —típicas de una comunidad específica— con el fin de explicar el concepto y/o la experiencia de raza, cultura, diáspora, etc. W.E.B. Du Bois abre cada capítulo de The Souls of Black Folk con un epígrafe y algunos compases de melodía de varios cantantes espirituales populares. El uso de estructuras antifónicas (llamada y respuesta) de Paul Gilroy —comunes en varias músicas negras— como una ilustración de su teoría del “Atlántico negro”, es tal vez la manifestación más conocida de esta tendencia. En este capítulo analizaré el uso de la música —específicamente de las músicas populares contemporáneas asociadas con la cultura negra (entendida a grandes rasgos)— como un ejemplo de idea o experiencia perteneciente a la raza o la teoría poscolonial.
Esta técnica funciona particularmente bien y es, por eso mismo, usada con frecuencia, porque la relación entre música y raza no es tan solo de tipo ejemplar. Al contrario, en Occidente, los conceptos de música y raza/cultura se relacionan en un plano más fundamental. Dada la historia de dichos conceptos y su despliegue en experiencias de nuestro presente, tanto la música como la raza comparten una problemática o una lógica: ambas deben responder a la pregunta o dar cuenta de la relación entre lo “material” (lo físico, fisiológico o “natural”) y lo “social” (lo artificial, producto de la intervención o socialización humana). La música no es meramente un ejemplo de la diferencia racial y/o cultural, puesto que lo que está en juego en la definición de lo que constituye la música y lo que constituye la raza es fundamentalmente el mismo problema: la determinación de la relación entre cuerpos racializados, colonizados/colonizadores, o resonantes y las fuerzas sociales que operan en, a través de, y sobre estos cuerpos. En ambos casos se estipula algo sobre los cuerpos o la facticidad material y el grado en el cual son determinados por fuerzas sociales y/o son independientes de ellas. De manera que, y en la medida en que los discursos y experiencias de la música y la raza lidian con la misma problemática, su relación no es de ejemplaridad, sino lo que podríamos llamar —manteniendo la manera en que muchas feministas entienden la relación entre género y raza— una “intersección”. Las dos cosas se viven y piensan juntas en un tipo de relación que llamo “coincidencia”. Escojo este término en lugar de “intersección” puesto que la idea de co-incidencia —es decir, que una incidencia de discurso de raza es a la vez una incidencia de género (y clase, etc.)— es una metáfora más apropiada y productiva para la relación entre la identidad social y la música.
Cuando se habla de una “intersección” es posible ilustrarla como un punto específico, en el cual dos o más fenómenos independientes se juntan, combinan y, eventualmente, se vuelven a separar. Sin embargo, los fenómenos o experiencias que se describen con términos como “raza” y “género” no están separados en la experiencia real y vivencial, aunque la separación heurística de estos conceptos parezca más o menos necesaria. A diferencia de una intersección vial —en la cual dos rutas distintas se cruzan momentáneamente— estas formas de corporeización se intersecan completamente y, fenomenológicamente, nunca son distintas, sino que son cómplices y coincidentes. La “intersección” entre cuerpos racializados, génerizados (gendered) y resonantes es un nexo a partir del cual entrevemos categorías relativamente artificiales y anacrónicas (es decir, ideas culturalmente mediadas sobre una naturalidad no mediada) para explicar y entender nuestra experiencia. Las categorías que supuestamente se “intersecan” o “mezclan”, en realidad, nunca existen aisladas las unas de las otras. De manera que cuando invocamos una de dichas categorías aislada de las otras (es decir, raza o género), lo hacemos de manera conjetural. Discuto el sentido preciso de pensar “conjeturalmente” en otro ensayo, mas aquí, en mi crítica de la teoría de la interseccionalidad, demuestro la necesidad y utilidad de esta aproximación.
A continuación, empezaré por un resumen de la manera en que la música popular es usada como ejemplo en algunos textos muy influyentes de la teoría poscolonial y la musicología: The Black Atlantic, de Paul Gilroy, y Conventional Wisdom, de Susan McClary2.
Lo serio versus lo pop
La mayoría de personas no disputaría la aseveración de que las distinciones entre alta y baja cultura (como aquella entra la música seria y pop) son —al menos parcialmente si no completamente— determinadas por jerarquías de raza, clase y privilegio de género, o son reflejos de ellas. Como observa Aaron Fox:
Las lógicas de valor que parecen estructurar las jerarquías de los estilos musicales, los performances y los talentos son, de hecho, las mismas lógicas, que en una forma simbólicamente condensada y proyectada, estructuran las jerarquías de las personas en grupos sociales: lógicas de raza, clase, género, otredad, similaridad y, por último, el valor individual de los seres humanos y sus comunidades (Fox, 2004, p. 57).
Tanto en discursos musicales como sociopolíticos, el privilegio y la marginalización son asignados de acuerdo a distribuciones mutuamente influyentes, si no a las mismas. Por ejemplo, en la medida en que nuestra cultura margina la agencia y autoridad de chicas adolescentes, desvaloriza la música hecha por y para ellas (al mismo tiempo que obtiene vastas cantidades de dinero de estas chicas y su supuesta carencia de agencia y poder). La asignación de género a la música popular es un tema que discuto en otro ensayo, pero por ahora limito mi análisis al uso de la música popular en la teoría poscolonial y la teoría crítica de raza.
Algunos trabajos de teoría poscolonial y estudios culturales mantienen esta dicotomía entre lo serio y lo pop, pero invierten el privilegio: mientras el “lenguaje” siempre es euro, racional e intelectual, la “música” es el dominio de aquellos a quienes el acceso a estos privilegios ha sido denegado. Por esto, la “música” representa el discurso3 encarnado, negro, oral y comunal. En este caso, la música está siendo explícitamente racializada, con el fin de valorar una minoría cultural “auténtica” (usualmente negra) de cara a una alta cultura occidental, “blanca” y homogeneizante. Puesto que esta perspectiva simplemente reemplaza lo que se considera cultura auténtica por tradiciones folclóricas o vernáculas específicas, los modelos basados en esta aproximación no nos ayudan a pensar a través de la relación entre lo material y lo social. De hecho, la apelación constante a un supuesto origen puro ilustra bastante bien el problema. Stuart Hall presenta lo siguiente como un ejemplo de dichas apelaciones a “mantenerlo real”4: “La cultura popular negra y ‘buena’ es aquella que pasa el test de autenticidad: la referencia a la experiencia negra y la expresividad negra. Estas sirven como garantías al momento de determinar qué cultura popular negra está en su lugar (es correcta), cuál es nuestra y cuál no” (Hall, 1996, p. 471)5. Dentro del dominio de lo que es considerado, por ejemplo, hip-hop, ciertas prácticas —usualmente aquellas asociadas a las masculinidades privilegiadas en la comunidad negra— son consideradas “auténticas”, mientras otras —usualmente aquellas que traen connotaciones de formas marginalizadas de identidad negra— son trivializadas de las maneras en que usualmente se trivializa lo “pop”: feminización, infantilización, comercialización, etc. De esta manera, en las distinciones marcadas entre prácticas musicales, encontramos una pugna sobre el contenido de la identidad racial y étnica.
Hall indica que, de esta manera, “el momento de esencialización”, es decir, la apelación a una especie de origen “auténtico” o inaccesible, “es débil porque naturaliza y des-historiza la diferencia, confundiendo lo que es histórico y cultural con lo que es natural, biológico y genético” (Hall, 1996, p. 471). Es muy fácil asociar ciertos grupos raciales y/o étnicos con músicas muy específicas y, a menudo, folclóricas: un muestreo rápido de la perilla de la radio y la manera en que varias estaciones se anuncian en el mercado nos dicen que el hip-hop es “negro”, la salsa es “latina” y el rock es “blanco”. Incluso al criticar esencialismos como estos, a la academia le agrada declarar que estilos y géneros específicos son la expresión o representación de aspectos de identidad racial o de políticas de raza. De Paul Gilroy a Susan McClary, estos argumentos son casi siempre formalistas: al apelar a alguna cualidad de la experiencia vivencial de un grupo minoritario, estos argumentos seleccionan dispositivos estructurales comunes a la tradición musical examinada y usan estas características para ilustrar y argumentar en pos del valor de las ideas y prácticas características del grupo racial/étnico en cuestión. Por ejemplo, tanto McClary como Gilroy traen a colación las estructuras antifónicas (llamada y respuesta) de varios géneros basados en blues y las asocian con los valores y prácticas contramodernas del “Atlántico negro”; las relaciones de poder no-dominantes y las subjetividades plurales, fluidas, características de la música vernácula negra son contrastadas con las nociones europeas de individualidad, virtuosidad y soberanía. Esta estrategia es adoptada incluso en la discusión de Tricia Rose acerca de la estética del hip-hop (ver Rose, 1994, cap. 3).
La música (cualquier cosa que eso sea) como un ejemplo de raza
En El Atlántico Negro, Gilroy argumenta que la “antifonía (llamada y respuesta) es la característica formal principal de estas tradiciones musicales [de la diáspora negra]”, y que esta práctica musical refleja estructuras sociales presentes en el Atlántico negro, así como ofrece un modelo de política6.
Hay un momento democrático, comunitario, conservado en la práctica de la antifonía que simboliza y anticipa (pero no asegura) nuevas relaciones sociales no dominantes. Las líneas entre el sí mismo y el otro se difuminan, y se crean formas especiales de placer como resultado de los encuentros y conversaciones que se establecen entre un sí mismo racial fracturado, incompleto e inacabado y otros. La antifonía es la estructura que aloja estos encuentros esenciales. (Gilroy, trad. 2014, p. 107).
Dada la importancia de la respuesta, la estructura de la antifonía incluye necesariamente un momento de mimesis transformativa en la cual la audiencia repite activamente y modula material “autoritario” o “canónico”. Por otro lado, la hibridez inherente y celebrada de muchas formas musicales vernaculares negras (como el reggae, dub, hip hop, house) refleja o expresa con mayor precisión que cualquier otro modelo el carácter “fracturado, incompleto y no finalizado” de la identidad negra. De acuerdo a Gilroy, esta identidad fluida e híbrida, presentada en y a través de la práctica musical popular negra, es ofrecida como una deconstrucción de la oposición esencialista/construccionista, la cual estructura gran parte del discurso sobre la identidad negra.
