Juan Manuel Rodríguez
Profesor de la USFQ
La conciencia humana del tiempo promueve ciencias, como la historia y arqueología, e industrias contaminantes como la adivinación, los pronósticos, horóscopos y oráculos. El tiempo futuro, en manos de los vendedores de humo, puede alcanzar a la ciencia convirtiendo la sana predicción teorética en algo sin sentido. Acudimos a la televisión, el periódico y al Internet para que nos resuelvan preguntas de la misma manera como los antiguos griegos visitaban al oráculo. Soñar el futuro puede entorpecer la construcción del presente, así le ocurrió a la lechera, A raíz de esta fábula, al autor reflexiona acerca de la metafísica del futuro y el modo en que las artes adivinatorias se infiltran en la economía y la cotidianidad.
En brazos de la madre, un niño escucha con atención y observa los dibujos de un cuento. Se trata de una fábula de La Fontaine, adaptada por Samaniego al castellano, pero eso no importa para el resultado de las peripecias. Con el título "La lechera" aparece una muchacha garbosa avanzando por un tropezadero: baches, piedras de los derrumbes, un simulacro de camino familiar.
¿Adónde va la mujer?, pregunta el pequeño. Hacia el mercado del pueblo, contesta la madre, el mercado es el punto de encuentro entre consumidores y productores, entre la oferta y la demanda, unos compran y otros venden. ¿Qué lleva en la cabeza? En su cabeza sostiene un cántaro con leche, pero su mente está distraída con las inversiones que hará cuando venda la leche, compre huevos, críe pollos, establezca una granja avícola, luego una lechería y finalmente un banco, responde la madre; esto se llama planear el porvenir, algo así como prepararnos para el futuro.
Entonces, ¿por qué está alegre?, ¿por ir al mercado o por lo que sueña? Por ambas cosas, hijito, por la venta y por especular con las ganancias que obtendrá de ella. ¿Qué es especular?, cuestiona el niño. Especular es jugar con lo que no tienes, pero deseas poseer algún día. Entonces, ¿yo puedo jugar con los juguetes que no me ha comprado papá? Desde luego, tu padre también especula con el capital que no tiene y supone alcanzar algún día.
El niño ya está metido en el interés de la historia. Le intriga saber si la lechera cumplirá todos sus sueños económicos, esos que conducen al bienestar y "buen vivir". Pero la muchacha tropieza, rompe el cántaro, derrama la leche, los pronósticos no se cumplirán por el momento. Una piedra inadvertida ha dado al traste con el futuro promisorio. Con sorpresa el niño entenderá lo nefasto que es introducirse en el mañana y desatender el presente. La ausencia de un final feliz frustra al pequeño. En los días subsiguientes, la madre psicóloga, que conoce la importancia de la estimulación temprana para producir genios o aturdidos, le leerá "Los tres cerditos’’, "La oca de oro" y muchas otras fábulas.
¿Y el final de nuestra historia? Carece de asombro y es predecible. El padre sucumbe ante un desastre económico y se vuelve alcohólico; el infante crece, va a la universidad, estudia administración y economía, se convierte en un famoso actuario: analiza de la evolución de las finanzas, proyecta ganancias y pérdidas, estima resultados. El profesional pronostica y cuida el detalle para eliminar al mínimo la sorpresa y para que no le suceda lo mismo que a la lechera y a su propio progenitor. Hay que hacer negocios seguros. Pero sucede otra crisis, esta vez planetaria, que afecta a los bancos, a las aseguradoras, a la leche y la mantequilla. ¡Ah, la moraleja de los cuentos infantiles!
En toda persona, el pasado y el futuro previsible se unen siempre en el presente. Es en un ahora desde donde se contempla la historia de lo que fuimos y se planea lo que hipotéticamente seremos. Quedarnos sin futuro es estar muertos, expresaba Ortega y Gasset en sus Lecciones de Metafísica. Sin embargo, la muerte, que ocurre siempre en presente, arrastra consigo todas las variables temporales de la existencia humana. Lo crucial de la envoltura del tiempo humano es saber a qué atendemos en cada instante de nuestro quehacer, concienzar qué es lo importante: los recuerdos de lo que fuimos, lo que tal vez seremos, o lo que somos.
