Felipe Ribadeneira
Ph.D. en Filosofía del New School of Social Research
fribadeneira@gmail.com
El ensayo contiene la respuesta que los textos de Immanuel Kant (1724-1804) dan a la pregunta sobre el futuro del liberalismo. La pregunta es de mucha relevancia política actual, ya que varios países iberoamericanos, incluyendo el Ecuador, están dominados por caudillos que controlan todos los poderes estatales y que actúan, cuando les conviene, por fuera de la ley, mientras que esencialmente el liberalismo consiste, como se verá en el ensayo, en el sometimiento del gobernante a la ley, Asimismo, Kant sigue siendo muy relevante, por lo menos como referencia necesaria para la filosofía en general, y por supuesto también para la filosofía política. Las preguntas principales que abordaremos son: ¿Perdurará la modernidad política, es decir, perdurará la vigencia del arduo imperativo progresista, que no es exclusivamente liberal, de cambiar el presente con miras al futuro? ¿Hay alguna diferencia entre la libertad liberal y la libertaria? ¿Cuál es el diagnóstico ético-político del gobierno de la "revolución ciudadana"? ¿Qué es en esencia el Estado de Derecho y por qué es el único Estado libre? ¿Es la providencia, según la Crítica de la Razón Pura, una ilusión de la razón ilimitada? ¿Puede la esperanza ser racional, hay según la razón un bien supremo en el mundo, y es un deber moral promoverlo? O, en otras palabras, ¿cómo es el futuro para el liberalismo? ¿Habrá progreso moral y podrá la razón reflejarse mejor en el espejo del mundo? O, en otras palabras, ¿tiene futuro el liberalismo?
En política más que en cualquier campo lingüístico, la semántica es endiablada. Un ejemplo: la República Democrática Alemana era la oriental, que no la occidental. El liberalismo no se escapa. Hay dudas sobre el origen del uso político de "liberal"; comienza a fines del XVIII o principios del XIX, según algunos en España, según Corominas en Francia, pero curiosamente no en Inglaterra donde la cosa, no la palabra, comenzó hace ya cuatro siglos. Entre los usos actuales, cuando hablamos de la democracia liberal nos referimos a la democracia conjugada con otra cosa que sigue una lógica totalmente diferente a la democrática, y que es el liberalismo político. En este ensayo, siguiendo a Sartori, definiré y daré la mayor importancia política a ese liberalismo.
Locke fue su primer exponente. Otros nombres famosos son Blackstone, Montesquieu, Madison, y Constant. Kant fue el más eminente entre los liberales alemanes. Ninguno de ellos fue teórico del laissez-faire económico. "Lo que tenían en mente los fundadores del constitucionalismo liberal, en relación al proceso legislativo, era introducir el imperio de la ley en el Estado mismo, esto es, como dice McIlwain, extender la esfera de la iurisdictio al ámbito del gubernaculum"1. En otras palabras, el liberalismo en esencia consiste en someter a los gobernantes al imperio de la ley. Ese es el sentido de la diferencia, políticamente abismal, entre imperar la ley e imperar los hombres. Como dice Kant, se trata de promover una "constitución en la que la ley misma mande y no dependa de ninguna persona en particular"2.
La perspectiva de Sartori me parece buena, primero porque de ese liberalismo se sigue la posibilidad de tener las otras libertades (las así llamadas libertades positivas), así como también equilibrios más equitativos (digo más equitativos porque, como es bien sabido, la igualdad absoluta es absolutamente tiránica). La justicia social sólo es posible cuando hay justicia a secas. Este liberalismo es entonces valioso en sí mismo y es además condición necesaria para lograr otras cosas que también valoramos políticamente hoy. Segundo, la perspectiva es oportuna, porque mientras en los Estados Unidos y Europa Occidental, mas no en la Oriental, la democracia liberal causa en muchos de los espíritus más despiertos irremediable decepción, y volver teóricamente sobre ella resulta anacrónico, aburrido, y aun irrelevante ya que su éxito hizo que el problema que resuelve desapareciera —el liberalismo es paradójico porque cuando existe es invisible: es una realidad negativa como la libertad que ofrece— en Iberoamérica por el contrario volver a examinarla teóricamente es de la mayor relevancia ya que entre nosotros siempre ha sido débil y superficial, y hoy vuelve a estar amenazada y vuelven a dominar los dictadores y semi-dictadores de toda la vida.
Pero privilegiar como Sartori el significado que damos al liberalismo cuando decimos democracia liberal tiene la desventaja —tal vez inevitable con todo término político— de la confusión ya que también llamamos liberales a partidos, movimientos, políticas y teorías que usualmente oponemos a otros que normalmente no pensamos que son liberales pero que en el sentido de Sartori pueden serlo. Así, por ejemplo, resulta inusual afirmar que partidos como el PSOE y el PP de España sean liberales (y lo son en el sentido de Sartori), o que lo sean el Partido Demócrata y el Republicano de los Estados Unidos (aunque a este último le gusta jugar con fuego).
Los enemigos del liberalismo suelen repetir hasta el cansancio aquello de que, según este, los pobres tienen completa libertad de ir a morir bajo los puentes. Eso no es aplicable a lo que en este ensayo hemos llamado liberalismo y que resuelve exclusivamente el problema de la libertad política, o sea el del sometimiento de las personas a la ley positiva y la coacción estatal. Del liberalismo así entendido no se sigue el libertarianismo, que parte de una concepción diferente del hombre y de su relación con la comunidad que la del liberalismo, y que defiende un Estado mínimo cuya única función es tener el monopolio de la fuerza para la seguridad interna y externa. Robert Nozick es importante para esa discusión, porque en sus escritos posteriores él mismo ataca el argumento libertario suyo de Anarchy, State and Utopia. Sartori aclara el punto:
"Si bien el Estado constitucional nació como un Estado mínimo organizado para defender una libertad del gobierno que expresaba una desconfianza fundamental del poder, no debemos por esa razón poner el tamaño del Estado liberal delante de su estructura, esto es, una característica contingente por delante de lo esencial. Por más que el Estado constitucional haya sido concebido como un Estado que haga poco, […] esto no previene que se convierta, si es necesario, en un Estado que […] haga mucho, con esta condición esencial: que mientras más deja de ser un Estado mínimo, más importante es que se mantenga como un Estado constitucional"3.
¿Y qué decir del neoliberalismo de la larga noche? En el Ecuador por lo menos es un vulgar red herring, un artefacto usado ideológica y propagandísticamente para impedir el análisis objetivo de las políticas de económicas y la evaluación de sus verdaderas consecuencias por parte de una izquierda que no es liberal en lo económico, ya que cree en un excesivo control central de la economía, y menos en lo político, ya que es dictatorial.
El tema del ensayo es el futuro del liberalismo. Como ya sugerí, es del máximo interés político hoy darle tratamiento filosófico al tema. Esto no quiere decir que yo piense que la filosofía tiene influencia en el quehacer político ecuatoriano. Diría que no tiene ninguna, si no fuera por el inquietante hecho de que precisamente el gobierno de Correa, más que ninguno otro, está conformado por académicos, profesores, etc. ¿Cabe entonces la sospecha que la filosofía tiene alguna responsabilidad por lo que sucede (no que quienes gobiernan sean filósofos, pero se ve que han merodeado por las afueras de las ciudades-en-el-cielo de la filosofía, especialmente por la de Marx) y por lo tanto que algo de influencia ha tenido? No lo sé.
Este ensayo no plantea y por lo tanto no valida ninguna hipótesis. He intentado más bien utilizar la filosofía de Immanuel Kant (1724-1804) para iluminar algunos de los aspectos del liberalismo y su futuro, y viceversa, he utilizado el tema para intentar un bosquejo de la filosofía kantiana. ¿Por qué Kant? Por la razón insustancial de que conozco bien su obra, y la sustancial de que esta es una de las principales y más profundas vertientes filosóficas de la teoría y la práctica ético-política del liberalismo. Y sigue vigente: Rawls en los Estados Unidos y Habermas en Alemania son dos de sus descendientes más recientes. Mas como se verá, no propongo volver a Kant porque esté de acuerdo con todo lo que dice. Además, los filósofos nunca hemos vuelto a los textos creyendo que ahí está inscrita la verdad, sino como ocasión especialmente buena y condición necesaria para pensar de nuevo (sólo al pensamiento revolucionario más bárbaro y aterrador se le ocurre eso del borra y va de nuevo). Espero que del mismo modo se aproxime el lector a este ensayo, que, si no he fracasado, le servirá para pensar por su cuenta. ¡Sapere aude! (atrévete a pensar) es, precisamente, el lema que Kant dio a la Ilustración.
