César Montúfar
Asambleísta, Profesor de la Universidad Andina Simón Bolívar, miembro de la Concertación
cesarmontufar@hotmail.com
Este texto explora la utilidad de la política y los políticos en tiempos de globalización. Realiza una crítica a la anti política y el populismo que han dominado la política ecuatoriana por más de medio siglo y propone un conjunto de destrezas que deberían exhibir quienes decidan dedicarse a esta dura actividad. Adicionalmente, el artículo propone que la política en el siglo XXI debería orientarse a dos objetivos: la democratización del poder, la información y el conocimiento; y la promoción de igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos. Aquello implicaría reconocer que la política actual requiere una ruptura radical de las retóricas refundacionales y populistas que hoy gobiernan en varios países de la región.
¿Para qué sirve la política? ¿Cómo los políticos podemos ser útiles a la sociedad? ¿Requiere un país como el Ecuador personas que se dediquen a la actividad política de forma profesional? Estas preguntas, si bien parecen obvias, resultan en realidad pertinentes porque nuestro país ha sido tierra fértil para la difusión de una de las más graves enfermedades de la democracia: la anti política. La anti política es ese sentir y pensar de mucha gente que mira la política como un ejercicio en sí mismo corrupto, carente de valor, parasitario. Los políticos, por tanto, nos dedicamos a ella porque no tenemos otra cosa mejor que hacer, porque somos incapaces de ejercer con éxito otras actividades valiosas o productivas. Ese desprecio a la actividad política deriva en un sentimiento similar frente a los partidos y movimientos políticos y tiene como consecuencia principal que se piense que ésta no debería ser ejercida por políticos, que no debería canalizarse a través de organizaciones políticas, sean éstas partidos o movimientos y, que, por lo tanto, se la debería encargar a cualquier otro tipo de personas: empresarios, periodistas, académicos, cantantes, actores, profesionales, artesanos, etc.
En el país hemos llegado al absurdo de pensar que lo mejor es hacer política sin políticos; que los partidos y organizaciones políticas podrían ser reemplazadas por los medios de comunicación o que, llegado el tiempo electoral, es suficiente con maquinarias electorales, agencias de publicidad, empresas de promoción de candidatos-productos para cumplir con el ritual de reemplazar a los gobernantes por la vía del sufragio. Hace poco, a propósito de la campaña de la última consulta popular, un consultor me dijo: "la única manera de combatir las posiciones del gobierno es con una campaña sin políticos, solo de ciudadanos". Frente a un hecho eminentemente político como una consulta popular, este afamado consultor sostenía, sin sonrojarse, que los políticos y sus organizaciones debían retirarse del escenario y dejar el espacio a los ciudadanos y a la sociedad civil.
En verdad, el desprecio a la política y los políticos no es nuevo en el Ecuador. La anti política es parte de la tradición populista que se consolidó en el país desde los años 30 del siglo pasado. La reemergencia del caudillismo y del reformismo militar como vía de modernización afianzó la idea de que la única forma de liberar al país del secuestro de los grupos dominantes en aquella época, hacendados y agroexportadores, requería romper con la política partidaria. Se partía del entendido de que los grupos de poder se encontraban efectivamente representados por los partidos Liberal y Conservador; siendo que el Partido Socialista reclamaba representar a los sectores obreros, campesinos y profesionales. En ese contexto, la figura del caudillo civil, de la que Velasco Ibarra fue la más apoteósica y trágica encarnación, y el populismo militar aparecieron como alternativa para trascender a la particularidad de los partidos, pretendiendo representar el interés de todos, en especial de los excluidos por la política partidista del momento. Si bien esta fue una salida temporal, la anti política se sedimentó en la cultura política ecuatoriana sobre la premisa, siempre repetida pero nunca demostrada, de que las grandes transformaciones solo podrían realizarse con la intervención de caudillos iluminados o actores extra políticos, como los militares, los mismos que se vistieron con discursos mesiánicos, redentoristas y maniqueos, propios del populismo que florecía con fuerza en el Ecuador y en casi todos los países de la región.
Lo raro e increíble es que, a inicios del siglo XXI, la anti política siga siendo moneda corriente en el Ecuador; que millones de ecuatorianos, de todas las edades, condición social y formación académica, mantengan aún su pensamiento atado a nociones tan anacrónicas. Aquello, paradójicamente, ha sido promovido por los propios políticos quienes han sido los primeros en denostar de la política o por quienes han ingresado a la misma disfrazados de ciudadanos. Si a esto se suma el hecho irrebatible de que las organizaciones políticas existentes fueron incapaces de reconstituir sus propuestas programáticas y refrescar sus formas de convocatoria, el resultado ha sido la colonización del escenario político por actores muy diversos pero carentes del sentido y la contextura que exige el accionar político.
