Carlos Freile
Universidad San Francisco de Quito
Doctor en Filosofía, Profesor de Historia USFQ
cfreile@usfq.edu.ec
Desde los preámbulos del 10 de agosto de 1809, es posible detectar dos tipos de líderes en el proceso de búsqueda de la libertad. Los líderes naturales como los nobles y los sacerdotes, aceptados dentro de la división estamental siempre que cumplieran también su compromiso con el pueblo. Y después estaban quienes se habían ganado el liderazgo a pulso, con su conducta, sus acciones y sus palabras, no pertenecían ni a la nobleza de sangre ni al clero, pero supieron ganarse la confianza de todos con sus acciones y sus ideas, fueron las cabezas más claras y pensantes de la revolución. También están los líderes que no han pasado a la historia y sus nombres se desconocen: las muchísimas personas, por ejemplo, que atacaron a las tropas de los pardos limeños con palos y piedras, siguiendo a sus líderes, el mismo día de la masacre del 2 de agosto de 1810. Todos bajo el lema de Eugenio Espejo:
"Libres seremos bajo la cruz salvadora, después de haber alcanzado el propósito santo de gloria y felicidad".
Desde los preámbulos del 10 de agosto de 1809 es posible detectar dos tipos de líderes en el proceso de búsqueda de la libertad. Estaban los que podríamos llamar los líderes naturales, cuya autoridad moral nadie discutía y se enraizaba en las viejas estructuras estamentales y en las también antiguas creencias religiosas: me refiero a los nobles y a los sacerdotes.
En la América Española en general, y en Quito en particular, los estamentos se habían diferenciado con claridad en el siglo XVIII. El consenso social, además del color de la piel y de la fortuna, colocaba a la persona en un nivel dado. Quienes estaban en el estrato más alto recibían un espaldarazo si el Rey les concedía un título de nobleza, que no se conseguía tan solo por compra sino con la demostración de un linaje limpio, de una conducta sin manchas y de una aceptación social reconocida y constante. Los nobles quiteños solían alternar modales refinados con talantes campechanos que los acercaban al pueblo: ni el marqués de Selvalegre ni el conde de Selvaflorida tenían problemas para congeniar con los plebeyos, alternar con ellos y ellas, lo que no se debe descuidar. Casi todos aceptaban la división estamental de la sociedad y al mismo tiempo aplaudían a los nobles que no desdeñaban participar en un fandango popular. Por ello cuando se trató de elegir representantes de los barrios de Quito a la Junta Soberana, fueron elegidos sin discusión varios nobles que habitaban en la ciudad.
Pero no vayamos demasiado rápido: no bastaba la simple nobleza, porque nobles hubo que no merecieron el apoyo popular y en consecuencia no fueron puestos en ningún sitio de mando o dirigencia. El pueblo exigía algo más que “sangre azul”. Por lo demás siempre envidiada o deseada, ansiaba ver en sus dirigentes un compromiso real con los intereses de las mayorías, una actuación concreta frente a los enemigos comunes. Esta realidad se comprueba fácilmente por la aparición de varias tendencias dentro de las filas patriotas, lo que demuestra que la gente no se dejaba llevar simplemente de la nariz como bueyes, pero también que ejercía la crítica frente a sus líderes. Por eso surgieron los dos bandos entre las filas patriotas: montufaristas y sanchistas, división que fue un factor, aunque no el más importante, del fracaso de las Juntas de 1809 y 1811. Sin lugar a dudas también jugaban su partido los intereses privados y grupales, como sucede en todo conglomerado político. Por otra parte, la aparición de dos partidos mueve a la sospecha de que el liderazgo que al principio se impuso, no fue capaz de aglutinar a todos ni de vencer los conatos de división, tema que requeriría otro acercamiento a más del presente. Con el riesgo de olvidar a alguno de los más connotados próceres, en este grupo de líderes de 1809 y los años sucesivos habría que nombrar a Juan Pío Montúfar, a su hijo Carlos, a Juan Larrea, a Jacinto Sánchez de Orellana.
