Esteban Suárez R.
Maestría en Ecología, Colegio de Ciencias Biológicas y Ambientales, Universidad San Francisco de Quito
esuarez@usfq.edu.ec
Desde el punto de vista de la bíodiversidad y el medio ambiente, la segunda mitad del siglo XX ha pasado a la historia como uno de los períodos más críticos e intensos de nuestra civilización. Por un lado, este período nos llevó a la realización brutal de los gigantescos impactos que nuestras sociedades tienen sobre los recursos naturales, la biodiversidad y el medio ambiente en general, no solamente a la escala local, sino a nivel del planeta. La extinción de centenares de especies, la destrucción casi total de muchos ambientes silvestres y la alteración global del clima son los principales síntomas de esos impactos, y su alcance y magnitud nos golpearon con la misma velocidad con la que comprendíamos que carecíamos de conocimiento y estrategias adecuadas para enfrentarlos.
Al mismo tiempo, ante la comprensión de la crisis, surgía un nuevo paradigma "el desarrollo sustentable” que prometía una convivencia fácil y armoniosa entre el ser humano y el mundo silvestre, en la que la pobreza sería reducida, la naturaleza florecería y el bienestar de las sociedades se multiplicaría no solo para las generaciones presentes, sino también para las que vendrían más tarde. Este paradigma se basó fundamentalmente en la premisa de que la tecnología y el mercado, diversificados y utilizados "racionalmente”, facilitarían un crecimiento sostenido de las economías que, a su vez, permitirían reducir la pobreza sin alterar significativamente los ambientes naturales.
Pero hoy, 30 años después de la inserción formal del concepto, la promesa del desarrollo sustentable parece mayormente incumplida y, en medio de una crisis ambiental más vigente que nunca, cabe preguntarnos sobre la utilidad real de este paradigma y de su uso futuro. En este ensayo presento una breve revisión acerca de la historia del concepto del desarrollo sustentable y de las falencias que, a mi parecer, lo han convertido en un paradigma mayormente inútil y casi en una amenaza para la conservación de la biodiversidad y los ambientes naturales del planeta. Hacia el final, esbozo una posible alternativa que podría remplazar en términos más prácticos, la utopía algo inútil del desarrollo sustentable.
Las raíces del concepto del desarrollo sustentable quizás pueden encontrarse en las estrategias de la industria maderera Alemana del siglo XIX en donde se propone por primera vez la idea de normar la explotación de un recurso -los bosques-, de tal manera que se permita su recuperación y, consecuentemente, su utilización por un tiempo indefinido. Este concepto, el de la utilización limitada y sostenida de un recurso, fue formalizándose en prácticas como la rotación de plantaciones forestales y de cultivos agrícolas, pero tenía una reducida aplicación en la conservación de los recursos naturales o la biodiversidad. Al mismo tiempo, durante la segunda mitad del siglo XX, el mundo se enfrentaba a una creciente crisis ambiental y a la percepción de que esta crisis estaba fatalmente ligada al crecimiento poblacional desmesurado, y a los patrones de consumo y “desarrollo” que se estaban promoviendo en el mundo. Dejando de lado los matices que existían, la coyuntura de ese momento estaba caracterizada por dos posiciones principales. Por un lado, la visión desarrollista y extractivista que justificaba la explotación agresiva de los recursos naturales y la biodiversidad como requisito para generar riqueza y reducir los niveles de pobreza en el mundo y, especialmente, en los países en desarrollo. Por otro lado, la urgencia del movimiento conservacionista por encontrar nuevas alternativas viables de conservación que se aparten del paradigma de la preservación estricta de la biodiversidad y los ecosistemas (vista como extremista), pero que al mismo tiempo permitan su persistencia indefinida.