Así como no propongo hipótesis en esta introducción, omitiré también las conclusiones al fin del ensayo. No tengo demasiadas certezas: tal vez sea cuestión de los tiempos. Pero —querrá saber el lector— ¿tiene futuro el liberalismo? Según Kant, sí, ya lo veremos. Yo más bien pienso que en Iberoamérica la tradición es tan débil y hay tan pocos liberales —es una disidencia minoritaria de la minoritaria élite— que el liberalismo tiene muy poca raíz de dónde crecer y florecer. Es en nuestra cultura planta tan débil como es aguda la falta que nos hace.
Finalmente, tal vez le interese al lector esta nota bibliográfica: Lo que podríamos llamar la teoría del liberalismo de Kant reside principalmente en la Crítica de la Razón Práctica, que da el fundamento de la moralidad (en mi opinión el Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, que ocupa el mismo lugar en el sistema y trata del mismo tema que la "Analítica" de la Crítica de la Razón Práctica, debería llamarse en español el Fundamento de la Metafísica de las Costumbres, pero por razones que desconozco la fea y hasta incorrecta fundamentación se ha convertido en la traducción aceptada de Grundlegung); en la doctrina del derecho que es parte de la Metafísica de las Costumbres y que da el contenido o edifica sobre el fundamento formal de la moralidad; y en la filosofía de la historia, que está desperdigada por varios textos de la gigantesca obra de Kant.
Al preguntar sobre el futuro del liberalismo nos preguntamos sobre el futuro colectivo, que nos conduce a la filosofía de la historia. Podría argumentarse que la filosofía de la historia de Kant, en su versión última, no es otra cosa que una reflexión sobre el futuro del liberalismo. Esta paradoja que la historia sea sobre el futuro y no sobre el pasado es reveladora, como lo es la otra paradoja que la historia sea un quehacer ético-político y no científico. No es que Kant ignore la historiografía o la ciencia del pasado humano, sino que la orientación temporal predominante del alma moderna es hacia el futuro. Esto evidentemente no ha sido siempre así en Occidente y sospecho que es rara esa orientación en otras culturas. He escuchado decir que el alma judía como tal se inclina predominantemente hacia el pasado. Me atrevo a sugerir que todo buda vive extáticamente en el puro presente. Pero sin lugar a dudas, el alma moderna occidental se ha impuesto la ardua tarea de transformar el presente con miras al futuro. Hasta el Heidegger de El Ser y el Tiempo no se había resquebrajado aún ese profundo convencimiento que unía a izquierda y derecha por igual, a Marx y Hegel.
Pero tengo la impresión que Europa más que los Estados Unidos está agotada de tanto futuro, de tanto hybris, y que se ha convencido que la modernidad ha traído pocas cosas buenas y mucha infelicidad y malestar, cuando no atropellos, crímenes y catástrofes. Es difícil saber si dada la idea de una catástrofe medioambiental se impondrán las respuestas progresistas tecnológicas típicas de la modernidad, o las que la rechazan de plano. Lo que es cierto es que, si el predominio del futuro llegara a perder vigencia, vendría un cambio secular el otro lado del cual es imposible de imaginar; nuestros hijos por primera vez en siglos hablarían otro idioma, por así decirlo.
El sistema de la filosofía de Kant tiene varias incongruencias —según Heidegger, pueden ser síntoma no de haber pensado mal, sino bien y profundamente— insalvables y una de ellas gira en torno a la importancia ético-política del futuro. Llamémosle la batalla del Kant estoico contra el Kant moderno (obviamente me parecen buenas las etiquetas, pero no son más que eso, etiquetas). Yovel dice que "claramente falta una transición directa o intrínseca del concepto de la voluntad pura al del bien supremo […] La ausencia de una continuidad inherente entre las dos etapas también señala una dualidad en el concepto de Kant de la voluntad moral. Para él un imperativo moral es una proyección o explicación de la voluntad moral; y como las dos etapas involucran un imperativo, cada una de ellas implica un diferente tipo de voluntad moral"4. Si es cierto entonces que hay una discontinuidad irreparable entre la voluntad moral y la voluntad moral cuya obligación adicional es promover el bien supremo en el mundo, entonces Kant en realidad tiene dos filosofías morales muy diferentes, la estoica y la moderna. Ambas voluntades son buenas en tanto en cuanto ambas se rigen por el bien incondicionado (o bien en sí mismo), pero la moderna quiere además que el bien sea completo (por eso Kant habla del bien supremo), y para eso el mundo debe cambiar.
El estoico sospecha que el moderno asume que sus deseos se satisfarán simplemente porque los desea y porque no hay razones para creer que se frustrarán. Pero inclusive si la esperanza puede ser racional desde un punto de vista teórico por no ser en principio irrealizable, no se sigue que sea racional vivir por esa esperanza, o, en otras palabras, que sea un deber promover el bien supremo en el mundo. Es por su elección de racionalidad práctica, o por cómo entiende el bien, que el moderno descubre su vocación de cambiar el mundo, y sólo entonces su esperanza se vuelve racional. Análogamente, Agustín dice que no piensa para creer, sino que cree y sólo desde ahí piensa. El estoico sospecha que el moderno delira.
— Que se vaya al diablo el mundo — dice el estoico —, si eso es lo que quiere hacer. Estoy listo a presenciar cualquier espectáculo, por horrible que sea. Nada me puede tocar mientras cumpla con mi deber, precisamente porque es mi deber.
Al estoico el moderno podrá parecerle bien intencionado, y hasta decente, pero finalmente algo arrogante, bastante engañado y poco riguroso. Y no debería sorprender a nadie que aquel moderno salto de fe cause ocasionalmente las más atroces distopías: la modernidad no puede siempre ocultar su origen irracional, y cuando no, es lo único que muestra.
Pero el moderno responderá que el estoico siempre será un fugitivo inauténtico. Específicamente, es incapaz de reconocer que el bien absoluto, incondicionado, no es el bien completo. Para eso, el mundo debe cambiar. Detrás de la aparente fortaleza del estoico se esconde la debilidad de huir del mundo y de sí mismo. El estoico se sabe impotente e incapaz de actuar por una mejor y más completa actualización del hombre en el mundo. Y como todo impotente, sufre y guarda su secreto.
Sin embargo, es la segunda respuesta del moderno al estoico que yo encuentro interesante y sorprendente. Resulta que el estoico es en un punto tan irracional como el moderno. Ambas posiciones son paradójicas en tanto en cuanto se originan en determinaciones libres, o fundamentos indeterminados. Su necesidad (que es necesidad moral y no natural, la necesidad del deber) se origina en una contingencia. Sus leyes objetivas dependen de actos subjetivos. Pues para Kant:
"el libre albedrío, por lo menos en su fuente última, es inescrutable porque involucra un salto espontáneo al principio bueno o malo que no puede ser explicado exhaustivamente por razones precedentes. Esto implica que no existe un fundamento suficiente (suficiente en el sentido decisivo de una acción siguiéndose necesariamente si el fundamento es dado) para actuar moralmente, o para establecer un proyecto de vida moral: las mejores razones necesitan aún la recomendación y mediación, y por lo tanto la interferencia espontánea, de una resolución pensada como un acto del libre albedrío"5.
Así, la determinación del moderno no es más arbitraria que la del estoico. Esta es la voz moderna de Kant en escala mayor:
"Baso mi argumento en mi deber innato de influenciar la posteridad de tal modo que progrese constantemente (y tengo que asumir que el progreso es posible)
[…] La historia bien puede ocasionar dudas infinitas sobre mi esperanza, y si estas dudas pudiesen probarse, podría ser que desista de la aparentemente inútil tarea. Pero mientras no tengan la fuerza de la certeza, no puedo cambiar mi deber por una regla de conveniencia que dice que no debo intentar lo impracticable. E independientemente de cuán inseguro esté y permanezca respecto de si podemos esperar algo mejor para la humanidad, esta inseguridad no puede restar valor a la máxima que he adoptado, o a la necesidad de asumir que desde la perspectiva práctica el progreso humano es posible"6.