Sí, sin que sea del caso defender a mis colegas políticos o defenderme a mí mismo (de hecho, el Ecuador está plagado de políticos con muy pocos méritos y el lector tiene todo el derecho de incluirme en ese grupo), es imposible hacer una política democrática en cualquier país del mundo sin gente que se consagre a ella; sin personas que estén dispuestas a ejercerla de manera profesional. Por supuesto, la profesionalización de la política tiene también sus bemoles. Sociólogos clásicos como Max Weber o Robert Michel advirtieron hace más de 100 años sobre los riesgos de la burocratización de la política. Sin embargo, la actividad política en sociedades complejas como las actuales y que aspiran a ser gobernadas democráticamente requiere de características que no surgen de la noche a la mañana, pues tomar decisiones políticas, es decir decisiones que afectan la vida de muchas personas y están respaldadas por la fuerza legítima del Estado, no es igual a administrar una empresa, dictar una clase, lograr un impacto mediático, ganar un juicio. En ese sentido, los empresarios, académicos, comunicadores, artistas, campesinos, etc. que deseen hacer política y, por supuesto, los políticos mismos que hacen ella su forma de vida, y piensen hacerla, en el marco de la democracia y renunciando al populismo, deberían exhibir algunas características mínimas, sin perjuicio de su orientación ideológica, que, entre otras, me atrevería a resumir en el siguiente decálogo:
Este decálogo describe un mínimo y, ciertamente, haría falta agregar muchas otras cualidades. Sin embargo, solo poseer las aquí anotadas no resultaría poca cosa. Muy difícilmente una sola persona estará en condiciones de dominar y combinarlas todas. De ahí que la arena política esté repleta de personajes que pueden ser buenos para lograr adhesiones y excelentes comunicadores pero que son ineptos para tomar decisiones públicas y se envilecen en la primera oportunidad que les coquetea el poder; o políticos incapaces de dialogar y llegar a acuerdos que son, empero, excelentes tomadores de decisiones, buenos administradores; o políticos que tienen una gran pasión por asuntos públicos pero que padecen de una ignorancia supina, no tienen capacidad de aprendizaje y son temerarios en sus decisiones y opiniones, no tienen el menor sentido de responsabilidad y visión de futuro. Puede haber tantas combinaciones como personas, y nadie (incluso quien desde la cuna se sienta predestinado para la política) podría humanamente ostentar todas ellas. De ahí, que no hay otra posibilidad, sino que los políticos se hagan, se formen, se vayan construyendo. Un político o política es siempre producto de un largo proceso de formación, cuya escuela principal, más allá de la educación formal, es la práctica política, la misma que, además, está determinada por el hecho político fundamental, que es la lucha por el poder. La lucha por el poder, con todas las dimensiones materiales, simbólicas y psicológicas que involucra, dota a la política de una complejidad difícilmente comparable con otras esferas de la vida humana. De ahí que, para filósofos de la política y el derecho como Carl Schmitt, lo distintivo de la política es la oposición última entre amigo y enemigo; oposición que encierra todas las demás manifestaciones de la conflictividad humana.
Para los populistas, en cambio, que hacen política desde la anti política, las cosas pueden resultar más sencillas. Crear o producir un político es un tema que puede solventarse con unas cuantas maniobras publicitarias, logrando que el aspirante ubique el discurso e imagen adecuados para seducir a los electores desde el maniqueísmo, la ruptura total con lo existente, el rechazo a los procesos e instituciones. No importa qué mueve al aspirante para buscar un espacio de servicio público; si tiene o no condiciones de administrar; si le alimenta una cierta visión de futuro o se encuentra consumido por la vorágine coyuntural; si está en condiciones psicológicas de manejar el poder o se trata de una presa fácil de la adulación o la vanidad -de paso, el peor defecto de un político. Para esta perspectiva simplista, el accionar político se reduce a uno de sus componentes: la capacidad de comunicar el mensaje adecuado para ganar elecciones y alcanzar el poder, y una vez logrado, mantenerlo.
