#(Gender) Speech
El grito eterno: parir y publicar es entregar al mundo el fruto de nuestras entrañas
#PerDebate
Universidad San Francisco de Quito USFQ, Ecuador
Recepción: 24 de agosto de 2021
Aprobación: 30 de septiembre de 2021
Cómo citar: Verdezoto, G. (2021). El grito eterno: parir y publicar es entregar al mundo el fruto de nuestras entrañas. #PerDebate, volumen 5 (pp. 30-47). Quito: USFQ Press.
Resumen: La maternidad es un vórtice. Es una puerta de entrada a otra identidad. Maternar es un verbo que se conjuga desde el día que parimos hasta la muerte. Es camino sin retorno, atadura eterna; ese grito que durará toda la vida. El objetivo de este ensayo es mostrar cómo en la vida diaria, la experiencia de la maternidad influye en cada una de nuestras acciones, decisiones, deseos y proyectos, e intentar reflexionar sobre cómo se sigue siendo periodista así: reportear y maternar ¿es posible? Ser madre viene con sacrificios y alegrías; exige dedicarle gran parte de nuestro tiempo. No hay horarios. Más que un oficio, es un vicio, una obsesión. Es poner el foco en el otro, siempre en el otro. Ser periodista es lo mismo. También es una identidad, camino sin retorno, atadura eterna; es un estado del que no se puede regresar, como la maternidad. Este texto es una crónica inacabada del intento por conciliar las dos facetas. Al ser un ensayo literario, es difícil amoldarse al ensayo académico. La metodología es la propia experiencia y el alevoso riesgo, a veces celebrado, a veces fallido, de hacer coincidir estas dos actividades. Las conclusiones siguen en proceso cómo la vida de su autora, de periodista a madre y viceversa, todos los días. Es posible hacerlo, pero hay días que no y, otros, que sí.
Palabras clave: maternidad, periodismo, género, crónica, trabajo femenino.
Abstract: Motherhood is a vortex. It is a gateway to another identity. ‘Maternar’ is a verb that is conjugated from the day we give birth until we die. It is a path of no return, an eternal bondage; that cry that will last a lifetime. The objective of this article is to show how in daily life, the experience of motherhood influences each of our actions, decisions, desires and, to try to reflect on how to continue to be a journalist like this: is it possible to report and motherhood? Being a mother comes with sacrifices and joys; she demands to dedicate a large part of our time to it. There are no schedules. More than a job, it is a vice, an obsession. It is putting the focus on the other, always on the other. Being a journalist is the same. It is also an identity, a path of no return, an eternal bond; it is a state from which you cannot return, like motherhood. This text is an unfinished chronicle of the attempt to reconcile the two facets. Being a literary essay, it is difficult to conform to the academic article. The methodology is one’s own experience and the treacherous risk, sometimes celebrated, sometimes unsuccessful, of making these two activities coincide. The conclusions are still in process like the life of its author, from journalist to mother and vice versa, every day. It is possible to do it, but there are days that not and, others, that yes.
Keywords: maternity, journalism, gender, chronicle, female work.
La maternidad, como el periodismo, es una adicción.
El embarazo cambia el cerebro de la mujer. Nos cambia. La maternidad exige un cerebro diferente: entre otros aspectos, el primer contacto que tenemos con nuestra cría, luego de parirla, dispara nuestros niveles de oxitocina, conocida como “la hormona del amor”, la que activa los mismos circuitos directamente involucrados con las adicciones, con el placer, con el enamoramiento. Es decir, las nuevas madres nos volvemos “adictas al olor del bebé” (Mejía, 2017). Esto escuché en la charla de la neurocirujana y neurooncóloga Sonia Mejía. La vi en YouTube mientras estaba embarazada de mi segundo hijo, Noah. Acostada, varada, con mucho sueño, ya tenía seis meses.
Mejía explica que estos niveles de oxitocina que produce el cerebro materno puede hacer que suframos síndrome de abstinencia si nos alejamos de nuestros bebés por mucho tiempo. Escucho esto y lloro.