Este es el contexto general en el que, en 1987, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) estableció la Comisión Mundial sobre Ambiente y Desarrollo (más conocida como la Brundtland Commission). Esta comisión, con el lema de “Nuestro futuro común”, declara formalmente al desarrollo sustentable como meta y lo define como el desarrollo que “satisface las necesidades presentes, sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”. La definición formal del concepto por la Comisión Brundtland desató un intenso movimiento ambiental que, por primera vez, contemplaba en el desarrollo sustentable la posibilidad de incluir a la conservación de la biodiversidad en la agenda mundial de desarrollo. Este anhelo llegó a su punto máximo en una nueva cumbre mundial organizada por la ONU, la cumbre de Río de 1992, cuyo principal producto con implicaciones reales fue la Agenda 21, que pretendía establecer una serie de principios y objetivos que aseguren un desarrollo más sustentable de los países. Entre estos principios, los tres más relevantes fueron: i) ubicar al ser humano como centro y como la principal preocupación del desarrollo sustentable; ii) reconocer la soberanía de los estados y su derecho a explotar sus recursos naturales de acuerdo a sus propias políticas ambientales y de desarrollo; y iii) establecer que el derecho al desarrollo debe ser perseguido de una forma que no comprometa la capacidad de las generaciones futuras para perseguir su propio desarrollo en condiciones similares. La aplicación de la Agenda 21 resultó en un fuerte flujo de recursos económicos para programas de conservación, el fortalecimiento de grandes organizaciones no gubernamentales de conservación y, principalmente, el aparecimiento de los grandes proyectos integrados de conservación y desarrollo que se multiplicaron en muchos países en desarrollo. Más allá de los variados resultados que se obtuvieron en la aplicación de los principios de la Agenda 21, los siguientes años significaron un recrudecimiento de la preocupación mundial por la extrema pobreza en el mundo, con el consiguiente cambio en el tono del discurso sobre medio ambiente y desarrollo. Así, mientras que la cumbre de Río tuvo aun un fuerte carácter ambiental, la nueva cumbre mundial del año 2000 (la cumbre del Milenio) puso énfasis casi exclusivo en la reducción de la pobreza, que no solo es vista como un objetivo en sí mismo, sino como un requisito indispensable para reducir la presión sobre la biodiversidad y los ecosistemas silvestres. Este énfasis, reflejado en los “Objetivos del Milenio” fue posteriormente reforzado en la cumbre mundial del año 2005, que los mantuvo vigentes como conceptos que deberían guiar las estrategias de desarrollo y cooperación de los países.
A pesar de su rápida difusión en los foros internacionales, la noción del desarrollo sustentable jamás fue incorporada en las agendas nacionales o internacionales de desarrollo en alguna manera que no fuera puramente retórica. Más aun, ante la ausencia de definiciones claras y de mecanismos para traducir la idea de la sustentabilidad en acciones concretas, la discusión sobre el desarrollo sustentable se ha estancado en una búsqueda interminable de definiciones, cada cual marcada más intensamente por el sesgo de la disciplina que la propone (Fergus y Rowney 2005). De esta manera, sociólogos, economistas, antropólogos, ecólogos y lingüistas han propuesto sus propias definiciones sobre el desarrollo sustentable (Cernea 1993, Aarts y Nienhuis 1999, Dasgupta 2010), al mismo tiempo que, manoseada y sobre-utilizada por políticos y ambientalistas, la noción se iba convirtiendo en cliché y en muletilla para adornar discursos y promocionar imágenes corporativas.
Pero más allá de la falta de definiciones claras, el principal problema del concepto de desarrollo sustentable es que ha sido fundamentalmente inefectivo en términos de reducir la presión y los impactos del desarrollo sobre la biodiversidad. A pesar de haberse convertido en el paradigma predominante en la gran mayoría de los proyectos de conservación y en el discurso preferido de políticos, empresarios y gestores de recursos naturales, el desarrollo sustentable hoy parece un intento fallido. Por ejemplo, evidenciando nuestro rotundo fracaso en términos de conservar la biodiversidad bajo el paradigma de la sustentabilidad, uno de los últimos informes de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN) califica como “en peligro de extinción” a un mínimo de 16.928 especies (Vié et al. 2009), que representan un tercio de las casi 50 mil especies que fueron incluidas en el análisis. Si consideramos que este reporte solo evaluó a un 2,7% del total de 1,8 millones que han sido científicamente descritas, es fácil concluir que la cantidad de especies en peligro de extinción se cuenta en centenas de miles. Más aún, si extrapolamos estas figuras al total de especies que aún no han sido descubiertas, o que no han sido descritas por la ciencia, esta crisis de biodiversidad asume magnitudes catastróficas.