A pesar de que la música es prominente en su investigación, la fuerza analítica del texto de Gilroy se enfoca en la raza y la identidad racial, dejando a la música como algo dado. Si bien su proyecto en El Atlántico Negro es evidentemente deconstructivo, su concepción y despliegue de la “música” propone una oposición muy poco desconstruida entre la música y el lenguaje, a la manera de las oposiciones de los discursos “esencialistas” mencionados más arriba. Tomando en cuenta su compromiso con la deconstrucción de los esencialismos, sorprende que Gilroy asuma una noción schopenhaueriana de la música como una idea pura e inmediatamente dada en el mundo. “Al pensar sobre la música (una forma no representativa, no conceptual), se plantean aspectos de la subjetividad encarnada que no son reductibles a lo cognitivo ni a lo ético” (Gilroy, trad. 2014, p. 104). Es cierto, la música no participa necesariamente de la economía de significados y significantes que gobierna la mayor parte de la comunicación lingüística. Sin embargo, no por esto se puede concluir que la música opera sin necesidad de apelar a conceptos (la pieza musical 4:33 de Cage es casi completamente conceptual), ni que la dimensión corporal/afectiva de la música sea una suerte de comunicación inmediata que no genera una relación comercial con fenómenos conceptuales y representacionales. Parecería que Gilroy está derivando una oposición demasiado simple entre lenguaje y música, representación y corporalización (embodiment). Al oponer a la música afectiva y corporalizada (embodied) con el lenguaje representacional y conceptual, Gilroy recae en algunos de los estereotipos y presuposiciones esencialistas que pretende criticar. A continuación argumentaré que esto sucede porque el proyecto de Gilroy no logra abordar el problema del esencialismo/construccionismo en términos musicales. Las oposiciones simplistas entre concepto y afecto, lenguaje y música, son graves errores en el análisis de Gilroy.
En el texto de Gilroy, la música es un dominio expresivo que ha funcionado como una herramienta política e ideológica:
Analizar el lugar de la música en el mundo del Atlántico negro significa examinar la comprensión de sí mismos [énfasis añadido] expresada por los músicos que la compusieron, el uso simbólico que le dieron a su música otros artistas y escritores negros, y las relaciones sociales que han producido y reproducido esa cultura expresiva única en la que la música constituye un elemento central e incluso fundacional” (Gilroy, trad. 2014, p. 102).
Al enfocarse en la expresividad y la instrumentalidad, Gilroy siempre ve la música como un tipo de contenido —una idea, concepto o práctica— cuyo significado depende y participa de varias relaciones sociales. Gilroy se enfoca prioritariamente en argumentos que proponen que la música puede expresar una identidad racial “real” o “auténtica”. Aunque ponga en crisis lo que significa que la música sea “expresiva” o “representativa”, las preguntas de Gilroy interrogan aquello que la música supone representar (es decir, la identidad racial, la negritud), mas no la manera en que lo hace o si la música es expresiva y/o representacional.
Gilroy destila su investigación sobre la música negra vernácula y la teoría poscolonial hasta llegar a la siguiente pregunta: “¿Qué problemas analíticos especiales se plantean cuando un estilo, género o una interpretación musical particular se identifican como la expresión de la esencia absoluta del grupo que la produjo?” (Gilroy, trad. 2014, p. 103). Al ser enmarcada de esta manera, la pregunta se refiere a debates sobre raza e identidad racial o, más precisamente, sobre la naturaleza de la identidad o identidades expresadas y representadas en las prácticas musicales vernáculas negras. En la deconstrucción de Gilroy del binario esencialista/construccionista que opera en el discurso poscolonial, la música es un ejemplo, un texto que debe ser leído, porque ilustra ciertas ideas. “No es suficiente”, nos dice:
Para los críticos, no es suficiente señalar que representar la autenticidad siempre implica el artificio. Eso puede ser cierto, pero no sirve de ayuda cuando se trata de evaluar o comparar formas culturales, menos aún de dar sentido a su mutación. Y lo que es más importante, esta respuesta también pierde la oportunidad de utilizar la música como un modelo [énfasis añadido] que pueda romper el punto muerto entre las dos posiciones insatisfactorias que han dominado la reciente discusión sobre la política cultural negra (Gilroy, trad. 2014, p. 133).
Si bien concuerdo con que el esencialismo y el construccionismo son dos “posiciones insatisfactorias”, el análisis de Gilroy tiene una gran debilidad en la medida en que ni avala ni examina las maneras en que la “autenticidad” y la “superficialidad” funcionan en los discursos sobre la música. Toma la música como algo dado, especialmente en lo que concierne al estatus material o social de la misma. A ojos de Gilroy, el debate entre esencialistas y pluralistas parece existir exclusivamente al nivel de la raza y su intersección con otras categorías de identidad, sin tener lugar en la música.
[Si] la música y sus rituales pueden ser utilizados para crear un modelo con el que la identidad no puede ser entendida ni como una esencia establecida ni como una vaga y totalmente contingente construcción reinventada por la voluntad y el capricho de estetas, simbolistas y experimentadores del lenguaje (Gilroy, trad. 2014, p. 136),
entonces todo parece indicar que, o bien la problemática esencialista/construccionista no incumbe a la música o que este problema ha sido resuelto satisfactoriamente. En el texto de Gilroy, cuando surgen debates sobre autenticidad y superficialidad en relación con la música, estos se desarrollan bajo las condiciones establecidas por la capacidad que tiene la música para expresar auténticamente —o traicionar siendo inauténtica— a una raza o cultura. La música puede especular acerca de la verdadera esencia de la negritud o su imposibilidad7; ser reflexiva o expresiva en relación a ella. Así, en el análisis de Gilroy de la relación entre la música (negra vernácula) y la identidad racial en la diáspora negra, no se logra problematizar la música con la misma complejidad y sutileza con las que se problematiza la categoría de raza.
Aunque el conjunto binario material/social —o esencialista/pluralista en términos de Gilroy— es inadecuado para entender cuerpos racializados (raced), generizados (gendered), asignados a una clase (classed), la música no nos ofrece una solución simple, desproblematizada y fácil de leer, puesto que, dentro de los discursos sobre la música, la aporía que Gilroy ubica entre esencialismo y pluralismo no se resuelve de ninguna manera. Dicha aporía surge porque, como argumenta Gilroy, “al margen de lo que los constructivistas radicales puedan decir, se vive como un coherente (si es que no siempre estable) sentido de la individualidad adquirido con la experiencia” (Gilroy, trad. 2014, p. 136). Aunque estos conceptos son sociohistóricos, por su misma historicidad, también son inevitablemente materiales. Puesto que la música es un hecho social, así como la raza y el género, no puede dar una salida de la aporía entre el esencialismo racial y el construccionismo radical. La dependencia musical de esta aporía es precisamente lo que Susan McClary examina en su discusión de la política raza-género de la música rock basada en el blues.
La raza (cualquier cosa que eso sea), la masculinidad y el blues
McClary, así como Gilroy, se enfoca en el rol de la antifonía en la música vernácula negra. Como musicóloga, ofrece un análisis formal de varias actuaciones realizadas por artistas específicos, hombres y mujeres. Plantea, por ejemplo, que en la pieza “St. Louis Blues” de W.C. Handy (interpretada por Bessie Smith y Louis Armstrong), “cada sección de cuatro compases funciona sobre la base de un mecanismo de llamada/respuesta, con dos compases seguidos de dos de respuesta instrumental” (McClary, 2000, p. 39). Dentro de una estructura blues común y corriente, se establece una relación antifónica entre los vocalistas y la banda. “Cada verso, cada performance, [entonces,] reinscribe un modo particular de interacción social” (McClary, p. 41), lo cual es diferente, por ejemplo, del violinista virtuoso y la orquesta que lo acompaña o sus aquiescentes admiradores, ya que mientras el blues requiere cooperación, el concierto de violín del siglo XIX enfatiza el virtuosismo individual y la independencia8. Al contrario de lo propuesto por Gilroy, cuyo análisis asume la música como un discurso aparentemente carente de problemáticas, McClary acepta que la “música” no es algo evidente y que las analogías entre la práctica musical vernácula negra y la identidad negra deben cuestionar lo que se quiere decir con el uso del término “música”, no tan solo lo que la música signifique, exprese o represente. Si bien el análisis de McClary es correcto en donde falla aquel de Gilroy —es decir, al evocar la relación entre estructura e ideología en la música— falla precisamente en el aspecto más fuerte del análisis de Gilroy: la crítica del esencialismo racial y cultural.
McClary encuentra que la estructura antifónica del “St. Louis Blues” de Bessie Smith y Louis Armstrong caracteriza varias formas musicales basadas en el blues, incluyendo el jazz, gospel, soul, R&B, funk, hip-hop y rock. Argumenta que “muchos géneros africanos y afroamericanos se caracterizan por la convención de llamada y respuesta, en la cual los solistas están legitimados por el abrazo sonoro del grupo” (McClary, 2000, p. 23). McClary destaca que en la interpretación de “Near the Cross” de los Swan Silvertones, hecha en 1959, el virtuosismo extremo del vocalista principal Claude Jeter es “apoyado de forma segura no solo por la regularidad constante del ensamble que lo respalda, sino también por una audiencia que responde con entusiasmo a cada uno de sus virtuosos movimientos, animándolo a alcanzar mayores y mayores alturas” (McClary, p. 24). Al contrario del solista virtuoso de la tradición europea (imaginemos a Paganini y su violín o Eric Clapton y su guitarra), según McClary, el virtuosismo de Jeter es parte de un esfuerzo comunal concebido para involucrar a coros, audiencias y solista en los aspectos performativos y espirituales de la producción musical. En el análisis de McClary, las convenciones musicales de las presentaciones de gospel de mediados del siglo XX no solo ejemplifican, sino que reafirman y recrean las convenciones sociales comunes a los actores y los mundos y vidas cotidianas de la audiencia: “con cada verso, cada performance, reinscribe un modo particular de interacción social” (McClary, p. 41). El análisis de McClary es más fructuoso que el de Gilroy, en la medida en que evoca las maneras en que la música no solo ejemplifica o expresa estructuras sociales, sino que es un agente protagonista de su construcción, transmisión y mantenimiento. Sin embargo, su tendencia a esencializar la diferencia entre lo “europeo” y lo “africano/afroamericano” es profundamente problemática.