Mucho se ha discutido sobre el verdadero papel de Juan Pío Montúfar y se ha puesto muy en duda su liderazgo independentista. Sin embargo, fue uno de los personajes más amados y seguidos en esos días de lucha, de dudas, de traiciones y de lealtades heroicas: dirigió la Junta, envió comunicaciones a diferentes ciudades del Reino de Quito y de América. A pesar de las dudas, y esto debemos tenerlo en cuenta, las autoridades españolas lo identificaron como uno de los más connotados e influyentes cabecillas de la insurrección, tan es así que el Fiscal del Real Consejo de Indias enumeró dieciséis razones por las cuales debía ser condenado. Al final no se logró una condena a muerte, pero sí la de destierro. Por eso murió en Alcalá de Guadaira, cerca de Sevilla, pocos años después, en 1818. En cambio, nadie duda del liderazgo y procerato de su hijo Carlos, el Comisionado Regio, cuya llegada alarmó a los sanchistas y a los realistas que lo acusaron de bonapartista. Esto significó el empuje para la formación de la Segunda Junta, acontecimiento decisivo en la evolución de los hechos libertarios, pues Carlos Montúfar reunió las fuerzas dispersas, fortaleció los ánimos, luego de ser recibido en apoteosis por el pueblo quiteño. Las crónicas cuentan que, en las primeras noches, para evitar que sus enemigos aprovecharan las sombras para algún aleve atentado, doña María Larraín, bella, noble y aguerrida, organizó una guardia con otras jóvenes damas para defenderlo de cualquier ataque, movidas por la gallardía del Comisionado y por su liderazgo más allá de lo bélico y político. Todos veían en el joven militar el conductor nato del movimiento libertario, pero le faltaron ayudantes a la altura del momento. Quienes habrían podido serlo habían fallecido bajo el sable asesino de los pardos limeños el 2 de agosto de 1810. Carlos Montúfar fracasó por las divisiones internas y por los ataques externos, pero no desmayó. Luego de varias peripecias, se unió a las fuerzas patriotas de la región payanesa, fue derrotado y fusilado el 3 de septiembre de 1816.
Juan Larrea y Villavicencio encarnaba varios valores que lo hicieron muy amado de la plebe tanto en su ciudad natal, Riobamba, como en Quito: de sangre noble, empeñado en el progreso material de su Patria, desinteresado, estudioso e investigador y, sobre todo, buen guitarrista y poeta jocoso, dicharachero y mordaz, nos ha dejado una pequeña colección de poesías referidas a la Independencia con un dejo de frustración. Sus talentos movieron a los quiteños a nombrarlo Ministro de Hacienda de la primera Junta Soberana. Entre sus versos agridulces figuran éstos en los que paladea la angustia de ver que los propósitos de libertad se veían ya tergiversados o saboteados:
Ya no quiero insurrección
Pues he visto lo que pasa:
Yo juzgué que era melón
había sido calabaza.
Juzgué que con reflexión
Amor a la Patria había;
pero solo hay picardía,
Ya no quiero insurrección.
Cada uno para su casa
Todas las líneas tiraban.
No me engaño, me engañaba
Pues he visto lo que pasa.
De lejos, sin atención
Vi la flor, las hojas vi;
Como bien no conocí,
Yo juzgué que era melón.
Me acerqué más, vi la traza
De la planta y el color,
Probé el fruto, busqué olor
Y había sido calabaza.
