Juan Jacobo Velasco
Economista y cientista político. Columnista del diario HOY.
velascoj@oitchile.cl
A pesar de la amplitud temática que sugiere el ámbito del ensayo, éste busca situar tres vertientes paralelas que son necesarias para hablar de deportes y ocio en el siglo XXI: la percepción personal, las grandes tendencias históricas que se suscitaron en el periodo de transición entre el siglo XX y el actual, y las ventajas comparativas que el deporte tiene respecto de otros ámbitos de ocio, que se amplifican gracias a las nuevas tecnologías y tendencias societales, logrando configurarlo como el gran fenómeno global que es.
Es raro hablar de ocio y deporte en el siglo XXI. Pudiera empezar por desarrollar una idea desde un lugar común científico -social, económico o antropológico-; o una reflexión sobre la evolución histórica de la humanidad que transmutó en ese espacio que mueve masas, ojos y millones de dólares sobre la idea de la competitividad; o la mirada estética sobre un espacio para la creación y la superación que sublima la belleza cuando se juntan voluntad y cuerpo. Pero en realidad la palabra que me viene a la mente es emoción. Lo escribo con la certeza de no poder encontrar un mejor término que englobe lo que el deporte y el ocio engendran. También con la consciencia de las limitaciones de la tarea de escribir sobre ellos.
Cuando de emociones se trata, como bien lo saben poetas, literatos y lingüistas, las palabras tienen un límite escritural que no puede trasladar en su justa medida lo que quien escribe -en este caso, un aficionado a los deportes- siente. Por eso, este ensayo es un ejercicio de lo que los sicólogos denominan insiding: una autoexploración intensiva, en que se mezclan la historia personal y las percepciones, la Historia con mayúscula, y aspectos que podríamos sintetizar como grandes hipótesis de trabajo, para intentar encontrar una respuesta a la pregunta planteada.
Parto por lo evidente: el deporte genera un espacio de abstracción, de conexión personal y social, y de placer. Pienso que todo espacio de ocio motiva lo mismo. Pero lo que diferencia al deporte es el explícito espacio de confrontación. Dos o más deportistas, de manera individual o en conjunto, compiten para dirimir al mejor. La gracia del deporte es que, a pesar de la aparente superioridad de un equipo-competidor o lo parejo de estos, el resultado puede intuirse, pero no predecirse con seguridad. Cualquiera puede ganar. Es verdad que, por lo general, los antecedentes avalan las diferencias. Pero ocurren casos -y no son pocos- en que la historia de David y Goliat se repite. David incluso puede ser decapitado por su rival. Pero, en tanto se genera una lucha en que mental y físicamente los competidores se entregan a fondo, la noción épica que inspira el sentido de superación en la brega se repite en el imaginario colectivo. Y nos motiva a seguir a los deportistas y a practicar deporte.
Si bien la política y la geopolítica también son espacios de confrontación y fanatismo, la ventaja del deporte pasa por la inocuidad de sus resultados. Amén de la desazón de la derrota de los aficionados y el deportista, la confrontación y polaridad queda en la cancha, sin un efecto mayor. No pasa lo mismo con el ámbito de conflicto político o bélico. Sus secuelas afectan no solo el estado de ánimo, también las condiciones socioeconómicas y ambientales de las sociedades. El ámbito de competencia a nivel deportivo enaltece a los competidores. En el caso de la política y los conflictos bélicos, muchas veces los degrada. No es menor el hecho de que la cantidad de conflictos bélicos y la población afectada por ellos se ha ido reduciendo en el inicio del siglo XXI respecto de cualquier otro periodo histórico. El ámbito de confrontación entre los países se ha ido institucionalizando en diferentes espacios, pero en ninguno de manera tan clara como en el deporte. Es ahí donde los nacionalismos, las identidades y el valor de una victoria, y su efecto en los egos nacionales, encuentran una veta explícita de redención o humillación. Aunque sin los efectos perversos de muerte y destrucción que traen las guerras.