El texto de McClary muestra una oposición —demasiado simplificada, en apariencia— entre las convenciones musicales europeas y las convenciones africanas/afroamericanas: mientras la música europea es una actividad individual e intelectual concebida para expresar y glorificar la proeza del artista y/o compositor, la música afroamericana es comunal, corporal y orientada a la construcción de relaciones por medio de actuaciones (performance) interactivas (McClary, 2000, pp. 22-24). Como se dijo más arriba, la actuación de Jeter contrasta con las convenciones alrededor del solo de la música tonal europea, así como con el género rock, predominantemente blanco. McClary resalta: “Mientras dura la actuación [de Jeter and the Slivertones], habitamos un mundo en el cual todos participan, la tradición está en balance con la invención individual, el yo se une armoniosamente con la comunidad, el cuerpo, la mente y el espíritu colaboran, un mundo en el cual la posibilidad de un presente sostenido reemplaza la tendencia de la tonalidad a tensionarse por y contra el cierre” (McClary, p. 28). Esta aseveración ilustra el marco general del análisis de McClary, el cual contrasta las prácticas y valores euroamericanos con los africanos y afroamericanos. Como señala Uma Narayan, cuando feministas bien intencionadas intentan evitar el esencialismo de género basándose en la diferencia entre las culturas de “Occidente” y “no-Occidentales”, así como las experiencias de las mujeres dentro de dichas culturas, en realidad esencializan a escala cultural9. En lugar de aseveraciones por demás generalizadas acerca de las “mujeres”, existe una diferencia “esencial” entre “cultura de Occidente” y “culturas no-Occidentales”: no solo se generaliza demasiado cada uno de los términos, sino que la facticidad misma de la diferencia, la misma supuesta oposición binaria entre las culturas “Occidentales” y “no-Occidentales”, se esencializa (por esto, Narayan se refiere a la “Diferencia” como si fuera un nombre propio, la Diferencia-en-sí-misma)10. La noción de que existen una o más diferencias absolutas e irreducibles entre culturas “Occidentales” y “no-Occidentales” requiere, a su vez, de la existencia de características inalienables y “esenciales” mediante las cuales se puedan distinguir las culturas “Occidentales” y “no-Occidentales”. Narayan argumenta que el problema de estas aseveraciones esencialistas —tanto acerca de la “Diferencia” misma y las culturas “Occidentales” y “no-Occidentales” — es que las dos son empíricamente incorrectas y políticamente riesgosas. Dicha “insistencia sobre la Diferencia” no solo hace daño a las mujeres occidentales y no-occidentales al representarlas falsamente, así como a los problemas de mayor importancia para ellas, sino que también es fácilmente adoptada sin una visión crítica, con el fin de promover objetivos reaccionarios. Al poner énfasis sobre las diferencias entre la música artística occidental y las múltiples formas vernáculas afroamericanas, el análisis de McClary es un ejemplo característico del feminismo bien intencionado —como lo plantea Narayan—, ya que, al intentar evitar el esencialismo, dicta aseveraciones esencialistas no intencionales sobre la música artística occidental y las tradiciones vernáculas afroamericanas. No me cabe duda de que las intenciones de McClary son genuinas. Sin embargo, su tendencia a oponer de manera binaria las convenciones y valores de la música popular negra con las convenciones y valores de la música tonal europea es una debilidad que necesita ser corregida.
Aún cuando su análisis puede ser parcialmente interpretado como un análisis culturalmente esencialista, McClary usa el blues de manera muy efectiva para hacer una crítica de nociones de musicalidad no mediada. Si bien muchos pensadores teóricos poscoloniales usan la música como un ejemplo que “expresa” aspectos de la experiencia negra de la diáspora, hay muy poca investigación sobre la manera precisa en que la música es “expresiva”. En la problemática de la posibilidad de la expresión musical se encuentra la relación entre lo material y lo social. ¿Es la música la expresión no-mediada de los pensamientos y sentimientos más íntimos del artista, o es el significado musical más bien la función del uso y manipulación que el músico hace de las convenciones? McClary propone que examinar la historia del blues “puede ayudar al estudio de la música académica a partir del reconocimiento de un impasse metodológico de larga data: estoy haciendo énfasis en el blues como un claro ejemplo de un género que logra magníficamente equilibrar la convención y la expresión” (McClary, 2000, p. 34). De acuerdo con McClary, el blues es un explícito y “claro ejemplo” de una descripción precisa de la relación entre estructura e ideología, expresión y convención. La claridad de este ejemplo se sostiene en la priorización y atenuación de la relación aporética entre lo material y lo social: las expresiones emocionales directas y potentes que en apariencia no demandan esfuerzos, requieren de un alto grado de maestría técnica. “Contrariamente a una creencia popular que considera al blues como una especie de expresión no mediada de aflicción, las convenciones subyacentes al blues lo aseguran firmemente dentro del ámbito de la cultura; un músico debe haber internalizado sus procedimientos para poder participar creativamente en la conversación” (McClary, p. 33). Para poder crear o entender la más simple de las canciones de blues —especialmente las más simples—, es esencial contar con un conocimiento apropiado o una intuición bien desarrollada de las estructuras estándar del blues, sus convenciones y prácticas: las mismas deben haberse naturalizado (deben convertirse en una “segunda naturaleza”).
Una de las motivaciones sociales más significativas para entender el blues en términos de pureza de forma y autenticidad de expresión se da alrededor de la intersección entre masculinidades, raza y nación. La invasión británica (bandas como Cream, The Rolling Stones, Led Zeppelin, The Who y, no sin ironía, Queen) usó lo que un grupo de estudiantes de arte, blancos, hombres y británicos, asumió sobre los músicos de blues negros del sur y su masculinidad, para desarrollar un rock n’ roll orientado a adolescentes fanáticos del pop que después se convertiría en lo que hoy conocemos como “rock clásico”. Antes de la década de los sesenta, existía un estereotipo inglés altamente difundido que entendía la composición e interpretación musical como una actividad feminizada y feminizante. Para las audiencias blancas, británicas, de clase media, heterosexuales y masculinas, los Delta bluesmen —específicamente, la supuesta naturaleza “cruda” e independientemente “anticomercial” de su música y el carácter aparentemente “auténtico” de su auto-expresión— ofrecían un modelo de profesionalismo musical lo suficientemente “masculino”: eran tan “músicos de verdad” como “hombres de verdad”. Como lo explica McClary, “en contraste con lo que los estudiantes de arte politizado consideraban el sentimentalismo feminizado de la música pop, el blues parecía ofrecer una experiencia de sexualidad inequívocamente masculina. Esto no fue en absoluto una consideración, ya que los ingleses habían considerado la creación de música como una actividad afeminada durante casi 500 años” (McClary, 2000, p. 55). El carácter “sin duda masculino” de la sexualidad de los Delta bluesmen se derivaba en gran parte de estereotipos de su raza, clase e identidad nacional. Su estatus de poco privilegio y exclusión de la sociedad de consumo (mainstream) hacía que su obra se viera más “individualista”, “rebelde” y “auténtica”. Asimismo, el carácter de sus estructuras musicales y su expresión musical era más masculino que el trivial y mundano pop adolescente de los Beatles (en sus inicios) y otras bandas de pop británico. Además, los estereotipos de los hombres afroamericanos y su (híper —aunque siempre hetero—) sexualidad ofrecía un modelo de masculinidad demasiado intenso para ser diluido por el hecho de realizar una actividad supuestamente “afeminada”.
Estos estereotipos sobre la masculinidad expresada y poseída por los bluesmen afroamericanos pasó a ser parte integral del cambio vertiginoso de estilo del rock conocido como la “Invasión Británica” (British Invasion). Lo que le resultaba más atractivo al guitarrista de Cream, Eric Clapton, era la “individualidad” percibida del bluesman o, más específicamente, la percepción de que el bluesman trabajaba fuera de las limitaciones de la producción capitalista. Los sonidos ásperos, punzantes y sucios de un disco típico de Delta Blues contrastan intensamente con el sonido rigurosamente producido de un disco pop: por esto, la “dureza” y el carácter “abrasivo” de estas canciones reflejan los valores de una cierta mitología macho-rebelde. Este mito, cuya falsedad es claramente demostrada por McClary, no dejó de ser poderoso puesto que el estatus percibido como “rebelde” o “outsider” de estos hombres de clase obrera, afroamericanos, (presuntamente) heterosexuales hizo que su música sea muy atractiva para los estudiantes de arte británicos, quienes formarían algunas de las bandas de rock más populares, influyentes y casi canónicas del siglo XX. El formato basado en blues que pasaría a considerarse “rock clásico” reflejaba estos valores, los cuales fueron identificados en la música de Robert Johnson y sus contemporáneos por parte de los mencionados estudiantes, y muchos de estos valores fueron directamente relacionados con nociones de identidad afroamericana, heterosexualidad y masculinidad “auténtica”. La intersección entre clase, raza, nación, género y sexualidad fue esencial para la definición de rock que surgió de esta era, la cual permanece predominantemente en la actualidad.
