Julio Echeverría
Académico, profesor de la Universidad Central del Ecuador.
Es autor de dos libros que abordan la problemática política y constitucional en el Ecuador, La Democracia bloqueada, Quito, Letras 1997, y El Desafío Constitucional, Quito, Abya-Yala, 2006.Ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas.
Dentro de las construcciones políticas, mentales y discursivas, la educación y la participación ciudadana son vistas como temas prioritarios de la agenda colectiva. Sin embargo, sus interrelaciones y dinámica conjuntas, no son tan sencillas como puede parecer. Ambas han sufrido del mismo mal: ser parcialmente acaparadas por movimientos y tendencias corporativistas, clientelares y politizadas.
Pero al mismo tiempo ambas vienen de una misma Lógica fundamental como es la emergencia de la sociedad de derechos. Más allá de las demandas de los poderes y los sistemas establecidos, ambas deben tener como objetivo de dotar a los cambios sociales de un sentido incluyente, deliberativo y democrático.
La educación y la participación ciudadana han sido identificados reiteradamente como ámbitos prioritarios para impulsar el desarrollo del país. Sin embargo, la comprensión de su verdadera incidencia en el desarrollo está aún en espera de precisiones y elaboraciones. A continuación, se presentan argumentos para una caracterización de ambas construcciones políticas y discursivas, al tiempo que se apunta a mejorar su combinación o enlace bajo algunos interrogantes o premisas.
¿En qué medida la participación ciudadana puede favorecer la dinamia e innovación del sistema y de los procesos educativos en el Ecuador?, y, en dirección contraria pero complementaria, ¿en qué medida la educación puede fortalecer y dinamizar los procesos de participación ciudadana? Para absolver estos interrogantes, se revisan someramente las características que ha venido asumiendo tanto la participación ciudadana como la educación en el Ecuador, desde dos ópticas: como componentes centrales de la definición y de la gestión de la política pública, y como referentes o mecanismos de fortalecimiento de la sociedad, más allá de su exclusiva reducción al ámbito de la política estatal o gubernamental.
La participación social aparece como un componente central de la política pública y como un nuevo ámbito de la institucionalidad pública a partir de los procesos de redefinición institucional que se dieron en el país durante los años 80 y 90 del siglo pasado. Las políticas de ajuste estructural que se expandieron en América Latina y en el Ecuador durante los años 80, incidieron decisivamente en la modificación de los procesos de intermediación entre sociedad y Estado; por un lado, redefinieron la institucionalidad del Estado mediante la reducción de su tamaño, la descentralización y desconcentración de la gestión pública; por otro, impulsaron una concepción de gobierno donde primó un concepto tecnocrático y despolitizante que ubicaba a la representación política en una función de obstáculo a la eficiencia y eficacia que exigía el proceso de gobierno. Desde entonces, y en ese contexto, la participación social tiende a mostrarse como alternativa a la representación política; importantes procesos de movilización ciudadana emergieron como vías diferentes, pero en algunos casos confluyentes con el fenómeno antipolítico de desconfianza hacia la representación política1.
Consistente con los procesos de ajuste estructural, se generalizó un modelo instrumental de participación que inicialmente apareció como contrapartida o complemento de los procesos de ajuste estructural. La participación fue vista como instrumento de la gestión pública y apuntaba a incorporar en los procesos de gestión a los beneficiarios directos de los servicios públicos; un concepto de participación que concibe a la intermediación entre Estado y sociedad como una tarea exclusivamente técnica, evitando cualquier intromisión política2.
En un segundo momento, ya en los años 90, al calor de la emergencia de movimientos sociales, se aprecia una traslación desde este concepto instrumental o tecnocrático de participación hacia un concepto político más afín a los parámetros de un tipo de democracia directa, en la cual serían los mismos actores sociales los que definan los procesos deci- sionales. La participación ya no aparece solamente como expediente instrumental de las políticas de ajuste, sino como espacio de maduración de una democracia directa o participativa que busca incidir o condicionar los mismos procesos de gestión política.