El concepto de fanatismo está relacionado con el gusto por lo que uno hace, mira y admira. Es desarrollar la pasión por lo que nos gusta a través de quienes realizan esa actividad rozando la perfección absoluta. No obstante, la diferencia entre la pasión y pertenencia que generan las aficiones a las que destinamos las horas de ocio, respecto del deporte, es que este último es un recordatorio químico de nuestra instintividad básica, vinculada a la supervivencia. O, si se quiere, a la noción darwiniana en que por la vía de la competición se definen a los mejores especímenes. El deporte, como práctica, es igual a cualquier otro espacio de ocio, cuya perfección en la ejecución eleva el espíritu humano y lo conecta con su lado artístico o filosófico. Empero, la diferencia fisiológica tiene que ver con ese golpe de adrenalina que tanto la práctica como la observación del deporte de competencia potencian. Es en el deporte donde se suscitan espacios de furor que impulsan las pasiones a límites insospechados. No creo que la literatura, la música ni la danza generen fanatismos como el deportivo de manera tan acentuada y colectiva. Ni que ninguno de los grandes íconos en esos campos tengan una iglesia como Maradona, ni tantos seguidores tatuados portando al Diego en su piel (1).
Otro elemento distintivo es la popularidad. Hacer deporte es relativamente simple. Si bien existen deportes complejos -como el salto en garrocha- la mayoría tiene una estructura de reglas y mecánica sencilla que permiten practicarlos. En ese sentido, cualquier persona -incluso aquellas con discapacidades físicas o mentales- puede practicar un deporte. En el momento en que lo desee. La práctica o comprensión de los deportes genera sociabilización, que se expresa tanto en los tópicos de conversación, en la discusión sobre los pormenores ligados a los acontecimientos, y en la repercusión que las principales figuras y equipos generan. El deporte se convirtió en un foro en el que se vuelca la mirada y la palabra -hablada o escrita- mundial.
Si al nexo de sociabilización-mirada global se suma el redescubierto beneficio para la salud que la práctica del deporte genera, como ámbito de ocio tiene una ventaja indiscutible. Es verdad que numerosos estudios hablan de los beneficios físicos y neurológicos que tienen las aficiones o espacios de ocio, como la música -al escucharla o interpretarla-, la lectura y la pintura, pero en pocos ámbitos el efecto positivo en la salud es tan notorio e instantáneo como en el deporte. De hecho, el desarrollo de la cultura del autocuidado que se aprecia particularmente en los últimas dos décadas, y que tiene una doble vía vinculada con la aproximación más ontológica a mejorar la calidad de vida junto con una vertiente de marketing, halla una confluencia natural y necesaria en la práctica del deporte. No hay fórmula para embellecerse o adelgazar que no pase por el tamiz necesario de la práctica deportiva al menos tres veces a la semana.
Por agregación de factores, no es difícil encontrar que la visualización y práctica deportiva se han convertido en fenómenos globales y masivos que generan mucho interés y dinero. Marcas como Nike, Adidas y Reebok -junto con las tecnologías de información- son los iconos portátiles de nuestro tiempo, disponibles para todos, sin distinción de clases sociales ni regiones. Los gimnasios, el fenómeno running, el ciclismo urbano, las vertientes que implican autocuidado a través de la práctica de una disciplina que estimula el ejercicio físico y el contacto de cada individuo con su cuerpo, han alcanzado un volumen que va más allá de lo que podría ser visto como una moda pasajera, convirtiéndose en espacios que llegaron para quedarse.
En síntesis, por un principio químico, de identidad, salud y sociabilización, el deporte es la mejor medicina social. No obstante, como cualquier medicamento, tiene efectos colaterales. La sobredosis manifestada en los ultra fanatismos ha generado barras bravas que son verdaderos nichos criminales. La seguridad se convirtió en uno de los aspectos más difíciles de garantizar a la hora de espectar clásicos, al menos en América Latina. Muchos sociólogos ven en el deporte una suerte de ámbito de alienación que está desplazando a la religión y a los partidos políticos. Y así, podría empezar otra vertiente de análisis que arribaría al lugar común de las perversiones vinculadas al deporte. Empero, creo que, en la raya para la suma, el deporte es un ámbito de ocio increíblemente gratificante que como cualquier manifestación humana, social y global, también lleva los lastres y opacidades de los seres humanos y sus sociedades. Su luz, y la inspiración que genera, prevalece, por lejos, frente a sus sombras.