La argumentación de McClary es más fuerte precisamente en el punto en el que la de Gilroy es más débil, puesto que presta atención a las maneras en que las mitologías de “inmediatez musical” son construidas en términos de estereotipos de raza, masculinidad y nación. En la medida en que resalta el hecho de que raza, clase, género, sexualidad y nacionalidad no son tangenciales, sino inherentes a la constitución de las estructuras musicales en sí, el análisis de McClary empieza a desplazarse del uso de la música como un ejemplo de fenómeno social hacia pensar en la música, raza, clase, género, sexualidad y nacionalidad como discursos interseccionales o coincidentes, los cuales confluyen alrededor y a través de la relación entre lo material y lo social.
Expresión versus Intersección versus Co-incidencia "Cocida"
Lo que entonces resulta interesante de modelos como los de Gilroy y McClary es su éxito: dígase, el hecho de que las estructuras musicales puedan ser tan fácilmente interpretadas y que parezcan expresar construcciones de raza y género. La música otorga un ejemplo tan esclarecedor e introspectivo de raza y género, puesto que los tres discursos están organizados alrededor y en términos de una relación aporética entre lo material y lo social. Mientras Gilroy utiliza letras y prácticas performativas para ilustrar cómo “la identidad no puede ser entendida ni como una esencia establecida ni como una vaga y totalmente contingente construcción…” (Gilroy, trad. 2014, p. 136), mi argumento plantea que la música no es un ejemplo banal de identidad de raza o género. Si bien está claro que hay varias relaciones entre estructuras musicales y sociales, dudo en ubicar a estas dos en una relación de “expresión”. Si la expresión requiere de un sujeto (el cual funciona tanto como el agente que se expresa, así como el objeto expresado), no es apropiado decir que las estructuras musicales y sociales pueden ser “expresivas” la una de la otra, puesto que no preexisten a su relación “expresiva” como objetos independientes o como discursos. Al contrario de la performatividad, en la cual el sujeto performante es producido en el proceso mismo de su performance, la expresividad requiere que ya exista alguien o algo que sea manifestado o “expresado”11. La música y la raza pueden ser malinterpretadas como agentes que se “expresan” el uno al otro, puesto que son, de hecho, coincidentes: se co-crean y determinan mutuamente.
La idea de que la música y la sociedad se expresan o se reflejan mutuamente es incorrecta en la misma medida en que los modelos “aditivos” de identidad son incorrectos: ambos modelos entienden los discursos que los componen como viablemente —y hasta fundamentalmente— separables/separados. También es incorrecto decir que la música y las identidades sociales se “intersecan” o están “mezcladas” las unas con las otras. Si bien los modelos de intersección o mezcla ciertamente remedian algunos de los problemas de los modelos aditivos de identidad, no pueden capturar las maneras en que la música, raza y género inician fusionados (no como componentes separados cual calles o colores), y solo se desarticulan durante la reflexión posexperiencial. La música, la raza y el género son categorías experiencialmente coincidentes y teóricamente conjeturales. Al final de este ensayo argumento que “cocinar/cocer” —tanto en el sentido de un brebaje químico que no puede retrodescomponerse hacia sus componentes iniciales (no se puede des-hornear una galleta), como en el sentido de adulteración o corrupción (“cocinar los libros”)—12 es una mejor metáfora para describir la coincidencia de la identidad musical y social, mejor que aquellas ofrecidas por teóricos interseccionales y sus críticos.
Expresión, el modelo aditivo y la metáfora del tráfico
Es posible entender la intersección como una formulación fuerte de teorías aditivas de identidad. Si bien ya es relativamente anticuada, la metáfora del “perchero” de Linda Nicholson es una ilustración muy clara del modelo aditivo de identidad (Nicholson, 1998). La fisiología, fundación perenne, es como la estantería sobre la que se pueden colgar, reorganizar y remover varios abrigos. Si bien la composición de abrigos es susceptible de mayores o menores cambios, el sólido perchero permanece como la estructura que no cambia y que, a su vez, estructura su propia organización. El perchero no solo permanece sustancialmente inalterado tras subsistir a varias recomposiciones de abrigos, sino que los abrigos mismos son fenómenos separados y distintos que no se alteran tras sus interacciones con otros abrigos. De manera similar, los modelos aditivos juntan varios “abrigos” independientes (raza, género, clase, sexualidad) para formar un sustrato fisiológico y argumentan que estos elementos separados se unen para constituir el complejo fenómeno en discusión. Lo que caracteriza al modelo aditivo es la premisa de que existen categorías preexistentes (“abrigos”) como la raza, clase, género y sexualidad, que pueden ser mezcladas y, a su vez, destiladas y extrapoladas individualmente de la mezcla. Para que la música pueda “expresar” la raza o cualquier otra identidad social, debe ser vista como algo distinto y separable de ello: un significante que tan solo se refiere o re-presenta a su significado.
El uso de la intersección vial como metáfora explicativa de la teoría interseccional, la establece como una versión sólida del modelo aditivo. En una intersección vial, dos rutas separadas, distintas e independientes, se unen por un breve espacio, el cual abre de esta manera la posibilidad de la combinación y recombinación de vehículos13. Fuera de este espacio claramente demarcado, las rutas son independientes unas de otras: el trayecto de una ruta no está considerablemente determinado por el trayecto de otra(s) ruta(s). Como el perchero, las rutas permanecen estables en su estructura, mientras solamente cambia la composición de vehículos (abrigos) que se desplazan en ella. El modelo vial (modelo de tráfico) de intersección depende de categorías a priori (rutas, vehículos), y, por ende, califica como un modelo aditivo de identidad. Antes de converger, cada una de estas categorías existe en sí misma, “pura” e independiente de las otras. Esta forma de pensar va en desmedro de las intenciones de los teóricos que trabajan sobre el modelo de interseccionalidad, puesto que la fortaleza de la teoría de interseccionalidad es pensar en estos fenómenos en conjunto y de una manera formativa y mutuamente constitutiva. Como explica Kimberlé Crenshaw, “mi objetivo fue mostrar que la intersección del racismo y el sexismo influye en la vida de las mujeres negras de una manera que no puede ser percibida de forma completa al analizar por separado las dimensiones de raza o género de esas experiencias” (Crenshaw, 1995). Si bien a veces se expresa en términos de la metáfora “vial”14, la intención general de su obra es dar cuenta de las maneras en que la experiencia personal de “raza” está constituida a través de la experiencia personal de “género”, “clase” y “sexualidad”, y vice-versa. Crenshaw anota:
El problema no es solo que simplemente los dos discursos [antirracismo y feminismo] les fallan a las mujeres de color al no reconocer el tema “adicional” de raza o patriarcado, sino que, a menudo, los discursos son inadecuados incluso para las tareas discretas de articular todas las dimensiones del racismo o el sexismo (Crenshaw, 1995, p. 360).
Al colocar “adicional” entre comillas, Crenshaw indica que el problema con los discursos feministas y antirracistas es precisamente que asumen el género y la raza como categorías separadas que se “adicionan” una sobre otra. Si la relación entre raza y género fuera aditiva, no habría problema en utilizar una combinación de discursos antirracistas y feministas para describir a cabalidad la opresión de las mujeres negras (y todas las demás).
A pesar de la posibilidad de mal-representar y malinterpretar, la intención fundamental de la teoría interseccional es brindar un modelo para pensar acerca de la relación mutuamente constitutiva entre raza, clase, género y sexualidad. De manera que, en lugar de visualizar la intersección en términos de rutas y vehículos, es más preciso describir esta intersección como un nexo a partir del cual podemos escoger categorías —de manera retroactiva— para explicar y entender nuestra experiencia, a la cual describiré más tarde como una coincidencia “cocida”. La “intersección” coincidente prepara o alista el terreno para que estas categorías o caminos puedan ser conjetural o hipotéticamente esbozados. Las categorías no preexisten a la intersección, puesto que su intersección es lo que las constituye como tales. Por consiguiente, “raza”, “género”, “clase” y “sexualidad” son, ellas mismas, categorías conjeturales, ya que si bien no existen como fenómenos separados, a veces, con el propósito de analizarlas, es útil nombrarlas individualmente.
Mientras el libro Blues Legacies and Black Feminism (1998), de Angela Davis, examina explícitamente la intersección entre género, raza y clase en la manera en que es expresada en la música de Ma Rainey, Bessie Smith y Billie Holiday, también empieza a ilustrar implícitamente la coincidencia entre género, raza y clase con los discursos y prácticas que llegaron a constituir “el blues”. Así, acudo a este texto como una muestra de cómo el modelo de “ejemplo” es transformado en un modelo coincidente de la relación entre raza, clase, género y música. Además, a diferencia de la obra de Christopher Hight, la cual examino más adelante en este capítulo, el modelo de intersección que surge del análisis de Davis demuestra el estatus conjetural de distintas categorías de identidad (“raza”, “género”, etc.). Tras trabajar en un resumen preciso y útil de la interrelación entre música, raza y género, regresaré a críticas de la teoría de interseccionalidad para desarrollar una nueva metáfora que permita pensar en el tipo de relación coincidente y conjetural que Davis propone entre la música y la identidad social.
Angela Davis: de la expresión a la coincidencia
El libro Blues Legacies and Black Feminism, de Angela Davis, sobresale por enfatizar la coincidencia entre raza, género y clase en la producción, performance, recepción e incluso definición del blues. Sin embargo, Davis se enfoca más en las maneras en que Bessie Smith, Ma Rainey y Billie Holiday crearon música poderosa y expresiva que, a su vez, produjo empoderamiento y generó toma de conciencias. Davis analiza a menudo lo que expresan las letras y la ejecución vocal de una canción específica.