Así como el pretérito -la falta que se cometió, las disculpas que no se dieron, la oportunidad desperdiciada- puede matizar bastantes aspectos de nuestro diario trajín y condenarnos al inmovilismo, de igual manera la presencia de un futuro pronosticado, pero cada vez más distante e inalcanzable, puede entorpecer y distraer el trabajo cotidiano sumiéndonos en la ensoñación y la desesperanza. Cada individuo, cuando reflexiona, sabe a qué dedica sus energías, pero lo ineludible e inevitable es el factor tiempo y el modo en que lo utilizamos en la acción presente, proyectar y calcular pueden ser acciones del ahora. Concentrarnos en lo inmediato nos hace descuidar el pasado y el futuro, al menos momentáneamente. De igual manera contamos con el pasado, así recordamos experiencias archivadas que la memoria ha almacenado y reinterpretado, o quizá nos enfrascarnos en las posibilidades del futuro y lo programamos. En ambos casos, estamos ocupados en lo que no es porque ya fue, o en la posibilidad.
Como le ocurrió al coronel de una famosa novela, todo el presente puede circunscribirse a esperar la carta que no llega. De semejante modo esperamos obtener una promoción en la empresa, ganar el premio mayor en la lotería, recibir la herencia, cruzarnos con el contacto preciso, contestar la llamada telefónica crucial, la gran oportunidad; entre tanto consumimos el presente con desgana porque ese futuro deseado nos resulta inalcanzable. Es posible destruir el presente cuando el mundo interior depende de un día venturoso, de un azar que jamás se muestra como lo hemos planificado.
Esta condición tan humana, vislumbrar el pretérito, no es casual sino parte de nuestra circunstancia vital. Sobrecoge la conciencia de futuro y nos llena de incertidumbre. El futuro alienta o acobarda, produce empuje o sosiego, por eso intentamos prevenir las crisis. ¿Cómo nos irá en el examen? Estudiamos para la prueba de mañana intuyendo que llegaremos a ese momento, nos preocupa el porvenir de nuestros hijos, obtenemos un título aguardando días mejores. Vivir es abrir el abanico de posibilidades de lo que acaecerá. Vivir es contar con el futuro, lo sabemos. Así, confiando en un supuesto dudoso, planificamos la jornada diaria y sospechamos que nos concederán horas de vida para realizar un sinfín de obligaciones y tareas. A cada rato nos hallamos escribiendo en la agenda las dichosas listas que son para mañana.
La metafísica del tiempo futuro conlleva la trágica y cómica sapiencia de que gran parte de nuestro acontecer y de la realidad no aparece en presencia sino en ausencia, está en estado latente, lo previsto, por alcanzar. Vivimos de prestado, a crédito, suponiendo que tendremos horas y años para alcanzar objetivos y metas en un horizonte lejano. El futuro siempre se basa en ese supuesto. En definitiva, en cualquier plan estratégico y en cualquier proyecto partimos de la creencia de que contaremos con cosas que hemos tomado a préstamo: años, personas, cosas, circunstancias. Si alguna de esas variables falla, entonces todo o parte de nuestro plan se desbarata. Y por esta condición de incertidumbre, todos sin excepción, nos adelantamos al futuro vislumbrándolo sea con ayuda de la ciencia que predice, la religión que augura un paraíso, los horóscopos, la magia o los oráculos modernos: noticiarios o información que despliegan el mapa de lo posible y conjeturable.
El futuro puede ser imaginado, previsto, predicho y pronosticado. Prever es ver antes, de tal manera que cuando nos animamos a cruzar una calle, prevemos que en ese momento de atravesar la vía no habrá un coche fantasma ni nos caerá un asteroide en la cabeza.
Predecir es decir antes, de ello se encargan las religiones cuando nos avisan que si somos buenos ganaremos el cielo, también la ciencia al explicarnos que el sábado hará sol, en forma parecida lo hacen el horóscopo, los astrólogos y adivinos. Aunque el hecho de predecir es cotidiano y común a muchas profesiones, al anticiparnos a lo que sobrevendrá, asumimos que la predicción científica contiene menos error porque se fundamenta en la razón y juzgamos que la predicción basada en estadísticas es más confiable que el guiarnos por emociones, intuiciones y arrebatos. Tal vez no sea de esa manera, pero creemos en las teorías de la ciencia debido al paradigma, que produce alguna garantía, de la razón como máxima herramienta del saber.