Mi primer embarazo fue a los 34 años. Lo decidimos con mi pareja luego de viajar tres años por varias esquinas del mundo. Regresamos a Ecuador a construir el nido. Soy periodista, por mucho tiempo me especialicé en divulgación científica. A los quince días de “dar a luz” a Louisa, me llamaron de un canal de televisión. Una propuesta para dirigir un programa en vivo. Acepté. Dejé a Louisa con su padre ocho horas diarias, de lunes a viernes. En el canal me extraía la leche tres veces por día. Al principio, en el baño, lo que se hacía muy incómodo y hasta humillante. Luego, encontré una sala de edición vacía, o casi, donde la mayor parte del tiempo podía sonar sin pudor el extractor eléctrico. Al final, perdí la vergüenza y lo hacía en las pequeñas reuniones editoriales rodeada de una cobija grande que me cubría toda y solo dejaba afuera la cabeza. El sonido de granja progresista nunca pude ocultar.
Así lo hice por nueve meses. Cuando escuchaba casos de abandono de bebés en las oficinas continuas del noticiero, lloraba. Yo dirigía un programa de cocina combinado con historias de gente que participaba para ayudar a alguien. Cuando escuchaba esas historias, lloraba. Ahora que vuelvo a escuchar la charla de Sonia Mejía, entiendo que sufrí síndrome de abstinencia, extrañaba a mi bebé, a Louisa. En verdad la extrañé tanto que renuncié. Pese a todo. Decidí dedicar los primeros años de vida a mi hija, ya me había perdido el primero.
Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria.
Eso dice Louise Glück en su poema Regreso al hogar (2012, p. 342). Yo quería que mis hijos me miraran, que me recordaran presente. Estar en esos primeros cinco años de vida cuando ocurre la mayor cantidad de conexiones neuronales, cuando el ser humano aprende más que en el resto de su vida. Y dejé a un lado mi otra adicción, el periodismo. Digo dejé, aunque hoy no estoy tan segura de eso, porque estoy comprobando que el periodismo es una pulsión vital, casi un estilo de vida.
Cuando iba al consultorio del pediatra, el “control mensual del niño sano” se fusionaba con entrevista, solo me faltaba prender la grabadora. Quería que el doctor me explique todo, absolutamente todo. Como para escribirlo luego. Mientras escuchaba, imaginaba animaciones, formas de graficar esas respuestas, mi bebé como actor en nombre de la ciencia. Un vicio, ese que me quedó de mi época de trabajo.
Es que, el periodismo es esa capacidad infinita de preguntar, de no dejar de sorprenderse, de no conformarse con las respuestas. Eso, el periodista es un inconforme de las respuestas, un adicto que siempre quiere más.
Cuando me enteré de que estaba embarazada no esperé el amanecer: a las tres de la mañana desperté a mi esposo para ponerle las dos líneas rosadas en los ojos. Información en tiempo real, sin ediciones.
Pero, así como me crecía la panza, me crecía el miedo y las dudas. Investigué todo lo que pude. Leí de todo. Sin embargo, no podía evitar esa sensación de haberme embarcado en un viaje sin retorno. Como la muerte, como la vida. No hay camino de regreso. Una calle sin salida. Estos pensamientos a veces me provocaban falta de aire. Encierro y falta de aire. Me adelanté cinco años a la pandemia. También era parte del cambio biológico del cuerpo. Todos los órganos se apachurran entre las costillas para dar paso a la cuna interna amniótica que acurruca al bebé y que crece a una velocidad impresionante.
“Nunca más voy a estar sola. No de verdad. Sentí terror y alegría”, dice Jazmine Barrera en su libro Línea nigra (2020, pos. 21). Esta escritora mexicana cuenta a modo de diario, a veces saltando al ensayo y todo en forma de relato, su experiencia sobre la maternidad. En realidad, el libro era el diario íntimo que llevó sobre este proceso. En el camino ganó una beca para estudios en literatura. Vivió todo eso, sin saber qué iba a escribir en ese estado, y se preguntaba en su cuaderno: “¿a qué hora voy a escribir?”, “¿voy a volver a dormir?”; líneas más adelante dice: “me siento anestesiada, como si estuviera aquí sin estarlo” (Barrera, 2020, pos. 86). Recuerdo que yo me sentía igual, y con culpa porque solo tenía ganas de dormir, porque no quería hacer nada, entonces mi otro yo atacaba de inmediato y me gritaba “¡estás haciendo un ser humano!”.
Tengo dos corazones, tengo dos corazones, me repetía al levantarme. Eso me sobrecogía, me sorprendía. Mi cuerpo dejó de ser cuerpo para ser especie.
