Daniel Márquez Soares
Periodista y profesor. Competidor de artes marciales mixtas
dmarquez@usfq.edu.ec
Las artes marciales y los deportes de combate han acompañado a la humanidad desde sus orígenes. Tras décadas de declive, han sufrido una notoria resurrección en los últimos años. ¿Qué es lo que practicantes y aficionados pueden cosechar de estas particulares disciplinas? Este recorrido por algunos de los principales hechos, personajes y anécdotas de deportes como el judo, la lucha, el boxeo y las artes marciales mixtas pretende ilustrar las virtudes de ese mundo y explicar por qué nos atrae tanto.
El peleador de artes marciales mixtas Forrest Griffin es capaz de explicar con notoria sencillez el motivo que lo ha llevado a incursionar en tan particular deporte. Veinticuatro veces, este norteamericano ha entrado en una jaula a intercambiar puñetazos, patadas, proyecciones y llaves. Cuando le preguntan por qué, se define, a manera de respuesta, como un hombre competitivo. "Y éste es el tipo más primario y supremo de competencia. Por eso me gusta”, afirma. "Si dos jugadores de fútbol, hockey o básquet- bol tienen una desavenencia durante un partido, llevan la competencia a otro nivel: se cogen a golpes. Ahora, si en mi deporte hay desavenencias, ¿a qué otro nivel lo vas a llevar? Por eso creo que nunca hay malentendidos, sino solo respeto", explica, en su libro "¿Got Fight?”.
Griffin no encaja en el molde del peleador como un hombre pobre, sin oportunidades ni educación, que habita en el imaginario popular. Al contrario, próspero oficial de policía, con estudios de posgrado en ciencias políticas e historia y un gran talento analítico y narrativo, eligió la carrera de las artes marciales por una cuestión de realización. Su caso, y su argumento, son buenos ejemplos de una opción de vida que, como profesión o como afición, abrazan cada vez más personas en el mundo entero. Al parecer, muchos juzgan que tras el sórdido velo de violencia de los combates y las peleas, o "actividades luctatorias" como rezaría el correcto término pedagógico, yacen numerosas virtudes y bienaventuranzas que hacen a las personas mejores y a la vida más digna de ser vivida.
Cientos de pensadores, desde el renacentista Nicolás Maquiavelo hasta el contemporáneo Robert Greene, coinciden en que el mundo es un lugar mucho menos civilizado y pacífico de lo que nos gusta pensar. Tras la normada máscara de respeto y armonía de nuestra sociedad, habita un mundo despiadado que preferimos ignorar en el que la violencia, en lugar de desaparecer, se ha vuelto, sencillamente más sutil.
Pero no solo el mundo es menos puro de lo que nos gustaría pensar. Lo mismo se aplica a nuestra propia naturaleza. Esta aura de orden antes mencionada solo ha acompañado progresivamente a nuestra sociedad durante unos cuantos siglos. Antes, durante miles de años, los seres humanos estuvimos condenados a habitar un mundo sin cuartel en el que el hambre, la violencia, la enfermedad y la muerte eran tan omnipresentes como lo son en la vida de cualquier animal salvaje. Fue ese mundo el que moldeó nuestra naturaleza, la brújula que guio nuestro lento proceso de adaptación y evolución. Aunque no nos guste, en cada célula de nuestro cuerpo están grabadas las memorias y las enseñanzas que todos esos milenios heredaron a nuestra especie. Esa larguísima temporada pesa muchísimo más en nuestra naturaleza y nuestro instinto que los pocos siglos de civilización que llevamos a cuestas.
Quizás sea por eso que, a todo niño, en un inicio, hay que enseñarle las reglas del fútbol, del básquet o del tenis, pero no hace falta enseñarle a pelear. Nadie trae en sus genes un rudimentario instinto de meter un gol o encestar, pero todos, sin importar origen o época, nacemos con un programa instintivo mínimo de cómo propinar una patada, un golpe o un derribo. Difícilmente dos niños, de dejarlos solos, comenzarán, instintivamente, como una forma de diversión y ejercicio, a jugar billar o squash. Lo más probable es que empiecen a intercambiar forcejeos y empujones. Es una cuestión de naturaleza. Pelear es tan humano como caminar, correr o dormir.
Tal vez sea ese elemento primario, esa condición elemental e instintiva, la que ha determinado tanto la omnipresencia del factor combate en las actividades deportivas de cualquier sociedad o lugar, como su asegurada popularidad. Muchas veces han sido deportes sangrientos, explícitamente violentos, como el pancracio griego, los combates entre gladiadores de la Roma antigua o las justas y la esgrima de la Edad Media. Otras veces, como en el rugby, el fútbol americano, la esgrima occidental contemporánea o el buzkashi de Asia Central, la sociedad busca sublimar discretamente esa agresividad. Algunas, como ciertas artes marciales de Extremo Oriente, han terminado desnaturalizándose al dotarse de un manto espiritual y una ritualización excesiva. Otros, como la lucha olímpica, el judo, el tae kwon do y el jiu jitsu han optado por el camino de las reglas y la competencia deportiva. Un par, como el boxeo y las artes marciales mixtas, han tomado el camino de la profesionalización y el espectáculo. No obstante, todas son expresiones y derivaciones de la misma condición humana.
Así como los soldados de Alejandro Magno se encontraron con grandes peleadores a lo largo de sus viajes por Asia, los arqueólogos han descubierto grabados de pugilistas y de luchadores desde Micenas hasta Mongolia; un soldado de Pizarro, según John Hemming en su "Conquista de los Incas", se topó con un gigantesco campeón inca con el que tuvo que medirse en un combate y hasta el día de hoy etnógrafos y viajeros descubren expresiones rituales de combate hasta en las civilizaciones más recónditas. Podemos estar seguros que, en cualquier lugar, momento o sociedad, la naturaleza peleadora del ser humano encontrará un medio positivo y fructífero a través del cual expresarse. A la larga, hay demasiados beneficios en ello como para ignorarlo.