Un ejemplo común de este tipo no dice “que sus representaciones estéticas de las políticas de género y sexualidad estén informadas por y entretejidas con sus representaciones de raza y clase hacen que su trabajo sea tanto más provocativo.” (Davis, 1998, p. xv). Para el proyecto de Davis, lo importante y provocativo del trabajo de estas divas del blues clásico es lo que sus canciones expresan o representan acerca de la coincidencia de raza, clase y género en la experiencia negra de principios del siglo XX: que estas cantantes ilustren experiencias de tal manera que sus audiencias tomen conciencia de estas opresiones que se intersecan y de las maneras en que son resistidas por los personajes de las canciones. Las narradoras femeninas de blues evocan una conciencia negra feminista de clase obrera porque, por ejemplo, la expresión lírica —en particular el contraste entre el inglés “apropiado” y el vernáculo negro— en la canción “Sam Jones Blues”, de Bessie Smith, refleja “el choque entre las percepciones de dos culturas sobre el matrimonio y el lugar particular de la mujer dentro de la institución” (Davis, p. 12). Mientras la cultura dominante blanca y burguesa perpetúa una imagen del matrimonio definida por la fidelidad sexual, el consumismo burgués, la domesticidad femenina y el salario familiar, Smith describe una situación que refleja con mayor precisión las experiencias de las mujeres negras de clase obrera. En esta canción, la narradora ahuyenta constantemente al marido que la ha abandonado, afirmando en repetidas ocasiones su nueva independencia emocional y económica. Al plantear su análisis como “la importancia del blues para redefinir la autocomprensión de las mujeres negras”, el trabajo de Davis, si bien es importante e intrigante, a fin de cuentas, sigue usando a la música como un ejemplo de problemas y fuerzas sociales. Davis piensa que, por el hecho de que las cantantes de blues clásico ilustran apropiadamente los tipos de opresión enfrentados por mujeres negras de clase obrera, estas empoderan a aquellas que han vivido experiencias similares y provocan una toma de conciencia en aquellas que no las han vivido. Aun así, hace falta un seguimiento del por qué este cruce tan poderoso entre los “legados del blues” y los “feminismos negros” funciona tan bien.
El capítulo de Davis acerca del Renacimiento de Harlem (y la estética negra con la cual se lo asocia) aborda más directamente el cuestionamiento de la definición del blues, enfocándose mayoritariamente en la manera en que las jerarquías de clase dentro de la intelligentsia negra de la época trabajaban en pos de excluir al blues —un formato popular— de ser considerado como una “música negra seria” o “arte musical negro”. En su genealogía de la grabación del blues y su estatus como “música de raza”, Davis comparte, efectivamente, una argumentación de cómo la blancura y la negritud llegan a ser definidas a través y en términos de estructuras musicales. “Antes de que la música negra fuera comercializada con éxito por la industria discográfica, la localización del blues en un entorno cultural en gran parte afroamericano se debía simplemente a las condiciones sociales de su creación” (Davis, 1998, 141). En un inicio, los blues se asociaban con gente afroamericana y sus prácticas culturales, puesto que el blues solo se practicaba en comunidades afroamericanas: debido a las múltiples capas de segregación racial y socioeconómica, los artistas de blues hablaban y ejercían su práctica dentro de comunidades negras de clase obrera. Sin embargo, puesto que las grabaciones de blues se mercadeaban con el fin de que la geografía segregada de la tienda de música refleje la geografía segregada de las comunidades americanas, el blues “era identificado y culturalmente representado no solo como música producida por gente negra, sino como música para ser escuchada solo por gente negra” (Davis, 141). Podía encontrarse la sección no marcada “música”, y, más allá, los “discos de raza”: en esta instancia, aquello que cuenta como música —el pretendido lenguaje universal— se define en oposición a ciertas concepciones de la negritud.
Esta universalidad es tan solo universal para aquellos que tienen “gusto”. Cualquier cosa que ofenda a este gusto, al ser incompatible o incomprensible para él, se convierte en algo inherentemente menos “musical”, puesto que el oído que sabe distinguir pretende emitir juicios únicamente acerca de cualidades “puramente” musicales, no acerca de las cualidades de sus intérpretes o su audiencia objetiva. El juicio estético presuntamente desinteresado parece preocuparse por la música en sí, sin prestar atención a las ideologías que lo intersecan: raza, clase y género. Por consiguiente, argumenta Davis, esta estrategia de mercadeo y su distinción latente entre lo elevado y lo bajo “implícitamente instruyó a los oídos blancos para sentirse asqueadas por el blues y, más aún, sentir que esa sensación de fastidio era instintiva” (Davis, 1998, 141). Así identificamos un aspecto inherente o material de la blancura, el cual parece estar necesaria e inevitablemente repelido por ciertas estructuras “puramente musicales”.
Si bien Davis no plantea su temática en estos términos, su análisis ilustra una instancia en la que los discursos sobre la música y raza coinciden alrededor del problema naturaleza/cultura. Las aseveraciones normativas sobre lo que constituye lo “puramente musical” y lo que constituye la “naturaleza inherente” de la blancura se articulan entre sí. Del otro lado, las aseveraciones normativas sobre la música corrompida (tal vez hasta podríamos llamarla “degenerada”) y la “naturaleza inherente” de la negritud son definidas negativamente, siguiendo la misma lógica. Al analizar el estatus otorgado a los blues por parte de intelectuales negros asociadas al Renacimiento de Harlem, Davis ilustra un caso en el que las luchas por la identidad racial (o mejor dicho, la identidad racial de cierta clase élite) se manifiestan a través de la lucha por definir y situar un grupo específico de piezas y prácticas musicales llamadas blues, y viceversa. Además, la coincidencia ocurre precisamente donde se hacen aseveraciones normativas acerca de la materialidad o la “naturaleza”.
Christopher Hight ofrece otra versión sobre la intersección entre música y raza. Enfocándose en la teoría armónica pretonal que dominó el pensamiento (musical) occidental de la era antigua hasta mediados del siglo XVIII, Hight argumenta que la armonía —específicamente la idea del que la diferencia puede ser medida en una escala unificada y matemáticamente proporcional— era un modelo ontológico y epistémico que influyó el pensamiento europeo sobre la “sustancia” o materialidad de cuerpos resonantes y racializados. Sin embargo, al describir una instancia de causalidad lineal en lugar de una articulación mutua, el análisis de Hight manifiesta la “mala” versión de interseccionalidad discutida anteriormente.
Ruido blanco / Armonía racial
En su artículo “Stereo Types: The Operation of Sound in the Production of Racial Identity”, Hight analiza la armonía como un modelo o “modelo de medida” que funcionó para el desarrollo de la música y raza en Occidente (Hight, 2003). Usando la noción de Jacques Attali de la armonía como un sistema epistémico (ver Attali, 1987), Hight mira la armonía como “una similitud global que trascendió todas las disciplinas y sentidos y se pensó que reflejaba directamente la organización de la naturaleza divina” (Hight, 14), o en palabras de Attali, la armonía era “el isomorfismo de todas las representaciones” (citado por Hight, 14). Como un paradigma epistémico, la armonía era una manera de analizar, describir y, sobre todo, realizar aseveraciones normativas sobre los cuerpos. Su influencia normativa fue amplia puesto que la armonía musical parecía tener una “sensación de naturalidad intuitiva” (Hight, 15). Sin embargo, como con cualquier fenómeno que se presuma “natural”, los criterios mediante los cuales se juzga a la armonía no son ni neutrales ni simplemente dados. Así, el argumento principal del autor es que la idea de armonía o “el sistema armónico de representación … proporcionó una norma consensual y preconsciente para la ‘blancura’” (Hight, p. 15), la cual “contribuyó a la organización conceptual del mundo colonial (y poscolonial)” (Hight, p. 14).
La armonía hace una aseveración específica sobre las diferencias empíricas entre cuerpos, sean estos cuerpos resonantes o racializados. Así como la noción de armonía musical presupone que todas las frecuencias pueden ser comparadas unas con otras en una escala, puesto que en última instancia comparten un término o denominador común, cualquier modelo armónico reduce toda diferencia a un mayor o menor grado de alguna medida común15. Lo que resulta significativo de la armonía musical es la reducción que hace de todas las dimensiones a una sola dimensión, así como en el monocorde. El monocorde es un instrumento de cuerdas que solo cuenta con una cuerda; es tal vez estrictamente más ”armónico” que el círculo de quintas, el cual se describe mejor como un elemento de tonalidad o armonía tonal. En el monocorde, las relaciones entre tonos pueden ser expresadas en términos del ratio entre la longitud de cuerda sobre el entraste y la longitud de cuerda bajo el entraste en el cual resuena un tono específico (por ejemplo, tercera, cuarta, quinta, etc.). Si la cuerda fuera lo suficientemente larga, podríamos darnos cuenta de que, en algún punto específico, estos tonos empezarían a repetirse en diferentes octavas. Así, todas las relaciones armónicas occidentales pueden ser expresadas como fracciones de un denominador común: el eje singular del monocorde.
“Para los científicos que estudiaban la raza”, esta dependencia de un eje singular —y no en el binarismo nosotros/ellos, muy común en gran parte del pensamiento racista— significaba que “el cuerpo negro podría ser medido en la misma escala que el blanco” (Hight, 2003, p. 4). En la teoría poscolonial, la teoría feminista y la filosofía continental, los modelos que se orientan sobre la diferencia y hacen énfasis sobre conjuntos binarios nosotros/ellos son un método muy popular de analizar y explicar relaciones de privilegio y marginalización. Si bien el paradigma de la diferencia puede ser bastante apropiado para varios racismos contemporáneos, Hight plantea que el modelo armónico —el cual presupone igualdad (sameness), un denominador común— es más apropiado para analizar ciertos racismos más antiguos (aunque no por serlo hayan pasado de moda o estén ausentes de la experiencia contemporánea) de Occidente. (Efectivamente, siguiendo la hipodescendencia o la “regla de una gota”, la idea de que “una sola gota” de sangre no-blanca en nuestra línea ancestral determina nuestra raza como no-blanca, es una versión relativamente contemporánea de este mecanismo “armónico” de medida.) Como una medida de medidas o modelo mental, la armonía era la “configuración específica del sensorium y los conceptos” (Hight, p. 16) que facilitaba la construcción de una raza humana “armoniosa” compuesta por una escala de especímenes cada vez más consonantes y disonantes. Como lo explica Hight, de acuerdo con la fisionomista del siglo XIX, Mary Olmstead Stanton, los cuerpos podrían ser clasificados, ordenados y, por supuesto, evaluados de acuerdo a una rúbrica de armonía incremental. Los cuerpos blancos (por supuesto) evocaban la combinación más armoniosa o consonante de elementos. De acuerdo a Hight, la armonía funcionaba como el aparato conceptual organizador de discursos de música y raza (entre otros). Así, las maneras en que se entendían los cuerpos resonantes se convertían en patrones mediante los cuales los cuerpos racializados —y la posibilidad misma de conceptualizarlos como tales— eran clasificados, analizados y relacionados entre sí. Si bien nos ofrece introspecciones perspicaces sobre las maneras en que el pensamiento musical influye los discursos de raza, el análisis de Hight no interroga las maneras en que el discurso de raza influye el pensamiento y la práctica musical.