¿Cuál es la identidad de una madre? A mí, la maternidad me cayó con esa responsabilidad que viene en los monumentos a la madre que hay en la entrada de casi todos los pueblitos de mi país. “¡Madre santísima!”, “¡Por mi madre!”, “Madre solo hay una”, “Madrecita santa”, “¡Madre mía!”. Cuando estaba embarazada me desesperaba no saber cómo hacerle honor a este membrete, a este nuevo título. Apenas parí dejé de ser Gabriela y comencé a ser “mamita”. “Felicitaciones, mamita, recuerde darle de lactar cada tres horas, cambiando el pecho”. “Cuidado, mamita, tápese la espalda para que no se le seque la leche”, “A ver, mamita, debe bañarle al bebé así, venga, eso, despacito le echa el agua, no, no tan rápido, eso, despacito, mamita. Ahora, téngale ahí con su bracito y, con el otro, coja la toallita y póngale sobre la espaldita, y de ahí le vira, eso, mamita, despacito, a ver papito, tome la foto”. La maternidad se vive en diminutivo.
Jazmine Barrera (2020) afirma que Maggie Nelson dijo en Los argonautas que nadie habla suficiente de lo oscuro que puede ser el embarazo (pos. 96). Todos hemos sido parte de esto, como portadoras o como fetos; feto ingeniero dirían los movimientos provida. Todos pasamos por el canal vaginal o nos sacan por ese corte que nos gritará madres toda la vida. Todos dormimos en un vientre; y, sin embargo, no deja de ser un tabú, oscuro, que oculta esa parte animal, olor a sangre, sabor a dolor. Todos fuimos fluidos, pero sigue habiendo una sensación de suciedad que hay que esconder. “Es lo más común del mundo y me parece tan distinto, incómodo y desconcertante”, sigue escribiendo Jazmine Barrera (2020, pos. 36).
La escritora argentina Ariana Harwicz (2012) incursiona en las diferentes formas de ser madre que no son las “políticamente correctas”, las únicas formas, las que nos muestran en las vallas de familias sonrientes y felices con un perro al lado y una nueva casa, o carro, o bicicletas, o colegios, o lo que sea que venda la publicidad de la valla. Sus tres primeras novelas, Matate amor, La débilmental y Precoz, exploran esas otras maternidades que no se nos venden, pero que existen. Las sombrías.
En Matate amor, la protagonista es una mujer que no sabe cómo equilibrar la maternidad y el deseo, que por momentos pareciera que sufre depresión posparto, que piensa “en los paseos en brazos horas y horas con diferentes coreografías, del agobio al llanto, el llanto al agobio, pienso en ese animal fiero que es un hijo, en eso de llevar tu corazón con el otro para siempre” (Harwicz, 2012, p. 13). Nos cuenta que todas las noches oye llorar al bebé y que cuando se levanta a verlo “el silencio es total, como si se hubiera grabado un fragmento de su llanto y se reprodujera solo” (p. 12). La maternidad es cansancio, agotamiento, felicidad, pero también es ira, es llanto, lágrimas de madre. Es no querer serlo por momentos, es ganas de salir corriendo, de respirar. Es un oficio que no tiene vacaciones, ni fines de semana, ni feriados.
Ariana Harwicz, al explorar esta otra cara de la maternidad, la escondida, de la que nadie habla, postula que la maternidad es una identidad, con sus roles y sus conflictos. Que tiene todo un sistema de signos, de funciones y de prejuicios también. Parafraseando a Simon de Beauvoir (2014, p. 207), podríamos decir que madre no se nace, sino que se “llega a serlo”. Y estas construcciones sociales alrededor del rol materno nos presionan tanto que cuando parimos un bebé, pareciera que parimos culpa. La maternidad viene con una lista interminable de razones por las que nos debemos sentir culpables.
Cuando estaba embarazada de mi primera hija, conversamos con una pareja que apoyaba fielmente el “parto humanizado”, parir en casa como forma de luchar contra la violencia obstétrica. Yo había investigado y, efectivamente, las tasas de cesáreas son mucho mayores al límite recomendado por la OMS. En Ecuador, según datos de la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición del 2012, publicada por el INEC, la tasa promedio de cesáreas es del 41 % cuando no debería pasar del 10 %. De esto conversábamos, cuando nuestro amigo nos preguntó si ya habíamos planificado nuestro parto humanizado; le dije que estaba apenas de 16 semanas de embarazo, que lo veremos luego y que, de lo que había averiguado, en una reconocida clínica de partos en agua —ahora cerrada por denuncias de supuestas negligencias médicas— el precio era muy caro y sobrepasaba nuestra economía. A lo que me respondió: “un hijo vale todo, deberían vender el auto”. La maternidad también es tierra fértil para ideologías y adoctrinamientos.