Lennox Lewis, a quien muchos consideran el último gran peso pesado que tuvo el boxeo profesional, es también un concienzudo practicante del ajedrez, una pasión que compartía con su último gran rival, el ucraniano Vitali Klitschko. Hubo una ocasión en que un reportero le preguntó qué tenían ambos deportes en común. Como era de esperarse, Lewis hizo hincapié en factores como la estrategia, la paciencia y la comprensión del juego del oponente. Sin embargo, añadió una aleccionadora frase de su cosecha. Dijo que, más allá de las similitudes, guardaban una importante diferencia: el ajedrez era una disciplina que todo el mundo practicaba, pero sobre la que pocos opinaban o se creían sábelo todos; en cuanto al boxeo, casi nadie lo practicaba, pero todo el mundo fingía ser especialista.
Así, como Lewis melancólicamente señalaba, los practicantes de los deportes de combate sufren el mismo trágico destino que colegas de otras tantas disciplinas como la economía, la política o el fútbol: sufrir los efectos de la osadía de la ignorancia y recibir críticas y opiniones de cualquier incompetente. Es de este triste factor de donde surgen muchas de las injustas críticas y observaciones que se le hacen a las artes marciales y los deportes de combate.
Uno de los grandes mitos que rodean estas actividades es aquél de que se trata de disciplinas para seres rudos y brutos, carentes de talento e intelecto. Es normal, por ejemplo, que un practicante de cualquiera de estos deportes reciba, de parte de algún abnegado pariente o profesor, una observación del tipo "lástima que alguien de tu capacidad se dedique a eso". Hay incluso muchos ex deportistas caídos en desgracia que, como una forma de mendigar atención, cultivan esa imagen, mostrándose como víctimas de la ignorancia que, ante la falta de oportunidades, no tuvieron otra opción que vivir de pelear. Y a la masa le encantan ese tipo de historias.
Pero, hay que reconocerlo, se trata de una imagen falsa. Primero porque, de por sí, son deportes individuales y difíciles. Es decir, la complejidad técnica de disciplinas como la lucha, el judo, el jiu jitsu o el boxeo es lo suficientemente amplia como para espantar a las mentes poco favorecidas o, por lo menos, condenarlas al fracaso. Un peleador debe ser capaz de memorizar una inmensa cantidad de información y técnicas, aprender y desaprender constantemente, ejercer una eficiente comprensión táctica de su juego y el de su oponente, trazar una estrategia propia y tomar decisiones todo el tiempo. A diferencia de otros deportes en los que el factor físico es de largo el más determinante, en estas actividades la técnica y la inteligencia juegan un rol tan o más importante, lo que permite que la mayoría de veces sean los preparados David los que vecen a los forzudos Goliath.
Ejemplos de lo anterior abundan. En su libro The Fight, el escritor norteamericano Norman Mailer hace hincapié en lo intrigante que era cada combate de Muhammad Ali, en tanto nunca se sabía cuál era la estrategia de la que echaría mano. Recuerda, por ejemplo, en el combate contra George Foreman, como Ali se dejó acorralar durante siete rounds contra las cuerdas y se dedicó a absorber golpes, contrariando su tradición de rapidez y movimiento, para en el octavo noquear a su agotado oponente con una impecable combinación. Mailer señala que estaban horrorizados ante la paliza que se estaba llevando Ali cuando, súbitamente, ante el primer despertar del campeón "entendieron que toda esa locura había sido planificada". Lo mismo se aplica al célebre Randy Couture, seleccionado olímpico de lucha de Estados Unidos que decidió incursionar después en el mundo de las artes marciales mixtas. Su apogeo vino después de los cuarenta años de edad, dada su capacidad de estudiar a sus oponentes e idear una estrategia diferente para cada pelea. "Nada mal para un viejo", dijo, cuando, tras hacerse con el título de peso pesado del Ultimate Fighting Championship, le preguntaron su opinión sobre su desempeño.
Esa exigencia de inteligencia es una constante en los deportes de combate y parecería indispensable para poder competir a cierto nivel. Floyd Mayweather Jr., el máximo estratega del boxeo contemporáneo, el peso pesado Wladimir Klitschko, orgulloso poseedor de un Ph. D. y quien habla con facilidad cinco idiomas, el ex catedrático universitario de matemáticas Rich Franklin, que ahora se desempeña en el MMA, el paleontólogo a tiempo parcial George Saint-Pierre, ampliamente considerado el mejor peleador de la actualidad, o la leyenda del judo David Douillet entregado ahora a los estudios sociales han hecho énfasis siempre, en su momento, en su intelecto como el factor diferencial al momento de imponerse. Irónicamente, parecería que este tipo de actividades son más acordes a los cultivadores de la aguda astucia de Ulises que a los de la descontrolada violencia de Aquiles o la indomable fuerza de Ajax.
Parecería, no obstante, que se trata de una relación recíproca. Así como la inteligencia parece ser necesaria para la práctica de estas actividades, el cultivo de los deportes de combate ayudaría al desarrollo de la inteligencia. Esta fue la motivación suprema de Jigoro Kano, el fundador del judo, para introducir este arte marcial en el sistema educativo japonés a inicios del siglo XX. Filósofo y educador, además de un apasionado practicante de las artes marciales, Kano miraba con preocupación la falta de vigor físico, así como el abundante estrés y desmotivación, entre los jóvenes japoneses. Consideró que el judo era una excelente opción para que las nuevas generaciones cultivaran cuerpo y mente. Esa misma percepción se extendió hasta Brasil, donde los Gracie, la familia fundadora del jiu jitsu e indirectos herederos de Kano, definían a su estilo como "el supremo triunfo de la inteligencia sobre la fuerza bruta".