Los sacerdotes también pueden ser mirados como líderes naturales en los años de la Independencia: no solo representaban los valores espirituales y acercaban a los hombres a Dios con la prédica sagrada y el perdón sacramental, sino que constituían el grupo intelectual más cohesionado y homogéneo, ya sea por la similitud de los estudios como por la igualdad de los deberes. Pero también en este caso, no bastaba ese liderazgo natural, hacía falta un compromiso del clérigo o religioso con el pueblo. Los eclesiásticos se ganaban a pulso ese liderazgo con su vida dedicada al servicio de Dios y de los fieles, con la cercanía en la caridad y la certeza de la oración. No se crea que quienes se codeaban con los seglares en la búsqueda del placer desordenado por cantinas y barrios bajos gozaban de la popularidad que concede la hermandad en los desarreglos entre los desaprensivos o inmaduros, no, la gente, aun la de vida poco cercana al incienso, rechazaba a quienes no sabían vivir como debían. Todavía no se conocía en nuestro medio la democracia del vicio. Decenas de sacerdotes fungieron de líderes antes, durante y después del 10 de agosto de 1809, porque sus feligreses veían en ellos a personas coherentes, fieles a la palabra dada y no proclives al cambio artero y deshonroso. Los eclesiásticos estuvieron a la vanguardia del pueblo patriota de varias maneras: alguno escribió textos políticos, otro dirigió el Estado, el de más allá narró las experiencias libertarias y decenas de ellos organizaron grupos de colaboradores para el envío de mensajes, la recolección de alimentos y vituallas, la fabricación de pertrechos, sin que faltaran quienes levantaran, entrenaran y dirigieran tropas para defender la sagrada causa de la libertad contra los enemigos enviados por las autoridades realistas desde los cuatro puntos cardinales. Los más populares de estos líderes fueron sin duda Juan Pablo Espejo, José Manuel Caicedo, Miguel Antonio Rodríguez y José Antonio Correa.
Juan Pablo Espejo, hermano de Eugenio, mantuvo siempre encendida la antorcha del entusiasmo libertario: dirigió un grupo de mestizos y blancos pobres que marcharon al sur para defender a la Junta, se distinguió en el combate de Mocha. Cayó preso, pero pudo escapar el día anterior a la masacre del 2 de agosto; considerado uno de los eclesiásticos más influyentes en el pueblo no solo de la ciudad de Quito sino de varios pueblos en donde había servido como cura. Fue condenado al destierro a Cuzco "con veinticinco libras de hierro en los pies". Nunca cejó en sus proyectos. Ya anciano, colaboró con Sucre en los preparativos de la batalla de Pichincha junto con sus feligreses de la parroquia de Chillogallo. José Manuel Caicedo, fungía de Provisor del Obispado, vale decir Procurador. En los días posteriores al 10 de agosto, según cuenta un testigo tan digno de crédito como fray Vicente Solano, prendía sobre su sotana charreteras, se sujetaba los correajes de capitán, empuñaba una espada y dirigía el entrenamiento de un batallón de mestizos e indígenas que marchaban por las calles de Quito con todo el aire marcial de que eran capaces. Luego los condujo al combate en defensa de Quito. Años más tarde, al regreso de un largo exilio en Filipinas, motivo por lo cual la gente de Cali le llamaba "el padre Manila", escribió un "Viaje Imaginario" que es su visión de los acontecimientos de 1809.
Miguel Antonio Rodríguez fue sin lugar a dudas uno de los más influyentes y sesudos líderes del movimiento patriota. Estudioso a tiempo completo fue profesor y Rector de la Universidad, contribuyó de diversas maneras a la causa patriota, pero todas vinculadas con el intelecto: tradujo la "Declaración de los Derechos del Hombre", pronunció la "Oración Fúnebre" por los muertos del 2 de agosto, redactó el "Pacto Solemne de Amistad y Unión entre las Provincias que forman el Estado de Quito", aprobado por los diputados del Congreso Constituyente de 1812, con la excepción de los sanchistas, pues Rodríguez fue la mano derecha de Carlos Montúfar. Fue desterrado a Manila y a su regreso, al poco tiempo de desembarcar en Guayaquil, murió, se dijo que envenenado por algún antiguo enemigo. José Antonio Correa desempeñaba el cargo de cura de San Roque, el barrio más bravo de Quito. Asistió a las reuniones de los patriotas desde 1808, estuvo presente en la conjura del 10 de agosto, y dirigió un grupo de soldados improvisados en la campaña del sur en defensa de la Junta. Después de la masacre del 2 de agosto, convencido de que el culpable último había sido el Conde Ruiz de Castilla, organizó junto con otros criollos una partida de indios para asesinar al "viejo felón", como lo llamaron. Luego arrastraron el cadáver hasta la Pátag de Guápulo y allí lo abandonaron. El padre Correa fue condenado a muerte, pero escapó a Barbacoas, luego cayó preso y le enviaron a Panamá. Al final vivió en prisión en Quito hasta 1822.