Culpa si no das de lactar a tu bebé hasta los seis meses, culpa si le das de lactar pasados los tres años, culpa si vas a trabajar y lo dejas con la niñera, culpa si renuncias a tu trabajo y te quedas en casa dando un ejemplo de sometimiento, culpa si quieres salir a tomar un café y olvidarte por un momento de ser madre, culpa si lo cuidas demasiado al bebé y no lo dejas crecer, culpa si lo abrigas mucho, culpa si lo abrigas poco, culpa si es tímido, culpa si no para de interrumpir las conversaciones de adultos, culpa si es muy delgado, culpa si es muy gordo, culpa si se enferma muy seguido, culpa si no salimos de la casa para evitar que se enferme, culpa si nos queremos divorciar del padre, culpa si aguantamos todo maltrato por parte del padre, culpa si no queremos cocinar, culpa si no dejamos cocinar al esposo, culpa si usamos pañales desechables, culpa si queremos usar ecológicos en pleno siglo XXI, culpa si no sentimos de inmediato amor a nuestros bebés, culpa si los malcriamos con tanto cariño, culpa si los vacunamos, culpa si no los vacunamos, culpa si le compramos ropa de segunda mano, culpa si solo le compramos cosas nuevas, por tu culpa, por tu culpa, por tu gran culpa.
Maternar es un verbo. Estoy maternando. No es “no hacer nada”, es hacer todo. Es responsabilidad civil, social, ambiental; es criar al próximo ciudadano, a la próxima ciudadana. Soy canguro. Soy el Uber de la vida. Somos fábrica de vida, somos útero, cuna. Soy el comodato de la especie, la médium de la trascendencia. Dentro de mí se cuece algo. Un ser humano. Estar embarazada es un evento inexplicable de nueve meses. A pesar de que pasa dentro nuestro, es muy difícil entenderlo.
Nos volvemos perlas de un collar que nunca termina de cerrarse, “la vida se acumula de padres a hijos”, dice Eugenio Montejo (2005, p. 64) en su poema “Nocturno al lado de mi hijo”.
En este estado me preguntaba más que nunca ¿para qué es necesaria la magia, la ficción, si lo real es ya tan maravilloso e inexplicable?
Ya casi al final de mi primer embarazo, me recomendaron ir a un grupo de lactancia en el aula 705 de una reconocida universidad. Fui un par de veces, pregunté, pregunté, pregunté. Otra vez, sin planearlo, fui en modo periodístico. Comencé a conversar con un grupo antivacunas, saqué mi cuaderno de datos. En esos siete meses había hecho más fact-checking que en todos mis 14 años de periodismo. Discuto sobre los rebrotes de sarampión en España y Francia a causa de los padres que rechazan vacunar a sus hijos. Me hablan de la crianza con apego, del horror del método Estivill que funciona dejando al bebé que llore hasta que se duerma. Tomo notas, anotaciones, mis preguntas crecen, llego a la casa a googlear, leo más sobre esto, sobre neurociencia, sobre El cerebro del niño explicado a los padres, Mi niño no come, Mujeres corriendo con lobos, El universo en una cáscara de nuez, El segundo sexo, La formación del símbolo en el niño, Su hijo, una persona competente, Guías prácticas Montessori, informes de la OMS sobre lactancia.
Fui a un taller profiláctico en el centro de salud más cercano. Voy con mi gran vientre, caminando como pingüino, respirando agitadamente, en tres semanas iba a parir. Fui con mi esposo, Remy. La directora del centro de salud había levantado una carpa en la cancha de básquet de al lado, con sillas de plástico blancas que formaban una media luna. Al llegar, pensamos que nos habíamos equivocado de taller, al ver cinco jóvenes de entre 14 y 16 años, con uniformes de deporte azul marino, algunas junto a las que parecían ser sus madres, otras, solas. Una charla sobre anticoncepción o algo así, dijimos. Cuando nos estábamos retirando de la carpa, una enfermera nos dijo que nos quedemos, que ya mismo empezaba el evento y luego unos ejercicios de respiración para el momento del parto. Me sentí una abuela malcriada. Mi esposo fue el héroe de la jornada, el gringo responsable. Luego, la directora del centro me explicó que es un problema grave, hay muchas niñas de entre 14 a 16 años, y a veces de menos edad, que llegan con embarazos avanzados. Esta vez hicieron un convenio con el colegio fiscal cercano para dar la charla a las alumnas en estado de gestación. Las cifras solo en ese pequeño centro de salud eran espeluznantes: en el año 2015 había algunas decenas de partos en población de 10 a 14 años. Solo la existencia del casillero en esa hoja de Excel pegada en una desgastada pared, daba terror. Y que haya una cifra adentro, escalofrío. “Embarazos en personas de 10 a 14 años”.