Pocos deportistas han sido tan dominantes en su campo como Alexander Karelin, el seleccionado soviético peso pesado de lucha grecorromana, tres veces campeón olímpico y diez veces campeón mundial. Los últimos seis años ni siquiera le marcaron un punto y ganó su última olimpiada con un pectoral desgarrado. En él se daban cita todas las virtudes físicas: tamaño, fuerza, velocidad y resistencia. Tal era su condición que le llamaban "El Experimento" y fue el inspirador del siniestro personaje Iván Draggo, de Roc- ky IV. Además, descendiente de intelectuales aristócratas exiliados a Siberia, era aficionado a la música clásica, la literatura y la historia.
Karelin siempre fue acusado de emplear esteroides y sustancias prohibidas. Tras la caída de la Unión Soviética, ante los cuestionamientos de la prensa occidental al respecto de su rendimiento, Karelin invitó a un equipo de periodistas deportivos a cubrir su entrenamiento diario en Siberia, su tierra natal. El resultante fue un estremecedor reportaje que mostraba las extenuantes, primitivas y brutales rutinas del atleta soviético, llena de ejercicios como cargar una refrigeradora arriba abajo por las escaleras de un edificio o levantar y arrojar troncos por encima de su cabeza. Al final, su explicación fue clara: "muchos me critican, pero nadie entiende que yo trabajo cada día más fuerte de lo que mis rivales jamás han entrenado en sus vidas".
Un caso similar fue el de Masahiko Kimura, el más célebre judoka de todos los tiempos. Tras sufrir un par de derrotas en su juventud, llegó a la conclusión de que la única forma de prosperar era entrenando más que sus oponentes. Ellos entrenaban seis horas, así que él decidió entrenar nueve, sometiéndose siempre a rutinas de una intensidad inhumana. Repetía, a manera de calentamiento, dos mil veces su derribo favorito y hasta el día de su muerte, con casi ochenta años, llevaba a cabo mil flexiones de pecho cada mañana.
Los deportes de combate no son la excepción a la famosa regla que instauró Malcolm Gladwell en su libro "Outliers": para volverse docto en una disciplina es necesario, primeramente, por lo menos 10 mil horas de práctica. Como señala Chris Sheridan en su libro "A fighter's mind", en las artes marciales se requiere además que esas 10 mil horas se obtengan a una temprana edad, ya que la juventud es necesaria para poder estar en la mejor forma física y resistir la dureza del entrenamiento y la competencia. Así, es común que un competidor de primer nivel de veinte y pocos años lleve entrenando tres o cuatro horas al día desde que era un escolar. Llega un nivel en el que todos tienen talento y ética de trabajo, pero para comenzar siempre es bueno recordar aquél refrán tan popular en el mundo de la lucha olímpica: el trabajo duro le gana al talento, si el talento no trabaja duro.
Este factor implica hacer notables sacrificios. Como Segundo Chango, entrenador de boxeo de la selección de Pichincha, recalca, el sacrificio no es entrenar, ya que entrenar suele ser un placer para el deportista. El sacrificio son todas aquellas cosas que el atleta deja de hacer por estar entrenando, cuestiones que repercuten en campos diversos, desde la dieta hasta la vida sentimental. Sacrificar cuatro o más horas al día durante más de dos décadas resulta tener un costo de oportunidad escalofriante. Además, son actividades que requieren una carga de tiempo aún mayor a la de la mayoría de deportes, ya que exigen no solo una amplia preparación física, sino inmensa preparación técnica.
Así, es importante tener en cuenta cuánto trabajo, sacrificio y entrenamiento yace detrás del desempeño de cualquier practicante de estas disciplinas. Por ejemplo, cuando el boxeador ecuatoriano Segundo Mercado subió al ring en 1991 en la Plaza de Toros Quito contra Robert Carson tenía 24 años. Llevaba practicando el boxeo desde los 6 años de edad, dedicado íntegramente a ello, viajando de un lado al otro, peleando desde los Guantes de Oro de Guayaquil hasta las Olimpiadas de Seúl, al punto de no haber podido estudiar más allá del segundo grado de primaria. Pocos en el público tuvieron la delicadeza de tener en cuenta cuántos sacrificios había hecho en ese proceso, ya que, una vez que el juez lo descalificó, los presentes estelarizaron un notable motín lleno de insultos racistas contra Mercado. Tampoco tuvieron eso en mente los aficionados que incendiaron el Coliseo Julio Cesar Hidalgo cuando el combate entre Daniel Guanín y Eugenio Espinoza no fue lo suficientemente entretenido ni satisfizo la sed popular de sangre.
Y muchas veces el sacrificio no es suficiente. Por ejemplo, un judoka japonés promedio que llegue a las olimpíadas es alguien que ha tenido competencias todas las semanas, no ha perdido un solo combate en los últimos seis años y practica esa disciplina desde los cuatro años de edad. Un seleccionado norteamericano de lucha ha competido desde la época escolar, estudió la universidad como parte del equipo de lucha y después dejó todo a un lado para seguir, a lo largo de cuatro años, la selectiva olímpica. Lo mismo se repite en el jiu jitsu o el boxeo. En un mundial, en una olimpíada, todos los presentes, sin excepción, han hecho los mismos sacrificios durante décadas, pero solo hay lugar para uno en el podio. Ahí es cuando entra en juego el talento fuera de serie, el azar y los detalles mínimos.
