La empresa y la era del cambio: una nueva mirada para sobrevivir

Juan Jacobo Velasco

Economista y cientista político. Columnista de opinión en el diario HOY.

velascoj@oitchile.cl

La sociedad del siglo XXI está cambiando a la velocidad de un click, y esos cambios se retroalimentan en varias tendencias que confluyen en un espacio muy particular: las empresas. Estas tienen que adaptar su mirada para dejar atrás un enfoque cada vez más obsoleto, que se circunscribe estrictamente al giro del negocio, para extenderlo hacia sus trabajadores y hacia la sociedad. Ese, hoy en día, constituye el desafío principal de la acción empresarial. Este ensayo busca reflexionar sobre este desafío desde un insiding sobre lo que las personas estamos experimentando a la hora de revalorizar el trabajo como fuente de realización, conectando esta tendencia con la necesidad de las empresas de repensarse a partir de los nuevos y viejos paradigmas.

Come, reza, ama… y trabaja

En algún momento de nuestras vidas nos vemos obligados a recapitularla, al alero de una crisis existencial gatallida por una pérdida, la sensación de vacío, un incidente que rememora viejos fantasmas. En esos momentos empezamos el arqueo de esa caja que son las actividades que nos configuran como personas. Las cuentas dan para todo, pero generalmente percibimos que el saldo es negativo, y en no pocos casos que estamos en franca bancarrota. La palabra cambio aparece como un horizonte de felicidad garantizada. Se puede hacer un stop para empezar a buscar el sentido de la vida y a dar un giro radical en esa búsqueda, como lo sugieren la novela y la película homónima "Come, reza, ama" (CRA). Pero para la mayoría de personas la combinación familia-obligaciones-cotidianidad corta las alas y los intentos.

Creo que el mensaje de CRA no es el invitar a dar la vuelta al mundo buscando la iluminación, un viaje reservado para el grupo VIP ontológico. Se trata, más bien, de reencantarse con aquello que por el ejercicio de lo cotidiano ha ido perdiendo valor, rescatando el sentido y la importancia de palabras como conexión, placer y retribución en lo que nos alimenta física, emocional y existencialmente. Es dar paso al disfrute de lo que hacemos.

Siempre me han inspirado quienes expresan profunda felicidad en su trabajo. Y no hablo solo de ejecutivos, gerentes o profesionales exitosos. Sino de todo tipo de oficios y actividad. Esos que te reciben y te despiden provistos de un aura especial que los proyecta hacia nuevos objetivos. Los hay desde los puestos de limpieza, como choferes de buses, o como jefes o ayudantes de pequeños y medianos negocios.

Existen muchos instrumentos articulados para tratar de encontrar -o guiar en la consecución de la fórmula mágica sobre la felicidad en el trabajo. Desde la encuesta que quieren marcar un perfil de realización -muy comunes en las planas ejecutivas- pasando por las orientaciones y seguimiento que abarcan múltiples planos de vida, institucionalizados en el coaching. Pero, en mi opinión, es mucho más complejo porque estructuralmente nuestra sociedad no está pensada PARA la realización en el trabajo.

Me explico. Es evidente que falta un vínculo más estrecho entre la educación y el trabajo, que se expresa claramente en el descalce entre oferta y demanda de profesionales y oficios, en la poca pertinencia entre las características de los estudios y las posibilidades laborales y, dentro de la vida laboral, en la ausencia de formación en capacidades relacionales, que son las que marcan la calidad del trabajo en lo cotidiano. Sumado el aspecto ambiental -la calidad de la gobernanza mejora o empeora la economía y los trabajos- tenemos muchos factores que en su génesis atentan contra la satisfacción laboral.

Hace un par de años asistí, en calidad de moderador, a un panel sobre el nuevo marco maestro para el sistema de capacitación en Chile, del que su versión ecuatoriana es una copia al calco. Este sistema -que se financia por la vía de las franquicias tributarias- está siendo rediseñado para imbricar la oferta de capacitación con la demanda de las empresas, privilegiando el concepto de desarrollo de competencias, en el que se empodera a los trabajadores en habilidades duras (técnicas) y blandas (relacionales), que permitan no solo conocer y hacer mejor las tareas, sino ejecutarlas en un clima de cooperación.

