Xavier Lasso
Comunicador: ECTV y Radio Pública de Ecuador.
La cámara ha sido colocada en algún sitio alto, muy alto, la toma es en picada, pero por la altura la gente luce deformada, las piernas sobre todo no guardan proporcionalidad con el resto del cuerpo. Todo para sorprender a los transeúntes que no respetan la "ley de tránsito" que manda a cruzar las calles por el paso cebra. Luego el reportero o la reportera entrarán en escena, el plano ya es otro, es medio y el justiciero de la televisión, el reportero, le desarraja la pregunta. ¿Por qué no cruzó por la esquina? Estaba apresurado, no me di cuenta, no he sabido, son algunas de las múltiples respuestas que atinan, o mejor, no atinan, a responder los nerviosos ciudadanos.
Cuando se intentó penalizar al peatón, empezar por el eslabón más frágil de la cadena de movilidad en la ciudad, todo un absurdo, la televisión hizo alarde de su política editorial, esa que no pueden confesar, articular, solo porque no han reflexionado sobre ella, que, entre otras cosas, hace de la cámara un instrumento de agresión. Vi, atónito, indignado, como era sometida la gente hasta la humillación, incluso no era respetada cuando pedía que no se le haga toma alguna. El equipo televisivo no entiende de eso, no sabe que cuando una persona rechaza a la cámara, es su derecho pedirlo, la cámara debe ser apagada inmediatamente, salvo que lo que registre desvele el cometimiento de un crimen, cualquiera sea su naturaleza.
Todos los días, en los noticieros, asistimos a esas prácticas sin que nada, ni nadie, hayan podido detener estos abusos. La televisión, a pesar de la enorme cantidad de años que tiene en nuestros hogares, machaconamente, tampoco ha podido, o no ha querido, reflexionar sobre esto. La televisión ha dado por sentado que esto no violenta nada, que a nadie agrede, que no se menoscaban derechos. A veces pienso que no toma en cuenta quién está del otro lado, como que si hablara para si misma, sin reparar en la existencia del receptor o la receptora.
Estas prácticas tenían que ser discutidas, por eso ha sido buena la irrupción de una ley de comunicación. Algo tenía que ocurrir para que ese tablero anacrónico, gastado, repleto de abusos, se modificara, entrara en una etapa de reparaciones.
Y nos abocamos, entonces, a la primera gran falacia que ha pretendido negar la importancia de una "aggiornada” ley de comunicación: la mejor ley es aquella que no existe.
Fundidos, música, muchas veces como en Psicosis de Hitchcock, repeticiones, cámara lenta, son algunos de los recursos que utilizan sin cansancio, y sin escrúpulos, los medios televisivos en el afán de conmover, aún más, como si la noticia no conmoviera "per se”, a las audiencias.
Debería regularse esto también, porque al informar no se está haciendo cine. La noticia pura y dura basta. Pero el contenido exacerbado en lo comercial impone estas prácticas. El famosos "rating” ha sido endiosado y todo es válido en su homenaje.
Segundo lugar común: los medios sabemos lo que hacemos y no se necesita regulación externa.
No estamos ante robots, es cierto, los "anchor” también tiene emociones a pesar de que es un "pronter” quien les fija, casi sin margen de improvisación, su discurso. Pero los reiterados arqueos de cejas, los movimientos de cabeza, hasta ciertos chasquidos, son formas que han dejado de ser sutiles y desvelan los prejuicios del presentador, el ancla.
Pero hay formas más descaradas y mediocres de editoria- lizar: los reporteros que no informan, que cuentan desde sus miedos, temores, intereses, consignas, órdenes, la noticia. Nos trampean todos los días, haciendo inútil esos alardes metafóricos, empobrecida forma de decir una cosa por otra, que se repiten sin cansancio.
Me he llegado a preguntar: ¿Qué no hay dirección de noticias que ponga las cosas en su lugar? O acaso esa es precisamente la intención: desacredita, confunde, vela.
Mejor sería que el comentario sea parte de una política confesada del medio y así todos sabemos a qué atenernos. Tercera precisión.
Dicen que basta con dar espacios a las posiciones contrapuestas y que normalmente dos parecerían suficientes. Pero ¿dónde queda el contexto?. Eso es muy largo, no encaja en el vértigo de la noticia, en el tiempo del noticiero. Como eso no se trabaja, ha devenido inútil la tan mentada objetividad, no existe, no se la busca, no se corre tras ella, no es utopía, eso que buscamos aun sabiéndola inalcanzable.
Entonces la televisión vuelve a parapetarse en esa práctica vertiginosa que ha empobrecido, empezando por el lenguaje mismo, mucho de lo que hace. Como lo que digo y hago va muy rápido, no queda otro remedio que el empobrecimiento, el lugar común, las cuatro palabras, la fórmula de siempre.