Por cada campeón, por cada ganador, existen decenas de otros que hicieron todo lo que tenían que hacer y tomaron todas las decisiones correctas. Todo lo que podían hacer, lo hicieron, y sin embargo, simplemente, la fortuna nunca les sonrió. Fue lo que pasó con nuestros boxeadores Jaime "Chico de Oro" Valladares o Ramiro "Clay" Bolaños cuando fueron a pelear por el título en Japón. Tenían talento y estaban bien entrenados, pero perdieron. Es lo que pasó con el propio Randy Couture, cuyo sueño era llegar a una olimpíada, pero cuatro veces perdió la final de la selectiva. Durante dieciséis años, la suerte no lo favoreció. Dan Henderson, que se dio modos de llegar a tres olimpíadas, porque su sueño era una medalla, pero nunca pasó de la primera ronda. O Jerome Le Banner, quien, en más de una década, pese a ser ampliamente considerado uno de los mejores peleadores del mundo, jamás consiguió hacerse con el título de K1, o luchadores como Saulo Ribeiro o Roberto Magalhaes, quienes llegaron cuatro veces a la final del Mundial de Jiu Jitsu en la categoría peso libre, contra oponentes menos rankeados, y se fueron con las manos vacías.
Así, la victoria no exige solo un inmenso sacrificio en materia de tiempo, esfuerzo y juventud, exige también la aceptación de la posibilidad real, de la ampliamente mayoritaria probabilidad, de que ese esfuerzo habrá sido en vano y no dará frutos. Por eso, por un lado, son tan pocos los que ponen las fichas en la mesa y deciden correr el riesgo; pero, por el otro, los atletas, para asumir ese costo, suelen amar tanto lo que hacen que encuentran en el día a día suficiente gratificación como para hacer que la posibilidad de no ganar sea manejable.
Por eso, cuando el peleador brasileño de artes marciales mixtas Lyoto Machida, hijo de un despiadado profesor de karate japonés, conquistó el título del UFC, su reacción fue un llanto descontrolado. Con el cinturón de campeón puesto, durante varios minutos habló de los interminables entrenamientos que había realizado desde niño, de lo duro que había sido y de la proverbial rigurosidad de su padre. "Si tienen un sueño, luchen por él, ¡es posible!", le dijo al público. Fiel a la naturaleza de ese deporte, Machida perdió el título dos peleas después. Gajes del oficio.
El escritor cubano José Lezama Lima decía que solo lo difícil es estimulante. Al parecer, pensaba como un peleador. A la larga, es difícil imaginar una actividad en la que derrota sea tan dolorosa y la victoria tan repleta de gloria como en las artes marciales y los deportes de combate. O una competencia en la que emociones primarias como el miedo, el coraje, la vergüenza o el nerviosismo alcancen cuotas tan altas. Por eso, todo conocedor sabe que deportes como esos implican, ante todo, una carga psicológica difícil de administrar. Solo un buen psicológico puede bastar para que un luchador triunfe, reza el dicho, y un mal psicológico puede bastar para que pierda.
Fabio Gurgel, varias veces campeón mundial de jiu jitsu y profesor de toda una constelación de campeones, ha tenido tantos prodigios bajo su égida que es capaz de definir con sencillez lo que un ganador requiere. Primero, asegura, debe amar entrenar; pero la palabra en este caso abarca no solo amar la participación en el entrenamiento, sino también amar dormir suficientes horas, comer bien o no tener malos hábitos. Esa condición reduce ya inmensamente los prospectos. Para seleccionar entre ellos, el parámetro es sencillo, pero profundo. Gurgel dice que a un verdadero campeón se lo reconoce en la actitud dentro del área de lucha. En su cara, en su mirada, durante el combate, se ve felicidad y realización, se nota que es un ser humano que, ahí adentro, está lleno de dicha, convencido que está llevando a cabo la tarea más importante de su vida y la actividad para la que, está seguro, nació. Es diferente de los que, por más preparados que estén, en sus rostros se alcanza a ver que lo único que quieren, ya sea ganando o perdiendo, es terminar rápido para irse a la casa, con la misma pasión que demuestra un oficinista promedio.
Por algún extraño motivo, la valentía es un valor que pasó de moda. Cuando uno lee literatura o crónicas antiguas, es inevitable sorprenderse en el énfasis y la admiración que nuestros antepasados, siglos atrás, demostraban ante la gente con agallas. Ahora, oficialmente, se considera a esta una virtud banal, más peligrosamente cercana a una deficiencia psicológica que a una fortaleza moral. Es como si los débiles hubiesen terminado por convencer a los fuertes de que sus cualidades eran perniciosas. Parecería que vencer el miedo, asumir la posibilidad de un final infeliz, son cosas sencillas. No obstante, enterrado en el alma humana, yace siempre la natural admiración por aquellos que ponen la cara, ganen o pierdan.
Hay veces que estas cuotas de dolor y sacrificio son bien recompensadas. Un caso célebre fue el de Yasuhiro Yamas- hita, el celebérrimo judoka japonés peso pesado al que muchos consideran el mejor competidor que ha conocido ese deporte. Yamashita se perdió las olimpiadas de 1976 por una fractura de peroné que comprometió también seriamente su rodilla. En 1980 la invasión de Afganistán de parte de la URSS significó un boicot internacional de los Juegos Olímpicos de Moscú, al que Japón se sumó. Así, esperó hasta 1984, en Los Ángeles. Venció sin problemas su primer combate, pero en el segundo recibió un ataque a la pierna que rompió nuevamente su peroné y afectó su rodilla. Las estrictas reglas del judo dictan que si un competidor pide la intervención médica está automáticamente aceptando su derrota. Por ello, Yamashita soportó su dolor en silencio y venció el combate. En los dos siguientes combates, su pierna recibió sucesivos y dolorosísimos ataques.