Escribo viendo el primer partido de las semifinales de la Conferencia del Este de la NBA entre los Boston Celtics y los Miami Heat. Es el final de la misma semana en que Leonel Messi casi sentencia la semifinal de la Champions League entre el Barcelona y el Real Madrid con dos golazos que aumentaron la percepción de que el rosarino en un artista del balón, amén de comportarse casi como una deidad. Mientras escribo, los Celtics están abajo por 16 puntos faltando seis minutos en el último cuarto, jugando de visita. Entre medio expulsan a Paul Pierce, su mejor delantero. No obstante, los verdes anotan 8 puntos seguidos y recortan la distancia e impiden que pueda estar tranquilo o reflexionando en otra cosa que no sea la parte final del encuentro. Al minuto siguiente los Heat reaccionan con seis puntos consecutivos y parece que el partido tiene sentencia. Pero los Celtics han ganado tres de los cuatro partidos de la temporada regular contra los de Miami y tienen una voluntad de ganar forjada a hierro, que los ha convertido en el equipo con más campeonatos en la historia del básquet profesional norteamericano. Esa historia es como una bruma que está presente en la pantalla en alta definición. La tecnología ha acercado los deportes a los fanáticos de una manera increíble, tanto por la calidad como por la cantidad de medios que transmiten los partidos o competencias. Falta un minuto y medio y la distancia de 10 puntos parece infranqueable. Quedan treinta segundos y los 7 puntos se amplían a 9 por dos tiros libres. Se necesitaría un milagro para que los Celtics lleguen al alargue. Nadie tiene una estampa del beatificado Juan Pablo II a la mano. Game over.
Quisiera poder expresar en la justa medida lo que siento cuando veo, escucho y practico deporte. No puedo. Intenté escribir en tiempo real mis emociones durante un encuentro entretenido y reñido, en donde la coyuntura -en la temporada 2010-2011, los Miami Heat armaron un súper equipo con Lebron James, Chris Bosh y Dwyane Wade- se enfrenta con la Historia -los Celtics como equipo más ganador-, pero aun así siento que lo que escribo es una gran simulación y que difícilmente otros alcancen a dimensionar el impacto de ver un partido en vivo. Como bien lo describe Roberto Fontanarrosa en su cuento "Viejo con árbol" (2), los deportes sugieren todo tipo de asociación artística en el imaginario de los aficionados. O, en sencillo, todo tipo de asociación con los aspectos que nos enaltecen o nos permiten acercarnos a un ideal de belleza y realización. Y también de trascendencia.
El deporte, por ejemplo, acerca a Dios. O a la espiritualidad. Qué fanático o deportista, por más agnóstico que sea, no se ha visto tentado, en el momento decisivo de un partido o evento deportivo, a dedicarle una oración al Dios o fuerza espiritual respectiva para atender resultados específicos. A veces, literalmente, se pide un milagro. Recuerdo otro cuento de Fontanarrosa (3), en el que un grupo de fanáticos de Rosario Central va a una capilla a rezar por una misión imposible: revertir un 4-0 en contra, en el partido definitorio de la final de la extinta Copa Mercosur de 1995. Para asegurar la "contraprestación", al final del cuento, los fanáticos no hallaron mejor cosa que llevarse un dedo de la Virgen de yeso a cuyo altar fueron a rezar. Lo que no estaba escrito fue que el secuestro dactilar fue efectivo. El equipo "canalla" ganó 4-0 en Rosario en tiempo regular y fue más efectivo en la definición por penales, coronándose campeón.