Se ha venido usando como fuente a partes interesadas, todos los días asistimos, sin que podamos revertir esa tendencia, al espectáculo montado desde el escándalo. No se nos advierte de quién se trata, cuáles sus intereses, todos tenemos derecho a ellos, solo que siempre será bueno saber desde dónde se habla, porque siempre el punto desde donde uno está parado explica nuestra perspectiva. No hay ni siquiera vergüenza, con la noticia se destapan las pasiones del que informa, sus odios, sus prejuicios, sus revanchas. ¿Quién pone, o debe poner, freno?
Darle algún sustento a lo que se afirma sí nos ayudaría a tener rigor. Vamos avanzando, esta es la cuarta necesidad.
Todo lo que se dice, y como se lo hace, es en nombre del interés de la gente. Así nos lo han querido vender siempre. Hacerlo y decirlo a su manera demanda una libertad de expresión que ellos diseñan, controlan, administran, que no necesariamente coincide con el interés público. Y no es de interés general porque los filtros que ellos mismos han impuesto, y usan a rajatabla, hacen que esa libertad no sea de todos, es básicamente la de ellos.
Por eso es bueno el debate abierto al calor de los proyectos de ley de comunicación que han venido circulando por la Asamblea Nacional, y que no todo el mundo ha podido leer, haciendo fácilmente vulnerable nuestras frágiles ideas.
Vamos tomando, más nítidamente, partido.
No son buenos necesariamente. Me temo que hablan mucho de medios antes que de comunicación. Algunos son confusos, recuperan conceptos abstractos, propios de otros contextos, el estándar de la real malicia por ejemplo, César Montufar lo extrapola; los mecanismos de control no son, es verdad, democráticos y se corre el riesgo de entregar a un solo poder demasiadas atribuciones. En realidad la sociedad debería encontrar en sus periodistas el camino a la democratización de los medios. Panchana, a pesar de su experiencia, o precisamente por eso, no ha sido muy escrupuloso en eso. Saldríamos de un problema para entrar en otro.
De esos fallos o debilidades se puede mucho hablar, no hay que callar, pero de ahí a negar la necesidad de una ley, o descalificarla, reducirla, hay un enorme trecho que no tenemos por qué hacerlo, no debemos agotarnos en recorridos inútiles.
La ley es clave, debemos apostarle a una verdadera democratización de los medios que tiendan a respetar al ciudadano, que busque abatir los abusos, que la información no sea vista solo como negocio, y que la responsabilidad social y democrática de quien informa o comunica, persona natural o jurídica, sea real, no una declaración sin sustento, cínica, rancio pan de todos los días.
No hay por dónde perderse: creo en la necesidad de una ley de comunicación que responda a las realidades del siglo XXI, tan lleno de tecnología.
¿Tiene valor universal nuestra propia vivencia? Sí, siempre y cuando seamos capaces de darle esa trascendencia.
Es además otra forma, no será solo la academia, de acercarse a los temas que nos preocupan e interesan.
El recorrido individual sin tinte sensacional, libre de adjetivos, hay que hacer siempre ese esfuerzo, puede darnos pistas de los acontecimientos que nos rodean y nos condicionan.
Un diario, al que le entregué 15 años de leales esfuerzos, un día se cansó: me puso de patitas en la calle sin explicación alguna. Es que era inexplicable, o al menos poco presentable, su razón: el medio no comulgaba para nada con los postulados de la "revolución ciudadana" y exigía, cada vez más, un fuerte rechazo a todo lo que podía sonar a "correismo". Bien, me dije yo, puede plantearse así la cuestión, pero debe compartirlo con la gente, debe una bien elaborada guía editorial advertírselo a sus lectores, hombres y mujeres, para que se sepan, cuando recorren sus páginas, que ese medio le apuesta a tal o cual proyecto de poder.
Por eso me ha resultado siempre muy poco creíble la muy mentada imparcialidad. Desde las prácticas cotidianas esta no existe y no reconocerlo deviene falta de respeto a la gente. Los receptores no regalan nunca sus intereses, aunque no los puedan expresar, siempre les queda el espacio de lo íntimo en donde ejercerlo. "Perder” una columna no es fin del mundo, pero en carne propia he vivido lo de la censura, las condiciones y el mandato editorial, en este caso, de la dueña del medio.
Son prácticas repetidas durante años, secretas, crípticas y la sociedad tampoco ha tenido posibilidad de tomar conciencia de esta realidad. Hoy, al menos, estas anécdotas han empezado a circular.