A diferencia de la versión de Davis, la cual describe múltiples discursos en relaciones multilaterales y multidireccionales, la intersección de Hight consiste en el flujo consecutivo de vías de un solo sentido. En efecto, el argumento de Hight propone que el discurso de la armonía precede en existencia a la categoría de raza y fue el contexto determinante en el que esta noción se desarrolló. En la medida en que las nociones de raza fueron más duraderas que la prominencia epistémica de la armonía, la raza se convirtió en una categoría independiente y distintiva por sí misma, pero solo tras haberse desarrollado a partir de una relación mutuamente determinante con esta noción de “armonía”16. La armonía falla como modelo para pensar en la relación entre música y raza (y género), ya que el tono/frecuencia es un espectro, un eje único en el cual las cosas que parecen mezclarse unas con otras son, de hecho, definitivamente separables y aislables. Pueden existir varios “matices” de A, como A440 y A442 (o A441, o A440.25, etc.), pero cualquier afinador electrónico decente puede localizar diferencias diminutas en tono/frecuencia. Aunque su crítica de la interseccionalidad está motivada por las mismas preocupaciones que la mía, la metáfora de la mezcla de colores de Michael Hames-García falla, en última instancia, por la misma razón por la que falla el análisis de Hight: el color, así como el sonido, es un espectro de frecuencias. En la siguiente sección explicaré las fortalezas y debilidades de la teoría de la mezcla de colores de Michael Hames-García, y luego ofreceré una metáfora alternativa para imaginar las relaciones coincidentes entre música, raza y género, basada en los dos sentidos principales del término “cocido” (reconfigurado y fijado a nivel molecular, por un lado, y adulterado y corrupto por el otro). Esta metáfora de “coincidencia cocida” captura adecuadamente tanto el estatus mutuamente constitutivo de la música, raza y género, así como demuestra la forma en que estos tres términos, al ser usados individualmente, se vuelven categorías “conjeturales”.
Coincidencia “Cocida”
Michael Hames-García plantea que las identidades sociales no se intersecan, sino que se mezclan como colores en una fotografía17. Esta mezcla —argumenta— representa la manera en que “las membresías en varios grupos sociales se combinan y se constituyen mutuamente” (Hames-García, 2000, p. 103). Si bien concuerdo con Hames-García en que las identidades sociales se constituyen mutuamente y que la idea de “intersección” no promueve una representación precisa de esta constitución mutua, tampoco creo que su modelo de mezcla de color lo hace18. Al decir que los colores se “mezclan”, Hames-García quiere decir que el carácter, dígase, el “color” (o matiz o tono) de una tonalidad es dependiente del resto de colores (y sombras, etc.) que lo rodean y de los cuales se compone. Por ejemplo,
El aspecto del amarillo no depende solo de su propia forma y densidad, sino también de la forma y densidad del rojo y del azul y de su posición en relación con el amarillo y entre sí. Por tanto, el amarillo junto al rojo se ve diferente del amarillo junto al azul (Hames-García, 2000, p. 103)
De acuerdo con Hames-García, la variedad de colores, tonalidades y tonos de una fotografía se producen unos a otros como tales, así como las identidades sociales se generan entre sí, en su coincidencia. Sin embargo, si se examinan la manufactura de fotografía, así como la física de los colores, en mayor profundidad (es decir, si se toma la metáfora un poco más literalmente), la metáfora de Hames-García colapsa y no representa a las identidades sociales de manera precisa. Las fotografías digitales impresas desde un computador están compuestas por varias mezclas de tinta roja, amarilla, azul y negra (asumiendo que se impriman sobre papel fotográfico blanco). Al contrario de la raza y el género, estos colores primarios (y el negro) existen realmente como fenómenos separados/separables. De hecho, la idea misma de “mezclar”, así como la intersección, implica la conjunción de dos o más cosas que estaban necesariamente separadas y eran independientes antes de ser mezcladas. Los colores primarios —rojo, azul, amarillo— existen realmente en forma “pura”. Incluso si tomamos la luz, en lugar de pintura o tinta, como nuestro medio de color, descubriremos que cada color del espectro es relativamente aislable y separable de los otros. (El hecho de que ni siquiera podamos percibir colores/frecuencias infrarrojas o ultravioletas sin asistencia de algún tipo, es evidencia de la separabilidad de los colores). De forma que si bien los colores que constituyen la luz son perceptibles únicamente tras un proceso de mediación (un prisma, gotas de lluvia, etc.) son, a pesar de ello, separables y, si no rígidamente distintos, significativamente separados. Separabilidad y priorización es exactamente lo que Hames-García piensa poder evitar con su metáfora de mezcla de color. Explica:
Aquí, el error crucial proviene de preguntar cómo las dos identidades separadas se “intersectan”, en lugar de partir de la presunción de constitución mutua. Esto es como suponer que uno puede tener esencias puras de azul y amarillo y que el verde no es más que la combinación de las propiedades de cada uno. Además de la cuestión de si el verde podría ser algo más que esto, plantea la cuestión de cómo determinar qué amarillo (o azul) representa el verdadero amarillo (o azul). ¿Amarillo (o azul) contra un fondo blanco o contra un fondo negro? Iluminado con mucho brillo o iluminado débilmente?(Hames-García, 2000, p. 104).
Mientras que Hames-García piensa que es imposible determinar de forma definitiva una “verdadera” tonalidad, matiz o color, esto es algo que los diseñadores comerciales y artistas pueden hacer sin pensarlo dos veces, todos los días, utilizando productos Pantone que los ayuden a determinar la frecuencia exacta de colores específicos. Pantone, una compañía norteamericana, determina lo que “verdaderamente” es cada matiz específico y reconocido de amarillo, azul, verde, chertreuse, limón Meyer, cobalto… cualquier color que uno pueda imaginar dentro del espectro visible para los seres humanos19. Escogen frecuencias específicas y les asignan códigos de identificación. Como el sonido, y no como la identidad, el color es un espectro medible y fragmentable al cual accedemos e interpretamos a través de varias formas específicas de medicación cultural y tecnológica (por ejemplo, la escala diatónica, la paleta Pantone, los modos Dórico y Jónico, etc.)20. El verde no es, como plantea Hames-García, una “mezcla” de amarillo y azul, sino un punto en el espectro en algún lugar entre los dos colores. Si bien diferencias sutiles en tonalidad o color no pueden ser percibidas por el ojo u oído humano no asistido, las diferencias no dejan de existir. Nada dentro de un espectro llega a mezclarse realmente: cada tonalidad, matiz y mezcla es perceptible como tal porque es una frecuencia precisa y específica de luz. De manera que la metáfora de Hames-García colapsa en este punto, puesto que podemos y, de hecho, especificamos colores con la claridad y certeza suficientes, de las que no gozan las descripciones de identidades sociales. Resulta irónico que lo imaginado por Hames-García como “intersección” a manera de “mezcla”, reduzca toda diferencia a un solo eje singular (o continuum) y, de esta manera, haga exactamente lo mismo que aquello que busca criticar.
Las identidades sociales no son puntos específicos en un continuum (como lo son el color y el tono)21. Las categorías de identidad —raza, género, clase, etc. — nunca existen realmente en forma “pura” y sin mezcla (sea antes o después de haberse mezclado entre ellas), y es imposible describir con precisión o analizar cualquier categoría de identidad aislándola de todas las otras. Grupos relativamente privilegiados —por ejemplo, mujeres blancas, hombres de clase obrera y hombres de color— han tendido a ser quienes establecen programas políticos y teóricos basados en identidad. Este es un argumento de Hames-García y me parece que tiene la razón22. Es por su relativo privilegio (blancura y/o masculinidad y/o burguesía) que los fundadores de movimientos basados en identidad no han tenido dificultad en ver la identidad alrededor de la cual se organizan en aislamiento de todas las otras identidades sociales. Las feministas blancas de clase media a la vanguardia de los movimientos femeninos de principios y mediados del siglo XX eran capaces de percibir erróneamente su género en aislamiento de su clase social y raza puesto que estas dos últimas identidades eran, en su caso, dominantes y, por ende, “normales” e “invisibles” (aunque siempre presentes). Esta es, sin embargo, una percepción errónea. Las categorías de identidad siempre existen en combinación, puesto que no persisten independientemente de las experiencias vividas por gente real y existente23. La metáfora de la “mezcla” no evoca una imagen de “partes” que sean, de hecho, separables y desenmarañables únicamente de manera heurística, y aun así a un costo (y tal vez considerable). A menudo se pueden extraer elementos de algo una vez que ya fue mezclado (aunque sea a través de la magia de Photoshop). La mayonesa se separa una vez que fue mezclada, así como uno puede recoger, cernir o centrifugar varios ingredientes de una masa o cualquier otro tipo de mezcla. Sin embargo, no se puede des-hornear una galleta (o un pastel, un croissant o cualquier preparación horneada).