Otro ejemplo, incluso más preocupante por venir directamente de la ONU, es el más reciente análisis presentado por la Convención sobre Diversidad Biológica (CBD). Habiendo suscrito esta convención, los países signatarios acordaron una serie de metas de conservación de la biodiversidad, reducción de amenazas, integridad ecosistémica, y desarrollo sustentable que debían cumplirse hasta este año (2010). De los 15 indicadores que se acordaron para evaluar el cumplimiento de esas metas, solamente dos mostraron avances positivos, relacionados con la cantidad de apoyo oficial a la CBD, y a la cobertura de áreas protegidas (CDB 2010). De los indicadores restantes, nueve mostraron claras tendencias negativas o retrocesos, tres no exhibieron tendencias concluyentes, y uno no pudo ser evaluado. A pesar de la intensificación de los esfuerzos de conservación y del incremento en la disponibilidad de fondos -el informe concluye- “no se puede afirmar que se haya logrado en el plano mundial ninguna de las 21 submetas incluidas en la meta general de lograr, para el año 2010, una reducción significativa del ritmo de pérdida de la biodiversidad" (CDB 2010). Ante este panorama, cabe preguntarse ¿cuáles son los factores que siguen impidiendo que logremos la conservación de la biodiversidad bajo el paradigma del desarrollo sustentable?
A mi parecer, las razones para el fracaso del desarrollo sustentable están inmersas en la naturaleza misma del concepto. A pesar de los matices que caracterizan a las diferentes definiciones del desarrollo sustentable, todas ellas comparten tres características que han limitado su utilidad como estrategia para lograr la conservación de la biodiversidad. En primer lugar, todas estas definiciones son marcadamente antropocéntricas y reconocen a la vida silvestre y los ecosistemas naturales solamente como recursos indispensables para el desarrollo (ver también Dawe y Ryan 2003). Esta visión instrumentalista de la naturaleza trae implícita la idea de que las especies y los ecosistemas silvestres tienen valor o sentido de existir solamente en términos de su utilidad para los seres humanos. Por otro lado, el concepto de desarrollo sustentable ha estado permanentemente marcado por la suposición no probada de que la conservación de la naturaleza (que es una condición deseable), es una consecuencia inescapable del desarrollo económico (que es una prioridad), si este es cuidadosamente planeado. Así, desde su misma concepción, el desarrollo sustentable ha sido una continuación de visiones arcaicas en las que el ser humano es el “centro de la creación" y las demás especies justifican su existencia solo a partir de su valor o utilidad para la especie humana.
La tercera falencia del concepto del desarrollo sustentable merece una sección aparte y se refiere a la ausencia de una definición explícita acerca de los límites que deberían existir para el crecimiento de nuestras sociedades y las demandas que imponemos sobre el medio ambiente (ver también Pelletier 2010). En la base de esta falencia se encuentra la suposición infundada de que existe alguna fórmula de desarrollo casi mágica que permitirá que nuestras sociedades sigan creciendo y consumiendo de acuerdo a los modelos prevalentes, sin menoscabar significativamente la biodiversidad y los ambientes naturales. Esta falacia ignora el hecho de que, incluso si tal fórmula existiera, incluso si encontráramos una forma mágica en que nuestros patrones de desarrollo y consumo no erosionen la biodiversidad y el medio ambiente, sería solo cuestión de tiempo hasta que el crecimiento poblacional nos obligue a acorralar o extirpar a todas las especies y los ecosistemas silvestres. No importa que tan efectivas sean las estrategias de conservación y desarrollo porque el espacio y los recursos del planeta son finitos y, bajo el paradigma imperante del desarrollo económico sin límites, más tarde o más temprano chocaremos contra las barreras muy reales de la falta de espacio y la escasez de recursos. Aunque imaginarse este escenario a nivel global aun suena improbable, países pequeños como el Ecuador seguramente lo vivirán en muy pocos años. Basta imaginarse lo que pasará en la Amazonía ecuatoriana, cuando áreas como el Parque Nacional Yasuní, nuestro último gran reducto del bosque tropical amazónico, se conviertan en islas de bosque rodeadas de poblaciones en expansión, llenas de gente con necesidades reales y persiguiendo modelos de desarrollo basados en el consumo ilimitado. Cuando lleguemos a ese estado, cada casa, hospital, o carretera nueva, cada necesidad de expansión o desarrollo que nuestras sociedades tengan, sin importar lo "verdes" o sustentables que sean, vendrán al costo inevitable del limitado espacio remanente que estamos dejando para la biodiversidad y los ambientes silvestres.