Hay un tipo de predicción que se llama pronóstico. Pronosticar es conocer con anterioridad, saber el efecto conocidas las causas. En el pronóstico intervienen la experiencia y los modelos teóricos, los dogmas y los errores. La madre pronóstica que se romperá el vaso de vidrio si el niño lo suelta, se lo advierte porque lo sabe por experiencia y realiza una inferencia empírica basada en que si antes se rompieron otros vasos similares no hay duda de que ocurrirá lo mismo. Es posible que la estadística funcione si el vaso de vidrio no es de esos que llaman irrompibles, si no hay milagro, o si por algún misterioso azar el golpe es amortiguado por el viento.
El pronóstico científico usa modelos teóricos para adelantarse a los hechos. Puede darse el caso que el modelo teórico esté equivocado y, sin embargo, sea válido el pronóstico, entonces el fenómeno ocurre como se pronosticó. Por ejemplo, a pesar de estar errada la teoría que indicaba que la Tierra estaba en el centro del sistema solar, los astrónomos antiguos pronosticaban los eclipses y acertaban. Tener estadísticas y modelos teóricos ayuda en la validez de un pronóstico, pero no concede certeza, es que la realidad no explica la teoría, es el modelo teórico el que debe explicar la realidad.
A raíz de la crisis económica global y la secuela de efectos sociales provocados por este desastre, muchos economistas quedaron en ridículo al no haber vaticinado el problema, no preverlo, ni anticiparse. Muchos de ellos han sido objeto de burla porque hay errores que se pagan demasiado caros. Sin embargo, el error de unos cuantos no debe adquirir el carácter de verdad aplicable a todos los señores economistas. Los serios no son oráculos ni profetas. El economista ayuda a tomar decisiones, para ello es necesario hacer previsiones de gastos, ingresos y contingencias; es necesario adentrarse en el futuro mediante estudios econométricos. La dificultad es que estos análisis y proyecciones funcionarán si no existen cambios drásticos en ciertas variables asumidas como fijas (entorno de la empresa, estabilidad monetaria y política, ausencia de cataclismos o percances graves), en definitiva se usan datos viejos para diagnosticar lo nuevo y reducir los riesgos.
El pronóstico se fundamenta en la credibilidad y la fiabilidad. En una cultura de magos, el mayor pronosticador es el brujo o adivino. En una cultura de técnicos y expertos, los científicos se arrogan este oficio de videntes y agoreros. El pronóstico científico pasa por aplicar un modelo teórico que analiza la situación, las variables, las incógnitas y los riesgos. En los problemas de decisión, los riesgos y las variables son de tal magnitud que anunciar un pronóstico puede acarrear un gran fracaso. Por ello, con frecuencia muchos economistas usan la ambigüedad del discurso con lo cual los destinatarios quedan tan perplejos ante la información recibida como perplejos estaban cuando tuvieron la inquietud Esta vaguedad en la información aparece también en los mensajes astrales y presentimientos.
No es raro que algunos economistas utilicen con frecuencia metáforas para explicar un futuro incierto e impredecible, además todas las ciencias hacen lo mismo. La información metaforizada, como el mercado está "hipersensible", se ha "recalentado" la demanda, el "motor" de los capitales "acelerará" el crédito, la deuda pública "erosiona" el valor adquisitivo de nuestra moneda, y otros enunciados parecidos son parte de la información cotidiana que trasmiten ciertos economistas a través de los medios de divulgación. Se escudan en la metáfora e imprecisión para evitar equivocarse en las a las respuestas acerca de lo incierto. Lo importante para el pronosticador es no perder credibilidad, y ésta la otorga el público a la fuente según ciertas variables como conocimiento, simpatía (carisma), seguridad, etc. El riesgo que conlleva cualquier vaticinio es hacer el ridículo y provocar desconfianza. Ante tales peligros y dado que no se sabe o se duda, la mejor conducta es callar, lección que los políticos no aprenden porque deben mostrarse como interesantes y capaces para conseguir devotos y votos. Por otra parte, sería imposible conocerlos si no hablaran, he ahí la paradoja política: si no habla, no lo conocemos; si habla, nos confunde y aburre con las sandeces.