Dos cosas llamaron poderosamente mi atención. La primera está relacionada con la visión de la educación como algo permanente que debiera enfocarse en el mundo laboral. Es ahí donde decanta todo lo aprendido en el ámbito educativo formal y en otras fuentes de educación (familias, por ejemplo). En ese sentido, existe una especie de espacio en blanco entre el ámbito de la formación y los requerimientos prácticos que se necesita como prerrequisito para trabajar. El segundo aspecto tiene que ver con la importancia cada vez mayor de las habilidades blandas o relacionales. Según los datos de capacitación en Chile -que son extrapolables a la mayoría de países de desarrollo medio o alto- el 70% de la demanda total de capacitación apunta a las habilidades relacionales (cómo comunicarse efectivamente, escucha activa, comprender mejor los mensajes, etc.), mientras que el 30% restante es formación técnica.

El rediseño de los marcos de capacitación en los países enfatiza la actitud más activa que la educación requiere, así como un perfil afincado en lo laboral. Son cada vez más claros los espacios que le competen a los diferentes actores sociales en el armaje de la mancuerna educación-trabajo. El Estado debe estructurar una adecuada tipología de perfil profesional y de habilidades requeridas para este perfil, para que tanto la educación formal como la capacitación laboral se conviertan en puentes aptos. Las empresas deben estar abiertas a profesionalizar sus perfiles laborales, y el sistema de educación, en su integridad, debe apuntar la mira al desarrollo más amplio de habilidades acordes a las necesidades específicas del mercado laboral.

Uno de los ámbitos en los que se evidencia este desencuentro guarda relación con la situación laboral de los jóvenes en Ecuador y el resto de América Latina. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la tasa de desempleo juvenil (generalmente comprendido entre 15 y 24 años) en la región es entre 3 y 4 veces las tasa de desempleo de los adultos. Esta ratio es alta, si se piensa que uno de los éxitos para contener la participación de los jóvenes en el mercado laboral ha sido la universalización de la educación obligatoria. Si, más allá del desempleo juvenil, se considera a otro grupo todavía más vulnerable, conocidos como NINIS, jóvenes que no estudian ni trabajan, y que no son desempleados sino inactivos (es decir, que no buscan activamente formar parte del mercado laboral) porque se desalentaron ante la pérdida de oportunidades, el fenómeno es mucho más amplio, complejo y estructural.

Ya sea como desempleados o como NINIS, un grupo cada vez más numeroso de jóvenes está perdiendo la oportunidad de incorporarse en el mercado laboral y de acumular capital humano y experiencia. En parte, esto evidencia la falta de oportunidades para este grupo por un descalce entre lo que se estudia y las oportunidades de insertarse en el mercado laboral en función de estas calificaciones. Por otro lado, el escaso diálogo para que se incentive el vínculo del "aprender haciendo", particularmente a través del sistema de prácticas en la industria, tan extensivo y exitoso en países como Alemania. Y, finalmente, por una impronta cultural que desvaloriza a los oficios o a la educación técnica no universitaria, por considerarlos poco profesionales.

En el Ecuador existe un espacio enorme para avanzar en la materia, por los déficits estructurales del sistema educativo. La reciente caracterización de la situación de la educación universitaria en el país, confirmó la percepción de que sigue un proceso de desmejora en su calidad. A ello se añade algo tan grave como que la acumulación de investigación, que debiera ser el producto universitario estrella y el émbolo para que se generen procesos productivos más eficientes, es escasa. Ecuador destina a investigación y desarrollo (ID) cerca de 0.1% del PIB ($ 40 millones), una cifra muy baja si se compara con los líderes regionales como Brasil (1% del PIB), Chile (0,6%) y Cuba (0,6%), y ridícula si se toma en cuenta a los países desarrollados, que invierten entre 1% y 3% de su PIB. Es decir, el perfil educativo ecuatoriano es malo. Pero el perfil educativo enfocado en las respuestas pertinentes a los problemas, a través de la investigación, es todavía peor.

En América Latina en general -y Ecuador sigue la norma- la mayor parte de la inversión en ID es estatal, con entre el 50% y 60% del total, lo que implica una lógica distinta a la que se observa en los países de la OECD, donde la mayor proporción de ID es privada. Hay responsabilidad en la empresa privada nacional, que se convierte en una simple replicadora de tecnologías. Pero también hay culpa en el Estado, que no ha promovido suficientemente que los resultados en investigación puedan generar opciones productivas mejores, a través de nichos específicos o de innovaciones en los sistemas productivos existentes.

