Militante de Ruptura de los 25
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Tengo treinta y dos años, hace poco más de siete, dejé las aulas de la USFQ.
Viví, como muchos otros jóvenes, la situación de elegir erradamente, a mis dieciocho años, la carrera que seguiría. Salí del Colegio Alemán de Quito en el que estudié y el hecho de que las letras no daban de comer me sugestionó a buscar una carrera más lucrativa para estudiar.
Ya en el Colegio el bichito de la política me había picado. Fui electo Presidente del Consejo Estudiantil en mi sexto curso y con esta gestión había vislumbrado un camino deseado, pero hasta entonces no posible. Así fue que dejé que las razonables ideas de quienes sabían cómo llenar una billetera puedan con mis pasiones aparentemente ingenuas. Dos años traté de que esa idea de prosperidad personal cale dentro mío, pero esas pasiones por las letras, la filosofía, la sociología y la política fueron ganando camino. A mis veinte, un poco más maduro y con la certeza de que lo que amaba traía el riesgo de complicar el fin de mes, pero la posibilidad de la felicidad diaria, accedí al camino que hasta hoy sigo.
Y contar esto tiene el sentido de poner por escrito las razones que entonces me llevaron a optar por la política como opción de vida y las que aún hoy dan vueltas por la cabeza al haberla ejercido y vivir de ella.
Quiero entonces proponerles el siguiente esquema para una reflexión sobre la política que pretende caminar de la mano de la teoría y los pocos años de vida que llevo en esta senda. Para eso partiré de dos interrogantes y una discusión final.
Lo primero que viene a mi cabeza, cuando busco esta respuesta, es que la Política sirve para modificar las precondiciones de una sociedad que generan desigualdad, inequidad e injusticias entre sus pobladores. Pero claro, tras leer esta respuesta, no solamente que suena a "Alicia en el País de la Maravillas", sino que imagino que es la respuesta que, mil veces repetida por distintos interlocutores, ha justificado las mayores atrocidades al tiempo que los más provechosos cambios en las distintas épocas y sociedades a lo largo de la historia de la humanidad.
Es por eso que creo indispensable cotejar la teoría con mis razones personales de optar por la política.
Ya comenté mis tropiezos personales en la elección inicial de la carrera, pero ahora quiero decirles que esos tropiezos son los elementos más importantes que yo he vivido para construir el hombre que soy. Si me pregunto cuál fue el punto de inflexión que me llevó a poderme hoy considerar una persona satisfecha, creo que fue ese momento en el que salté al vació y en la USFQ opté por la carrera de "Artes Liberales". La Universidad no ofrecía y comprendo que aún hoy no ofrece, Ciencia Política como carrera, así que busqué aquella que más se acercaba.
En pleno vuelo, tras el salto antes mencionado, me encontré con que la política no era solo conocer la teoría del régimen de partidos, sino que en las distintas clases de literatura, historia o filosofía, encontré la verdadera respuesta a la primera interrogante presentada en este escrito. Arguedas, Vargas Llosa o Carlos Fuentes, con "El Señor Presidente", la historia del Dictador Trujillo en "La Fiesta del Chivo" o el maravilloso año 1968 para las revueltas estudiantiles de Paris, México o Praga en "Los 68" fueron matizando la respuesta. La política se hacía ya no solo para modificar ciegamente precondiciones, sino que, a partir de lo vivido en las distintas sociedades, todas las circunstancias respondían a momentos históricos predeterminados, -como me lo contaría el fantástico historiador Alain Rouquié en "La historia de América Latina"- es decir que no podían desconocerse como las vueltas en un camino ya recorrido. Esas posibles modificaciones debían, además, reconocer los fenómenos sociales que las provocaban -teoría básica de mi amada Sociología- y a nosotros los seres humanos nos entregaban parte de cada responsabilidad como un elemento de un sistema -Teoría Sistémica y Constructivismo básico-.
Era así que las soluciones a las inequidades, desigualdades e injusticias, no aparecían tan sencillas como un mago que llegaba y sacaba un conejo de un sombrero o un buscador de tesoros que llegaba con la gallina de los huevos de oro, para que esos cambios se llevasen a cabo.
Entre mis clases Universitarias del pregrado me encontré con un Ecuador y una América Latina que llenos de riquezas y matices complicaban la respuesta, y por eso, busqué en mis estudios posteriores una respuesta menos simplista. Así fue que, primero en Salamanca y luego en Madrid, intenté encontrar la sabiduría que guardaban los cientos de años de lucha por la igualdad, por el bienestar para la ciudadanía y por la generación de una ciudadanía crítica que había construido con los años el viejo mundo.