La evasión de las lógicas representativas tiende a fortalecer por lo menos tres tendencias o líneas participativas: la una, que favorece procesos corporativos de intermediación y en muchos casos se vuelve espacio para la reproducción de intereses clientelares; la segunda, mucho más politizada, y que apunta a instaurar un modelo de democracia directa, que aparece como alternativa a la 'tradicional' democracia representativa; y una tercera, dirigida a fortalecer procesos de empoderamiento o de autorreferencia social, de fuerte impacto en la modificación de los valores políticos. Una línea participativa, en particular esta última, que pretende ocupar el espacio de algo que va ‘más allá de la política'; una sensibilidad nueva, reconocible en las posturas de movimientos como el ecologismo, el feminismo y las reivindicaciones étnicas (Echeverría: 2006).
Tanto la participación entendida como función subsidiaria a la gestión de la política pública, que venía desarrollando mecanismos de control y seguimiento o veeduría desde la perspectiva de los beneficiarios de la política, como la participación entendida como premisa de procesos de autogobierno o autogestionarios, evolucionaran hacia una concepción de participación comprometida con la realización de los derechos, los cuales tienden a potenciarse y ampliarse respecto de su tradicional concepción liberal. La "política de los derechos" aparece como maduración de las lógicas participativas autorreferenciales que emergieron en paralelo a los procesos de gestión y a sus mecanismos de subsidiariedad, de descentralización y desconcentración en la gestión de lo público.
Esta línea participativa tiende a generalizarse, pero con serios obstáculos o tropiezos derivados de las condiciones adversas que emergían de la crisis económica y social que se profundiza a finales de los años 90. La crisis induce condiciones de alta politización de los actores y movimientos sociales; la participación tiende a politizarse en un contexto de creciente y agudo debilitamiento de las instancias representativas.
Las nuevas formas de participación social podrían entenderse como una agregación en la cual conviven formas au- toreferenciales de empoderamiento ciudadano, con lógicas corporativas de gestión y acceso diferenciado a instancias de poder. Si bien emergen bajo estas dos modalidades, rasgos de innovación positiva como son los referidos a la racionalización de la gestión del poder, a la emergencia de una sociedad de derechos con fuerte capacidad de intervenir en el condicionamiento de la política pública, también se refuerzan, con la crisis de la representación, fenómenos corporativos y clientelares de instrumentalización de la participación que, en el contexto de la crisis de representación, son resignificados bajo una lógica refundacional como nueva estrategia de legitimación del poder político. Una orientación que apunta a la consolidación de un modelo de democracia de tipo plebiscitario, con fuertes rasgos de concentración y centralización del poder, fenómeno que, paradójicamente, puede comprometer la vigencia y profundización de la participación ciudadana3.
Las políticas públicas, y en lo específico la educación como política pública, emerge como campo específico de intervención en las sociedades modernas o en proceso de modernización. En estas sociedades, la educación deja de ser una prestancia propia o exclusiva de los ámbitos familiares o comunitarios, al tiempo que tiende a abandonar su estrecha vinculación o funcionalización al ámbito de la reproducción de creencias religiosas.
En la modernidad, la educación aparece como un sistema dotado de una propia autonomía y caracterizado por contribuir a reforzar las estructuras de emancipación de la sociedad. La educación actúa como eje central de las estrategias de modernización, al incidir y fortalecer los procesos de construcción de sentido que ya no giran en torno a las creencias religiosas. La educación es el producto más acabado de la secularización política y se expresa en la vigencia del laicismo como su principio articulador. En cuanto nueva construcción de sentido, promueve la generación de una racionalidad crítica que fomente y consolide la auto- nomización moral de los individuos, que se expresa en la estructura de los derechos fundamentales de la persona; de esa manera define un nuevo horizonte de sentido para la sociedad 4.