El problema es la falta de puentes idóneos entre lo público y lo privado. Las universidades -como lo demuestran las experiencias exitosas tanto educativas como de desarrollo de ID- deben ocupar ese espacio. Pero deben hacerlo con una estructura apta. La inversión en ID no es un problema ideológico o de mercado sino de subsistencia de los países en el largo plazo. Lo mismo corre para educación enfocada en lo laboral. No solo pensando en las estrategias productivas sino en la capacidad de repensarse para encontrar una opción, cuando no existen a la mano, o una solución mejor a las que se tienen, cuando estas son probadamente ineficientes.

Repensando la competitividad y el efecto de un patrón organizacional

Dentro de la infinidad de rankings existentes, uno llama la atención por la suerte de impronta tautológica y el núcleo teórico que conlleva: el ranking de competitividad global preparado por el Foro Económico Mundial (FEM). El ranking es una suerte de benchmark que compila indicadores que muestran una estructura socioeconómica y cómo esta genera una diferenciación en la economía mundial. En muchos sentidos, esta parametrización resume todo lo que se aprende en la escuela de economía sobre la sostenibilidad a largo plazo. Hemos llegado a un punto de la historia en el que la diferencia no se marca por las ventajas comparativas sino por las competitivas. Y estas dependen de un conjunto de factores que van más allá de lo estrictamente económico y se sitúan en la esfera macroinstitucional, cultural y social.

Si no fuera por estos factores, no se podría entender por qué los mismos países tienden a ser clasificados de buena o mala manera, con ciertos espacios para mejorar/empeorar en casos puntuales, sobre la base de ajustes económicos, pero también sociales y políticos, que dejan huella progresivamente, como en los casos de China y Zimbawe. Otro aspecto que llama la atención es que a la hora de hablar de competitividad, entramos en un campo caracterizado por un discurso reduccionista en donde pareciera que ser más competitivo tiene que ver con bajos salarios, menor protección social, facilidad de despido, bajos aranceles y, en general, un compromiso con el laisser faire del primer mercantilismo. Lo que claramente, frente a esa visión, queda como un sinsentido cuando los países que ocupan los primeros lugares del ranking del FEM se convierten en el contrafactual de polaridad distinta a la que muchos han definido como la panacea de la competitividad.

Los suizos son un ejemplo notable. El suyo es uno de los países más caros del mundo, sin salida al mar -lo que a priori dificulta su competitividad comercial-, en el que conviven cuatro lenguas distintas y sin prácticamente más recursos naturales que el inigualable paisaje alpino. Y, sin embargo, alcanzan a estar consistentemente entre las economías más competitivas, llegando a ubicarse en 2009 y 2010 como el número uno del ranking. Eso es sorprendente para cualquiera que no haya visitado, vivido o trabajado en la confederación helvética. Pero, para el resto, no. Recuerdo que en mi primera visita me llamaba la atención cómo, en la calle, frente a un puesto de paninis, los suizos podían conversar en cuatro idiomas distintos con una versatilidad impresionante. Cómo la hora marcada por los buses, ferries o trenes era respetada como un contrato ineludible. Cómo se les podía hacer preguntas y las respuestas a esas preguntas conllevaban, independientemente de quién respondiera- la mejor solución posible. Y no solo eso: aún recuerdo acompañar a un amigo a buscar un regalo para su hijo. El vendedor escuchó con atención su requerimiento y le ofreció un producto que no era el más caro, sino el que duró más y se acopló mejor a lo que pedía. Suiza es el mejor ejemplo de lo que significa, a la postre, la competitividad: confianza y versatilidad. Es aceptar y acoger institucionalmente las diferencias, establecer un código común -la credibilidad- en el que la sociedad está comprometida y establecer un núcleo cultural que el resto de sociedades que se relacionan con ella valoran.

Siguiendo esta mirada a las sociedades más productivas, vale retrotaer una experiencia laboral y personal que me marcó. Conocí a dos japoneses de la embajada nipona en Santiago, quienes querían profundizar su conocimiento sobre el mercado laboral en Chile. Los cité para almorzar comida japonesa en un local muy parecido a los miles de minúsculos restaurantes del centro de Tokio, en donde la gente come sentada frente a barras en las que se comparte la salsa de soya y el wasabi. Primera sorpresa: los japoneses tenían registrado en su cabeza -Google Earth mediante el restaurante. Pero no el que sugerí, sino uno más amplio y formal que estaba como a 300 metros y que, por obra y gracia de mi sempiterno despiste y lo poco notorio del lugar, nunca me percaté que existía. Ellos prefirieron ir allá para conversar más cómodamente del tema que nos abocaba. Durante esa hora y media a duras penas pude almorzar, porque sentí que -con una agenda de preguntas escritas en kanjis- me exprimían el cerebro con una agudeza y diplomacia que jamás pensé que existiera en un funcionario público. De cualquier país.