De allí, como de cada espacio en el que he buscado, vine con más preguntas que respuestas y con la certeza de que no encontraría manuales o procedimientos claros para las modificaciones y que los caminos por miles de líderes recorridos, serían un haz de luz para lo que yo mismo viviría poco tiempo después.
Así fue, que tras lecturas, estudios y películas, además de miles de historias compartidas con compañeros de aulas y profesores en tres Universidades distintas, creí que habría de dar otro salto y buscar las respuestas en la acción. Al fin y al cabo, comprendí en mi vida que el graderío brindaba la satisfacción ilusoria del cómplice invisible, pero el ruedo la certeza del que aun errando estaba en busca del camino.
Creo que se puede hacer política por dos motivos y dentro de ellos para dos objetivos grandes. Los motivos son porque tenemos algún pariente admirado que nadó en estos mares o porque sin progenie el individuo arriesga el cuello. Los dos objetivos, en el Ecuador y en todo el mundo: porque de verdad creemos en la posibilidad de la modificación de las precondiciones antes mencionadas o porque se busca llenar el bolsillo pronto.
Imaginemos la complicación de no optar por el billete y aun así jugar la partida de la política. Ahí sí los riesgos -si hablaríamos de riesgos/oportunidades en un emprendimiento cualquiera- son inimaginables. Tras una reflexión pragmática y egoísta, muy propia de nuestros tiempos, generaciones enteras de gente honorable decidió apartar su gusto por la política y dedicarse a cualquier otra cosa.
Por eso decidí hacer política. Porque no tenía parientes que me recomienden, porque el camino del fácil billete no era opción y porque como el primer salto al vacío en mi vida resultó en vuelo, debía apostarle al rojo -nunca mejor dicho por la apuesta ideológica que me guía- y porque en los lugares que yo dejaría sin ocupar estarían los otros, aquellos que medían el cargo por el rendimiento económico informal que les resultaba.
Además, tuve la suerte de que en mi período de licenciatura fui conociendo a muchos hombres y mujeres que soñaban lo mismo que yo. Así, ya sin estar tan solo, el camino sería más bacán, creía entonces y lo afirmo hoy: la apuesta menos alocada, y los errores menos garrafales, pues las decisiones en colectivo apuestan menos y aciertan más.
Fue así como formamos un grupo político que partió con la necesidad de que la memoria colectiva no se congele en la coyuntura y se repiense los entonces veinticinco años de democracia que hasta entonces vivimos. Otra razón por la que creo que se debe hacer política, es para generar debates colectivos sobre la historia de un país y así generar un espíritu crítico entre la población, para que decida convertirse protagonista de su futuro.
Le dimos una vuelta al Ecuador, y en sus plazas apostamos fotografías que llevaban a debates sin fin sobre los distintos hechos que ellas evocaban: "Que si Roldós había sido un buen Presidente o Hurtado un acertado economista; que si Febres Cordero era solamente un eficaz Alcalde o un oscuro gobernante; que si Borja había aprovechado la oportunidad de cambio que el país le ofrecía o se había quedado en los temores que sus cambios le significarían en el futuro; llegando a la tibieza de Durán Ballén, la locura de Bucaram, la fugacidad de Rosalía, la cintura de Alarcón, el descalabro de Mahuad, la insignificancia y mal humor de Noboa, la mediocridad y poca honorabilidad de Gutiérrez". Todo esto en plazas de ciudades que habían olvidado la
discusión política. Fue así que los medios de comunicación exaltaron un conjunto de jóvenes que desafiaban la ruptura generacional y llenaban el espacio que sus padres les habían regalado a sus abuelos.
Ahora y desde hace siete años, ya no hablo en primera persona sino en plural porque a la vuelta de la segunda maestría, nosotros con la Ruptura de los 25, le apostamos durante casi cuatro años a ser parte del gobierno de Rafael Correa y de la Asamblea constituyente del 2008 a partir de un acuerdo programático firmado en el 2007. Personalmente, amparado en gran parte de las razones que he intentado dejar escritas en esta reflexión, ocupé cargos desde el Viceministerio del Ministerio Seguridad, del Ministerio Coordinador de la Política, del Ministerio del Interior hasta ostentar por diez meses el cargo de Ministro Secretario de Transparencia y Gestión de este mismo Gobierno.