Consiguió vencer, pero para ese momento su lesión ya no era ningún secreto. Cuando se marchó al descanso, antes de la final frente al egipcio Mohammed Rashwan, nadie sabía si regresaría al combate. Lo hizo.
La escena de Yamashita saliendo del camerino, saltando en un pie y con la pierna lesionada embutida en vendajes, dirigiéndose al área de lucha marcó a toda una generación. Rashwan contaría después que, al verlo, entendió que su rival estaba "serena y sinceramente dispuesto a morir". En un gesto de gran humanidad que se le reconoce hasta hoy, el egipcio se negó a atacar la pierna mala del japonés, alegando que sería una victoria sin honor. Al final, en un contraataque, Yamashita venció, convirtiéndose en el único campeón olímpico peso pesado que, pese a su lesión, ha ganado todos sus combates por ippon.
Un caso similar fue lo que sucedió, en el jiu jisu, con Ronaldo "Jacaré" Souza. Un mestizo de sangre africana e indígena, Souza era un niño de la calle, involucrado con el crimen en Belem do Pará, que con diecisiete años escapó a Manaos, donde un hermano de parte de padre, para salvar el pellejo. Allí, a esa edad relativamente tardía, conoció el jiu jitsu. Entrenaba todo el día y dormía en la academia; sin pagar pensión ni arriendo a cambio de limpiar el lugar. Tal era su talento, vigor físico y dedicación que ocho años después, en 2004, estaba en el tatami del coliseo del Tijuca Tennis Club, en Rio de Janeiro, disputando el título más importante que existe en el jiu jitsu: el campeonato mundial peso libre de adultos cinta negra. Su rival, su antagonista al milímetro, era Roger Gracie, un próspero joven criado entre Rio de Janeiro y Londres, parte de la familia real del jiu jitsu, que había tenido todo el apoyo desde temprana edad y le llevaba quince kilos y veinte centímetros de ventaja.
Roger Gracie era conocido como el deportista técnicamente más perfecto que ha visto el deporte. Souza, a su vez, tenía garra y fortaleza. "Jacaré" consiguió ponerse adelante por puntos, pero, cuando faltaba apenas un minuto, Roger Gracie encajó una perfecta llave de brazo. La consecuencia lógica hubiese sido que Souza se rindiera. Souza cuenta que en ese momento pasaron frente a sus ojos todos sus años de esfuerzo y las dificultades que había enfrentado. Pensó en sus decenas de compañeros de Manaos, pobres como él, que habían juntado dinero para pagarle el pasaje de bus hasta Rio de Janeiro y en las semanas previas a la competencia que pasó durmiendo en la colchoneta de una academia amigo que le abrió sus puertas. La decisión estaba tomada. "Jacaré" apretó fuerte los dientes y se dejó romper el brazo. Forcejeó hasta escapar y cuando el árbitro, viendo su brazo colgando inerte, se le acercó horrorizado, Souza lo miró a los ojos y, apuntándole con un dedo, le dijo "no me rendí y no me voy a rendir". Resistió un minuto más, con el brazo atado al cinturón, los embates de un sorprendido Gracie y, cuando sonó el pitazo final, alzó su brazo sano, gritando, lleno de alegría "yo no me acobardo", antes de ser llevado en brazos por la afición, primero al podio y luego al hospital.
Ambos, Yamashita y Souza, pese a que se trataban de dos deportes diferentes, dos culturas diferentes y dos décadas de distancia, coincidieron en sus explicaciones cuando les preguntaron el motivo por el cual habían optado por ese proceder. Señalaron que ese deporte era aquello a lo que habían dedicado su vida y que se trataba de la oportunidad única de conquistar el más alto galardón en ese ámbito. Difícilmente tendrían nuevamente la oportunidad de disputar una final de Mundial o de Olimpíadas. Era el momento para el cual se habían preparado toda una vida. Así, se trataba de ser consecuentes. Si había un momento, un motivo, en sus vidas que ameritaba dejarse despedazar, era ese.
Ahora, hay veces que ese mismo sacrificio no basta para alcanzar la victoria. Pero, así como el público reconoce a los valientes en la victoria, los reconoce y ensalza en la derrota. Un caso célebre de una pelea sin vencedores fue la "Thrilla in Manila", como se cuenta en el documental del mismo nombre, el célebre tercer enfrentamiento, por el desempate, entre Mohammed Ali y George Frazier, a la cual el propio Ali ha denominado repetidas veces su mejor y más dura pelea. Condimentada con una serie de ingredientes extradeportivos, como rivalidades políticas, raciales e insultos personales, fue un combate en el que ambos se sacrificaron hasta la insensatez. Catorce rounds después, cuando faltaba solo un asalto para el final, Frazier, cuyo estilo era un dolor de cabeza para Ali al punto de haber sido quien le quitó el invicto, estaba ciego por la hinchazón de sus párpados y su entrenador tiró la toalla por miedo a que muriera en el ring. Para ese momento, Ali estaba tan absurdamente castigado y agotado que había pedido que le quitaran los guantes, pero Frazier se rindió primero. Fernie Pacheco, el médico de Ali, se acercó al boxeador y, ante el volumen del castigo, le dijo que esa pelea había sido la última de su carrera. Ali desobedeció y continuó peleando, lo cual repercutió irreversiblemente en su salud. "Hay veces que la victoria se vuelve más importante que la vida, y ahí es cuando la gente termina muerta en el boxeo", sentenció al respecto, el galeno. Así, Frazier fue derrotado y Ali salió a los brazos del mal de Parkinson.