En el deporte pululan las cábalas, las mandas y las plegarias con retribución al favor divino. Hace un par de temporadas, el DT del español de Barcelona, el argentino Mauricio Pochettino, prometió recorrer el camino de Santiago de Compostela -también llamado Xacobeo- si su equipo conservaba la categoría. Y, sepa Dios qué ocurrió, hecha la promesa, hecho "el milagro". O el sensacional Maracanazo, que tuvo intermediación divina gracias a San Cono, patrono de los milagros en el juego. En Uruguay, el santo es tan efectivo que tuvieron que prohibir la fecha de su nacimiento en la quiniela. Su intercesión, según los jugadores de la celeste, fue notoria en esa final ante 200 mil espectadores y un gol en contra. Los uniformes reposan en la cripta del santo en Uruguay como tributo al favor.
La percepción del arte y la divinidad, que se manifiesta espontáneamente en el deporte, tienen que ver con el sentido de trascendencia vinculado con la incertidumbre respecto del resultado final. Tengo la impresión de que es similar al desafío ontológico que representa la muerte. Sabemos que es irremediable, pero nadie puede garantizar qué sucede en ese estado, si es que algo ocurre. Frente a la construcción simbólica de redención y divinidad dibujamos en nuestro imaginario la idea de perfección, armonía y belleza que algunos denominan salvación y, otros, iluminación. Trazando un paralelo, el deporte es un continuo de instantes en donde se puede alcanzar un estadio de perfección, que es estéticamente bello y que genera un instante trascendente, algo que no puede morir, porque queda grabado en la retina de las personas y en el inconsciente colectivo.
Para la inmensa mayoría de los mortales, es en esos instantes eternos en donde nos proyectamos y como seres humanos rozamos la divinidad: Charlie Parker en un salón de Nueva York, los cuentos de Borges, la voz de Mercedes Sosa. Y, a nivel deportivo, la final de Wimbledon en 2008. Me encontraba en Montreal ese día en que tenía que tomar un vuelo para regresar a casa. El partido duró más de cinco horas y cinco sets, empezando temprano y terminando al anochecer, por varias suspensiones por lluvia. Se enfrentaron Rafael Nadal y Roger Federer. Aún recuerdo el drama, la energía y el despliegue de los dos rivales. Los últimos puntos se jugaron en penumbras. Yo ya estaba en el aeropuerto y no quería que llamaran a mi vuelo. Miles de personas, tampoco. Compartimos en silencio la contemplación de un instante imborrable, que finalizó con la imbatibilidad del suizo en césped e inició la leyenda del español. Los especialistas, comenzando por el grandísimo John McEnroe, aseguraron que en ese momento se había jugado el mejor partido de tenis de la historia. No había que explicitarlo. Los espectadores sabíamos que así había sido.
Reencontrarse con los viejos amigos significa recorrer la historia. Si estos amigos están vinculados con el disfrute de jugar y ver deportes, la historia tiene un apartado especial. A Julio Chaname lo conocí en unas pichangas en la Universidad Católica de Chile, a finales de los noventas, cuando los dos estudiábamos nuestras maestrías (astronomía, él, economía, yo). Generalmente éramos rivales. Siempre hubo brega en buena ley que, con el paso del tiempo, se transformó en respeto y compañerismo. Luego, el hábito de jugar se transformó en el de compartir con los amigos una cerveza en el tercer tiempo o disfrutar las tardes del domingo o sábado viendo partidos de la liga italiana o española.
Julio fue el único amigo de esa época con quien pude desarrollar una relación en el tiempo basada en el gusto que nos unió. A pesar de que se fue a estudiar un doctorado en EEUU y yo seguí mi vida profesional en Chile, mantuvimos el contacto y cada vez que podíamos jugábamos pichangas o mirábamos lo que estuvieran transmitiendo: fútbol, tenis, F-1. Hasta que nos pusimos como meta darnos el gusto de asistir a eventos deportivos.