Esta exigencia de construcción de sentido para las sociedades modernas convierte a la educación en un sistema autónomo de generación o promoción de sociedad, el cual interviene mediante la definición de políticas deliberadas o especificadas funcionalmente. El objetivo central de este sistema es el de 'producir sociedad' o sea, generar sentido de pertenencia social para actores diferenciados por condiciones económicas o socioculturales. Para ello, promueve la inclusión de todos los integrantes de la sociedad mediante políticas de acceso al sistema educativo que son universales; complementa esta lógica inclusiva mediante metodologías y procedimientos que activan las capacidades críticas y reflexivas de los actores sociales, para lo cual incide en el fortalecimiento de las prestancias cognitivas e intelectivas de los individuos, a través de procesos de enseñanza-aprendizaje construidos deliberadamente con ese objetivo.
Este segundo nivel, que atañe a la calidad de los procesos de enseñanza-aprendizaje, completa la lógica inclusiva del sistema educativo; en esta dirección, la educación en cuanto política pública, es el principal dispositivo partici- pativo del que se dota la sociedad moderna; la participación social es vista, desde esta perspectiva, como acción social dotada de sentido y por lo tanto como operación de la cual depende el fortalecimiento de las capacidades deliberativas y críticas de la sociedad en su conjunto5.
Si bien la educación incide de manera crucial en los procesos de construcción de sentido, su incidencia es central también en relación con los otros sistemas de reproducción social, el sistema económico y el sistema político, con los cuales interactúa dinámicamente bajo una lógica de feed back o de retroalimentación.
La direccionalidad que asumió la política educativa en el Ecuador, consistente con esta formulación, se caracterizó por enfatizar en la lógica de ampliación de cobertura del servicio educativo, y dejó en segundo plano la definición de la calidad del proceso enseñanza-aprendizaje. De lo que se trataba es de generalizar a nivel universal la cobertura de los procesos de alfabetización y de transmisión de saberes vinculados a las exigencias de la modernización económica y sociocultural sin discutir sus características y sentidos.
En el caso ecuatoriano, la política inclusiva de acceso o de ampliación de cobertura siguió un proceso de auge y crisis dependiente de las vicisitudes del ciclo económico, y demostró escasa funcionalidad con la demanda de vinculación del sistema educativo con los imperativos de generación de ciudadanía y de inserción en las lógicas productivas de la economía. Para los años 90, los avances en cobertura educativa en el país eran significativos; el Banco Mundial resaltaba para fines de los años 70 un incremento de la matrícula primaria en los primeros cinco años a una tasa no menor al 4%, la secundaria al 12% y la superior al 27.4% anual; se estimaba que a mediados de los setenta, en áreas urbanas se había alcanzado la matrícula primaria para toda la población6. El resultado global, ya para fines de los años 90 era de una importante expansión del "acceso al sistema educativo en todos sus niveles, con un marcado cambio positivo en indicadores educativos: el analfabetismo se redujo de 44% en 1950, al 11.7% en 19907 en tanto que la tasa neta de matrícula para primaria que en 1949 era del 42% pasó al 88.9%, en 19908.
Sin embargo, si entre los años 60 y 70 el comportamiento de la política pública en materia educativa fue expansivo, para los años 80 y 90 se aprecia una detención de este ciclo y el ingreso en políticas restrictivas de ajuste, que detuvieron la dinamia de la política de ampliación de cobertura, "Entre 1990 y el 2000 el analfabetismo apenas se redujo un punto porcentual y la tasa de matrícula en el nivel primario permaneció estancada alrededor del 90%. Incluso se redujo el ritmo de crecimiento de la matrícula en la secundaria" (Arcos, C.: p.11).
Además, la ampliación de cobertura fue defectuosa presentando serias asimetrías e inequidades en referencia a las dimensiones étnicas y de género. Las políticas de acceso no permitieron reducir las brechas de exclusión a la que se mantenía sometida la población indígena; "En el 2000, la tasa de matrícula en la escuela primaria era cerca de 10% menor para los grupos indígenas, comparada con el promedio nacional" (Ponce J., 2000).