LAS RAZONES PARA EL FRACASO DEL DESARROLLO SUSTENTABLE
En la medida en que el desarrollo sustentable implique una definición del desarrollo basada en el crecimiento económico y el consumo, las perspectivas de este concepto para garantizar la conservación de la biodiversidad son nulas. De hecho, cualquier paradigma de desarrollo que no incorpore explícitamente la noción de límites a nuestro crecimiento en términos de consumo y población, agravará inevitablemente la crisis de biodiversidad y medio ambiente que ya vivimos. En este contexto, si el interés de nuestras sociedades en la biodiversidad es real, necesitamos nuevos mecanismos que aseguren su persistencia. Una posible guía para desarrollar esos mecanismos podría encontrarse en la aplicación de dos conceptos ecológicos simples: la integridad ecológica y la salud ecosistémica.
Para efectos de esta discusión, definimos a la integridad ecológica como el conjunto de poblaciones de especies nativas en su abundancia y variedad históricas, que interactúan en comunidades bióticas naturalmente establecidas (Callicott y Mumford 1997, Callicott et al. 1999). Desde el enfoque de la integridad ecológica, la identidad de las especies que habitan un ecosistema es de especial importancia porque cada una representa una única solución evolutiva al problema de la supervivencia, independientemente de su potencial importancia para el ser humano, o de su rol en términos de contribuir a las funciones ecosistémicas que valora la sociedad. La salud ecosistémica, por su parte, se define como la capacidad de un ecosistema para mantener procesos ecosistémicos regulares, de manera que sigan prestando servicios ambientales trascendentales para la sociedad como la polinización de cultivos, el control de inundaciones, la regulación hidrológica, o la estabilización de suelos (Callicott y Mumford 1997, Callicott et al. 1999). En el contexto de la salud ecosistémica, la identidad de las especies, y la estructura y diversidad de las comunidades bióticas es irrelevante, en la medida que el ecosistema conserve su capacidad para proveer los servicios ambientales por los que se lo valora (Suárez 2009).
DEFINICIONES CLAVES
Mi planteamiento parte de la evidencia de que estos dos atributos ecológicos no siempre pueden ser alcanzados en una misma área. Así, mientras que un área natural bien conservada mantiene tanto su integridad ecológica como su salud ecosistémica, un área moderadamente alterada perderá su integridad, pero quizás podría mantener aun su salud ecosistémica. En el extremo de esa gradiente, se encuentran las áreas altamente degradadas en las que ambas cualidades se extinguen, con el consiguiente agravamiento de la crisis de biodiversidad y el aparecimiento de conflictos sociales generados por la escasez de recursos.
En este contexto, una posible alternativa de manejo, que no depende de la suposición infundada de que el desarrollo económico ilimitado y la conservación son posibles al mismo tiempo y en el mismo espacio, es la segregación espacial de diferentes objetivos de manejo. De esta manera, áreas ecológicamente importantes en donde el objetivo primordial sea el mantenimiento de la integridad ecológica, deberían ser efectivamente protegidas mediante una exclusión estricta de toda actividad extractivista. Por el contrario, en áreas mediana o altamente modificadas y en las que la ocupación humana ya es intensa, el manejo debería centrarse solamente en el mantenimiento o restauración de la salud ecosistémica. Es estos casos, las consideraciones sobre la biodiversidad deberían pasar a un segundo plano y el manejo debería concentrarse en un ordenamiento territorial y uso del suelo que sean compatibles con la preservación de determinados servicios ambientales.