El riesgo de trivializar la política asumiéndola, exclusivamente, como la lucha y conservación del poder, es lo que la despoja de una de sus funciones y características fundamentales que es ser el medio a través del cual los seres humanos podemos construir colectivamente la sociedad en que queremos vivir. Este es el ideal de toda sociedad democrática y el rasgo esencial que la diferencia de las que no lo son. En ese sentido, esa vana lucha de actores individuales por el poder, ese confundir la democracia con las elecciones, el liderazgo democrático con el carisma caudillista, el político militante con el candidato, puede hundir a una sociedad en una de las peores formas de corrupción: la gula por el poder de aquellos que están en la escena política y han perdido cualquier noción trascendente del por qué están allí; convirtiendo el encargo que algún día recibieron de sus mandantes en un juego vacío de vanidades y particularismos.
Pero ejemplifiquemos lo dicho con lo que sucede actualmente en el Ecuador. La retórica de la llamada "Revolución Ciudadana" se sustenta en la obsesión de regresar al país, a contramano del tiempo, al imaginario de la época en que nacimos como República. Hoy prevalece un culto absoluto a los personajes libertarios, Bolívar, Alfaro y compañía, que pretende trasladarnos en el tiempo a sus dilemas. Pero reconocer que la liberación de nuestros países de la dominación colonial otorga fuerza y razón a lo que ahora somos como república no quiere decir que debamos seguir atados al imaginario independentista; que volvamos a protagonizar similares teatros libertarios como si nuestro país acabara de nacer y necesitáramos refundarnos. En todo ello, no hay nada más que una visión colonialista del quehacer político que niega totalmente el presente con el único propósito de entregarnos a la gula de poder del caudillo gobernante. Y es que esta negación de la realidad proyecta erróneamente que la buena política y el buen político es quien reedita gestas libertarias pasadas, quien hace las veces de un nuevo redentor. Seguro que, en su tiempo, el Libertador y el Viejo Luchador estuvieron en lo correcto; sin personalidades como las suyas, nuestras naciones hubieran tomado otros derroteros. Pero el que hoy, en pleno siglo veintiuno, tengamos políticos que busquen imitarlos, que se pongan a blandir su espada en gestualidad ciertamente ridícula, solo proyecta una política y unos políticos desconectados de la sociedad en que deben actuar. En suma, esta forma de hacer y concebir la política puede resultar útil para legitimar al caudillo, pero no nos servirá para transformar el Ecuador, para resolver sus problemas acuciantes, para ponernos al día y afrontar los desafíos del siglo XXI.
Y es que colocar en similares términos al dominio colonial español y a las complejas y sofisticadas redes de interdependencia del actual mundo globalizado, en las cuales sin duda se producen relaciones de dominio, pero de naturaleza distinta, constituye una desubicación histórica colosal. Cual, si fuera todo, la reedición de la política anti colonialista decimonónica en el presente, en vez de ayudarnos a poner los pies en las complejidades de la sociedad del conocimiento, nos coloca mentalmente con la cara hacia el pasado, peor aún, reduce la acción política a la negación del presente. La idea de refundación, que tanto les anima a nuestros revolucionarios criollos del siglo XXI, en sí misma es solo eso, la negación del pasado. El problema es que de tanto negarlo, no es posible salir de él; y uno termina repitiéndolo y reeditándolo constantemente. Por ello, la trivialización de la política se la compensa con discursos de falsa trascendencia, con la proliferación de panfletos inocuos y la ausencia de programas verdaderos. La acción política se desacomoda de su escenario real como espacio en que se dirime el sentido o la posibilidad de cambio de una sociedad y pasa a consumirse en rivalidades personales, en demagogia, en crispada confrontación, en un delirante escape de la realidad y negación del presente. En la dominante retórica revolucionaria, encontramos una arrolladora capacidad de comunicación y propaganda, pero muy poco de visión estratégica, sentido de realidad, ética de responsabilidad, voluntad de diálogo y búsqueda de consensos, uso objetivo y moderado del poder. Así no se puede cambiar un país; así solo se produce y reproduce la gula de poder de la élite gobernante.