Una orientación urbana y fuertemente centralizada hacia los polos de mayor concentración poblacional caracterizó a las políticas de acceso, lo que devino en la búsqueda por parte del movimiento indígena de soluciones puntuales dirigidas a su propio ámbito sectorial. Por otro lado, tanto la ampliación como la brusca detención de las políticas de acceso creó las condiciones para el fortalecimiento de la conformación sindical y corporativa de los actores del sistema educativo; esta característica incidirá fuertemente en las modalidades de participación, dificultando procesos de inclusión equitativa al sistema educativo y posponiendo sistemáticamente las exigencias de reforma dirigidas al mejoramiento de la calidad de los procesos de enseñanza-aprendizaje.
El sistema educativo se volvió inflexible tanto por las exigencias restrictivas derivadas de las políticas de ajuste, como por el bloqueo transaccional operado por la organización corporativa de los maestros9, lo que derivó en el estancamiento de la ampliación de cobertura en particular en la relación profesor/alumno. A pesar de este desenlace que permanecerá como lógica latente y estructural del sistema educacional ecuatoriano, la expansión de cobertura fue generadora de expectativas en las clases medias emergentes.
Si bien se registraron importantes avances en la política de acceso hasta bien entrada la década de los 90, esta demostraba serias falencias. Presentaba profundas brechas de inequidad en particular frente a la población indígena, generaba bloqueos sistemáticos del sistema por conflictos distributivos derivados de lógicas presupuestarias deficitarias e inestables; su concentración urbana y su deriva corporativa desató expectativas de formación que el sistema no pudo satisfacer, generando condiciones para la aparición cada vez más importante de ofertas educativas provenientes del sector privado y orientadas a satisfacer necesidades de vinculación con el mercado, el cual a su vez tendía cada vez más a diferenciarse e internacionalizarse. Las falencias estructurales de las políticas de acceso desataron la generalización de una demanda de calidad educativa que el sistema público estaba imposibilitado de atender.
La ampliación de cobertura tuvo efectos importantes en la generación de expectativas de movilidad cognitiva principalmente entre los sectores medios de las principales ciudades, al tiempo que impulsó procesos migratorios de jóvenes que presionaban por ingresar a la formación universitaria; la matricula en la educación de tercer nivel se incrementó considerablemente si bien los índices de calidad continuaban deficitarios.
Sin embargo, la reforma por la calidad educativa no apareció como demanda de los actores del sistema educativo; los estudiantes optaron en muchos casos por la deserción y el ingreso al sistema productivo en condiciones de precariedad ocupacional. La reforma por la calidad apareció impulsada por actores 'externos' al sistema educativo, interesados más en promover cambios que permitieran una relación sinérgica entre el sector social y las otras áreas de la reforma económica e institucional que articulaban los programas de ajuste estructural. La reforma educativa hacía parte de las llamadas 'reformas de segunda generación', que apuntaban a introducir cambios que mejoraran la productividad y la capacidad competitiva de las economías volcadas a la inserción en los mercados globales10.
El 'bloqueo transaccional' del sistema educativo obligaba a recorrer caminos que sortearan las dificultades institucionales, para lo cual se optó por impulsarla desde organismos paralelos a la institucionalidad estatal. No solamente que la reforma por la calidad hacía parte de un programa más amplio impulsado por actores supranacionales (sus impulsores más activos eran justamente el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo11), sino que se realizaba en los márgenes de la institucionalidad estatal, o de forma paralela a la implementación de las políticas convencionales del sector. El diagnóstico del cual partían estos actores, daba indicaciones sobre la direccionalidad de la reforma; problemas de eficiencia y eficacia en el manejo de recursos, de equidad y de escasos resultados al evaluar el desempeño, en particular en la formación en matemáticas y en lecto-escritura; problemas que se traducían en altos índices de repitencia y deserción escolar. La reforma debía entonces proceder enfatizando en cambios institucionales y organizacionales que activaran la participación de los actores directamente beneficiarios del sistema (comunidad, padres y madres de familia, maestros, gobiernos locales), para así remover las resistencias corporativas que mantenía el 'bloqueo transaccional' del sistema. Desde esta perspectiva de intervención, la calidad estaba asociada con el desempeño institucional y organizacional; transformaciones en estos campos habrían desatado procesos participativos y de involucramiento de los actores directamente beneficiarios del sistema.