Tres boxeadores ecuatorianos saben también lo que es aguantar un castigo con la frente en alto. Jaime Valladares, ante Hiroshi Kobayashi, Ramiro Bolaños frente a Kuniaku Shibata y Segundo Mercado ante Bernard Hopkins estuvieron a un paso del título mundial. Valladares, en Tokio, durante quince asaltos, resistió los golpes de uno de los mejores pesos livianos de todos los tiempos. Bolaños, con un corte siniestro desde el tercer round, peleó hasta el décimo quinto, cuando decretaron el KO técnico; todo el Japón aplaudió su corazón indoblegable. Mercado, a su vez, resistió durante siete asaltos el ímpetu de uno de los pocos boxeadores contemporáneos que sin duda alguna seguirá siendo famoso dentro de cien años. Se negaba a caer, así que tuvo que ser el árbitro el que, al ver que, pese a que seguía en pie, Mercado estaba ya conmocionado, paró la pelea.
El brasileño Renzo Gracie, peleador de artes marciales mixtas, sea quizás el protagonista de la más gloriosa derrota de los últimos años. El japonés Kasushi Sakuraba había vencido en seguidilla a tres miembros de su familia, la célebre dinastía Gracie: dos primos y un hermano. Renzo, en teoría el más valiente, entrenado y experimentado, fue el llamado para restituir la honra familiar en Tokio, frente a ochenta mil personas. Libró una pelea digna de encomio e iba ganando en las tarjetas de los jueces cuando, faltando apenas dos minutos para el campanazo final, el japonés encajó su más famosa llave, una palanca al brazo conocida como udegarami. Negándose a rendirse, Renzo intentó escapar con un violento rol que le fracturó completo el codo. El propio Sakuraba indicó al juez la magnitud del daño, quien suspendió la pelea para proteger la integridad del brasileño, quien no se daba por vencido.
Tras cada una de las victorias de Sakuraba ante los Gracie, la prensa y los brasileños habían puesto algún pretexto, como lesiones o errores arbitrales, así que, cuando Renzo pidió el micrófono, todo el mundo pensó que haría lo de siempre: explicar el porqué de su fracaso y pedir la revancha. No obstante, sorprendió al mundo con sus palabras. "Los perdedores siempre ponen excusas cuando son derrotados. En mi caso, yo solo tengo una: él fue mejor que yo esta noche", afirmó, levantando la mano de su rival. Perder en deportes de esa índole es duro, pero al mismo tiempo transparentemente liberador. Hay deportes en los que uno pierde en equipo y la derrota consiste en saltar menos o no conseguir meter la bola en un agujero. En las peleas se pierde solo, en público y la derrota implica llevarse una paliza, en sus diferentes expresiones. Como decía Griffin, no hay nada más primario que eso.
Otro célebre derrotado fue Julio César Chávez, una institución en el boxeo que, con más de 100 victorias en el bolsillo, 36 años y una fortuna en el banco, decidió que quería la revancha con el joven Óscar de la Hoya. El mexicano demostró un corazón envidiable ante un peleador más grande, más joven y más técnico. En el descanso al final del séptimo round, De la Hoya estaba de pie, tomando agua, respirando por la nariz, cuando un exhausto, ensangrentado y chiboleado Chávez miró al público y, asintiendo a su esquina, se levantó para un round más. Al final del octavo se llevó una secuencia de tres golpes en el mentón y las sienes que lo dejó inconsciente, al punto de intentar golpear a De La Hoya después de que sonara la campana y tener que ser llevado por el árbitro a su esquina. Un minuto después, cuando sonó la campana, no pudo ponerse de pie y, entre los aplausos de cariño y gritos de apoyo de la gente, fue puesto en pie por sus entrenadores para aceptar su derrota. Diez peleas después se retiraría, siendo conocido hasta hoy como uno de los más grandes de todos los tiempos.
Otros no tienen esa suerte al momento de enfrentar las derrotas. Alexander Karelin perdió su imbatibilidad luego de 13 años, en la final de las Olimpíadas, ante el rollizo norteamericano Rulon Gardner, un joven de Wyoming relativamente desconocido. Karelin dejó sus zapatillas de lucha junto a la colchoneta, indicando que se jubilaba, y se negó a subir al primer lugar del podio con su rival para una foto del recuerdo. Con su derrota llegó su final. Fue lo mismo que sucedió con el brasileño Vitor "El Fenómeno" Belfort, un talento nunca antes visto que conquistó con 19 años el título del UFC. Tras ser derrotado al año siguiente por Randy Couture, nunca volvió a ser el mismo. O el propio Mike Tyson, el más dominante peso pesado de los últimos años, capaz de hacer algo que no era muy común en esa categoría: noquear de un solo golpe. Tras su derrota inesperada ante Buster Douglas, jamás volvió a brillar de la misma manera.
Ahí cabe la frase de Rickson Gracie, quien rezaba que toda persona sube al ring dispuesta "a ganar, a perder o a morir". O la afirmación de Renzo Gracie de que no recuerda haber visto jamás a un cobarde dentro de la jaula o el ring y que cualquiera que entre ahí merece una medalla de reconocimiento. Por eso es que los mexicanos tienen el dicho de que a un boxeador se le puede enseñar todo, menos la valentía y la velocidad. Y por eso es que el guayaquileño Raúl Gamboa, uno de los mayores expertos en boxeo del país, dice que a lo que más le teme es a un boxeador que tenga mucha valentía, pero poco entrenamiento y poca técnica, porque son los que se hacen matar.