Hace mucho empecé a leer literatura japonesa o relacionada a Japón. Ese gusto condujo a una segunda reunión, fuera de horario de trabajo, con Iván (sansei peruano japonés) y Setsuko. Por la literatura descubrí que la transición del Japón produjo un cambio dramático del estilo de vida de la isla. Mis contertulios reafirmaron un aspecto muy notorio: la competitividad relacionada con una compulsión social por hacer bien las cosas. Sumado el sentido del honor, se entiende por qué funcionarios de bajo rango de cualquier ministerio pueden quedarse a trabajar pasadas las 10 de la noche varias veces a la semana. O que existan avales solidarios de créditos para pequeñas y medianas empresas y que, en ese caso, nadie quede en mora.

Esta experiencia es interesante porque generalmente hablamos de los modelos de gestión y de las políticas públicas en abstracto: las personas son datos y los conjuntos de personas son empresas o entidades sociales con unos comportamientos con tendencia a la homogenización. Pero detrás hay visiones de vida y valores sociales acendrados que son los que determinan los modelos de sociedad y de gestión. El modelo japonés de empresa, y su equivalente estatal, son exitosos porque responden a la lógica nipona, con unos valores específicos que permiten que el sistema se construya y articule exitosamente. Existen imperfecciones que les pasan la cuenta (modelos autoritarios que chocan con la visión de una democracia) pero que se autorregulan, como ocurrió con el reciente resultado electoral en ese país.

Después de la cena me quedé pensando en el Ecuador y en una pregunta crucial: ¿qué valores y defectos sociales son los que determinan nuestro modelo de gestión o administración privada y pública? La respuesta, me parece, es la piedra angular para entender muchas cosas: por qué los modelos que importamos a nivel privado o público no funcionan o por qué existe una percepción de que en realidad necesitamos esquemas de poca participación -aunque en el discurso la apoyemos- y gestiones más autoritarias. Si revisamos los modelos de gestión estatal o seccional "exitosos", sean del color que sean, el mensaje pareciera ser "ponte duro, ordena y has que te teman". Idem con mucha de la lógica con la que funcionan las empresas nacionales.

El problema mayor radica cuando se quieren imponer planes sin considerar aspectos culturales y valóricos, lo que se vuelve mucho más complejo en un entorno de amplia diversidad como el ecuatoriano. Modelos de gestión novedosos muchas veces no terminan de cuajar porque tenemos microsociedades -Costa-Sierra, Capital-Regiones- con maneras distintas de organización y reacción. Tratar de incorporar una visión (Sumay Kawsay) en el tinglado constitucional supondría conocer sus implicaciones, algo que queda limitado a un porcentaje pequeño de la población.

Creo que es muy importante comenzar a pensar en la generación de una visión organizacional ecuatoriana anclada en los valores existentes, pero sin imposiciones. El ejercicio es complejo por nuestra diversidad. Podríamos empezar por incorporar los valores de ciertas comunidades -el espíritu de conjunto, la corresponsabilidad entre sus miembros, las tareas comunes- que generan lazos especiales y pertenencia. Por otra parte, dado los distintos territorios y sociedades, los ecuatorianos -pregúntenles a los migrantes- nos adaptamos mejor a la diversidad. Algo que mejoraría con una dosis de tolerancia. Este último ingre

diente le corresponde incorporarlo a los actores políticos y sociales, empezando por la cabeza. De lo contrario, más que valores para incorporar en un modelo de gestión á la ecuatoriana, seguiremos sufriendo nuestras típicas migrañas revolucionarias.