En el ámbito de la política, donde nunca faltan evidencias empíricas que parecen probar que los proyectos de la libertad son irrealizables, y dónde el dicho común que lo que es cierto en teoría nunca se aplicará en la práctica parece particularmente acertado, el moderno levanta banderas y hace sus apuestas.
—El moderno —alcanza a decir el estoico antes de que la bulla de la modernidad se trague también su voz— está siempre a un paso de ser un fanático catastrófico. Y el futuro es algo inexistente, imaginario e inconsecuente, la moneda falsa que usan los políticos para desviar la atención mientras se hacen de lo que verdaderamente les importa, el poder hoy.
¿Y usted, lector moderno, qué piensa?
En otra sección de este ensayo discutiré otros aspectos del principio kantiano de que deber es poder. Aquí presentaré un aspecto que es fundamental: el deber nos permite descubrir que podemos ser radicalmente libres, ya que cuando una acción es moral el principio que la determina es el imperativo categórico, cuyo contenido es la libertad. El imperativo categórico no es otra cosa que la ley de entes libres, es decir de aquellos que son capaces de legislar por y para sí mismos. Actúa —dice el imperativo categórico— de acuerdo a máximas que puedan ser leyes universales. Según Kant, todos los otros imperativos pueden resumirse en uno sólo, el imperativo hipotético (así llamado porque es válido bajo la condición de que se cumpla el categórico): actúa en pro de tu felicidad. Ese imperativo también puede ser objeto de una auto-legislación (cuando determina la voluntad), pero por su contenido es material y empírico, mientras que el categórico por su contenido es puramente formal y racional ya que lo único que contiene es la figura legislativa como tal. El imperativo hipotético nos ata al orden natural, mientras que el categórico nos libera (aunque en ambos casos hay auto- legislación y libre albedrío, pues el agente mismo determina en efecto el principio de su acción).
Es la capacidad legislativa de su razón, su potencial de ser libre, lo que da infinita respetabilidad a todo ser racional, sin distinción. Es imposible encontrar una filosofía en la que el hombre tenga un lugar más importante (el giro copernicano fue total).
Nótese ahora lo peculiar del concepto que de la libertad se hace la Ilustración (de forma más clara y explícita la alemana). Es en cierto sentido opuesto al concepto de libertad como libre albedrío. Aquella es la libertad de vivir bajo leyes propias (puede decirse que la filosofía de Kant como tal consiste en descubrir cuáles son esas leyes que nos son propias, tanto en la esfera moral como en la cognitiva; su lema podría ser esta frase que Kant cita en la primera Crítica: habita en tu propia casa y descubrirás la sencillez de tus posesiones) que nos hemos dado nosotros mismos, mientras que ésta es la libertad de hacer yo lo que me da la gana (la segunda acepción de albedrío de la Academia parece recomendada por Kant: "voluntad no gobernada por la razón, sino por el apetito, antojo o capricho"). A mi modo de ver esa es la diferencia que hace la diferencia, y ahí está la raíz más profunda del liberalismo, que tal vez resulte paradójica: la libertad como libre sometimiento a la ley propia.
No debe concluirse que Kant hace a un lado el concepto del libre albedrío que, por el contrario, es crucial, pero como problema ontológico (es cierto, sin embargo, que resolver el problema ontológico es de máximo interés moral). De hecho, una de las preguntas más importantes de la Crítica de la Razón Pura es sobre la posibilidad de la libertad de acción en un mundo causalmente determinado, de tal suerte que nada puede suceder sin sus causas antecedentes. La Crítica de la Razón Pura prueba la validez de la ley de la causalidad y, para mi insatisfactoriamente, la posibilidad de la libre acción en el mundo.
Respecto de los dos conceptos de libertad, observemos que el libertarianismo y el liberalismo se oponen radicalmente, en tanto en cuento aquel parte de la libertad como libre albedrío mientras que éste de la libertad como autodeterminación racional. El libertario aparenta haberse dejado ofuscar por el hombre independiente, justiciero, autárquico, solitario y sobre todo imaginario que es el héroe de las películas del Oeste. El liberal en cambio sabe que hay una mutua dependencia entre el universal y el particular: el individuo humano deviene y existe por haberse formado en las prácticas (hay muchas y de distintos órdenes y antigüedades, pero sin duda la principal es la lengua) de la o las comunidades a las que pertenece, pero las prácticas a su vez residen exclusivamente en el individuo.
Es frecuente, pero yo creo errada, la interpretación del concepto kantiano de autonomía según la cual es atributo del individuo y no de la comunidad (o de la razón común). Depende, de nuevo, de una concepción autárquica del individuo humano que no es la de Kant. Sí, es cierto que Kant afirma enfáticamente la intuición moral común que el agente es responsable por sus acciones y por haber en efecto escogido una u otra ley determinadora de su voluntad, pero ni lo que la ley dice ni su vigencia dependen de él así sin más. Y efectivamente, Kant creía que todo ente racional velis nolis reconoce el contenido y la vigencia del imperativo categórico. Hoy la mayoría de los filósofos se inclinan a creer más bien que el origen de la moralidad es fechado, como todo lo humano. En todo caso la meta-ley que es el imperativo categórico, así como el conjunto de leyes que le son compatibles, son siempre leyes que existen autonómicamente en una comunidad. Finalmente, el sujeto de la autonomía es la razón humana común, tanto, que, aunque Kant no lo dice, el concepto de autonomía vale tanto para las leyes cognitivas-ontológicas como para las morales. La autonomía no es una función de la voluntad individual. El individuo siempre ya vive y se mueve en un contexto autonómico predeterminado, y poquísimos son los poetas fuertes que dicen cosas y hacen mundos nuevos (nosotros por supuesto no dudamos de la capacidad de los "Cháveces" de transformar los Andes y forjar el hombre nuevo —aparentemente ya se lo ve por las calles de Caracas—), e inclusive entonces, puede no ser exacto que actúen voluntariamente. Poeta viene de un verbo griego que significa hacer en general; y fue Heidegger quien notó lo significativo que, según la lengua griega, el hacer por antonomasia fuera el del poeta.
Por el contrario, el filósofo como tal no hace nada —son hasta más vagos que los sociólogos—, como es bien sabido, o era, antes de que a Marx se le ocurriera que debían llevar escopeta. En el Fausto se lee que la teoría es gris como ese otro gris en el pelo de los viejos, y que verde es sólo el árbol dorado de la vida. Hegel añade esto: "cuando la filosofía pinta su gris sobre gris, entonces ha envejecido ya una forma de la vida, y el gris sobre gris no la puede rejuvenecer, sino sólo reconocer; la lechuza de Minerva [a los ornitólogos les interesará saber que el ave de la sabiduría no es el búho sino la lechuza] emprende su vuelo al fin del ocaso"7. El quehacer filosófico empieza con la noche, cuando los eventos del día ya han sucedido. La filosofía piensa un poco, entiende menos, y no hace nada más.
… Kant dice en relación a la libertad política:
"No se puede decir: el hombre en el Estado ha sacrificado una parte de su innata libertad externa por algún fin, sino que ha renunciado por completo a la libertad sin ley y salvaje para reencontrar su libertad como tal sin merma en la dependencia de la ley, esto es en el Estado de derecho, ya que esta dependencia surge de su propia voluntad legislativa".
Había dicho que la raíz más profunda del liberalismo es la libertad como libre sometimiento a la ley propia. Veamos lo que dice Kant en relación a la libertad política: "No se puede decir: el hombre en el Estado ha sacrificado una parte de su innata libertad externa por algún fin, sino que ha renunciado por completo a la libertad sin ley y salvaje para reencontrar su libertad como tal sin merma en la dependencia de la ley, esto es en el Estado de derecho, ya que esta dependencia surge de su propia voluntad legislativa"8. La manera alemana —tan diferente del utilitarismo anglosajón— de legitimar el Estado prescinde de discutir fines, por más deseables que sean. El Estado no es legítimo por eliminar la violencia. Y además el Estado legítimo, el de derecho, el liberal, no la elimina: por un lado, pueden haber Estados no liberales o cuerpos políticos no-Estatales pacíficos (en cuyo caso no hay violencia que eliminar), y por el otro el Estado de derecho no elimina la violencia, sino la monopoliza y la legitima. Tampoco es legítimo el Estado por generar riqueza y empleo, aunque efectivamente el Estado legítimo, el de derecho, es condición suficiente, no necesaria, para que un país sea rico. Y tampoco es legítimo por ser igualitario; es más, muchas (no todas) de las maneras de formular y promover la igualdad son absolutamente ilegítimas e injustas, por lo que el sans-culottism de hoy haría bien en revisar la literatura al respecto (Beyond Justice, de Agnes Heller, es un muy buen punto de partida, entre otras cosas por su clara filiación de izquierda). Finalmente, ni siquiera es legítimo el Estado cuando logra la paz dentro o fuera de una país: el Estado de derecho no sirve para lograr la paz sino que es como tal un Estado de paz (no me parece que están muy lejos de la verdad los autores que sostienen que mientras no haya integraciones jurídicas cosmopolitas, no pueden haber ni justicia ni paz verdaderas entre Estados independientes y que hasta hoy básicamente la situación internacional es lo que en el XVIII se conocía como el estado de la naturaleza). No es de extrañar que los "Cháveces", que están todos por encima de la ley positiva, hablen tanto de la guerra, y hayan resucitado el espectro de guerras civiles y regionales (son nefastos la interpretación y el tratamiento que han dado a lo de Angostura).