Quizás en esa lógica de la entrega yace el motivo por el cual, como decía el maestro Carlos Gracie, un peleador podrá ser rico o pobre, guapo o feo, inteligente o tonto, pero siempre será respetado. Por eso es que siempre que caen noqueados, derribados o finalizados en alguna llave, sus propios entrenadores, sus rivales, incluso los propios árbitros, siempre los levantan y los abrazan con mal disimulada ternura, con profundo respeto. A la larga, uno no se encuentra gente así todos los días.
Como cualquier actividad humana, los deportes de combate están sujetos a dos nocivos elementos omnipresentes: la política y el morbo. Aportan emoción al deporte, pero también le han hecho mucho daño.
La política, o quizás sea más apropiado hablar de una categoría más amplia, como la convulsión social producto de tensiones religiosas, políticas, sociales o étnicas, ha acompañado desde siempre a los deportes de combate, desde que los campeones de cada ciudad de la antigüedad se batían en representación de sus pueblos. La época moderna, no obstante, ha sido mucho más emocionante o, al menos, documentada.
El primer peleador que encendió tensiones sociales en la época contemporánea fue Jack Johnson, un negro norteamericano que en 1908 conquistó el título mundial de peso pesado. Hasta ese entonces, los negros peleaban en una liga aparte, la de peleadores "de color", e incluso el propio John Sullivan dejó siempre en claro que jamás pelearía con un negro. Para empeorar las cosas, Johnson era contestatario, de vida escandalosa, aficionado a las mujeres blancas. Siempre estuvo convencido de que su "imperdonable negritud" nunca le abriría las puertas de la sociedad. Tal fue su dominio que hasta el escritor Jack London rogaba a los cielos por un boxeador que encarnara la "gran esperanza blanca".
El rebelde Johnson dio lugar a Joe Louis, el mayor pegador de los tiempos y el ideal del negro bien portado y contento con el status quo. Irónicamente, recayó en este negro, al igual que en otro famoso negro, Jesse Owens, la responsabilidad de hacerle frente a la ofensiva deportiva de la totalitaria Alemania nazi. En dos ocasiones Louis se midió con Max Schmelling, el boxeador estandarte de los nazis. La primera perdió por un golpe de suerte del alemán. La segunda lo noqueó rápidamente con un golpe al cuerpo que lo hizo, literalmente, gritar de dolor. Como era de esperar, Estados Unidos trató mal a ese ciudadano de segunda que tan bien le había servido: la persecución fiscal culminó con Louis en bancarrota.
Mohammed Ali, nacido Casius Clay pero que se cambió el nombre al abrazar el racista credo de la Nación del Islam dirigida por Elijah Mohammed, fue el continuador de esa disputa. Enemigo de los blancos, pero sobre todo de los negros que juzgaba colaboracionistas con la opresión, Ali encarnó las reivindicaciones étnicas en su corte más agresivo. Atacaba con especial saña a Sony Liston, a George Frazier y a George Foreman, a quienes consideraba negros manipulados por los blancos. Sus posturas políticas le valieron pasar sus mejores años sin poder competir, debido a que el gobierno encontró en su negativa a participar en la Guerra de Vietnam la excusa para quitarle su licencia.
En honor a la verdad, el mundo mucho ha hablado de la postura de Ali y de lo mucho que sufrió por ella, pero poco ha mencionado el daño que su discurso le causó a hombres humildes e inocentes, como Frazier y Foreman.
La Guerra Fría fue también el escenario de combates deportivos desproporcionados. Los países del otro lado del Telón de Acero mostraron siempre una obsesión patológica por las conquistas olímpicas. Así nació, por ejemplo, la leyenda de Teófilo Stevenson, el púgil cubano tres veces campeón olímpico, contemporáneo de Ali, que nunca peleó en profesional y resultó ser, hasta hoy, uno de los más fervientes defensores de la Revolución. Su continuador, Félix Savón, lo igualó en títulos e inmortalizó el boxeo cubano.
Lo mismo sucedió con Alexander Karelin y muchísimos otros de sus compañeros soviéticos en la lucha. Tenían la misión de dominar los Juegos Olímpicos y cualquier enfrentamiento con sus pares norteamericanos alcanzaba cuotas dramáticas de presión. Cuando el judo se volvió deporte olímpico en 1964, la URSS se apresuró a levantar un equipo que le sirviera para cosechar medallas. Tras juntar una amalgama de luchadores, ponerles uniforme de judo e instruirlos en una mezcla de técnicas de sambo y lucha, los enviaron a competir en las Olimpíadas de Tokio. Su incursión significó un trauma para los japoneses, quienes vieron su arte alterado, contaminado y manipulado sin piedad. Cuba siguió sus pasos muy pronto. Así, los clásicos de judo URSS contra Japón, o, en la región, Brasil, heredero de la tradición japonesa de judo, contra Cuba, tendrían siempre implicaciones más allá de lo deportivo.
Incluso el Ecuador terminaría siendo una víctima colateral de la Guerra Fría, en las Olimpiadas de México 68. Uno de los mejores boxeadores ecuatorianos de todos los tiempos, Rafael Anchundia, se midió en su primera pelea con el soviético Valery Sokolov. El ecuatoriano lo tumbó dos veces y salió como ganador. No obstante, esa noche, en el hotel, le informaron que se habían cambiado los resultados y que Sokolov había vencido 3-2. Sokolov sería el campeón olímpico. Los reclamos del Ecuador, ante el poderío de la URSS, no significaron nada.