El corazón de las empresas, su nuevo entorno y posibilidades

Hace un tiempo asistí a un curso de "Coaching". Había oído hablar lo significativo que les había parecido a muchos, en tanto intenta cambiar el centro de atención desde la estructura y el conocimiento técnico aplicado a las normas que rigen las actividades de las empresas, hacia los aspectos que marcan las percepciones, el comportamiento y el autoconocimiento de las personas que integran esas organizaciones. Ese cambio de paradigma tiene una lógica de alto impacto. Las empresas están cada vez más preocupadas de la inteligencia emocional de sus gerentes, que pueden ser muy solventes técnicamente, pero si no saben comunicarse, carecen de empatía y no son muy imaginativos a la hora de encontrar soluciones a los problemas, pierden oportunidades para la consecución efectiva de los objetivos y empeoran el clima laboral.

Me llamó mucho la atención cómo ejercicios aparentemente simples, en los que se cambian roles y actitudes a la hora de discutir cualquier tipo de tema, o actividades en las que se buscan soluciones y todos quieren hablar, pero no escuchar, evidencian los vicios que la construcción de nuestra personalidad genera. La escucha activa, la empatía y la desestructuración de paradigmas son valores escasos y, por ende, valiosos de desarrollar. También descubrí que esta es una industria creciente, en tanto las empresas relacionan mejores condiciones laborales y de comunicación con la creación de valor. Por eso destinan esfuerzos y mucho dinero para que sus gerentes reciban estas capacitaciones.

Estos esfuerzos son positivos y hablan de una aplicación orientada de la inteligencia emocional y de cómo funciona mejor en un entorno esencialmente cambiante. Pero el enfoque está destinado a quienes tienen el mando. Los ejercicios de empatía y escucha activa parecen no funcionar hacia más abajo, cuando la percepción de los obreros y empleados es otra: cada vez están más indefensos en tanto se separa la pertenencia contractual (tercerizadoras) del lugar en donde trabajan. Es verdad que hay servicios que no guardan relación directa con el giro del negocio. Pero cuando la subcontratación se extiende a operarios, secretarias e incluso puestos medios, y las empresas no pueden ponerse en la piel de sus empleados, entendiendo sus miedos y aprehensiones, de nada sirven los esfuerzos que se hagan arriba. Es necesario que las empresas entiendan que es bueno conectar inteligencia y corazón, pero que el núcleo de ese corazón lo forman todos, incluyendo los de abajo. Darse cuenta de ello va más allá de una Ley o sus reformas. Tiene que ver con saber escuchar a los otros, sobre todo a los sin voz.

El corazón de las empresas es más amplio que solo pensar en el capital que inició el negocio. Hoy en día, ese corazón, amén de los trabajadores de la empresa, abarca el sinnúmero de relaciones que tienen un efecto permanente en la cotidianidad y supervivencia empresarial. Las organizaciones son el ámbito en donde todos los fenómenos y tendencias de la actualidad -participación de la mujer, redefinición de los ámbitos de trabajo y familia, envejecimiento, efecto en el medioambiente, tendencias sociales reflejadas en los hábitos de consumo y de selección/rechazo de productos y servicios- inevitablemente se decantan. Esto puede ser extraordinariamente estresante y extenuante cuando la forma de funcionar de las organizaciones no adapta su mirada al ámbito más amplio que el meramente transaccional. No se trata de un asunto de sintonía fina obligatoria y políticamente correcta, sino de una darwiniana capacidad de interactuar y reaccionar ante un entorno mejor informado, que está construyendo sus valores en función de esa información y que, sea desde el hecho de comprar o movilizarse políticamente en función de un objetivo, está generando cambios sociales muy importantes.

Los hechos hablan por sí solos. El creciente mercado de los bonos de carbono es una de las múltiples expresiones en donde la preocupación por la destrucción de la naturaleza se manifiesta de manera institucionalizada y se relaciona directamente con las actividades de las organizaciones. Ni hablar de las especificaciones de productos y servicios que deben ser cada vez más amistosos con el medio ambiente. La Responsabilidad Social Empresarial (RSE) es un área que va adquiriendo rápidamente importancia a nivel de las entidades, que requieren de una herramienta para informar a su entorno de las iniciativas sociales en las que se observa el flujo comunidad-empresa-comunidad. También existe una mayor preocupación por las relaciones productivas, dado el escrutinio pormenorizado, tanto a nivel de la ciudadanía como de los gobiernos, de las cadenas de valor y su resultado (calidad de trabajo, empleo infantil, normas de salubridad, efecto en el medioambiente) que se expresa en el producto final.