Retomemos el hilo del ensayo. Si la acción política tiene al poder como medio y fin, "comunicar el mensaje adecuado para lograr las adhesiones que posibiliten ganar elecciones y alcanzar el poder" es un dato ineludible para cualquier mortal que decida dedicarse a ella. La política es una actividad muy distinta al altruismo, a la filantropía o, incluso, al activismo cívico. Por ello, la acción política democrática, sobre todo en las sociedades contemporáneas, requiere de la utilización constante de sondeos de opinión pública, investigación, definición estratégica que guíen la interacción entre actores políticos y la lucha por el poder. Hoy más que nunca, sería ingenuo o irresponsable pensar que las acciones y decisiones de los políticos puedan basarse en su olfato o en los "golpes de ojo", como decía Napoleón. El escenario político es cada vez más complejo y esa complejidad exige el uso de técnicas modernas de investigación, planificación estratégica y comunicación. Empero, como lo he intentado demostrar en este ensayo, aquello no agota las habilidades y destrezas que deben dominar quienes se dediquen a la política, en especial si su pasión va más allá de la sola ambición de poder.
Consecuentemente, en democracia, la formación y preparación de los políticos o de quienes aspiren a serlo resulta harto más complicada. No puede, o no debe, improvisarse. Para eso, precisamente, son útiles las organizaciones y partidos políticos, los mismos que entre sus funciones principales cumplen aquella de preparar a los cuadros que han de asumir responsabilidades de gobierno. De ahí que, cuando se afirma que la política debe hacerse sin políticos y sin organizaciones políticas se comete una grave irresponsabilidad, pues se corre el riesgo de entregar, en manos de quienes no están preparados, el manejo de asuntos públicos que son de interés de todos.
Pero regresemos a las preguntas con que inicié este ensayo: ¿Para qué sirven la política y los políticos en un país como el nuestro? ¿Qué papel debe cumplir la acción política en las sociedades contemporáneas? La política, en tiempos de globalización, calentamiento global, replanteamiento mundial de la matriz energética; la política en la era del conocimiento, en medio de la revolución de las tecnologías de comunicación, requiere un ineludible compromiso con la democracia. Para tomar por los cuernos a ese desafío no hay otra alternativa que hundir las manos en los teclados de la sociedad del conocimiento. Aquello implica comprender que los ciudadanos del siglo XXI interactúan con un nivel de información y empoderamiento, impensables hace unas pocas décadas. En este nuevo y cambiante contexto, las sociedades complejas del presente y del futuro no podrán ser gobernadas desde la imposición de patrones de autoridad verticales, autoritarios y excluyentes, sino que requerirán un creciente involucra- miento y participación de los ciudadanos. Aquello significará una reinvención de los modelos de autoridad política en una tendencia inequívocamente democratizante. Solo así podrá asegurarse la gobernanza de las sociedades del siglo XXI en que la gastada figura de los autócratas o los caudillos sencillamente quedará atrás.
En ese sentido, si los políticos queremos servir para algo en estos tiempos de globalización, debemos concentrarnos en dos tareas fundamentales, a saber:
En este contexto, para que la gente pueda tomar decisiones responsables con el poder que debe tener en sus manos, las políticas públicas deberían tomar como eje transversal la creación de capacidades en los ciudadanos. Solo así, ellos y ellas estarán en condiciones de escoger la vida que quieran vivir, con el mínimo de obstáculos y limitaciones. Por ello, el tema central de las políticas públicas y de la intervención del Estado en el presente y el futuro debe ser la promoción de igualdad de oportunidades entre todas las personas.
El camino hacia ello no es quitar a unos para dar a otros; no es enfrentando a los ciudadanos de un mismo Estado. El camino hacia ello pasa por la institucionalización de políticas públicas consistentes y de largo plazo en educación, salud, seguridad; políticas de incentivo económico al sector privado, de inserción del Ecuador en el mundo, de énfasis en la conectividad, de cuidado del ambiente, de seguridad jurídica, de generación de empleos de calidad. Todo ello, en el marco de una democracia cada vez más profunda. El camino hacia ello es abrir el espacio para la libertad, para las libertades en todo sentido.
Para ello debe servir la política en el Ecuador; para ello debe servirnos el hacer política y consagrarnos al servicio público. Ello, evidentemente, requiere innovar y romper con taras del pasado, pero, igualmente, conservar y mantener procesos que vienen de atrás. Las refundaciones deberían desaparecer del imaginario de una política responsable pues no requerimos que ningún Bolívar o Alfaro vuelva a nacer, sino que nosotros, personas con defectos, virtudes, amores y odios, actuemos con pasión, ética de responsabilidad, sentido de realidad, conocimiento, cierta concepción sobre el interés público; capacidad para tomar decisiones, voluntad de diálogo y concertación. Es decir, que actuemos como políticos que persigan el poder pero que no pierdan de vista que su función principal es servir al interés público. Esa es la política que reivindico; la política que vale la pena asumir.