En el Brasil, como en toda Sudamérica, estos deportes sirvieron también como escenario de las tensiones sociales. En la primera mitad del siglo, los duelos entre los Gracie y los campeones japoneses inmigrantes sirvieron como expresión de la xenofobia que sentían muchos brasileños ante los herméticos nipones. Más tarde, serían los negros los que tendrían que luchar por la aceptación. El cubano-brasileño José Landi-Jons, quien llegó con 10 años luego de que su familia saliera en el éxodo de Mariel, recuerda que en sus primeras peleas tenía la obligación de ganar, se decía él mismo, porque era negro. Igual, en el jiu jitsu, Fernando Augusto "Tereré", un niño negro de la calle que comenzó cuidando los carros de una academia de artes marciales en Rio de Janeiro, resultó ser uno de los talentos más notorios en la historia de ese deporte, hasta antes de sumergirse en el mundo de las drogas y el hampa. Su némesis, Fernando Pontes, era un millonario hijo de una familia tradicional de Sao Paulo, arrogante, violento e irrespetuoso. Los combates entre ambos dividían el clima entre negros y blancos, pobres y ricos, paulistas y cariocas.
Los latinos en EEUU tuvieron que seguir el mismo camino de los negros. Julio César Chávez, Óscar de la Hoya y, recientemente, Caín Velásquez en las artes marciales mixtas, han levantado el nombre de la comunidad hispanoamericana. Sin embargo, sigue siendo un mundo convulsionado, como cuando el chicano Tito Ortiz, peleador de artes marciales mixtas, dijo que no iba a ser derrotado por peleadores tercermundistas, lo cual movilizó a toda la hinchada brasileña y mexicana en su contra.
El Ecuador no es excepción. El boxeo, un deporte aristocrático a principios del siglo, sufrió una incómoda invasión popular conforme avanzó el siglo. En los sesentas vendrían los famosos combates de Jaime Valladares con Eugenio Espinoza. Valladares era el "Chico de Oro", poseedor de cierta soberbia blancura y con un ligero acento colombiano, ya que se había formado en ese país. Espinoza, en cambio, de La Tola, huérfano, pobre y fortísimo encarnaba el orgullo longo. Sus combates dividían a la sociedad en función de eso. Ramiro Bolaños, a su vez, quien comenzaría su carrera venciéndolos a ambos, cargaría también con el estigma de su negritud, al punto de tener que irse a vivir a Guayaquil, por la negativa reacción popular, luego de vencer a los dos campeones locales.
A Segundo Mercado, quien estuvo a una pelea de ser medallista olímpico, le tocaría asumir el ascenso de los negros en el Ecuador. Su surgimiento coincidió con la época de Dusan Draskovic en el fútbol, cuando los afroecuatorianos empezaban a destacarse en los deportes. Hasta el día de hoy, Mercado cuenta que, de poder elegir, volvería a nacer negro y se burla de los negros con complejo de blanco. Es orgulloso y recuerda como, cuando ganaba, era un héroe "ecuatoriano" y cuando perdía un villano "negro". En dos ocasiones terminó preso por trifulcas callejeras, una contra un transeúnte que lo insultó mientras trotaba y otra con un grupo de policías en una discoteca. Ambas, según él, comenzaron a raíz de insultos racistas. La primera, el tipo le recriminó una derrota acusándolo de "negro h…" y la segunda, movidos por la envidia, los policías chocaron su carro y le dijeron que fuera a buscar compensaciones
"en la c… de tu madre, negro h… El incidente con los policías terminó con Mercado encarcelado una semana, tras haber sido golpeado brutalmente, con toletes y correas, en el túnel de San Roque, que los uniformados cerraron al paso para poder escarmentar al boxeador a conciencia. Esa paliza se la propinaron pocas semanas antes de una pelea por el título mundial, lo que, obviamente, repercutió en su desempeño.
Latino contra gringo, negro contra blanco, pobre contra rico, comunista contra capitalista, nazi contra demócrata, gay contra conservador o musulmán contra cristiano son elementos de conflicto que siempre adquirirán una condición especial en deportes como estos. Sucede lo mismo con el factor morboso: la muchedumbre ama la violencia y el descontrol.
El diario El País tiene por política no cubrir eventos de boxeo ni de artes marciales mixtas, a menos que sean noticias que demuestren "el sórdido mundo de estas disciplinas". Lamentablemente, El País tiene razón en que el público, en su mayoría, no le importa un comino la técnica o el carácter, lo que quieren es la sangre, el sufrimiento, el paquetazo emocional y, a veces, sería mejor no dárselo.
Hoy, el boxeo, las artes marciales mixtas, el judo o el jiu jitsu gozan de un público menos masivo que en un pasado reciente debido, justamente, a su evolución técnica. Cada generación es mejor y, así, los combates son cada vez menos carnicerías y más duelos tácticos, ajedrecísticos. Eso está bien, es la idea, pero lamentablemente, para que eso prospere se requiere uno de los bienes más escasos: una hinchada educada. Cualquier entendido en estas disciplinas de hace un par de décadas se llenaría de alegría al ver en acción a un Wladimir Klitschko, un Roger Gracie, un Teddy Rinner, un Arthur Taymazov o un Jon Jones. Lamentablemente, la gran masa no puede entender eso y los odian por "aburridos".
Así, ante la eterna cuestión de por qué, si son disciplinas benévolas y bellas, los deportes de combate atraen a tanto gamberro, ya sea en calidad de competidor, promotor o aficionado, la respuesta es simple. Sucede lo mismo que con la política, la música o las mujeres hermosas: son tan bellas que, inevitablemente, atraen a los codiciosos, los malvados, los inescrupulosos. Lo único que podemos hacer al respecto es poner de parte, con estudio y esfuerzo, para levantar el nivel y ganar la pelea. Es justo lo que esas actividades enseñan y lo que Hemingway, London o Conan Doyle hicieron en su tiempo para elevarlas.