Para Kant, el Estado es legítimo no porque consiga fin alguno, sino es legítimo cuando es un Estado de derecho, republicano, liberal, pues ese Estado coincide con la voluntad legislativa como tal y es un bien en sí mismo. El Estado de derecho es una faceta de la lógica formal de la voluntad legislativa. Es consubstancial a tal voluntad. Lo de la voluntad legislativa, por lo tanto, no debe interpretarse empíricamente, como si una peregrinación a Montecristi (o a Filadelfia) de un grupo de individuos con exceso de voluntad legislativa pudiera legitimar un nuevo Estado. El fundamento del Estado de derecho no es de orden empírico sino racional. La racionalidad práctica, moral, funda el Estado de derecho. Lo de Montecristi fue una farsa, un simulacro —muy acorde con los tiempos— burdo, demagógico, y esencialmente falso (por empírico) del momento jurídicamente fundacional.
Sartori ya había advertido el riesgo:
"en décadas recientes ha habido un llamado generalizado para 'democratizar' la constitución —un llamado que evidencia, más que cualquier otra cosa, la erosión del garantisme. El ideal de estos reformistas es transformar de plano la ley en legislación, y la legislación en el imperio de legisladores libres de las limitaciones de un sistema de controles y contrapesos. Así entonces, su ideal requiere constituciones que, en el sentido propio y estricto, no lo son. Aparentemente no entendemos que mientras más el así llamado constitucionalismo democrático socava los logros del constitucionalismo liberal, más cercanos estamos a la solución a la que llegaron los griegos y que significó su ruina, esto es, que los hombres estaban sujetos a leyes tan fácilmente cambiables que estas se volvieron incapaces de asegurar la protección de la ley"9.
Algunos de los intelectuales progresistas (que en realidad no son ni lo uno ni lo otro) que apoyaron a Correa le critican hoy, ridículamente, por su estilo personalista, y no se dan cuenta de que el problema no es de personalidad, sino que con su venia hicieron la movida inversa a la que Europa comenzó a hacer en el siglo XVII, es decir en vez de someter al gobernante a la ley, le liberaron. Los "intelectuales" de la revolución ciudadana, con Correa al mando, desataron al gubernaculum de la iurisdictio. Desde el primer momento, cuando no juró respetar la constitución bajo la cuál había sido elegido, pasando por el desmantelamiento del primer Congreso, el llamado a la Asamblea, y hasta hoy a diario frente a la nueva Constitución, Correa se ha situado por fuera de la ley positiva. "La justica enajenada"10 y "Enredos revolucionarios"11 dan noticia del destruido sistema de justica en el Ecuador de hoy. Es imposible que una de las herencias del gobierno de Correa sea un renovado Estado de derecho en el Ecuador.
Si bien tal Estado nunca ha sido robusto en Iberoamérica, hoy es inexistente en el Ecuador y una serie de otros países que derivan en el mar abierto de la a-legalidad y están sometidos a la voluntad variable de su caudillo, a un solo hombre y a ninguna ley. Aquellos ecuatorianos que alegre y torpemente promovieron la ruptura que supuestamente traería justicia y libertad, si todavía tienen uso de la razón y no están totalmente obnubilados por el poder, deben de estar hoy sin saber cómo encausar a la polis dentro del marco de su propia aparatosa constitución, a diario desobedecida, en primer lugar, por ellos mismos.
En el Ecuador el concepto de la corrupción ha sido y continúa siendo usado, vergonzosamente, para derrotar a los adversarios políticos. En Iberoamérica en general ha sido muy mal entendido, porque no se ha distinguido bien entre la ilegalidad, que es lógicamente posible sólo si hay ley positiva y objetividad jurídica, y la desmoralización total que resulta de la a-legalidad y de la ausencia de objetividad jurídica, y que bien haríamos en entender como la verdadera corrupción.
El espíritu de la rebelión, que se disfraza de liberación, ha sido y sigue siendo la fuente de la zozobra ético-política iberoamericana, y de diarios sometimientos. La imagen aquella del Che funciona como un talismán maléfico. Sigue siendo la imagen que inspira a bandas de salvajes, ahora posmodernos, que se pasean al decir de Vásconez en un potrero con semáforos. Y no hay lugar a dudas, las élites son las más corruptas, salvajes y rebeldes; élites que, además, adding insult to injury, se llenan la boca de dolor por los pobres, que son unos seres que sirven para justificar cualquier barbaridad y para que los ricos se sientan mejor. Me gustaría no tener que explicarme, pero ahí va: los ricos se sienten mejor gracias a sus numerosos actos de caridad. Oh Nietzsche, where art thou in this time of need.
El concepto de la soberanía está siendo usado, bajo el argumento incierto de que intereses de enemigos internos y externos de la nación habían secuestrado el Estado, para situar a un hombre soberano por encima de la ley. Una lectura de Schmitt (El Concepto de los Político, Teología Política), quien desarrolló los conceptos autoritarios de soberanía y del enemigo interno, quien fue quizás el jurista más respetado de Alemania durante el nazismo, y quien es aún muy influyente en ciertos círculos, es lectura obligada, pues ahí consta una teoría del Estado que nos ayudará a entender lo que sucede hoy desde una perspectiva jurídica enteramente diferente a la liberal. Tal vez inclusive concluyamos, y no lo digo irónicamente, que el liberalismo no sirve para entender la realidad —a la que pertenecen por supuesto las prácticas ético-políticas— tal cual es. Y una teoría que no sirve para eso, no sirve para nada.
Pero en todo caso, veamos lo que dice Heller de las situaciones en que el gubernaculum no se rige por la iuris-dictio (el decir de la ley):
"Existe una situación en la que esta red de expectativas se desintegra. Esto sucede cuando hay alguien (o más de uno) para quienes no se aplica norma o regla alguna. Personas a las que no se aplica norma o regla alguna pueden escoger (aunque no necesariamente escojan) no aplicar ninguna norma o regla a los miembros de ningún conjunto social sino actuar de acuerdo a la máxima sic volo, sic jubeo ('así es mi deseo, así es mi mandato'). Estos son los tiranos. Un tirano no sólo se excluye a sí mismo de la aplicación de ciertas normas o reglas; sino que se entiende a sí mismo como la persona a la que no se aplican para nada. La tiranía es el estado de absoluta injusticia. En esta situación todas las expectativas se rompen. El nexo causal relativo entre actuar de cierta manera y las consecuencias de tal acción es reemplazado por mera posibilidad y conjetura. Uno no sabe si cualquier promesa va a cumplirse; uno no puede saber si cualquier regla será aplicada. Acatar la ley no hace más probable que uno no vaya a ser ejecutado o encarcelado; en el mejor de los casos hay una mera posibilidad de ello. En el estado de absoluta injusticia, normalmente 'leer la mente del tirano' sustituye observar las normas y las reglas"12.
Es interesante observar que, según esto, una tiranía puede inclusive ser relativamente benigna (por ejemplo, una sin ejecuciones y pocas encarcelaciones arbitrarias) y no por ello menos tiránica: lo que determina el Estado tiránico, que es el opuesto al de derecho, es existir y poder actuar el gobernante por fuera de la ley.