Luego de escuchar (innecesariamente) cómo se concibe un bebé, cómo durante nueve meses nuestro cuerpo va cambiando, siguieron los consejos de recetas posparto, y de recordarnos, insistentemente, que hasta los seis meses de edad la lactancia debe ser exclusiva. Pasamos al módulo práctico: nos acostamos en unas colchonetas y nuestras parejas, o madres, o las doctoras de la charla, nos acompañaban y nos daban masajes en la espalda, mientras aprendían formas de respiración, junto con la inminente madre, y a tomar la mano cuando sea el momento del grito eterno. Vi la inocencia de algunas de mis compañeras de clase, que no entendían lo que se les venía; y no me refiero al momento del alumbramiento, eso es lo que, justamente, estábamos practicando, sino de todo lo que viene después. Vi ojitos con miedo, y otros con mucha, mucha curiosidad, ruborizadas cuando cruzábamos las miradas cómplices.
Siempre fui partidaria de la legalización del aborto, pero con mis embarazos, fui más radical. No me imaginaba vivir ese proceso tan duro, hermoso y terrorífico sin quererlo, peor aún, obligadas, violadas. No puede ser posible. Si aun deseándolo, uno a veces duda, no logro entender las otras maneras de llegar a la preñez.
En el parto damos el grito más intenso y gutural que durará toda la vida. Es el grito de la especie.
Si el parto es natural, sin epidural, sentirás que sale de ti un pececito, algo resbaladizo, el amor en forma líquida. Luego sale la placenta. Hay movimientos que promueven tomar la placenta, en mi sala de parto hubo una licuadora de fondo. Hay mucha new age alrededor de la maternidad. Yo no quise probarlo. En mi primer parto me desmayé, perdí mucha sangre, siento que me obligaron a hacer un parto normal en nombre de lo “humanizado”, fui río rojo, pito en el oído, desvanecimiento, fui nada, segundos de nada, de signos vitales fuera de lugar, de esposo con bebé en brazos, llorando, fui médico llorando y probando acupuntura, fui dosis extras de pitocin. Fui un útero que se cansó y no tuvo fuerza de cerrarse, fui 17 puntos de desgarre, de volver, escuchar, pero no poder responder, de solo buscar a mi hija, de mirar cinco, seis rostros desorbitados preguntándome cosas. Fui una madre sin seguro de salud que fue a dar a luz en un hospital público por desgarre de membranas en día feriado y no encontrar cama para parir. En el hospital de Calderón activaron la alerta, pero todos los hospitales estaban llenos y debía parir, ya. Así que fuimos a la primera clínica que encontramos y vivimos lo que vivimos.
No siempre la maternidad viene con glamour. Eso pasa solo en las revistas y en las fotos de las familias reales.
Hay una frase popular muy poética que dice que el calostro son gotitas de oro. Las primeras horas luego del parto, el bebé y su estómago del tamaño de una nuez lacta un líquido amarillento y cremoso que sale en muy poca cantidad, conocida como calostro, donde vienen todos los anticuerpos que necesita para sobrevivir a esta etapa tan frágil como neonato. Después del parto viene la lactancia. Luego de parir, la función recién empieza. Somos productoras de leche. Sin intermediarios. Producimos el alimento que necesita la humanidad en los primeros seis meses de vida. A la temperatura exacta. Siempre fresca. Siempre a la hora indicada. La teta anticapitalista, la llaman.