En síntesis, estamos hablando de un accountability o rendición de cuentas que la sociedad le exige a las empresas de manera mucho más exhaustiva y que se expresa finalmente en la forma cómo se hacen los negocios. No considerarlo es sinónimo de extinción. Pero si se toman en cuenta, eventualmente pueden traducirse en grandes oportunidades. Estos ajustes implican adaptaciones que pueden ser muy beneficiosas. Voy a centrarme en solo dos tendencias para ejemplificar qué cambios sociales pueden ser interiorizados por las empresas ecuatorianas como una oportunidad para crecer.

Opción de Vida Sana

La primera tiene que ver con un fenómeno colectivo y mundial que podría sintetizarse en una "opción de vida sana" (OVS), que ha crecido exponencialmente en esta década, con un componente internacional que permitió exportar productos tradicionalmente ligados con el consumo local y reducir, con la internacionalización, drásticamente los costos marginales de producción.

Más allá de la discusión sobre si la etiqueta "light" es un fenómeno del marketing más que una opción genuina de las personas por vivir mejor, sentirse bien y tratar de sintonizar con una cultura del autocuidado, si uno lo ve en el conjunto, lo "light" se enmarca en lo segundo, una corriente amplia que incluye razones de salud, estética, compromiso medioambiental y equilibrio ontológico. El abanico es muy amplio y va desde una aproximación más superficial hasta opciones más profundas como lo orgánico y lo vegano. Todas estas facetas han tenido una expansión comercial inusitada que comenzó en los países desarrollados -donde dichos mercados se encuentran en una etapa más madura y consolidada luego de cuatro décadas- y ha entrado con fuerza en América Latina durante esta década gracias a varios factores.

Por un lado, la región ha visto aumentar sus ingresos, por la vía de la reducción de la pobreza y la ampliación de la clase media. En este inicio de milenio, a diferencia de lo que se constató entre los setentas y noventas, la pobreza se redujo -según la Cepal en más de diez puntos porcentuales- y la clase media creció otro tanto. Solo en Brasil, durante el gobierno Lula, se incorporaron 30 millones de nuevas clases media. La mezcla entre las ganancias generadas por el boom de los commodities junto con la focalización de las políticas públicas -una constante en la América Latina de esta década- tuvo una contraparte en la ampliación dramática del mercado regional. El efecto ingreso aumentó la demanda total y en nichos específicos como los de bienes y servicios de OVS.

A ello se suma que los consumidores están más informados. El fenómeno de la expansión de las exportaciones vitivinícolas argentinas y chilenas no solo se debe al mejor mercadeo y producción. Responde, también, a la señal que la palabra "antioxidante" genera en todos los que escogen entre un vino tinto y cualquier otra bebida alcohólica. Casi por ósmosis, las personas discriminamos entre los productos según su aporte nutricional, mejor impacto en salud o el efecto en la contaminación, con matices que dependerán de cuan informado esté cada quien.

Un tercer elemento tiene que ver con el crecimiento del comercio exterior en general. Este se ha duplicado en menos de dos décadas, reduciendo los costos de transporte, comercialización e internación. Si bien existe un núcleo principal de comercio, las ventajas de la escala han posibilitado nichos que, dado el crecimiento de los mercados internos, despiertan un intercambio que se visibiliza cada día más.

El Ecuador tiene una excelente oportunidad para afianzar sus posibilidades comerciales vinculadas con los mercados de OVS. Por ejemplo, me llama poderosamente la atención lo cara que es la quínoa en cualquier lugar del mundo, lo apetecida que es por su riqueza nutricional y la relativamente poca importancia que le damos en el Ecuador como producto de consumo y exportación. Me llama la atención que incluso en segmentos en donde no tenemos ventajas comparativas hemos abierto brecha … No quiero ni pensar en lo que puede pasar con aquellos productos en donde tenemos condiciones para ser competidores de clase mundial.

Oportunidades para retirados

La otra oportunidad tiene que ver una publicación de la International Living, revista especializada en adultos mayores, que hace dos años eligió a nuestro país como uno de los mejores destinos en América Latina para pasar los años de retiro para ciudadanos de Estados Unidos y Canadá. Las condiciones de clima, ambientales y el relativamente bajo costo de vida constituyen las razones para que nuestro país -y en particular la ciudad de Cuenca- encabece el ranking de esta publicación al analizarse las alternativas que ofrecen los mayores beneficios para los jubilados alrededor del mundo. El Ecuador supera en el ranking a México, Panamá, Uruguay, Costa Rica e Italia, países en los que tradicionalmente se han establecido industrias en torno a quienes han emigrado desde los países desarrollados por motivos de retiro.