Había citado la afirmación de Kant que en el Estado de derecho la libertad es completa porque la dependencia de la ley surge de la propia voluntad legislativa. Ahora bien, hay diferencias decisivas entre la ley de la moralidad y la ley positiva jurídica del Estado. Hay diferencias materiales (de contenido) y las hay formales. Una ley positiva estatal es formalmente diferente a una ley moral porque aquella, a diferencia de la moral, es triplemente externa. Es externa la legislación, es externo el control (la coacción estatal es externa mientras que el control de la conciencia moral es interno), y es externa la libertad que la ley regula (la ley positiva jurídica regula la acción física como tal, mientras que la moralidad regula la actitud y la máxima internas del agente). Esta triple externalidad del derecho ha llevado a muchos académicos a concluir que según Kant el derecho es ajeno a la moral, que es en cambio triplemente interna al agente.
Además, hay estas famosas líneas de Kant:
"Por difícil que suene, hasta una nación de diablos (mientras tengan entendimiento) puede resolver el problema de erigir un Estado. El problema dice así: 'organizar a, y establecer la constitución de un grupo de seres racionales, que conjuntamente necesitan para su preservación leyes universales, pero de las cuales cada quien secretamente se inclina a exonerarse, de tal modo que, aunque según sus actitudes privadas procuren oponerse mutuamente, estas sin embargo se frustren mutuamente de tal suerte que el resultado de su comportamiento público sea el mismo al que sería si no tuvieran tales actitudes malvadas"13.
Hasta los diablos, si son lo suficientemente inteligentes como para calcular correctamente lo que tienen que hacer para salvaguardar sus intereses, pueden llegar a fundar un Estado. Por lo que conclusiones como las de Yovel son frecuentes: "buena ciudadanía es posible inclusive en un reino de diablos. No requiere una comunidad ética… y no la presupone. Es algo que se puede imponer a través de la coerción, mientras que la moralidad solo puede tener raíz en la libre y espontánea voluntad individual. Por ende, ni al mejor Estado puede atribuírsele valor moral en sí"14.
En ese punto, que es fundamental, Yovel interpreta mal a Kant. En primer lugar, es imposible que el ciudadano pueda ser libre en el Estado de los diablos donde lo único que cuenta es la coacción y el cálculo. Un Estado así es despótico, y ahí nadie es libre. La enajenación del Estado de la moralidad va en contra de la lógica más profunda del kantianismo, la autonomía de la razón y su progresivo auto- reconocimiento en el espejo del mundo. En segundo lugar, las instituciones estatales no están hechas de edificios, pliegos y pistolas, sino de formas comunes de ser de los individuos que las conforman. Por eso hablamos de cultura política —el Estado moral no es otra cosa que una cultura política de orientación republicana, liberal—. Y por eso también en el sistema de Kant la doctrina el derecho es parte de lo que él llama la metafísica de las costumbres; sólo este hecho refuta a quienes piensan que según Kant no hay deberes morales de orden político. En tercer lugar, ya vimos que según Kant el ciudadano de la república es libre, mientras que el mero sometimiento de alguien a la ley no le da sino le quita su libertad. Es más, según Kant el origen empírico del Estado consiste en un implacable sometimiento que no es menos sangriento de lo que es para Nietzsche el origen de la moralidad, y por la misma razón: someter al hombre a ley es un proceso violento, pues la letra con sangre entra. Mas, según Kant, es posible transformar esa relación despótica si el individuo se convierte en ciudadano y el Estado en república. Y esto sólo se logra a través de la adhesión moral al Estado de derecho.
A continuación, veremos algo de los requisitos materiales de la ley republicana que ha de coincidir objetivamente con la voluntad racional legislativa. Mas, también ha de coincidir subjetivamente. El ciudadano de la república sabe que la ley positiva es propia y suya, no porque esté de acuerdo con todas ellas (de hecho, siempre hay leyes que serán desagradables, inconvenientes o injustas), sino porque el Estado de derecho o república surge de la voluntad legislativa al ser el objeto de una obligación moral pre-jurídica que el individuo, transformado en ciudadano, acepta subjetiva y libremente. Esta adhesión subjetiva es condición necesaria pero no suficiente para la libertad del Estado de derecho.
La máxima de obedecer la ley positiva del Estado republicano, o de promover la creación de la república cuando el Estado es anárquico o despótico, es una máxima moral. Kant la expresa así: "al estar inevitablemente lado a lado con todos los demás, tú debes dejar el estado de la naturaleza y proceder conjuntamente con ellos al Estado de derecho"15. Y debes hacer eso a diario, porque es tú deber. Moralmente (y políticamente) la pregunta de por qué obedecer la ley es absolutamente relevante, aunque desde el punto vista jurídico no importa por qué, sino simplemente que se obedezcan las leyes.
Sobre la diferencia material entre la ley positiva y la moral me parece útil citar otra vez a Kant:
"¿Qué es [el] derecho? […] El jurista puede, sin duda, decirnos qué es [el] [d]erecho en un momento concreto (quid sit iuris), es decir, qué es lo que las leyes dicen o han dicho en un lugar y tiempo determinados; pero si lo que las leyes disponen es también justo, y cuál es el criterio general que nos sirve para distinguir lo justo de lo injusto (iustum et iniustum), son cosas que no podrá descubrir nunca, mientras no abandone durante algún tiempo los principios empíricos y busque las fuentes de aquellos juicios en la mera razón — para lo cual aquellas leyes pueden servirle perfectamente de guía —, a fin de sentar así los fundamentos para una posible legislación positiva […] El concepto del derecho, en tanto que se refiere [a una correspondiente obligatoriedad] (esto es, el concepto moral del derecho), tiene por objeto […] el conjunto de condiciones bajo las cuales el libre arbitrio [de] uno puede unificarse con el libre arbitrio del otro según una ley [universal] de la libertad"16.
No cabe desovillar aquí esta última oración, pero sí comentar dos cosas. Primero, la filosofía del derecho de Kant no es positivista. Me parece además que es posible argumentar que el liberalismo como tal no puede ser positivista por el problema de la obligatoriedad de la ley, que para el liberalismo tiene origen en la libertad, y por lo tanto en el orden interno y moral. El ciudadano del liberalismo sabe que la coacción del derecho es necesaria, pero paradójicamente acata libremente la ley, y no por miedo al castigo. El positivismo jurídico no resuelve debidamente el problema de la coacción y, correlativamente, el de la libertad como libre sometimiento a la ley. Como todo positivismo, el jurídico piensa superficialmente.
Segundo, sugiero que la lógica jurídica de todo autor liberal consiste en determinar las leyes que permitan conjugar de la mejor manera posible las acciones voluntarias de las que los hombres son capaces. La lógica liberal promueve la libre cooperación entre agentes independientes al crear instituciones que sólo pueden existir a través de la ley positiva y la coacción estatales.
Ya vimos en qué sentido el liberalismo no es individualista, pero ahora veamos en qué sentido sí lo es (digo individualista, no egoísta). Para empezar, notemos que la lógica que legitima el Estado de derecho, liberal, republicano, no tiene absolutamente nada que ver con la compasión. La compasión no es parte del origen racional del Estado, menos aún del origen empírico. Además, y aquí nos topamos con el aspecto más fácilmente reconocible del liberalismo, la lógica jurídica liberal se cuida de preservar al máximo la libertad, en el sentido de mantener al mínimo necesario las restricciones estatales a la voluntad individual. El liberalismo opta por la libertad sobre la igualdad y favorece la espontaneidad, el pluralismo, las diferencias, la verticalidad, la excelencia, la meritocracia, el auto-perfeccionamiento y la auto-superación.
La posmodernidad, que es una idea difusa que casi siempre sirve para confundir, tiene gracias a Lyotard un significado preciso para la filosofía de la historia: lo que él llama la gran narrativa histórica se acabó. Por lo tanto, a diferencia de lo que creían Hegel o Marx, por ejemplo —las mayores teleólogos de la filosofía moderna— no hay una lógica necesaria del desarrollo político y la humanidad no progresa irremediablemente hacia la democracia liberal o el paraíso comunista post-estatal.
Se ha observado muchas veces que aquellas grandes dialécticas históricas, idealista la una y materialista la otra, consisten en la secularización de la providencia divina. Pero la secularización no resuelve el error de creer en la providencia. Sea divina o secular la creencia en la providencia es un error típico de la razón ilimitada, entusiasmada, acrítica. De la providencia entonces, entendida como la teleología ya sea de la historia humana, de todos los seres vivos, o del universo entero, callemos. Doscientos años antes de Lyotard, ese fue uno de los resultados de la Crítica de la Razón Pura. Para Kant la idea de la intervención directa de Dios en la naturaleza en general (de la que es parte la historia de la humanidad) es el salto mortal de la razón humana, y no porque los fines divinos sean misteriosos (los fines divinos no pueden tener adjetivo alguno porque el concepto mismo de los fines divinos es absurdo) sino por la forma de constitución de la naturaleza misma, es decir, de todo lo que hay. Constitución que también invalida la idea de cualquier teleología secular. Teóricamente, en su filosofía de la historia, Kant fue posmoderno.