El primer paso fue la Eurocopa de Portugal en 2004. Julio, Jeremy (un astrónomo norteamericano) y yo recorrimos los caminos lusos maravillados por la belleza de Aveiro, Coimbra, Porto y Lisboa, fascinados de ser parte de la historia del fútbol y compartir con gente de todo el mundo las emociones de ver a Zidane, un joven Ronaldo y a los guerreros griegos. En 2006 el grupo repitió el plato para el Mundial de fútbol, sumando a Stephan, un astrónomo alemán que devino en excelente anfitrión. Fue la primera vez que visité Alemania, que iba a un Mundial y que veía al Ecuador en vivo en esa competición. La alegría fue enorme. La posibilidad de compartir esa alegría con contertulios que iban por lo misma -a pesar de nuestras diferencias socioculturales- fue un descubrimiento genial.
No obstante, creo que la posibilidad de juntar bagajes tan disímiles en torno del deporte tiene sentido gracias al desarrollo de las nuevas tecnologías. A pesar de que se trataba de personas distintas, procedentes de lugares diferentes, pretendiendo vivir la primera vez de una experiencia y conocer un lugar, el coordinar agendas y voluntades no hubiese sido posible sin el internet. Por esa vía, se consiguieron pasajes, se postuló -y ganó- los cupos para adquirir entradas para los partidos y se reservaron hospedajes.
Por internet también conseguí optimizar las condiciones del viaje y facilitar la suerte. Para la Copa del Mundo en Alemania viví un hecho que se da por excepción: un amigo alemán tenía un conocido que había adquirido una entrada para el Costa Rica-Ecuador (el segundo partido del grupo, que a la postre nos clasificó a octavos), en Hamburgo, pero desistió de ir dos meses antes del match. Mi amigo me conocía y me preguntó si quería comprar la entrada, todo por correo electrónico. La respuesta era obvia pero operativamente complicada, por cuanto con mi grupo de amigos habíamos postulado para seguir a Paraguay a todos los partidos de primera ronda, y al que clasificara segundo del grupo de los guaraníes, en octavos y cuartos de final. El partido de Ecuador era el mismo día del Suecia- Paraguay, en Berlín, aunque cuatro horas antes. Gracias a internet logré cuadrar todo gracias al tren bala que une Hamburgo con Berlín y a la perfecta conexión de horarios y alcance del sistema de metros y trenes que tiene Alemania. En cuestión de pocas horas pude vivir esa fiesta que fue la clasificación del Ecuador -tras golear a Costa Rica- y la emoción de ver un partido en esa edificación llena de historia y de fantasmas que es el estadio olímpico de Berlín.
Estas posibilidades se abrieron para todos los habitantes del globo en la transición entre los siglos XX y XXI. La expansión, abaratamiento y accesibilidad que brindan las nuevas tecnologías se potencia cuando se pone en la perspectiva del momento histórico. Este es el período de la historia en que el comercio de bienes y servicios ha llegado a niveles impensados: en las dos últimas décadas se duplicó gracias a un proceso con varias aristas. Por un lado, aumentaron significativamente los acuerdos comerciales. Ello significó una reducción tanto de los aranceles como de diversas trabas al comercio prácticamente en todos los países y regiones del orbe. Por otra parte, el boom de las nuevas tecnologías permitió separar los procesos de producción, porque las tareas de gestión, diseño y producción de partes o insumos se pueden articular rápidamente a nivel mundial. Lo mismo corre para las normas de consumo -y en consecuencia, los consumidores- que dejaron atrás la necesidad de estar cerca de los lugares de producción o venta para comprar. Con las nuevas tecnologías, la intermediación se acorta. Este proceso de expansión del comercio y flujo de bienes, abaratando los bienes y servicios y facilitó su acceso. Los celulares son un claro ejemplo. La gente dejó de estar incomunicada, pendiente del insufrible trámite de acceso a línea fija. Basta un aparato simple, a precio de regalo, que permite acceder a información y a comunicación con los otros, desde cualquier sitio.