La reforma debía entonces proceder enfatizando en cambios institucionales y organizacionales que activaran la participación de los actores directamente beneficiarios del sistema (comunidad, padres y madres de familia, maestros, gobiernos locales), para así remover las resistencias corporativas que mantenía el 'bloqueo transaccional' del sistema… la calidad estaba asociada con el desempeño institucional y organizacional; transformaciones en estos campos habrían desatado procesos participativos y de in- volucramiento de los actores directamente beneficiarios del sistema.
Si bien esta línea no tuvo el éxito esperado, en particular en los resultados e impactos logrados, si generó expectativas sostenidas de reforma en actores que antes habían permanecido apáticos frente al proceso. La política de subsidiariedad, de descentralización y de desconcentración activó la participación de actores locales en una línea de creciente autorreferencia social, en la cual la educación progresivamente dejaba de ser percibida como una dádiva del Estado, o como un servicio que debía ser entregado desde las burocracias estatales; la educación empezó a asumirse como un derecho ciudadano y fue valorada como la más importante fuente de movilidad social a la cual podrían acudir los sectores más excluidos y postergados de la estructura social.
En términos efectivos, sin embargo, podría hablarse de un fracaso de las políticas de reforma volcadas a la calidad; diversos elementos pudieron haber influido en este desenlace; entre ellos seguramente el no haber logrado desatar una corriente de participación social suficientemente fuerte como para presionar por la reforma, y el haber despertado la resistencia y el bloqueo de los actores corporativos del sistema. Pero más allá de esta explicación que haría relación a deficiencias operacionales u organizacionales de la estrategia de reforma, su explicación clara tendría que ver con la escasa diferenciación funcional que presenta el sistema educativo y con la consecuente limitada articulación institucional con otros ámbitos del desarrollo y de la política pública, que podrían efectivamente requerir la participación activa del sector educativo.
En particular, más allá de la retórica sobre el tema, las relaciones del sistema educativo con el sector productivo siempre aparecieron como intrascendentes en referencia a los impactos sinérgicos que la educación podía tener en las actividades económicas y productivas; igual cosa acontecía con las relaciones de la educación con los procesos de formación de ciudadanía y en general de respuesta a las demandas de identidad, que emergían de una sociedad cada vez más diferenciada y compleja, y cada vez más expuesta, vía los procesos migratorios y las innovaciones tecnológicas, a los efectos e impactos de la globalización económica y sociocultural.
Los años 90 del siglo pasado configuraron un ciclo importante de activación de actores en torno a las demandas sociales en general y educativas en particular, el mismo que desemboca en el 2006 en la construcción y aprobación en Consulta Popular del Plan Decenal de Educación, el cual define 8 políticas consensuadas socialmente12, que apuntan a articular las demandas de calidad con las de acceso al sistema educativo, bajo una fuerte premisa de equidad. Desde entonces, la política pública en educación ha tomado como referente a este documento de política; la favorable coyuntura económica vinculada al incremento del precio internacional del petróleo, en general, el ciclo expansivo de los ingresos fiscales, ha permitido una inyección importante de recursos a su ejecución durante los años 2007 y 2008; sin embargo, el logro de resultados e impactos todavía está lejos de alcanzarse.
El Plan Decenal de Educación aparece como respuesta, a nivel operativo y de gestión, a las limitaciones que habían presentado tanto las políticas de acceso como las de calidad educativa. Retoma las políticas de acceso, dirigidas a involucrar a sectores postergados o excluidos. Para ello, se fortalece la capacidad de rectoría del Ministerio, en particular en el control de la asignación de recursos humanos, que se distribuyen de acuerdo a las necesidades de la ampliación de cobertura con equidad. En relación al objetivo de mejoramiento de la calidad, se aprecia un fuerte énfasis en el mejoramiento de las condiciones materiales del servicio educativo, pero cambios como la reforma curricular, el sistema de evaluación de calidad o el sistema de capacitación y formación docente, están apenas enunciados o en vías de implementación, manteniendo un sustancial retraso en la generación de outputs concretos que vinculen al sistema educativo de manera más estratégica, con los demás ámbitos de construcción de sociedad y de participación ciudadana.