Lo que sugiero es que experimentamos nuestras identidades corporeizadas como un todo inseparable (como las galletas horneadas), más que como una mezcla de partes aislables (como ocurre con masas mezcladas, pintura o tinta). Nuestras identidades están “cocidas” en los dos sentidos del término: por un lado, sus “partes” han desaparecido dentro de ellas y ya no pueden ser extraídas, y, por otro lado, son cocciones impuras, contaminadas y adulteradas que no son nunca idénticas la una a la otra. Esta “cocción” es el proceso químico/físico de la experiencia vivida. Nunca podemos regresar y analizar un estado o un sujeto previo y fuera de la historia y la experiencia, lo que sería análogo a una masa de galletas simplemente mezclada y cruda. El proceso de cocción/horneo induce cambios químicos en la composición de la masa de la galleta, transformándola en un producto terminado en el cual las estructuras moleculares de los ingredientes son transformadas en nuevas moléculas, cuyas composiciones y estructuras son el resultado de la interacción entre todos los ingredientes de la masa y el calor del horno. Los “ingredientes” de la galleta horneada se constituyen mutuamente como tales. Al degustar una galleta, podemos notar la presencia y el maridaje de lo que antes fueron ingredientes separados: mantequilla o margarina, vainilla, azúcar blanca o morena o miel de melaza, harina, sal, otros saborizantes (como la cocoa), nueces, chispas de chocolate, etc. Solo podemos sentir el sabor de estos ingredientes al estar juntos, en su relación de mutua-constitución. Esta interacción es aún más evidente en la textura de la galleta: la masa pegajosa se convierte en una galleta crocante, viscosa o con textura de pastel. La textura es el resultado de la fusión y/o reconfiguración de las estructuras químicas de los ingredientes: las galletas crocantes provienen de la interacción entre el azúcar, los huevos y la mantequilla, mientras que las galletas con textura de pastel usualmente son el resultado del uso de manteca en lugar de mantequilla. Se puede triturar una galleta, hacerla puré o digerirla, pero ni siquiera el proceso de digestión puede reconfigurar la galleta en harina, mantequilla, azúcar y huevos. De la misma manera en que no se puede hornear o digerir la harina, la mantequilla, el azúcar y los huevos hacia afuera de la galleta, no se pueden separar las categorías de identidad sin generar una comprensión y representación fundamentalmente erróneas de las mismas.
La coincidencia de la música, raza y género (o de las identidades sociales en general) es más aptamente descrita por esta metáfora de cocción que por otras metáforas de intersección o mezcla. Por el hecho de estar siempre-ya en un mundo, en un cuerpo, en un contexto y plataforma particulares, nuestras identidades siempre llegan “precocidas”. La masa, en la cual todos los ingredientes son aún separables y no han sido químicamente transformados, es equivalente al estado natural de Rousseau: un estado previo que solo puede conocerse sobre la base de inferencias que hacemos sobre él y basados en nuestras experiencias de sujetos “cocidos”. En nuestro mundo, los ingredientes que no se han transformado químicamente —categorías separables como la raza o el género— en realidad no existen. Cuando hablamos de ellas, de alguna manera y en cierto grado, estamos ofreciendo una representación errónea de nuestras experiencias. Las identidades sociales están, de esta manera, “cocidas” en el segundo sentido de la palabra: cualquier referencia a la “raza” como tal o al “género” como tal es siempre una mayor o menor representación errónea de la identidad social propia, mutuamente constitutiva y coincidente. Cada vez que separamos nuestras identidades sociales estamos “cociendo los libros”, por así decirlo, resaltando ciertos aspectos de una identidad en desmedro de otros. Este segundo sentido de “cocer” se desarrolla a mayor profundidad en la siguiente comparación entre la estructura y percepción de las identidades sociales y la estructura y percepción de la música procedimental.
“Itís Gonna Rain”
La teoría de Steve Reich de la “música procedimental”, en particular como se exhibe en sus piezas tempranas de cambio de fase (phase-shifting), es una metáfora útil, e incluso análoga, de la fenomenología de las identidades sociales24. Existen (al menos) dos características de la música procedimental de cambio de fase que también caracterizan con precisión la experiencia vivida de identidades sociales coincidentes: 1) la ausencia de una estructura formal de nivel macro que organice eventos de nivel micro y 2) la predominancia de relaciones indeterminadas e “irracionales” que tendemos a percibir únicamente cuando se fusionan y forman “hitos”.
Primero, la música procedimental se caracteriza por su falta de estructura integral y predeterminada. Las obras procedimentales no tienen una forma predeterminada porque el propósito de una obra de este tipo es dejar que el procedimiento se revele por sí solo con el fin de observar los “patrones inesperados resultantes” que de él emergen (Schwartz, 1981, p. 387). La estructura general y de gran escala de una pieza evoluciona o emerge de una secuencia de eventos a escala micro. No hay relaciones causales en esta serie: ningún evento auditivo proviene de un evento previo ni de un plan integral para la pieza. En su lugar, eventos auditivos a escala micro generan la lógica de la pieza. En términos de Reich, los procesos musicales “determinan todos los detalles nota a nota (sonido a sonido) y la forma general simultáneamente” (Reich, 2004, p. 304). Como lo explica K. Robert Schwartz, “para Reich, la estructura no podría ser el marco que daba soporte a una fachada de sonidos, sino que el sonido y la estructura debían ser idénticas”. Tomemos el ejemplo de la primera pieza de cambio de fases de Reich, “It’s Gonna Rain”. En esta pieza, Reich repite en bucle un fragmento de sonidos encontrados (un extracto del sermón del pastor callejero de San Francisco Hermano Walter acerca de Noé junto con el sonido de un ave agitando sus alas en el fondo, fragmento que Reich grabó en Union Square en 1964), y graba dos cintas exactamente iguales con estos bucles. Las cintas son colocadas en dos reproductores idénticos y empiezan a repetir una y otra vez, al unísono, las palabras “It’s gonna rain” hasta que eventualmente, debido a pequeñas variaciones de velocidad de los reproductores, las cintas pierden sincronía, muy gradual pero incrementalmente. “Mientras el proceso de sincronización progresa,” Schwartz explica, “configuraciones polirrítmicas nuevas e inespeperadas, las combinaciones armónicas resultantes y los patrones melódicos evolucionan, ya que los dos canales de la cinta cambian constantemente su relación entre sí” (Schwartz, p. 384). De manera particular, en las piezas de fases de Reich que utilizan cintas de grabación, el comportamiento impredecible e irregular de los reproductores de cinta hace que sea imposible predecir con exactitud la manera en que se desarrollarán los “detalles nota a nota”: no hay una lógica o regularidad (como, por ejemplo, en las fases de las plumas limpiadoras de parabrisas). En otras palabras, una pieza procedimental no cuenta con una estructura integral porque la evolución de la pieza a escala micro, hasta cierto punto, aleatoria. El incremento gradual de velocidad de una cinta no se da a una tasa consistente: no tiene ni tempo ni patrón rítmico medido o medible.
Puesto que la tasa de cambio de velocidad de reproducción de una pieza de fases es tan inconsistente como gradual —muy gradual— la mayor parte de la pieza consiste en relaciones “irracionales” entre las dos cintas. Ahora bien, los cambios de fase no ocurren en intervalos fácilmente reconocibles: no se suprimen en intervalos de nota de 30 segundos (o intervalos de octava nota, o cualquier intervalo regular y medible), sino que se acelera gradual e irregularmente. La mayor parte del tiempo, las cintas se encuentran en algún lugar entre intervalos reconocibles de tiempo: se perciben fuera de sincronía, pero esta “desincronía” no tiene un ritmo asignado. Esta es la manera más destacada en que una pieza de cambio de fase difiere de un canon o de un canon circular: en estos formatos las voces o los sujetos (en una fuga), están separados por intervalos regulares. En una pieza de fases, la mayor parte del tiempo las voces se encuentran en medio de intervalos reconocibles: no suena como si siguieran un patrón, sino como galimatías. Sin embargo, existen breves momentos en que las voces se juntan y forman una relación reconocible. Como explica Paul Epstein:
Durante la sincronización, el oído identificará ciertas situaciones de hitos discretos: la división de un unísono, la duplicación del tempo en el punto medio. Aunque es evidente que se ha llegado a todo esto gradualmente, el oído los identifica solo dentro de un estrecho margen de error, y esto produce una sensación de cambio abrupto ... En tales casos, la discontinuidad es puramente perceptiva, así que el cambio real es simplemente uno de grado (Epstein, 1986, p. 498).
Las identidades sociales discretas son como las “situaciones referenciales discretas” en una pieza de fases. Vemos estas “situaciones referenciales” (es decir, identidades sociales separadas) como situaciones individuales, únicamente por nuestra costumbre de percibirlas de esta manera. Hay un punto en el cual percibimos la “raza” o el “género” como la característica más prominente de una experiencia, pero esto se da únicamente porque esta configuración específica de eventos ha llegado a una disposición de elementos que pre-identificamos como una “situación referencial”. Pero estas situaciones referenciales no son realmente —en la experiencia— situaciones referenciales o hitos. Tendemos a percibirlas como puntos determinados (de hecho, Reich usa el término “racionales”) en lo que es en realidad un bloque de sonido indeterminado e indiferenciado (aquí Reich usa el término “irracional). La mayor parte de una pieza de fases consiste en aquellas partes indeterminadas o “irracionales”, las partes “racionales” son transitorias. Deberíamos imaginar a las identidades sociales de la manera similar: las relaciones entre ellas son indeterminadas e “irracionales”. En el caso de las identidades sociales, tendemos a interpretar estas “situaciones referenciales” o “hitos” transitorios y momentáneos como una representación de la totalidad de la experiencia, cuando, en realidad, son cualquier cosa menos una representación. Las identidades sociales no se enfocan con claridad —sea individualmente o en relación entre ellas— puesto que no están separadas ni son separables.