Después estaban quienes se habían ganado el liderazgo a pulso, con su conducta, sus acciones y sus palabras. No pertenecían ni a la nobleza de sangre ni al clero, pero supieron ganarse la confianza de las personas de toda condición social con sus acciones y sus ideas. En sus obras demostraron creatividad e iniciativa. Innovaron, inventaron, sin desdeñar los aportes del pasado y se arriesgaron a aprovechar con rapidez circunstancias imprevistas. Fueron valientes sin temeridad, prudentes sin cobardía. En sus pensamientos mostraron claridad y llaneza, sentido común, adecuación a las circunstancias auténticas del Reino de Quito. Sin lugar a dudas fueron las cabezas más claras y pensantes de la revolución: Juan de Dios Morales y Manuel Rodríguez de Quiroga, el primero maestro y guía del segundo, según propia confesión en su defensa a raíz del fracaso de 1808: "Yo veo entre ellos a aquel mismo Dr. Juan de Dios Morales que, en mis estudios previos al ingreso del foro, me instruye en las nociones de la jurisprudencia práctica y me conduce por la mano hasta el templo inmortal de la justicia, para sostener allí los preciosos derechos de mis conciudadanos". Su capacidad de liderazgo y de captar la oportunidad en los eventos fortuitos se puso de manifiesto en los festejos llevados a cabo con motivo de la llegada a Quito del nuevo Presidente don Manuel Urriez, Conde Ruiz de Castilla: entre los festejos se acostumbraba representar obras teatrales. Morales y Quiroga aprovecharon y pusieron sobre las tablas cuatro tragedias, todas ellas con un ingrediente importante de defensa de la libertad y de lucha contra los tiranos. "Catón de Utica’’ de Joseph Addison, "Andrómaca" de Eurípides, "Zoraida" de Nicasio Álvarez de Cienfuegos y "La Araucana" de Lope de Vega. El conjunto de estas piezas dramáticas tiene otra peculiaridad: dos de sus protagonistas, luchadores contra la opresión, son hombres, y dos son mujeres, además uno es indígena, Caupolicán. Con esto los promotores hacían ver que todos los elementos de la sociedad debían luchar por la libertad: hombres y mujeres, criollos, mestizos e indígenas.
Sería muy largo continuar en detalle con la narración de todos los hechos de Morales y Quiroga, se puede afirmar, sin temor a la exageración, que se ocuparon de las más diversas actividades, desde preparar y copiar los nombramientos para los diputados de los barrios antes del 10 de agosto (en absoluto secreto) hasta redactar proclamas y manifiestos. Precisamente en estos documentos se captan los verdaderos ideales y propósitos de los patriotas. Los próceres muestran con toda claridad una influencia de la modernidad católica de Salamanca y de las enseñanzas del filósofo jesuita Francisco Suárez quien escribió que el poder proviene de Dios y es Dios quien lo entrega al pueblo. El sabio jesuita afirmaba en el "De Principatus politicus" traducido como "La soberanía popular", publicado a inicios del siglo XVII: "El poder, considerado en abstracto, en cuanto procede del Autor de la naturaleza… no reside en una sola persona ni en un grupo particular de aristócratas o de ciudadanos del pueblo. Pues este poder solo se encuentra en la comunidad en cuanto es necesario para su conservación y en cuanto puede demostrarse por medio de la razón natural. Ahora bien, la razón natural solo dice que el poder público está necesariamente en toda la comunidad, y no en una persona o senado. Luego, en cuanto procedente de Dios inmediatamente, se entiende que solamente reside en toda la comunidad y no en una parte de ella. Ningún rey o monarca recibe o ha recibido el poder político directamente de Dios o por institución divina, sino solamente mediante la voluntad del pueblo".