Si asumimos como válida la hipótesis de que una fuerte demanda por educación de calidad desde los ámbitos o sistemas de la economía y de la formación política de ciudadanía, podrían incidir en el mejoramiento de la educación, y por esa vía de la calidad de la participación ciudadana, deberemos reflexionar sobre el papel estratégico de la educación respecto de estos ámbitos. Para que la educación sea fuente de generación de participación ciudadana es fundamental introducir y fundamentar efectivamente conceptos y estrategias que involucren a los sectores y actores directamente gravitantes en el devenir de la política pública.
Por lo general, se tiende a concebir a la educación como un sistema que debe responder a las demandas del sector productivo en términos de formación del recurso humano. Bajo esta premisa el comportamiento del sistema educativo aparece como función de la demanda que presenta o puede presentar el sistema de la economía o, en términos más amplios, el sistema de la política. Las condiciones antes anotadas acerca del carácter rentista y primario exportador de la economía nacional, han determinado que esta correlación no funcione como hubiera podido espe- rarse13, de allí que resulte plausible pensar en la relación opuesta, que puede también aparecer como complementaria: ¿cómo el sistema educativo, de ciencia y de tecnología, puede incidir en la dinamización del sistema de economía y del sistema político?
En lugar de responder a las demandas provenientes del sistema económico (que son relativamente escasas en la realidad de un modelo rentista y primario-exportador como el ecuatoriano), la propuesta de reforma educativa debería entonces, apuntar a generar, desde su propio ámbito de intervención, elementos de propuesta que orienten los procesos de innovación tecnológica y productiva, así como los desafíos de orden político y democrático. El sistema educativo y de ciencia y tecnología deberá asumir desde esta perspectiva, un rol mayormente dinámico y propositivo respecto de las posibilidades y potencialidades del desarrollo nacional.
El punto de quiebre de la reforma para responder a esta orientación reside en reivindicar para el sector de la educación, de la ciencia y la tecnología, su autonomía relativa para proponer estrategias de desarrollo que resulten de procesos de investigación que escapen de las limitaciones inmediatistas tanto del sistema económico como del sistema político y de sus instituciones14. Solamente si el sistema económico genera procesos de reconversión productiva, inducidos desde procesos sostenidos de investigación, que impacten en el desarrollo económico y productivo y que demanden a su vez del sistema educativo procesos for- mativos de complejidad, acordes con sus lógicas de innovación, la educación podrá ser reconocida como eje fundamental del desarrollo económico y productivo; pero ello, paradójicamente requiere de la intervención del mismo sistema educativo y de su capacidad de identificar líneas de innovación que amplíen y profundicen las posibilidades del desarrollo económico.
Igual relación guarda la educación con el ámbito de la política, en particular con la política de los partidos; por lo general una 'política educada' o 'ilustrada' es poco bien vista por los actores políticos, aparece como no permeable ni asimilable por el vasto electorado, el cual premia propuestas inmediatistas, clientelares o de fuerte contenido emocional; las clases políticas ecuatorianas desde hace décadas han hecho de esta construcción simbólica su principal punto de apoyo, sustentadas por los estrategas de la mercadología política; una lógica inmediatista poco dispuesta a la discusión de verdaderas estrategias políticas de reducción de complejidad que supongan la superación del inmediatismo de la oferta o del clientelismo propio del mercado político. También en este caso, la posibilidad de revertir este círculo vicioso dependerá de la capacidad de propuesta que pueda emerger del sistema educativo y del sistema de ciencia y tecnología.