La noticia no tuvo la repercusión del caso por una serie de hechos y mitos que aminoran, en la práctica, la esencia de esta buena nueva. Para el imaginario de los ecuatorianos la vejez implica pobreza. Basta ver la situación de nuestros jubilados -con pensiones de miseria, con movilizaciones que parecieran manotazos de ahogados y con la precariedad de sobrevivir gracias a la buena voluntad del gobierno de turno- para saber que el destino de los asalariados -en ese sentido, comparativamente "mejor" que los trabajadores informales-, terminada la vida laboral, es malo tirando a pésimo. Por otra parte, el país tiene la lectura propia de que es joven y está lleno de fuerza laboral. Es la percepción de lo que en términos técnicos se conoce como el bono de natalidad: los países con tasas de natalidad superiores al 2% tienen una base de demanda que se autosostiene y no necesita de otros grupos etarios (en este caso los ancianos) para crecer. Finalmente, leer los elogios y las condiciones resaltadas por International Living suenan a recordatorios de las capacidades que el país tiene pero que son opacadas por los problemas que se viven a diario: inseguridad, inestabilidad económica y política, entre otros.

A pesar de esta mirada más sombría, la noticia tenía un sustento práctico. Cuando se observa a los jubilados de otras partes se aprecia que sus pensiones son significativamente más altas que las de los ecuatorianos y constituyen un mercado importante, sobre todo para el desarrollo de servicios como salud, cuidado, alimentación y vivienda. Si bien es verdad que el Ecuador es un país joven, en el transcurso de las próximas tres décadas comenzará a registrar un cambio demográfico importante. Este, que es un fenómeno mundial -en Japón, por ejemplo, en 2020 el 25% de su población será mayor de 60 años- por efectos de la desaceleración de las tasas de natalidad y el aumento de la esperanza de vida, en el país se exacerba por causa de la migración: la mayor cantidad de migrantes son menores de 40 años, lo que provoca un aumento de la importancia relativa de los adultos mayores en la distribución demográfica de los residentes en el Ecuador. Si bien es cierto que vivimos en un entorno de inestabilidad e inseguridades, este se puede aislar bajo ciertas condiciones, como se observa en los casos de los proyectos inmobiliarios que se generaron para los jubilados europeos y norteamericanos en Panamá, Costa Rica y Uruguay. Lo más importante es que se mantengan las excelentes condiciones que son el imán para la venida de los jubilados.

A todas luces hay que despertar estratégicamente a una realidad que será cada vez más evidente en el país -el envejecimiento poblacional- y la posibilidad de explotar nuestras condiciones naturales para volvernos un destino apetecible para un mercado con capacidades adquisitivas y de demanda de servicios (como los antes mencionados) muy interesantes. Así como a mediados del siglo pasado la explosión demográfica de los baby boomers post Segunda Guerra significó el surgimiento de nichos e industrias que se expandieron para satisfacer la demanda inherente a los recién nacidos -algo que ocurrió con fuerza durante todo el siglo XX en América Latina y Ecuador- es el turno de esas mismas personas, que ahora son viejos, de levantar posibilidades de negocios. Para que nuestro país pueda aprovecharlo, tiene que dejar atrás sus prejuicios y abrirse a este "nuevo" mercado.

Conclusión

En síntesis, las empresas tienen que repensarse, primero, y redefinirse, después, en una era de cambio que las afecta. Este desafío nace del insiding sobre lo que las personas estamos experimentando a la hora de revalorizar el trabajo como fuente de realización, junto con cómo estamos reaccionando como sociedades y consumidores, lo que demanda un accountability empresarial. Este ejercicio es difícil, pero puede ser muy efectivo porque las empresas estarán más abiertas a su entorno, conectándolas con las tendencias que traen los nuevos paradigmas. Como se presentó en este ensayo, dos de esos paradigmas -la necesidad de desarrollar productos vinculados con lo que se puede denominar oportunidades de vida sana, junto al proceso de envejecimiento poblacional- pueden convertirse en excelentes oportunidades para el Ecuador, dadas las condiciones naturales del país. La gracia es que se trata de recursos 100% renovables: renuevan las oportunidades de negocio, el medioambiente y la lógica existencial desde la cual pensamos el mundo del trabajo.