Nuestros cuerpos no están racializados o género-asignados, es decir, nuestra experiencia no está compuesta de acuerdo con una lógica predeterminada de raza, género o cualquier otra identidad social: no somos más que los detalles consecutivos, las experiencias de campo donde todo brota “irracionalmente” como en un caldo primordial o como células madre indiferenciadas. La experiencia corporal es “irracional” o “indescomponible” porque, al igual que la música procedimental, no fue “compuesta” en una primera instancia. Una composición tradicional organiza entidades fijas (como el tono, ritmo, etc.) en relaciones determinadas y regulares entre sí. En piezas procedimentales, las relaciones y patrones son generados por la ejecución de la pieza. Nuestras identidades sociales son los “inesperados patrones resultantes” (Schwartz, 1981, 387) de nuestra interacción repetida —aunque constantemente evolutiva— con los ambientes sociales y materiales que nos rodean. “Componemos” lo que entendemos —tras reflexión— como nuestras identidades sociales, a partir del nivel micro del desenvolvimiento de nuestras experiencias en los cuerpos particulares que poseemos, habitando nuestros contextos específicos. Puesto que cada vida individual despliega una secuencia diferente de “detalles consecutivos”, no habrá una consistencia exacta entre los “patrones inesperados resultantes” que surgen de la experiencia de vida corporal.
Puesto que imponen regularidad y consistencia a través de instancias y poblaciones, categorías amplias como la raza o el género resultan estar “cociendo” o pasando por alto/representando erróneamente tanto la estructura como la fenomenología de la identidad social. De la misma manera en que las “situaciones referenciales” o ”hitos” en una pieza de cambio de fases son tan solo momentos breves y no-representativos dentro de una obra —la cual es, por lo demás, irregular e ilógica— los ingredientes separados que forman una masa de galleta no representan la composición de una galleta ya horneada. Corpóreamente, las identidades sociales se comportan de forma análoga a las piezas procedimentales: no preexisten y determinan la experiencia, sino que son los “patrones inesperados resultantes” que, tras reflexión, abstraemos de la experiencia.
Estos patrones, por sí mismos, varían de una ejecución artística a otra, e incluso de un momento a otro momento dentro de la misma ejecución. En particular relevancia a mis propósitos en este texto, estos patrones se materializan como resultado de la interacción de elementos que no existen de manera independiente del desenvolvimiento de la obra, sino que son ellos mismos generados por él.
Tras esta excursión a través de la identidad social y la música artística avant-garde, vuelvo a reflexionar sobre la música popular.
Lo elevado y lo común o lo serio versus lo pop 2.0
El problema de la naturaleza/cultura parece retornar siempre a una disputa del dominio de la cultura seria, o lo que es “apropiado” para un grupo específico, sus prácticas y su canon. Al analizar el rol que la música ha tomado en la teoría poscolonial, se hace imperativo enfocarse en músicas populares o músicas jerárquicamente opuestas a formas de creatividad y/o expresión “serias” o “auténticas”. Puesto que los discursos sobre la música, raza y género se constituyen mutuamente, cualquier aseveración sobre lo que es “real” y lo que es “falso” o superficial en la música es también una aseveración sobre los tipos de personas a las que se les adjudica la mayor credibilidad epistémica y privilegio social.
Resaltando que la intelligentsia negra asociada con el Renacimiento de Harlem “tendía a tratar esta música como un arte popular primitivo que debía subir al nivel de arte elevado para ocupar un lugar como un elemento significativo de la cultura afroamericana” (Davis, 1998, p. 149), y, consecuentemente, que su “esfuerzo por afirmar una identidad afroamericana y la conciencia de raza era, en el mejor de los casos, ambiguo, impregnado de las contradicciones que emanaban de una aceptación acrítica de los valores culturales elitistas” (p. 153), Davis señala la implicación primordial de una aseveración (como la mía) que señala, a su vez, los fundamentos racistas, (hetero) sexistas, clasistas y eurocéntricos de los valores estéticos tradicionales de Occidente. En esta instancia particular, clase, raza y género se intersecan para producir una situación en la cual la obra de William Grant Still —un compositor masculino de entrenamiento clásico con una vida relativamente burguesa— es vista como un ejemplo de “arte” más “auténtico” que las obras de mujeres-blues de clase obrera. Si los criterios mediante los cuales distinguimos el arte del kitsch (o, incluso, en términos de VH1, lo “gloriosamente malo” de lo absolutamente insípido) reflejan varios sistemas intersecantes de privilegio social, político y económico, entonces, ¿cómo emitimos juicios (en esta instancia) acerca de la música que se resiste a reforzar estos polémicos sistemas de privilegio? Davis (p. 163) plantea la pregunta en estos términos: “¿Cómo podemos interpretar… con y contra (énfasis añadido)?”.
Al “trabajar con” lo que estaríamos tentados de condenar como superficial, común o vendido, nos damos cuenta de que la música como mercancía es popular precisamente porque es placentera para mucha gente y de una manera muy real. La música, puesto que se interseca con ideologías y experiencias de raza, clase, género y sexualidad, es una tecnología del Yo: es decir, forma nuestros deseos fisiológicos y psíquicos. Por consiguiente, la fuerte habilidad que tiene la música para producir afecto (sea placer o desagrado) proviene de su coincidencia con los múltiples sistemas de privilegio dentro de los cuales nuestras identidades son articuladas y vividas; en otras palabras, la música trabaja con la raza, género, clase y sexualidad para producir y reforzar tanto los límites del Yo (es decir, la identidad) así como las jerarquías sociopolíticas a través de las cuales emerge dicho Yo. Al emitir juicios acerca de una pieza musical, uno debe estar consciente de lo que es —de manera precisa— aquello que está juzgando: no la “música en sí”, sino un conjunto completo de fenómenos que interactúan y llegan a constituir —y ser, a su vez, constituidos— por estructuras musicales. Además, al aseverar algo acerca de la música —si es “buena música” o “mala música”, “música seria” o “música trivial”— también se está emitiendo un juicio sobre lo que es ”auténtico” y lo que es “falso”, lo que es valorado socialmente y lo que es socialmente marginalizado.
Esto no significa que debamos dejar de emitir juicios musicales y adoptar una posición relativista pueril. Todos los días e inevitablemente —me parece— emitimos juicios sobre música “buena” y “mala”. Sin embargo, como lo he argumentado, es engañoso llamarlos juicios “musicales”, puesto que aquello que está siendo evaluado es un conjunto completo de relaciones y fenómenos coincidentes, no solo estructuras musicales. Jason Lee Oakes (2004, p. 62) plantea que así como la “buena música” no tiene un contenido positivo, “la categoría de ‘música mala’ es producida, entonces, en la interacción entre el discurso y el sonido musical... la mala música nunca podría identificarse únicamente en referencia a sonidos por sí mismos”. De manera que al emitir juicios acerca de la música, es importante no hacerlo de mala fe: la “mala fe” implica querer hacer pasar sus propios juicios como “puramente musicales”; no admitir que las aseveraciones emitidas sobre las estructuras musicales son también aseveraciones sobre identidad y valores sociopolíticos. La raza, la etnia y la nacionalidad, en su coincidencia con género, sexualidad y clase, no son factores externos que pueden ser expresados o representados por la música; en su lugar, por medio de la disputada relación entre lo que ha sido llamado, a su turno, esencialismo y pluralismo, expresión y convención, lo material y lo social, estos discursos coinciden con aquellos que rodean el estudio y práctica de la música, de manera que, en su coincidencia, los conceptos y experiencias de “raza” o “música” se cristalizan en las configuraciones en las que los encontramos hoy en día.
Habiendo discutido en pos de la coincidencia “cocida” de cuerpos resonantes, racializados y generizados y el estatus conjetural de la identidad social, mi modelo de coincidencia “cocida” nos exige pensar en un estado impensable: es decir, un estado en que “raza”, “clase” y “género” están separados sin estar separados. Debido a las exigencias de la epistemología y el lenguaje, es imposible no concebir distinciones conceptuales entre ellos: necesitamos distinciones analíticas entre raza, clase y género para poder siquiera pensar en los fenómenos que pretenden representar (aunque fuera erróneamente). De manera similar, en el discurso de Rousseau sobre el origen de la desigualdad, el autor descubre que debe usar un término —naturaleza— que es, en sí mismo, imposible de comprender. Es así que se manifiesta a favor de una versión conjetural de la Naturaleza, una representación errónea pero necesaria de un fenómeno del que nunca podremos tener un conocimiento preciso, pero que es esencial, de todas formas, para poder entender los problemas políticos actuales. Al leer las aseveraciones de Rousseau acerca de la versión necesariamente conjetural del “estado de naturaleza”, junto con sus tempranos escritos musicales, argumento que, al contrario de la lectura de Derrida, la propuesta de Rousseau de una unión original de la música y el lenguaje no es una metafísica de la presencia, sino que es, precisamente, una prueba de que las purezas inmediatas, como el estado de naturaleza, son ficciones. Así, si bien necesitamos un concepto de “naturaleza” y un cuerpo para entender nuestra condición actual e intervenir políticamente en ella, esta explicación no debería ser una esencia estática usada para hacer apelaciones normativas y reaccionarias, sino un concepto flexible y adaptable a cambios en tareas y contextos. O, dicho en términos de teoría no-ideal, debemos dar cuenta del cuerpo como una materialidad historizada. Al iniciar un análisis a partir de lo ”fáctico“, en lugar de lo ”ideal”, no podemos ignorar la complejidad de aquello que se presenta a nosotros en forma de, por ejemplo, un cuerpo “fáctico”, y la medida en la cual lo “fáctico” es un estado del cual nos distanciamos durante el examen mismo que hacemos de ello. Mientras más discutimos acerca de raza, género, clase y sexualidad, más dependemos de términos individuantes que ocultan la naturaleza conjeturalmente coincidente de estos fenómenos. post(s)
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Notas
Información adicional
Cómo citar: James, R. (2018). Sobre la música popular en la teoría poscolonial. (Anamaría Garzón y Esteban de los Reyes, trad.) En post(s), volumen 4 (pp. 26-72). Quito: USFQ PRESS.
Sobre el texto: “Acerca de la música popular en la teoría poscolonial” es una traducción al castellano de “On Popular Music in Postcolonial Theory”, que corresponde a la primera parte del capítulo 1 del libro The Conjectural Body. Gender, Race, and the Philosophy of Music, de Robin James, publicado en 2010 por The Rowman & Littlefield Publishing Group. El Comité Editorial de post(s) agradece a Robin James y a su editorial por autorizar la publicación de esta traducción.