Sin embargo, el cuento kantiano de la teleología no termina en la simple negación afásica, y, por el contrario, junto con los conceptos relacionados de Dios y la esperanza, juega un papel muy importante, aunque secundario en el drama filosófico de la razón crítica (la razón es crítica cuando se toma en serio sus limitaciones a la hora de averiguar lo que podemos conocer, lo que debemos hacer, y lo que nos es permitido esperar). El juego de Kant con aquellos conceptos es de una sutileza y complejidad asombrosas, pues la negación de toda teleología es una consecuencia de la limitación humana que, sin embargo, nos obliga a seguir usando el concepto, pero sin ninguna posibilidad de afirmar que objetivamente haya teleología alguna. Análogamente, "el mismo principio 'crítico' de la separación estricta entre el pensamiento y la intuición [sensible] y entre el intelecto finito e infinito, que le llevó a Kant a rechazar la afirmación de la existencia de Dios en su filosofía teórica [o teoría de la verdad], produce todos los problemas que le llevaron a reintroducir la afirmación en la forma de un postulado en la filosofía práctica [o teoría del bien]"17. Según Kant, el ser intermedio (mezcla de razón discursiva y sensibilidad) que es el hombre, que ni por su look es del todo animal, está atravesado por una serie de tensiones internas y esta es una de ellas: la limitación humana impide, y desde otro punto de vista exige, el uso de la teleología.
En el sistema kantiano, el concepto de la teleología sirve nada más que como una guía para investigar la naturaleza, para darle sentido a la historia humana, y también para que nuestra acción ético-política pueda proseguir sin temer lo que de otro modo temeríamos profundamente, y es que vayamos a fracasar. Este último uso se ve en aquella fe propia de todo hombre de acción, ante el cual el alma contemplativa, especulativa o teórica oscila sorprendida entre la admiración y el recelo. La teleología entonces no tiene uso cognitivo válido, pero sí mucho uso pragmático (todo quehacer humano que no es moralmente relevante) y práctico (el que sí lo es). Asimismo, la idea de Dios no dice nada sobre el ente divino y es ontológicamente absurda, pero sí mucho sobre la mente humana y sus necesidades subjetivas.
Pero la historia humana en realidad no tiene —vuelvo a afirmar dogmáticamente, pero de acuerdo totalmente con la Crítica de la Razón Pura— ni lógica interna ni fin, en un doble sentido: no es cierto que llegado un determinado estadio no prosigan los cambios políticos ni es cierto que la historia humana tenga un fin u objeto predeterminado, como el artista su obra (quizás), que pueda algún día llegar a estar completo, terminado, perfecto. Desde esta perspectiva histórica que hemos llamado posmoderna, que es la de algunos de nosotros (un interesante intento reciente de rehabilitar la teleología de la historia humana es el de Robert Wright en Nonzero: the Logic of Human Destiny), los tiempos no tienen plenitud, ni la han tenido nunca, ni pueden jamás tenerla.
Por lo tanto, sin providencia, anulada la teleología histórica, el futuro del liberalismo es contingente. Si lo es, entonces que el liberalismo tenga futuro dependerá de que haya liberales (tengo la impresión que en Iberoamérica como en España casi no los ha habido, y que han sido siempre la minoría de una minoría, o sea una disidencia dentro de una élite que, sea de derecha o de izquierda, ha sido esencialmente autoritaria por su concepción de la posibilidad del bien y la verdad —ya lo veremos—), de que quieran luchar, de que ganen la mayoría de sus luchas, de que así las formas liberales se vuelvan hegemónicas, y de que continúen transmitiéndose históricamente en la casa y en el colegio de una generación a la otra, cosas todas que no están en lo más mínimo aseguradas.
El personaje que habíamos llamado moderno aparece en la Dialéctica de la Crítica a la Razón Pura y es el protagonista de los escritos políticos, que aparecieron hacia los años finales del autor, y donde no queda ya rastro alguno del que habíamos llamado estoico. Para captar a ese Kant moderno, debemos primero preguntar sobre el futuro del liberalismo con el así llamado genitivo subjetivo, es decir, ¿cómo es el futuro para el liberalismo? Esa reflexión conlleva una respuesta a la pregunta sobre el futuro del liberalismo, genitivo objetivo, o ¿sobrevivirá y prevalecerá el liberalismo?.
La filosofía de la historia de Kant, como las de quienes le siguieron, está enteramente orientada hacia el futuro, y reflexiona sobre el interés de la razón práctica de reformar el mundo a imagen y semejanza suya. La razón es práctica cuando es capaz de dar a la voluntad una ley obligatoria para todos —la expresión es tautológica porque la ley por su concepto es universal y necesaria—. Kant sostiene que sí, que sí hay una objetividad moral que es válida, tanto como la cognitiva. A la ley moral le llamó famosamente el imperativo categórico; es una ley sutil, que dice que la objetividad moral consiste en actuar como si hubiera tal objetividad.
—Actúa — nos dice la razón como una autoridad que podemos desobedecer, pero no desconocer— de acuerdo a normas que puedan a la vez ser leyes universales y necesarias.
Toda persona está así obligada, cosa que Kant presenta como un hecho de la razón. La ley moral ni tiene, ni puede tener, ni tiene para qué tener justificación externa a sí misma. Todo hombre como tal siempre ya sabe que los privilegios, en el sentido etimológico de reclamar alguien para sí una ley privada, están moralmente prohibidos. Esa es la razón práctica que, en el caso del moderno, promueve el bien supremo en el mundo.
La filosofía de la historia de Kant reflexiona además sobre si la razón puede racionalmente esperar que su fin es realizable. En síntesis, la filosofía de la historia de Kant pregunta si la esperanza puede ser racional y si la razón puede tener esperanza. El futuro del liberalismo: una proyección de la razón, o una forma racional de la esperanza. El futuro del liberalismo: las posibilidades de realización del proyecto de la razón, o la esperanza de la razón.
Según Kant, el fin de la historia —la esperanza racional— es la paz perpetua, que no es la inscripción satírica en la imagen de un cementerio colgada en algún bar de mala muerte, sino la lógica ético-política de la república liberal extendida globalmente hasta la creación de un supra- Estado cosmopolita al que pertenecerá toda nación y todo individuo. Para contrarrestar la inverosimilitud de la idea, imaginemos lo que habrían pensado los contemporáneos de Kant, acostumbrados como estaban a las interminables guerras intra-europeas, de la Unión que vendría menos de dos siglos después, que bajaría a casi cero la probabilidad de nuevas guerras intra-europeas, y de la que Kant creería que seguirá perfeccionándose pese a los murmullos escépticos de los anglosajones.
El fin de la historia, según Kant, no es un fin divino sino estrictamente humano. Negativamente, todo el movimiento filosófico desde el siglo XVIII puede entenderse como un gran proceso desteologizador. Digo negativamente para interrumpir la pequeña lógica aquella de que el descreído es un creyente al revés. No, el descreído simplemente habla de otras cosas, mientras que de lo trascendente es mejor callar: un silencio que no es irónico, ni va cargado de una sabiduría indecible o un fervor inexpresado, sino es más bien un silencio llano y corto. La filosofía descubre que no tiene franquicia en la eternidad ("And famous lips interrogated God / Concerning franchise in eternity, /…/ Yet endless mornings break on endless faces"18) y, disciplinada por la conciencia de la limitación humana, echa anclas en el plano movedizo y absolutamente inmanente de nuestras diversas prácticas: ¿de qué presuposiciones parten?, ¿qué confusiones albergan, qué sentido tienen? Interrumpido el interés y el supuesto acceso al plano trascendente de los entes en sí mismos y su lógica verdadera, única, eterna, y total, queda desteologizada la ontología, la ética, y por supuesto la filosofía política.