Manuel Rodríguez de Quiroga, en el "Alegato" en nombre de la Junta apeló a esta tesis y a la tradición española y concluyó: "En otras palabras, la soberanía reside en el pueblo, que la encarga al monarca; si éste no cumple, el pueblo tiene derecho a recuperar sus legítimas atribuciones y a cambiar de autoridad". Ese "si éste no cumple" no tiene desperdicio, pues en la teología política católica el ejercicio de la soberanía se halla unido sin fisuras a la responsabilidad personal. Esta responsabilidad va unida a la rendición de cuentas, privilegiada por los próceres tanto en la justificación de sus acciones cuanto en los proyectos de constitución de 1812. En febrero de 1809, a raíz del fracaso de la conjura de la Navidad anterior, Quiroga había escrito en su primer "Alegato" un resumen valiosísimo de las ideas rectoras del pensamiento de los próceres y de sus seguidores: ""… el alma que inspira a ese plan y a ese prospecto, es este sentimiento general, o este voto conforme de toda la América: constancia y fidelidad hasta el último extremo con el Sr. Fernando VII; y si por desgracia falta éste y no hay sucesor legítimo, independencia de la América, cualquiera que sea su gobierno. ¿A quién se ofende, pues en esto? A nadie; porque en semejante caso cesaron los vínculos y cesaron las obligaciones, y los pueblos, como dice el Sr. Ceballos, reasumen entonces el derecho de escoger la mejor forma de gobierno que les acomode. "Aunque todavía no se habla directamente de independencia y tan solo se habla de ella bajo ciertas condiciones, ya se plantea el derecho de los pueblos de América a escoger la forma de gobierno que ellos escojan. Varios meses después Juan de Dios Morales puso el dedo en la llaga cuando en su defensa posterior a los hechos del 10 de agosto de 1809 expresó: "Aquí entra la cuestión de si el pueblo puede o no reasumir el Poder Soberano", esencia verdadera del pensamiento y accionar de los patriotas del año nueve.
El pueblo de Quito siguió a sus líderes con entereza cada vez mayor. Solo este hecho explica por qué el mismo día de la masacre del 2 de agosto de 1810, en que fallecieron Morales y Quiroga, muchísimas personas atacaron a las tropas de los pardos limeños con palos y piedras. Los líderes de estas acciones no han pasado a la historia, sus nombres se desconocen, tan solo sabemos que detrás de las barricadas construidas al apuro en algunas calles de la ciudad se refugiaron mujeres y niños, quienes enfrentaron con esas armas simplísimas a los sables y a los fusiles de los pardos. Es más, muchos hombres salieron del caso urbano y bajo la guía de otros líderes ignotos se dedicaron a hostigar a las fuerzas españolas en una guerra de guerrillas que duró hasta 1813, como consta de documentos de la época.
Mucho queda por decir de los líderes de los primeros años de la lucha por la libertad. En este corto espacio he hilvanado algunas ideas sobre los más evidentes y que mayor huella han dejado en nuestro imaginario nacional; hace falta profundizar más en otros aspectos. Sin embargo, de lo dicho podemos ya llegar a una conclusión, que no es patriotera ni sentimental: desde 1809 hasta 1813 quiteños de toda condición social se vieron impelidos a dirigir a las masas a costa de todos los sacrificios y privaciones con el fin de cumplir el viejo anhelo que Eugenio Espejo había expresado en las banderitas de tafetán colorado colocadas en las cruces de Quito en 1794: "Libres seremos bajo la cruz salvadora, después de haber alcanzado el propósito santo de gloria y felicidad”.