En su obra La sociedad de riesgos, U. Beck apuntaba que la producción de la riqueza va acompañada por la multiplicación de las variables de riesgo, es decir, que la mayor producción de bienes y servicios acarrea que aumenten los riesgos derivados de ese bienestar, tal es el caso, por ejemplo, de los sucedido con la explotación de los recursos del planeta. El dicho popular "el que nada tiene (debe) nada teme" se ajusta precisamente a este enfoque.
La atracción y preocupación por el futuro, como se ha dicho, es consustancial a nuestra condición humana por ser proyectos que devenimos dentro de unas circunstancias históricas y sociales indeterminadas. Por ello, todos los pueblos dependieron y acudieron a los lectores del futuro, la industria de los vendedores de humo.
En la antigua Grecia, los oráculos, a través de ciertos mediadores, eran los encargados de ver el después y entregarlo a los clientes. Para que el oráculo tuviese autoridad y credibilidad tenía que emparentárselo con seres superiores, los dioses.
La tradición mitológica enseña que el oráculo de Delfos, unos de los más creíbles, apareció por obra de Zeus. Esta divinidad, además de ser el patrón de los dioses, conocía perfectamente los axiomas geométricos, por algo era un dios. Sabía que dos líneas rectas no llegan a juntarse si son paralelas o marchan en direcciones contrarias. Por ello, conocedor de que las águilas tienen buena vista y viajan en círculos para divisar a sus presas, Zeus tomó un par de ellas y las soltó desde los dos extremos de la Tierra. Las aves rapaces volaron sin detenerse hasta cruzarse en un punto, Delfos. En esas coordenadas Zeus plantó un gran pedrusco que marcaba el ombligo (ónfalos) del mundo, el centro de la Tierra, y en el lugar se edificó un templo dedicado a Apolo. La idea de ombligo y centro nos es muy grata, tanto así que vinieron varias aves de Francia para calcular lo que ya sabíamos y había sido medido por nuestros aborígenes, así nos volvimos a enterar de que vivimos en el ombligo del mundo, esta certificación extranjera era muy necesaria para la marca país, a sabiendas de que cada pueblo tiene o inventa su propio ombligo. Adviértase que la misión, que llevó al hombre a la Luna, también se llamaba Apolo; el pájaro técnico era tripulado por norteamericanos, y dos de ellos señalaron el lugar sagrado con sus pisadas y la bandera para establecer el ombligo lunar, o el lunar en el ombligo del satélite. Esta combinación de lo mitológico y lo científico no ha cambiado mucho.
El paraje donde se levantó el santuario tenía fuentes termales y se cree que había fumarolas de origen volcánico. Pero esta comarca tan apacible y boscosa estaba custodiado por una serpiente Pitón. Apolo se encargó de matarla para que los peregrinos viajasen al templo con garantía y sin peligro. Por ello, a la adivinadora que traducía al oráculo se la denominó Pitonisa. Solía ser una mujer de intachable moralidad. Apolo, hijo de Zeus, como era el dios encargado de revelar la verdad y la profecía, colocó al oráculo para que adivinase y predijese el futuro, por ello en ese entorno se edificó un templo en honor del dios. La cercanía entre los términos templum (templo) y tempus (tiempo) es bastante decidora. El templo guarda lo sagrado y en él se maneja el tiempo que debe tener un origen divino si genera tanta preocupación y da innumerables molestias.
La relación de los consultantes con el oráculo era indirecta; en el proceso intervenían varios mediadores. El oráculo, que nadie lo percibía, respondía a la consulta por intermedio de la pitonisa. La mujer se drogaba con los gases venenosos. En ese trance hablaba en un lenguaje tan enrevesado que se parecería al "guíglico" inventado por el novelista Julio Cortázar. De todos modos, no importaba porque para traducir estaban los sacerdotes traductores. Estos a su vez eran los mediadores entre la pitonisa y los creyentes de la misma manera como ella intermediaba con el oráculo. Las predicciones eran vagas, universales, ambiguas y sujetas a diversas interpretaciones. Por ello, el oráculo y sus concesionarios siempre podrían ajustar la predicción a cualquier futuro. Obviamente tanto esfuerzo era remunerado.