Mejor sería que el compromiso del medio se exprese en un trabajo bien elaborado, sagaz. Es fácil, o mucho más fácil, destacar lo evidente: los restos del avión accidentado, las llamas del edificio que lo consume el fuego, el llanto del niño que ha perdido a su madre, la devastación del terremoto. La tragedia llega a nosotros, se nos impone con su brutal realidad, no hemos salido en busca de ella, nadie la desea, y uno supone que el periodista tampoco. Lo que oculta lo evidente sería el mejor escenario para el verdadero periodista. Al fondo de esas imágenes, que además se repiten indefinidamente como si nunca saliéramos de lo que nos agobia, probablemente existen historias que recuperarían los contenidos humanos, y lo humano no niega la esperanza.
Otra de las tragedias, según la cansina repetición mediática, es la práctica política. El medio, los medios, han creado estrellas políticas mediáticas, pero también las han devorado. En medio de la profunda inestabilidad que ha caracterizado los recientes 15 años de la vida institucional de nuestro país, no se hizo trabajo de contextualización, nunca los hechos se presentaron con antecedentes y un desarrollo que intente explicarlos. Quizá eso habría permitido separar trigo de cizaña, malas prácticas y otras que se desarrollaron en medio de las complicaciones típicas de esta actividad. Todo fue malo, repleto de corrupción, no hubo escape, no hubo salida. Como en la pasarela los actores desfilaron, pasaron, no hubo lugar, no hubo encuentro. Si la política tiene vicios, quién puede negarlo, los medios solo estuvieron listos para atestiguarlos. No se pide que asuman una cierta complicidad, hay que desvelar las cosas, pero no es bueno trabajar solo con lo evidente: esas prácticas políticas se asomaron como una devastadora peste, hacer la foto es fácil. ¿Qué las explica? Si no empezamos a construir "lugares” donde encontrarnos, aun en medio de nuestras diferencias, solo nos acostumbraremos a negar al otro, a no reconocerlo. El periodismo está repleto de lugares comunes, prejuicios, miedos y estereotipos. La farándula y sus cánones han devenido rectora de buena parte del periodismo. Empezar a tomar conciencia de esa deformación nos hará bien: existen marcados territorios que deben ser respetados y la política se mueve dentro de lo público, los espacios intimos, por lo general, deben ser respetados.
Entre estas reflexiones, al calor de los recientes debates de las propuestas de ley de comunicación, y la experiencia de trabajador en determinados medios, me ha llevado a la conclusión de que la amenaza a la libertad de expresión no proviene, solamente, del Estado. Los medios, y ciertas inconfesables prácticas, son también amenaza a esa libertad. Esto siempre será bueno que lo podamos debatir.
Pero tampoco vamos a simplificar demasiado las cosas ahora que, por fin aunque tardíamente aún para el contexto de nuestra región, tenemos medios públicos, a los cuales estoy vinculado, al menos hasta el día que escribo estas letras, y decir que la cuestión cambiará para bien porque hemos llegado los buenos. No, esos medios tienen todavía que probar que están en el camino correcto: ser medios públicos, es decir, trabajar entre esos dos poderes que más nítidamente marcan a una sociedad: el Estado y los poderes reales, entre esos dos extremos se mueve la ciudadanía, ahí se debería situar, sin posibilidad de duda, el trabajo de los medios públicos. A esa ciudadanía hay que servir.
También mencioné a los periodistas, ahora hay que remarcar que los verdaderos cambios en los medios, el verdadero respeto a la libertad de expresión se ha dado cuando sus trabajadores, los periodistas, han comprendido que su independencia, su dignidad, su coraje, ha impulsado la democratización. Una ley debería proteger su estabilidad, debería impedir el maltrato de la empresa porque la recuperación de la confianza, sobre el trabajo de los medios y de la política, tan venida a menos, está también, comprendiendo sus limitaciones, en manos de los periodistas.
Muchas veces se nos compara con otras realidades: que en este otro país no existe ley de comunicación, que las regulaciones son imposibles por peligrosas. Es verdad, toda regulación puede devenir censura, se dice en los mismos debates de la Naciones Unidas que señala a la libertad de información como unos de los derechos humanos fundamentales. Pero entonces deberíamos conocer también que, en Noruega por ejemplo, existen poderosos sindicatos de periodistas que los protegen de las órdenes interesadas de los gerentes. En la BBC de Londres jamás un ministro de Estado puede siquiera insinuarle algo a sus periodistas, sería fatal para el despistado político cometer semejante error. No hemos creado esos valores en nuestra sociedad y ¿de quién ha dependido? Se podría contestar que del conjunto, pero eso puede resultar trampa, como en Fuente Ovejuna. Más claramente: los responsables mayores son los propios medios que en tantos años no fueron capaces de crear los valores, el respeto, le lealtad, el rigor que hoy harían inútil la nueva Ley de comunicación.