El turismo también creció raudo. Y la migración. Estos dos son fenómenos globales, con beneficios y complicaciones. Pero con intercambio de ideas, exposición a lo distinto
y apertura-rechazo a las diferencias. La consecuencia de estos fenómenos es clara: en dos décadas, justo cuando termina la división ideológica del Muro, el flujo de información y formas de ver la vida se disparó como en ningún otro periodo de la historia humana. Este proceso dio para todo, pero una de las caras amables fue la diversificación de la matriz laboral, gracias al flujo migratorio. No es un fenómeno nuevo, pero sí expansivamente novedoso, porque está latente a nivel mundial -o, más específicamente, a nivel de las principales economías del orbe-. En ningún otro espacio eso quedó tan gráfico como en el deportivo. En los últimos años, los equipos profesionales de todos los deportes han ido incorporando una proporción significativamente mayor de extranjeros, llegando incluso al límite de existir equipos compuestos en un 100% por jugadores foráneos (4).
Esta diversificación de la composición etnográfica, elevó el nivel de interés en los deportes. Fenómenos como el del pivote chino Yao Ming lo atestiguan. Sin desmerecer su desempeño superlativo, ha llegado a ser el más votado de los basquetbolistas para participar en el juego de las estrellas de la liga profesional de básquet norteamericana -la NBA- gracias al apoyo que más de mil millones de chinos pueden dar a sus deportistas. Algo similar ocurre con las principales ligas de fútbol. Fue en los albores del siglo XXI cuando jugadores de toda Africa, Asia, Este de Europa y Centroamérica empiezan a conformar en grandes números a los equipos de las principales ligas de Europa, la Meca de la competitividad y atención del fútbol profesional mundial. Es por esa razón -amparados en las ganancias de mercadeo que generan los nuevos mercados de teleconsumidores - que los clubes buscan ampliar el interés global fichando jugadores y sponsors de regiones impensadas. El esquema se retroalimenta, cuando se observa cómo las publicidades que circundan las canchas cambian de alfabetos: desde el inglés al chino mandarín, ruso o árabe.
Cada evento o hito deportivo lo hemos conversado con Julio Chaname, ya sea personalmente o por internet. A veces los vemos juntos, pues mi amigo viaja a Chile, uno de los mejores países para la observación astronómica. Entre noches de observación y partido de Champions, Copa Libertadores, Mundial de fútbol, Grand Slam, la amistad vuelve al lugar de origen. Hoy estamos planeando repetir el periplo deportivo para Brasil 2014, un propósito que toma forma, por ejemplo, cuando compartimos unas cervezas frente al mismo televisor en dos partidos de esa telenovela que fue el Barcelona-Real Madrid.
En retrospectiva, respecto de las primeras veces que vi deportes con mi amigo, ahora, en alta definición, se viven los partidos como si se estuviera en el estadio. Es un salto cuántico en calidad que se ha suscitado en poco más de una década y que será la norma en el siglo XXI. Idem con la posibilidad de estar en la primera línea de información. A José Mourinho lo escuchamos on line en el pospartido. Con Julio podemos seguir comentando todo por Skype o correo electrónico. Incluso, si rebobino el curso que tomó mi afición por escribir, en su vertiente deportiva, esta se enriqueció gracias a la concomitancia de procesos que posibilitaron lo que Jacques Attali (5) denominó "nómades digitales": la disponibilidad de medios que nos conectan con lo que ocurre desde cualquier medio de transmisión de información y desde cualquier lugar, brindándonos independencia y autonomía de acción.
Esa misma tecnología nos permite redefinir nuestro ámbito de atención. He sido fanático de muchos deportistas ecuatorianos, pero a ninguno seguí como a Nicolás Lapentti. Fue el primer deportista al que seguí on-line porque su rápido ascenso coincidió con la expansión y accesibilidad de las nuevas tecnologías para cubrir deportes en vivo. Fue esa búsqueda inconsciente, en cualquier parte del mundo, de una compu para seguirlo, alentarlo, alegrarme o entristecerme. Hoy que Nico le dice adiós al tenis, los fanáticos también le dicen adiós a lo que generó en tiempo real, semana a semana, por primera vez.
La senda histórica -la personal y la que se escribe con mayúscula- ha permitido que la amistad y el gusto compartido por el deporte se hayan desarrollado porque la tecnología y los procesos de intercambio acercan a las personas. Y a estas con sus aficiones. La globalización tiene un impensado lado amable que agradezco.