Con la desteologización sobrevino un cambio radical en el concepto de autoridad: si no hay autoridad trascendente, entonces al principio no hay una palabra y nadie, ni fuera ni dentro del mundo, puede tener la última; si la autoridad es inmanente, entonces la verdad y el bien son posibles gracias a quienes las practican en común, y la verdad no es menos verdadera o el bien menos bueno de lo que creemos que son cuando suponemos que tienen raíz trascendente, aunque sí son absolutamente perecederos, como todo lo humano. En síntesis, la autoridad deja de ser divina- trascendente y pasa a ser democrática-inmanente. Obviamente la importancia política de este giro en el concepto de autoridad es enorme. Dado que el liberal ha dudado intuitivamente del concepto de la autoridad trascendente, y dado que ese concepto ha sido uno de los instrumentos más útiles y eficaces para justificar el poder ilimitado, la desteologización de la política también ha sido una de las banderas del liberalismo histórico. El anti-liberal español Juan Donoso Cortés ya se lamentaba de la vocación discutidora del liberal (como con Schmitt, hoy el pensamiento autoritario de derecha de Donoso Cortés atrae a la izquierda autoritaria. Haríamos entonces bien en leer su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo, y el socialismo considerados en sus principios fundamentales [1851], cuya prosa al parecer es excelente). Pero independientemente de las explicaciones de las batallas antiguas entre liberales y la Iglesia, en la filosofía la desteologización de la política se sigue del uso de la razón crítica para limitar todo entusiasmo y extirpar del alma el fanatismo, que ha presidido sobre muchas matanzas y otras desgracias, y es sin duda el vicio mayor de la política. ¡Que Dios nos libre!
Kant, como veremos a continuación, se extralimita en la prueba de que el liberalismo tiene un futuro asegurado, pero aquí cabe una advertencia. De largo la enseñanza de la limitación, la práctica de la finitud, y la filosofía crítica predominan en los textos y legado kantianos, mientras que el argumento para asegurar el ímpetu y el éxito en la promoción del bien supremo ocupa un lugar menor.
El fanático parece estar confundido respecto de por lo menos una interesante pregunta: ¿cuánto mismo podemos esperar de la política? Según Kant, muchísimo, ya que a través de la política se actualiza nada menos que el bien supremo. Había mencionado una cierta incongruencia entre los tiempos y necesidades actuales de las democracias liberales antiguas y exitosas y los de la —digámoslo abiertamente— fracasada y vergonzosa política iberoamericana. Y había dicho al inicio de este ensayo que, a muchos de los filósofos de las democracias liberales avanzadas, repasar la teoría del liberalismo les parece de un anacronismo e irrelevancia acabada, aunque Rawls (el mayor heredero del liberalismo kantiano en el mundo anglosajón) y sus players sigan tocando. Mas eso es irrelevante, ya que cada situación política tiene su propia lógica y sus propias necesidades. Pero sí extraña ese frecuente sentimiento de decepción ahí donde se ha actualizado ya gran parte (no todo, nunca todo) del proyecto liberal. Si nos fijamos en las cosas que la teoría ético-política liberal de Kant deja a un lado (la moralidad kantiana es incompleta por faltarle el aparato conceptual para abarcar la totalidad de los problemas éticos de vivir una vida humana) entrevemos las razones de la decepción. El liberalismo aspira a mucho (¡muchísimo!), pero es un error de Kant creer que sea el bien supremo, es decir el bien incondicionado y completo. Por lo mismo, aunque el mismo Kant haya estado equivocado al respecto, se sigue de su propia filosofía que no debemos esperar todo de la política, recomendación acertadísima y común a todo liberalismo. En política es mejor evitar modestamente el infierno que ambiciosamente querer llegar al cielo. El liberalismo, también el kantiano, siempre se ha opuesto al fanatismo. Y entonces, los despistados son los que hoy sienten decepción de sus admirables y frágiles democracias liberales. Pero tal vez ese sentimiento sea síntoma de que el ímpetu liberal está desvaneciendo y predicción de que en una o dos generaciones más habrá un giro político de magnitud no vista desde hace trescientos años.
Decía que según Kant promover el bien supremo que es la república liberal y lo que él llama la paz perpetua es la vocación ético-político permanente de la razón humana que tiene su éxito, o por lo menos su progreso real, asegurado. Aquí hay un punto fundamental: para Kant y la Ilustración alemana en general, el progreso es esencialmente moral, no material. Pero que no se entusiasme mucho esa beatería falsa, insincera y tonta (común entre las católicas élites intelectuales y económicas iberoamericanas) de que el bienestar material es malo y el sufrimiento bueno: "Kant tiene que, y de hecho ve [el bienestar empírico] sólo como un resultado […] que ciertamente podemos desear e inclusive esperar pero que no puede constituir el fin de la historia como tal. Este fin es la actualización de la libertad y la razón por ellas mismas [y no por otros fines ulteriores]"19.
Es difícil saber si hoy más incredulidad causa la idea del Estado moral o la del progreso moral. En este tiempo extraordinariamente cínico y tan propenso a las simulaciones, los ideales de la Ilustración han perdido vigencia, y no sólo entre filósofos. La causa es evidente: el siglo XX destripó a Europa. Humanity: a Moral History of the Twentieth Century, de Jonathan Glover, examina el catastrófico siglo con los ideales de la Ilustración todavía en mente, aunque con una visión mucho más obscura.
Ahora bien, ¿puede la razón tener esperanza? La pregunta no es una de aquellas extraordinarias, y a primera vista inútiles, que hacen los filósofos y que enervan al sentido común por alterar la perspectiva cotidiana con la cual nos movemos en el mundo. Felizmente solemos ir por el anverso del mundo ignorando su reverso, y raro es el día de retraimiento para preguntar sobre las condiciones de posibilidad del ser de los seres (Descartes recomendaba filosofar una vez el año, aunque seguramente nosotros necesitamos diez días por cada uno de Descartes). Por el contrario, dado que el moderno, siempre progresista, necesariamente encuentra incongruencia entre la realidad y el ideal ético-político, de tal suerte que siempre tiene un futuro mejor por delante, y dado que sus prójimos atentan permanentemente contra sus planes, la pregunta sobre el éxito le es ineludible y, cuando las cosas van mal, cotidiana. De ahí la que ahora nos ocupa: ¿tiene futuro el liberalismo?
Mas Kant no se contenta con meras probabilidades y contingencias sino quiere, contra toda evidencia empírica, al redropelo de su propia filosofía crítica, y además sin merecérnoslas, garantías de éxito. Este espíritu es el inverso al de esta paradójica, casi rocanrolera seducción de Borges: "…I am trying to bribe you I with uncertainty, with danger, with defeat." A propósito de la música, la Unión Europea acertó al escoger la Novena de himno: ahí se oye las voluntades libremente unidas bajo la ley —la esencia misma del liberalismo— en empinada trayectoria ascendente. No obstante, la música del siglo veinte no auguraba cosas buenas para la Unión: ¿qué futuro podía tener el liberalismo con toda esa disonancia, conflicto, decepción, sarcasmo, desesperación, violencia o incertidumbre?
En todo caso, jamás a un alemán de este lado del siglo XX se le ocurriría suponer que pueda haber seguridad ético- política alguna. Se había vuelto evidente que las prácticas comunes que sostienen las instituciones liberales difícilmente llegan a tener vigencia, son esencialmente frágiles, y pueden desaparecer de un momento a otro. Hay apenas seis décadas entre la muerte de Hegel y el nacimiento de Heidegger y Schmitt, consumados antiliberales. Es en el mundo anglosajón donde el liberalismo tiene raíces más antiguas y profundas, pero no faltan enemigos internos verdaderamente peligrosos: últimamente el Partido Republicano de los Estados Unidos ha perdido el uso de la razón. Tres gotas bien administradas de mutua sospecha en la cultura política y los cimientos de cualquier constitución comienzan a resquebrajarse. La libre sumisión a la ley, la libre cooperación, la confianza mutua no son nada resistentes a las pasiones negativas, la suspicacia, el fanatismo, el odio o la envidia. El liberalismo es cosa frágil y muy difícil de lograr y preservar, y más bien lo que debemos de esperar es que se estrelle contra la Escila de la dictadura o la Caribdis de la anarquía.
El caso del Ecuador es claro. Es cierto que Correa y los ilusos del "que se vayan todos" han desmantelado instituciones públicas sin la menor posibilidad de suplantarlas con otras (ya que ahora tienen dueño), pero no es cierto que Correa haya acabado con el liberalismo en el Ecuador, pues nunca lo ha habido. La mejor manera de entender esta etapa es como una transición de una anarquía a una neo- dictadura. Ambas muy feas, mas no extremas.