Por lo general se apuesta al valor estratégico de la educación, pero no se discute suficientemente sobre sus reales posibilidades de impacto en los ámbitos de la economía, de la política y de la misma generación de sentido de pertenencia en sociedades cada vez más diferenciadas, multiculturales y expuestas a intensos procesos de internacionalización y globalización. Paradójicamente, los impactos del sistema educativo, si bien se podrán medir en el largo plazo, requieren de intervenciones puntuales en el 'corto plazo', y éstas tienen que ver con la capacidad de propuesta o de elaboración de líneas referenciales dirigidas hacia la sociedad, que solamente pueden provenir de la complejidad de elaboración que se produzca en el sistema educativo y de ciencia y tecnología; pero ello requiere de su autonomía y capacidad autorreferencial, para establecer sus propias líneas de relacionamiento con los demás sistemas de realidad y no reducirse a una función de repuesta pasiva a sus demandas y requerimientos.
Veamos ahora, a manera de conclusión, algunos aspectos que se derivan de la argumentación sostenida y que podrían incidir en el fortalecimiento de los procesos de participación ciudadana, y en los cuales el papel del sistema educativo y su reforma puede cobrar particular relevancia. Veamos cómo podrían concebirse las relaciones entre el sistema educativo y los demás sistemas de construcción de realidad, como son el sistema de la economía y producción, el sistema político y el sistema sociocultural.
Las sociedades tardo modernas o complejas se caracterizan por introducir radicales modificaciones en el papel que juega la educación frente a estos sistemas, los cuales se encuentran atravesando por profundas transformaciones; el sistema educativo no puede rezagarse frente a estas transformaciones y debe profundizar su capacidad de elaboración de respuestas frente a las mismas. ¿En qué dirección deben ser concebidos estos replanteamientos?
En lo referente al campo del desarrollo tecnológico y productivo, el sistema educativo se encuentra ante un doble desafío/El uno, dar cuenta del sentido y la direccionalidad que ha asumido el desarrollo de la ciencia y la tecnología y reflejar para la sociedad las consecuencias favorables o desfavorables que esos desarrollos podrían comportar; El otro, interno a su propia constitución, enfrentar su lógica de excesiva especialización y fragmentación, que se expresa en la generalizada dominancia de 'saberes expertos', muchas veces imposibilitados de establecer adecuados canales de interacción comunicativa tanto entre sí, como en relación a los acervos sociales más amplios de conocimiento.
En referencia al primer desafio, el sistema educativo debe advertir sobre los riesgos de la subordinación de la ciencia y la tecnología a la lógica del industrialismo y del pro- ductivismo, el cual ha hegemonizado como paradigma del progreso lineal en la época de la primera afirmación modernista. En la actualidad, la profundidad de la crisis de los modelos de desarrollo centrados sobre el industrialismo, abren posibilidades de desarrollos alternativos que reduzcan los procesos de sobreexplotación de los recursos humanos y naturales; la emergencia de movimientos sociales y de sensibilidades colectivas amplias que ponen sobre el tapete de la discusión ya no la exclusiva reivindicación de demandas materiales, sino sobre todo de demandas de sentido que ponen límites a los procesos de creación destructiva de las innovaciones tecnológicas15; el sistema educativo, de ciencia y tecnología debe liderar los procesos de innovación tecnológica dirigidos a sus aplicaciones productivas y económicas en este nuevo contexto.
En lo relativo al segundo desafio, al de la fragmentación y especialización del saber, el sistema educativo podría enfrentar este tipo de complejidad fortaleciendo lógicas de interdisciplinariedad y transdisciplinariedad en el trabajo científico, perfeccionado destrezas que permitan no ahogar la necesaria especialización y desarrollo de experticias y de métodos de conocimiento diferenciados, al tiempo de potenciar las capacidades de síntesis y de elaboración que permitan reconocer su direccionalidad y sentido.
En lo que tiene que ver con los procesos de socialización y de generación de identidad social, el sistema educativo se enfrenta al problema de la relativización del concepto unívoco de racionalidad adscribible al paradigma logocén- trico; esta caracterización aparece como expresión de una forma de modernidad, la que se deriva del iluminismo europeo y de su generalización a escala planetaria o global.