En la rutina diaria hay un cronograma sobre el que nos organizamos. En mi caso, por ejemplo, mi jornada parte temprano, pedaleando o corriendo. Trabajo todo el día, con un intermedio que me lleva a nadar en una piscina. Luego la vuelta a casa, en donde me dedico por completo a mi hijo hasta hacerlo dormir. A veces veo las noticias y termino fisgoneando el Sport Center de ESPN. O viendo pocos minutos de un match de la NBA. El fin de semana empieza y termina con paseos por la ciudad, subiendo cerros, disfrutando del agua de una piscina pública. También hay un chequeo nocturno de noticias y goles varios. Y la infaltable búsqueda de espacios para leer lo que caiga en mis manos.
Sé que quien escribe no es del tipo común y corriente. La mayoría no tiene tiempo para hacer algo de deporte. Y menos de mirarlo. El tráfago de la cotidianidad absorbe. Para mí, y quizás para varios, el deporte se convirtió en algo concomitante a la vida. Es como una herencia genética, aunque en mi caso se desarrolló por generación espontánea. De niños y jóvenes podemos practicarlo, verlo y emocionarnos, pero las responsabilidades y la escasez de tiempo nos alejan del deporte y su disfrute. Para cultivarlo se necesita, sobre todo, de mucha disciplina. El deporte se convierte en un acto reflejo e instintivo, como el respirar.
¿Se puede vivir sin respirar? Creo que no. Aunque me lo he planteado cada vez que pienso que mi relación con el deporte es excesiva, que muchas veces es un pasatiempo inútil y sinsentido y que pude haber utilizado mi tiempo en actividades más productivas.
Todo fanático a los deportes ha sentido que, en algún momento y lugar de su vida, se volvió adicto a ellos. Claro, no es que tal adicción cambia el comportamiento individual definitivamente. Ni que la práctica de un deporte, la mirada perdida en la tele de turno que transmite un partido o una ejecutoria, o similar sensación escuchando la transmisión radial, sea una característica propia de una patología siquiátrica derivada de una adicción química, en que sudan las manos si no se puede ver o practicar algo, sale espuma por la boca y casi que se reinterpreta, en una versión ecuatorial, a Linda Blair en el primer Exorcista.
Si bien no es exactamente así, en los aficionados de raza existe algo de esa sensación inconsciente de sumisión y necesidad. Para qué negarlo. Cuántas veces no habré escuchado a mi madre, primero, y a mi esposa, después, quejarse del tiempo y el mutismo autista en que he quedado abducido gracias a un juego "trascendente". O la reflexión que, como subproducto de esa observación, deviene en lo que pudo haberse hecho con ese extraordinario número de horas, que en vez de insumirse en consumir deporte se hubiera destinado a propósitos más… ¿sanos? En algunos casos extremos sí se llega a una patología clara. Los especialistas han descrito el afán excesivo por practicar deporte como vigorexia. Y la adicción a la tele puede tener un apartado especial en las horas dedicadas a ESPN, Fox y las transmisiones de los canales nacionales.
Lo central es lo que le imputamos a quienes provocan esa pasión. Aquellos que, merced a este hiper televisado y mercantilista periodo histórico, generan el producto "deporte" del que alguna vez nos hemos vuelto adictos. Todo el tinglado de deportistas, dirigentes e, incluso, árbitros. Cómo pueden llegar a sentirse centro de todas las miradas, protagonistas de ese reality con un núcleo duro de fanáticos. Hace poco vi el documental Maradona (6), del serbio Emir Kusturiska, que retrata el meollo de las contradicciones y complicaciones que las drogas generaron en el Diego. Quizás su vida fue la suma del máximo productor de droga-deporte buscando salida en la droga-droga. Lo que me quedó claro es el siempre presente halo en que todo es posible merced a la popularidad y al sentirse intocable. Y la retroalimentación que se genera gracias a que el público necesita del deporte y exige un producto, con sus protagonistas.