En el análisis final, Kant no llega a ser posmoderno, y para él hay leyes racionales que aseguran un buen futuro para el liberalismo. Kant creía que promover la república (el nombre de Kant para al Estado liberal), y más allá de ella, la unión cosmopolita de todos los pueblos bajo una misma ley positiva, era el deber permanente de todo ser racional, y que el mundo no podía estar hecho de tal manera, pese a los horribles espectáculos que ofrecía entonces y todavía ofrece, que lograr esos fines fuera imposible. He ahí la teleología en acción. La tarea crítica, como siempre, es someter aquella creencia al tribunal de la razón para determinar si está en su derecho.
Kant pregunta por el futuro y quiere seguridades. ¿Podemos actualizar el bien supremo en el mundo? Sí, sin duda, contesta Kant. En la prueba por única vez abandona el plano estrictamente inmanente de su filosofía y especula sobre el plano trascendente, y aun sobre Dios. El primer elemento de la prueba es que deber es poder. Este es uno de los elementos más importantes de la moralidad kantiana. Por un lado, la idea es propiamente moral y como idea es sencilla (aunque ser moral, según Kant, no es nada sencillo y es para casi todo hombre una lucha interna más o menos difícil, ya que poquísimos son los bendecidos): la moralidad consiste en hacer lo que debemos hacer por la sencilla razón que es lo debido. El principio de que deber es poder es un elemento central de la actitud moral del sujeto kantiano, quien jamás busca rationalizations o excusas para no hacer lo que debe, que no calcula las ventajas o desventajas de la acción moral, y que sabe que buscar razones para hacer lo debido (ni se diga lo indebido) es ya inmoral, ya que la razón para hacer lo debido es precisamente que es lo debido.
Por otro lado, la idea tiene una clave ontológica. La moralidad no consiste en hacer lo imposible. Hay situaciones raras y extremas, por ejemplo, las que requieren un sacrifico muy grande, en las que el deber tiene una función heurística: deja descubrir que podemos hacer algo que no sabíamos que podíamos hacer. Pero en ningún caso estamos obligados a hacer lo imposible (ultra posse nemo obligatur). De la definición del deber se sigue que si hay un deber hay la posibilidad de realizarlo. Este es el primer paso.
Pero segundo, Kant tiene razón que hay una diferencia fundamental entre una acción moral puntual que —podemos afirmar pese a las dificultades que tiene la ontología kantiana en este punto— se completa inmediatamente y acciones cuyo éxito depende de los demás. Promover el liberalismo es una intención de largo plazo que no se completa con una sola acción individual. Requiere, ya lo hemos visto, progreso moral, al que el alma humana podría ser reacia. Es más, si bien empíricamente no podemos tener confirmación absoluta de nada, ¿no sospechamos que el progreso moral es imposible? ¿no sospechamos que todos somos diablos deseosos de que la ley se aplique siempre a todos los demás e, inconfesablemente, nunca a nosotros mismos? ¿No queremos que la ley castigue implacablemente… a los demás? Hoy tales sospechas ni siquiera nos parecen cínicas, sino simplemente ciertas.
Más la razón no se rinde y afirma el deber de promover la república. Y del deber se sigue analíticamente el poder. La solución entonces está en lo que Kant llama el postulado de la razón práctica pura. Encuentro que Yovel, que ha estudiado este momento del kantianismo a fondo, da cinco formulaciones del principio teleológico que es el postulado:
a) "Tiene necesariamente que haber algo (en la estructura del mundo o del hombre) que haga posible la realización del bien supremo a través de la actividad del hombre".
b) "El mundo dado es el bien supremo in potentia, y la práctica humana puede actualizarlo".
c) "El mundo y la historia humana [tienen] un principio implícito de teleología moral".
d) "[Postulamos una] 'asistencia divina,' como la fuente de nuestra habilidad de promover el bien supremo, y así como también el (desconocido) fundamento de nuestra esperanza que va a ser completamente actualizada".
e) "[Postulamos] como el origen de nuestras facultades un ser supremo, poseedor de facultades análogas y que une en sí mismo todas esos elementos cognitivos y prácticos que para nosotros, seres limitados, están divididas en dualidades"20.
Tercero, para darle mayor fuerza psicológica al postulado, y mayor ímpetu a la promoción del bien supremo, pero como una aseveración absolutamente subjetiva, Kant afirma que lo que se postula es la existencia de Dios. Pero de una forma curiosa: "nuestro análisis ha hecho evidente que la doctrina kantiana de la divinidad está subordinada a y sirve un interés estrictamente humano. El objeto supremo del sistema no es Dios, pero el bien supremo, entendido como el ideal de una realización histórica […] Por decirlo figurativamente, Dios se ha transformado explícitamente en el asistente del hombre"21.
Cuarto, obviamente del deber de promover el bien supremo no se sigue la verdad del postulado de la razón práctica pura. Para ello se requiere la intervención del principio de la primacía de la razón práctica pura por sobe la razón especulativa. Sobre este punto no me puedo alargar aquí. Diré que es en esencia un principio de la unidad lógica de la razón. La razón, por su esencia, no puede contradecirse a sí misma. Dado el deber de promocionar el bien supremo en el mundo, el postulado tiene que ser cierto. Mas el postulado, que es esencialmente teleológico, hace afirmaciones metafísicas trascendentes sobre las que la razón especulativa (cuyo interés es el conocimiento, no la acción) exige que callemos. El postulado sobrepasa los límites críticos de la razón especulativa. Pero como esta tampoco puede negar la validez del postulado, y como la razón práctica pura tiene primacía sobre la especulativa (este simplemente es una de las intuiciones pre-sistémicas del individuo Immanuel Kant), entonces es racionalmente válido, dados los intereses prácticos y exclusivamente en el contexto de la práctica misma (no en el contexto de la teoría de la práctica) que el agente crea en la validez del postulado y por lo tanto que el bien supremo en el mundo, la república liberal y la paz perpetua, se actualizará necesariamente. Quod erat demonstrandum.
Mas veamos la crítica de Yovel:
"que hay una fuente común para la naturaleza [específicamente la humana] y la razón, o la receptividad y la espontaneidad, está en conflicto con las suposiciones básicas contrarias del [sistema] crítico y con otro de sus principios fundamentales, que el hombre puede tener persistentes conflictos existenciales con su definición de ser racional finito. Es evidente por lo tanto que los postulados no sólo incluyen inocentes aseveraciones cognitivas indecidibles. Lo que estas aseveraciones trascienden no sólo son los límites del conocimiento determinados por el sistema, pero los límites del sistema mismo. su estatus es irracional y no simplemente no-racional"22.
Con lo que volvemos al debate inicial entre el estoico y el moderno. ¿Y usted, lector, que piensa?
1 Sartori, The Theory of Democracy Revisited, pp. 323-324,. Casi todas las citas de este ensayo han requerido traducción al español, y todas las traducciones son mías, excepto en los lugares indicados.
2 Kant, Metafísica de las Costumbres, 6:341.
3 Sartori, op. cit., p. 381
4 Yovel, Kant and the Philosophy of History, p. 44.
5 Yovel, Kant’s Practical Reason as Will”, The Review of Metaphysics 52, p. 283.
6 Kant, Sobre el dicho: Esto puede ser correcto en la teoría, pero no vale para la práctica.
7 Hegel, Filosofía del Derecho, Prefacio.
8 Kant, Metafísica de las Costumbres, Ak. 6:316.
9 Sartori, op. cit, p. 326
10 Antonio Rodríguez Vicéns, El Comercio, 26/01/10.
11 Felipe Burbano de Lara, Hoy, 2/02/10.
12 Agnes Heller, Beyond Justice, p. 15, mi traducción
13 Kant, La Paz Perpetua, Ak. 6:366
14 Yovel, op. cit., p. 189
15 Kant, Metafísica de las Costumbres, Ak. 6:307
16 Kant, Metafísica de las Costumbres., Ak. 6:229-230, traducción de Felipe González Vicen, [corregida].
17 Yovel, Kant and the Philosophy of History, p. 115-116
18 Philip Larkin, “Many famous feet have trod”.
19 Yovel, op. cit., p. 196.
20 Yovel, op. cit, pp. 93-126
21 Yovel, op. cit. P. 116
22 Yovel, op. cit. p. 295-296.