La función de la educación cumplió aquí un papel decisivo como promotora de modernización sociocultural. Las sociedades contemporáneas, sin embargo, presentan serias modificaciones respecto de esta caracterización; se trata de sociedades multiculturales, en las cuales coexisten una diversidad de arreglos culturales y de construcciones de sentido. La primacía del principio de la diferencia que aparece en las sociedades complejas o tardomodernas, si bien desvanece toda pretensión de jerarquía ontológica de una cultura sobre otra, instaura al mismo tiempo una condición de extrema relativización cultural16. Frente al multicultura- lismo que caracteriza a las sociedades contemporáneas, el sistema educativo puede responder a esta nueva estructura de las relaciones sociales promoviendo el pluralismo semántico, como apertura al diálogo intercultural, no en su versión reductiva de tolerancia e infranqueabilidad de fronteras entre la diversidad de construcciones culturales, sino como perfeccionamiento de las prestancias deliberativas de cada cultura, lo cual implica la generalización de destrezas (y la interiorización de la suficiente apertura moral y cognitiva) para ingresar, de ser el caso, en el desen- trañamiento de códigos y lenguajes culturales que podrían aparecer en una primera aproximación para cada cultura, como extraños o incomprensibles.
En lo que hace referencia a las relaciones con el ámbito de la política, el sistema educativo debe intervenir en el contexto de las nuevas condiciones de complejización política e institucional, las cuales se manifiestan en la traslación desde la afirmación de la estructura de los derechos fundamentales reducida a su espacio de ejercicio recortado por las fronteras territoriales de los estados nacionales. La complejización política actualmente en curso replantea radicalmente el concepto de soberanía desde su dimensión nacional a su dimensión global. La estructura de los estados nacionales y la lógica de la soberanía que los articula, está pensada en función de la constitución de una identidad política que sanciona un tipo de pertenencia dada por el nacimiento en un determinado territorio, y por la adscripción a construcciones simbólicas que legitiman el control sobre ese territorio17. Se trata, por lo general, de mitos fundacionales y de gestas heroicas que cumplieron una función de cohesión del cuerpo social entendiéndolo como propio de una delimitación territorial excluyente. Esta particular conformación simbólica coexistió con la articulación de una lógica procedimental, articulada sobre los valores y derechos ciudadanos que, en lo fundamental, fueron pensados como mecanismos de control para la reproducción del poder político, y que confluyen en el diseño de las instituciones básicas del llamado Estado de Derecho. Esta inicial configuración del concepto de ciudadanía tiende a sufrir radicales transformaciones; emerge una nueva configuración de la ciudadanía que ya no se remite necesariamente a su adscripción sobre la base de la pertenencia territorial; los procesos migratorios, la misma presencia de la comunicación y de sus avances tecnológicos, generan una nueva estructura para los relacionamien- tos sociales que fundan la emergencia de ciudadanías cosmopolitas proclives a la aceptación de valores de carácter multi e intercultural. La función del sistema educativo en este campo es reforzar la interiorización de valores ciudadanos, en este nuevo contexto de pertenencias territoriales descentradas y globales18. Orientar los procesos de investigación y de proyectación, hacia la definición de nuevos parámetros de institucionalización que regulen los flujos de poder en una dimensión en la cual lo nacional se articula a dimensiones de institucionalidad de mayor complejidad y abstracción institucional.
Estas modificaciones en los paradigmas estructurantes de la realidad social, dan pistas sobre las necesarias modificaciones que requieren los procesos educativos para adecuarse a estos cambios y para dotarlos de un sentido incluyente, deliberativo y democrático; hacen pues referencia a la necesidad de reforma de la educación en función de transformaciones de calidad en los procesos de enseñanza- aprendizaje, vinculados a la dinamización de los procesos participativos. Una no adecuada interiorización acerca de la intensidad de estos cambios podría recluir al sistema educativo en una función de contención o de rechazo a esta demanda de cambio que exige y promueve la sociedad contemporánea.