Por otra parte, el deporte muchas veces es tedioso y aburrido, y no genera ningún ánimo transcendente. Lejos de inspirar, desalienta. Habría que hacer una distinción entre los deportes según la cantidad de adrenalina que generan. Parece de Perogrullo -porque se podría argumentar que todo deporte dispara el estado de alerta de los aficionados- pero, convengamos, existen deportes que tienen acción permanente y otros que pueden generar más de un bostezo. OK, muchas mujeres y neófitos podrían decir que el fútbol es aburrido. Y tendrían razón en ciertos pasajes del partido. Pero el ritmo, el vértigo y la belleza técnica, finalmente se imponen, moviendo pasiones. Para que florezca esa pasión se necesita conocer y apreciar al deporte.
El desconocimiento sería una primera explicación para aburrirse. Sin embargo, conozco la mecánica de muchos deportes y algunos me siguen generando tedio. No podría ver un partido de críquet ni pagado. O sentir que me entretengo con un torneo de golf. Quizás el morbo de ver a ese ángel caído que es Tiger Woods sería un aliciente. O cuando me enteré que el argentino Pato Cabrera lideraba el Masters de Augusta, quise ver su consagración en ese césped sagrado. En conclusión, hay deportes naturalmente tediosos que se vuelven menos aburridos cuando se juega algo importante o cuando alguien representativo está a punto de conseguir algo. Como cuando los ecuatorianos digeríamos una hora y veinte minutos de caminata cada vez que Jefferson Pérez competía en una Olimpiada o en una Copa del Mundo.
Con el peso de los excesos de "consumir" deportes, y la honesta pregunta sobre su verdadero contenido como hábito de ocio, se podrían cerrar las puertas a la bienaventuranza que he querido trazar en torno al deporte. Afortunadamente, gente como Robert Louis Stevenson y su breve ensayo sobre la filosofía que existe en el ocio (7), en la segunda mitad del siglo XIX, rescata todo el sentido de lo que conlleva disfrutar del tiempo ocioso como una emancipación de la cotidianidad, algo que se extiende y se corporiza en los hábitos de ver y practicar deportes. El inglés retrata brillantemente eso que muchos entendemos, pero no podemos verbalizar: el placer de ver y hacer algo, sin prisas ni esquemas. La gracia de la posibilidad -que se puede concretar- de apreciar la belleza de las cosas sencillas o complicadas en momentos inesperados y efímeros. La predisposición a ser sorprendidos y sentirnos bendecidos por esas sorpresas. El espacio para pensar filosóficamente y buscar, a través de esa visión, lo bello, lo perfecto y lo trascendente. La sensibilidad para reconocer estos aspectos en ámbitos en los que quienes tienen una aproximación netamente positivista y mezquina, solo ven los resultados y no los procesos, las relaciones, la historia y el arte. Como lo aclara Stevenson, lo aparentemente banal e inútil es, en el fondo, un aprendizaje sobre la vida. El deporte significa eso. Es una de las opciones del ocio -quizás la que más adeptos tenga- en este siglo que comienza. Y es un excelente espacio para comprender y apreciar muchos misterios de la humanidad. Como bien lo dijo Albert Camus, ex portero del Racing de Argel y premio Nobel de literatura: "Porque, después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol".
1 Como lo muestra la película “Amando a Maradona” (2005).
2 ROBERTO FONTANARROSA. Viejo con árbol, en “Puro fútbol”. Ediciones de la Rosa, 2000.
3 ROBERTO FONTANARROSA. Plegarias a la virgen, en “Puro fútbol”. Ediciones de la Rosa, 2000.
4 El Inter de Milán ganó la Champions League 2010 con titulares no italianos, en su mayoría europeos comunitarios o latinoamericanos con pasaporte comunitario.
5 JACQUES ATTALI, Milenio (Lignes d´horizon, 1990, París). Seix Barral, 1991.
6 EMIR KUSTURICA, Maradona by Kusturica. 2008.
7 ROBERT LOUIS STEVENSON, En defensa de los ociosos. Gadir, 2008.