Hoy, diez meses después de dejar las canchas políticas porque ese acuerdo citado se agotó y porque la apuesta democrática fue suplantada por la búsqueda de soluciones rápidas y riesgosamente autoritarias, les propongo reflexionar sobre esta disyuntiva que suma al debate anterior las apetencias ególatras personales frente a la mística de servicio al prójimo.
Yo mismo, pongo en duda ese cambio altruista, por sí mismo, que solamente mira la mística como opción única. Creo que la vida tiene un conjunto de matices y que los extremos totales no existen y si se buscan terminan en catástrofes mundiales. Por citar un ejemplo de ello, pienso en los liderazgos mesiánicos de Getulio Vargas en Brasil, de Perón en Argentina o del mismo Velasco Ibarra en nuestro país -a momentos creo que el Presidente Correa cae en el mismo error-. Este conjunto de ideas y acciones confluye con las ideas cristianas de la misión en la tierra, que exaltada por personalidades que no han trabajado en los demonios que los acompañan se transforma en mesianismo -en un diagnóstico sicológico básico se llama, trastorno mesiánico que es la mezcla entre egolatría y paranoia-. Es así que estos liderazgos juegan a su transparencia casi ignominiosa, acompañada de una cruzada individual propuesta como absolutamente desinteresada y casi enajenada de los pecados mundanos. Como si lo anterior fuera poco, como son casi inhumanos su fin debe terminar en tragedia -emulando la cruz y la resurrección- por lo que esa paranoia crece durante los años de Gobierno.
Me parece que esa cruzada puede ser tan nociva como la que apunta a intereses personales únicos. La construcción de la autoestima en todos los seres humanos, nace de la necesidad de reconocimiento. En política está más presente porque es en espacios grupales en los que las ideas propuestas toman sentido o no. En la misma dinámica que la reflexión anterior, si esta se vuelve una obsesión terminamos con la historia mil veces contada del político que para ver su propio entierro y no dejar el escenario ni después de muerto, pide ser embalsamado para que en sus funerales lo contemplen por última vez.
El problema de cualquiera de estas dos razones personales en el extremo no es solamente individual, ni pesa solo sobre las excentricidades del líder, sino que al relevar únicamente las virtudes personales como casi milagrosas aleja a esa ciudadanía de tomar parte de las discusiones y apuestas colectivas que este súper líder emprende. Trepado en su talento y carisma en la tarima, y rodeado de comensales que lo corroen -pienso en la imagen del "Señor de los Añillos" en que el rey estaba embelesado por un comensal aprovechador- no reconoce sus defectos y los traspasa a la ciudadanía cómoda en la ilusión. Este es exactamente el camino en el que la ilusión mesiánica desplaza cualquier criterio de servicio y se convierte en gestión política individual milagrosa.
Años más tarde, con los cambios inexorables de la historia, todas las ciudadanías despiertan y se encuentran con la enorme brecha que les queda para brindar soluciones estructurales a los problemas conjuntos; frente a las soluciones rápidas que le habían otorgado quienes divorciados de la ciudadanía crítica parcharon y dañaron más la realidad, se debe plantear un camino colectivo de acuerdos nacionales a favor de grandes soluciones permanentes a las necesidades mayoritarias.
Hoy, yo mismo me pregunto por qué y para qué hago política y mi respuesta es mucho más sencilla que la anterior. Si apuesto nuevamente a la actividad política activa, lo haré para recostar la cabeza cada día con la sensación, no de haber cambiado el Mundo, el Ecuador, ni siquiera la vida entera de una persona; sino de haber apuntalado un momento de un ciudadano que le permita ser parte de un pequeño cambio. Pensaré a diario si la vocación de servicio convive en armonía con la búsqueda de reconocimiento de las ideas propuestas y las acciones generadas.
Entre tantos pequeños cambios generados por millones de personas, partícipes de un solo sistema, creo hoy, que se cambia el mundo. Este tipo de liderazgos debe ser incluyente, sabiamente humilde, y debe reconocer que al mismo tiempo que le gusta la tarima y a ratos las cámaras y hasta las palmaditas de felicitación, le llena la vida la sensación de tomarse el ruedo, con todos sus riesgos, para apostar a un cambio que termine con la desigualdad, la inequidad o la injusticia, de la mano de millones de personas que lo acompañan hacia el futuro.