Introducción

Comunicación, pandemia y tecnología

Santiago Castellanos
Universidad San Francisco de Quito USFQ, Ecuador

#PerDebate

Universidad San Francisco de Quito USFQ, Ecuador

Recepción: 25 de septiembre 2021

Aprobación: 25 de octubre 2021



DOI: https://doi.org/10.18272/pd.v5i1.2475

Referencia de este artículo: Castellanos, S. (2021). Comunicación, pandemia y tecnología. #PerDebate, volumen 5 (pp. 12-15). Quito: USFQ Press

Los desafíos desencadenados por la pandemia son complejos. Algunos de ellos son evidentes y de otros ni siquiera estamos plenamente conscien­tes. Fuimos forzados a vivir aislados y distanciados, en condiciones incier­tas de autosuficiencia, y con experiencias de enfermedad y muerte cercanas y muy reales, es decir, para nada ficticias o virtuales. La pandemia tuvo capacidad de agencia; en otras palabras, tuvo efectos performativos sobre nosotros: nos produjo, nos construyó y nos reconstituyó de formas distintas a las que estábamos acostumbrados. Conceptos como vulnerabilidad, precariedad e incertidumbre siguen acechando el horizonte económico, político y laboral de nuestras sociedades, y siguen alterando nuestra capacidad de hacer planes a corto, mediano y largo plazo.

Los efectos de la pandemia fueron devastadores en ciertos sectores, pero la tecnología ayudó a otros a sobrellevar sus desafíos. En contextos universitarios como el nuestro, por ejemplo, la docencia, el salón de clase o las reuniones departamentales se volvieron virtuales. Nos comunicamos con nuestros estu­diantes, colegas, jefes, amigos y familiares por medio de un ordenador. Los pro­cesos administrativos se digitalizaron. El mundo aquel de la pantalla y la red, del “éxtasis de la comunicación” como diría Baudrillard ([1987] 2020, pp. 187-198), que ya era bastante evidente antes de la pandemia, se volvió aún más tangible e intenso, aunque me atrevería a decir que no necesariamente más “extático”. Tuvimos que ser muy recursivos para lograr que nuestros estudiantes lleguen a cumplir los objetivos educativos planteados en cada asignatura. Algunas clases de nuestras carreras de comunicación y de artes fluyeron con relativa facilidad dentro del mundo de la virtualidad. Otras tuvieron que enfrentar severas frustra­ciones por falta de acceso a infraestructura, a equipamiento, a equipos humanos de trabajo, o simplemente porque la virtualidad no es el mejor contexto para lograr objetivos educativos. En todo caso, nuestra experiencia educativa se transformó de formas que todavía están por determinarse.

A estas alturas no es ninguna novedad afirmar que la tecnología tiene capa­cidad de agencia, o sea, más allá de ser algo meramente aplicativo o media- cional, la tecnología también tiene efectos performativos sobre nosotros y el mundo. Las tecnologías nos transforman, nos construyen, nos constituyen, nos hacen diferentes. Las lógicas predeterminadas de las tecnologías digitales, como las de cualquier otra tecnología, en sentido foucaultiano, tienen la capacidad de naturalizarse en virtud de su repetición; tienden a parecer obvias, a pasar desapercibidas después de un tiempo, a negar u ocultar su origen o su construcción en un lugar y en un momento en la historia.

En la pandemia fue evidente que tuvimos que reflexionar, una vez más, acerca de nuestras experiencias de espacialidad y de temporalidad, por ejemplo, así como sobre binarios: real/virtual, realidad/ficción, natural/artificial, por nom­brar algunos. Para alguien como yo, que viene de las teorías queer, hablar de “nueva normalidad” fue un llamado de atención acerca de lo persistente que sigue siendo la idea de “lo normal”. No importa cuántas décadas y desde cuán­tas perspectivas epistemológicas llevemos cuestionando este concepto, la nor­malidad, al igual la “objetividad”, ha revelado ser un concepto zombi: como un muerto viviente, sigue allí para asustarnos y para cumplir con sus consabidas funciones regulatorias y disciplinarias sobre individuos y sobre poblaciones.

Las tecnologías producen nuevas ontologías y metodologías, nuevas subjeti­vidades y formas de relación, y por todo esto, siempre abren posibilidades a nuevas formas de ejercer poder y dominación, nuevas desigualdades, o de que reordenen las posibilidades de acceso a recursos. Por ejemplo, hay autores que ya hablan con preocupación de la “algorocracia”, es decir, de la capacidad de los algoritmos de ejercer poder sobre la economía y sobre los individuos (Giandini, 2016 citado en Musello, 2021, pp. 267-298).

El mismo concepto de “data” ha desencadenado regímenes de producción de conocimiento fundamentados en la necesidad imperiosa de producir, almace­nar, analizar e interpretar datos que, debatiblemente, suelen ser tomados como “hechos” indiscutibles para ser utilizados con fines particulares, no siempre en beneficio de la sociedad en general. Por suerte, cada forma nueva de ejercicio del poder produce también sus propias formas de subversión, de disidencia, de resistencia, de ciudadanía, de esperanza y de ejercicio de la libertad.

La comunicación en general, y el periodismo en particular, no han estado exentos de estos efectos performativos de la tecnología. Incluso antes de la pandemia, la tecnología ya estaba transformando de raíz los ecosistemas comunicacionales de formas que nos han tomado por sorpresa y que todavía no hemos sido capaces de descifrar. No estábamos preparados para estas vertiginosas transformaciones. El periodismo, aunque nadie duda de que sea necesario para el funcionamiento de la democracia, ya no opera a partir de las mismas lógicas mediáticas, ideológicas, financieras y laborales que hace un par de décadas. El mundo digital —y el posdigital, diría yo, porque lo digital comienza a sonar anacrónico— está estableciendo sus propias formas de pro­ducir, difundir y consumir comunicación.

Es nuestra obligación reflexionar sobre estas nuevas lógicas, teorizarlas, des­entrañar sus formas de operación, sus modelos de gestión, sus ejemplos de éxito y sus fisuras, de modo que podamos manejarlas, subvertirlas y hacerlas funcionar en beneficio nuestro y de la sociedad. Insistir en hacer lo mismo que veníamos haciendo antes, llorar con nostalgia el pasado “glorioso” (que nunca es más que una idealización de un pasado tan imperfecto como cualquiera), o quejarnos insistentemente por el fracaso de instituciones mediáticas frente a los desafíos que no supieron enfrentar, es equivalente a echarnos la soga al cuello y dejarnos vencer.

Referencias

Baudrillard, J. [1987] (2002). El éxtasis de la comunicación. En H. Foster. (Ed.), La posmodernidad (pp. 187-188). Kairós.

Musello, L. (2021). Condiciones laborales de ilustradores free-lance en Insta­gram: ‘Esos seguidores no son míos, son de Instagram’. En Trabajadores de la cultura: Condiciones y perspectivas en Ecuador (pp. 267-298). UArtes Ediciones.