Así, el manejo de los paisajes podría estar dictado por esquemas de zonificación que designen explícitamente los objetivos de manejo (integridad o salud ecosistémica) para cada elemento del paisaje, de acuerdo a sus características socio-ambientales y a la vocación que los usuarios designen para cada área. Aunque mecanismos similares de zonificación existen en todas las formas imaginables, aquí sugiero que la utilización de los conceptos de integridad y salud ecosistémica podrían ayudar a transparentar el manejo, especialmente por la necesidad de definir explícitamente el objetivo que se persigue en cada unidad del paisaje y por la eliminación de la suposición de que ambos objetivos siempre pueden ser alcanzados en una misma área.
Pero este ensayo estaría incompleto sin una última mención a la cuestión de los límites al crecimiento. Sin importar que tan eficientes sean las estrategias de manejo que implementemos de ahora en adelante, es indispensable que nuestras sociedades inicien un debate serio sobre los mecanismos que detengan el crecimiento y estabilicen la población mundial en niveles que permitan una existencia digna para la gente, y garanticen espacio suficiente para los ecosistemas naturales. La destrucción de los tabúes religiosos, la educación integral, y la eliminación de patrones culturales que incentivan la formación de familias numerosas, son algunos de los pasos urgentes que nos permitirían estabilizar la población humana. Pero, al mismo tiempo, necesitamos discutir los patrones de consumo o "desarrollo" que se deberían promover en la sociedad. Si el ideal que perseguimos es que toda la humanidad goce un nivel de vida como el que actualmente viven las sociedades del primer mundo, entonces el tamaño poblacional que podrá sustentar la tierra será necesariamente menor. En este sentido, las instituciones educativas y los foros académicos deberían promover discusiones sobre estrategias reales que nos permitan estabilizar la población mediante mecanismos dignos y humanos, al mismo tiempo que promuevan una distribución más equitativa de los recursos y, especialmente, de las oportunidades.
Más allá de esta crítica sobre el desarrollo sustentable, es importante reconocer que este concepto al menos ha servido para posicionar el tema ambiental en sectores mucho más amplios de la sociedad, y ha promovido una discusión extensa sobre las perspectivas de conservación de la biodiversidad en el contexto de los patrones de desarrollo que predominan en el mundo. Además, se debe destacar que el fracaso de este paradigma no tiene nada que ver con ideologías políticas, como lo evidencia el extenso deterioro ambiental y ecológico que se observa en países gobernados por la más contrastante gama de sistemas políticos. Independientemente de las ideologías, la razón fundamental para este fracaso está en nuestra incapacidad para reconocernos como parte integral de la naturaleza y definir límites a nuestro crecimiento que nos permitan seguir compartiendo el mundo con los millones de especies que llegaron mucho antes que nosotros. Un nuevo humanismo es lo que necesitamos… Uno que nos devuelva el respeto por el mundo natural y nos ayude a utilizar nuestra conciencia para buscar equidad y justicia no solo dentro de nuestras sociedades, sino también en nuestra relación con la naturaleza.
Termino este ensayo una tarde de septiembre, sentado en el muelle de la Estación de Biodiversidad Tiputini, con la imponente selva del Parque Nacional Yasuní llenándome la vista y el río Tiputini reflejando nubes extravagantes, encendidas con los últimos colores del día. Es difícil describirlo, pero el atardecer en la selva tiene una calma profunda y extraña.
Una calma que sella el final del calor denso del día y de la actividad frenética de los monos, las loras y los guacamayos. Una calma que al mismo tiempo se va convirtiendo en el caos del canto de miles de ranas, cigarras y grillos que se intensifica en la noche pero que realmente nunca se detiene. Y entonces, extasiado y feliz por tanta belleza y sintiéndome el más infantil de los ecologistas, me acuerdo de que debo terminar mi ensayo. ¡Ojalá que me equivoque! ¡Ojalá que todo lo que escribí estuviera errado y que el desarrollo sustentable sea posible después de todo! Y si no lo es, ojalá que encontremos pronto nuevas alternativas para un desarrollo que nos reconozcan como una especie más en el planeta y no como tiranos de la naturaleza, arrogantes y convencidos de que todo el resto de los millones de especies en el mundo están allí solamente para permitirnos cubrir nuestras necesidades. Si no lo logramos, es fácil imaginarse que muy pronto estos hermosos bosques estarán también acosados por gente como nosotros, en busca de un poco más de espacio, un poco más de alimento, o quizás solamente un poco más de recursos para seguir subsidiando el desarrollo.
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