Si alguien se acerca a las revistas de economía, hasta a las más serias, advertirá que lo predecible en el consumo y comportamiento de los mercados y finanzas se asemeja al ritual del oráculo de Delfos. El gran oráculo es el "gurú" de la economía (ministros de economía, directores de la reserva federal), después vienen los intermediarios ya sean economistas que traducen esa información a idioma reconocible y, por último, aparecen los escribas o periodistas que adaptan los sonidos de acuerdo a su buen entender. No sin razón se tiene a los expertos en economía como oráculos, pues las semejanzas con el de Delfos son bastante obvias.
El pronóstico no es una actitud exclusiva de los economistas porque esta conducta se asienta en la creencia de que el futuro será predecible. Así sucede cuando compramos la lotería porque los dígitos coinciden con nuestra fecha de nacimiento, cuando preparamos vacaciones suponiendo que tendremos un tiempo inmejorable, cuando leemos el horóscopo. Detrás de todo ello se asienta la creencia en un futuro promisorio. Pero el público se ha ensañado con los economistas y los ha ridiculizado porque ellos tocan uno de los aspectos que más nos duele: el dinero. Soportamos que un climatólogo se equivoque en sus pronósticos porque la repercusión del error no es tan crítica.
Lo que se maneja en la predicción y en la profecía es información. La índole y validez de la información es lo único que indicará si estamos ante un oráculo, un farsante o un experto estadista. En estos tiempos de modernidad, los heraldos de los mensajes emitidos por los oráculos economistas se denominan periodistas. Con frecuencia, algún reportero supone que entregar información es interpretarla, vaticinar las consecuencias de los hechos. Este periodista en vez de publicar lo que se conoce como información de expresión, divulga su interpretación de los hechos y comenta los efectos futuros de cualquier acontecimiento.
La información, la contrainformación y la desinformación se multiplican por efecto del eco y la divulgación. A veces cuaja un paradigma, una creencia que, aunque falsa, concede a las mentes cierta garantía de bienestar psíquico y físico. La mayoría de la información que circula por la logósfera y semiósfera es solamente un conjunto de paradigmas que se ramifican sin cesar para tranquilizar ánimos y conciencias, para disminuir la incertidumbre. Si la soporífera redundancia de los mensajes no obtiene el amaestramiento, queda todavía el recurso de acudir a las drogas o suicidarse.
Sin ninguna duda, los mayores oráculos de esta mal llamada "época de la información" son con toda seguridad la televisión y el Google. La televisión nos atiborra de falsas creencias y consejos para alcanzar el bienestar. Acudimos al Google y sus portales filiales porque nos responden cualquier inquietud, el Delfos moderno. A ciertos ilusos les encanta la creencia de que con tanta información desperdigada y al alcance de los usuarios pronto alcanzaremos algún tipo de desarrollo. Estos crédulos desconocen que entre información y conocimiento hay un abismo, que el conocimiento es solamente una de las variables para lograr el desarrollo, no la única. El paradigma que iguala información y conocimiento es completamente falso, atractivo sí, pero falso.
¿Qué lecciones nos deja la crisis? Que los millonarios adscritos a cultos y religiones son más estafadores que los pobres (Madoff es solamente una mancha). Que en un sistema de información asimétrica, cuando alguien conoce más que el otro, hay que ser precavido y cauteloso. Que nadie sabe adónde va el dinero ni para quién trabaja. Que los platos rotos de las crisis y pandemias siempre los pagan los invitados que no comieron. Qué en la mayoría de los casos los oráculos se equivocan y que el mejor oráculo es el sentido común. Que la economía, como cualquier ciencia, tiene carácter aproximativo. Que frecuentemente la preocupación por el futuro es un impedimento para construir el presente. Que una actitud crítica frente al contenido de los mensajes es buen antídoto para curarse de la credulidad.
Por otra parte, la enseñanza económica que nos deja el cuento "La lechera" es clara, evitemos los juegos peligrosos y no perdamos el concepto de realidad, es mejor pájaro en mano que cientos volando. Horacio, el poeta romano, escribió "carpe diem quam minimum credula postero" (cosecha el día, cree poco en el mañana), máxima muy parecida a aquélla que nos aconseja "vivir el momento como si fuese el último de nuestra existencia." En definitiva, lo único seguro del futuro es que no tengo razón, tampoco me interesa ser propietario de ella.