***
Yo estudié periodismo, cuatro semestres, luego dejé de estudiar para trabajar como periodista. De eso casi dieciocho años. Cuando iba a entrevistas de trabajo, estaba acostumbrada a la pregunta “¿estás planeando tener hijos próximamente?” y sabía que debía decir que no, aunque no hubiese sido cierto. Era una de esas preguntas capciosas. Hubo ocasiones en las que me decían de frente que si quería el puesto debía al menos no pensar en tener hijos los dos primeros años, porque sería “una pérdida para la empresa”. La maternidad se ve como una debilidad. El permiso de maternidad que implica contratar a alguien más como reemplazo, las horas de lactancia, los pagos extras por carga familiar en el cálculo de las utilidades, hace que la brecha salarial entre hombres y mujeres se mantenga en el 20 %. La mujer gana un veinte por ciento menos que el hombre. Los seguros de salud son mucho más caros si nosotras estamos “en edad fértil”. Se cree que al contratar a una mujer el empleador corre un riesgo.
Cuando fui madre comencé a dudar de este punto de vista industrial. En realidad, la maternidad es muy productiva. El sistema debería reconocer que las madres estamos criando a los futuros consumidores. Somos fábricas de potenciales clientes.
Según la neurocirujana Sonia Mejía (2017) uno de los resultados de la maternidad es que el cerebro de la madre cambia para siempre. La materia gris se achica, se hace más pequeña, por una simple razón: a menos sustancia cerebral, las conexiones entre neuronas se hacen mucho más rápidas. El cerebro se reduce para ser más eficiente, sinapsis más efectivas. Estos cambios se hacen especialmente en tres partes estratégicas: en el lóbulo frontal que es la zona donde se trabaja el cálculo y la abstracción, lo que permite a las madres resolver múltiples problemas en menos tiempo. También hay una reducción en el lóbulo temporal que permite mejorar el reconocimiento auditivo; es decir, las madres sabemos reconocer entre el llanto de varios bebés, el del nuestro. Es más, la especialización de la zona temporal del cerebro nos permite reconocer las diferentes tonalidades del bebé que implican solicitudes diferentes como hambre, sueño, gases. El hipocampo también se ve afectado: la memoria a largo plazo se vuelve más eficiente. Para Mejía, se han registrado datos de menor envejecimiento celular de esta zona en mujeres que son madres que en mujeres que no lo son. La especie intenta mantener a la madre más atada a los recuerdos y así más comprometida con el cuidado del crío. Por eso, no es falso que las madres lo recordamos todo.
Con todos estos cambios ¿quién puede decir que no seríamos potenciales excelentes obreras?
Peter Watson, en el libro Ideas, explica que el arte paleolítico produjo muchísimas estatuillas que representaban el cuerpo femenino. Figuras con grandes vientres y grandes senos, algunas con vulvas dilatadas, y que el sexo fue uno de los temas más trabajados del arte primitivo. Los órganos femeninos fueron más representados que los masculinos. Esto para la arqueóloga lituana Marija Gimbutas tiene una explicación: el ser humano prehistórico veneraba a una “Gran diosa”. Watson explica que
posiblemente tuviera relación con lo que en esa época debió haber sido el gran misterio del nacimiento, la maravilla de la lactancia y la perturbadora aparición de la menstruación. [...] Hasta que el vínculo entre relación sexual y embarazo no fue inferido, la mujer debió de haber parecido una criatura, misteriosa y maravillosa, y en cualquier caso mucho más que el hombre. (2005, pos. 1175)
Seis años más tarde y dos hijos después no dejo de sorprenderme (y siempre que puedo le repito a mi esposo a costa de su cansancio a la rutinaria exclamación) que, de una noche de placer, el resultado es cada uno de estos dos guaguas.
No logro definir si me sorprendo como madre o como periodista. El periodista es un observador sentado en primera fila de un espectáculo de los cientos de millones que hay en el mundo. Que mira, llora, ríe, siente la obra y luego, lo cuenta. No puede ser objetivo. Pero tampoco adoctrinante por la simple razón de que lo contaría mal. Lo mismo ocurre con la ficción, si uno escribe con la ideología, la obra se mancha, se ensucia.
La maternidad es igual. Escribo esto mientras veo interactuar a mi hija con dos niñas más grandes que por momentos la excluyen. Me duele, pero tampoco puedo intervenir. Soy, como mamá, una observadora sentada en primera fila de un espectáculo de los millones que hay en el mundo. Soy espectadora, en primera fila, de la vida de un ser humano independiente, que nació de mí pero que no es mío.
Caparrós en su crónica “Videla boca abajo”, recopilado en el libro Lacrónica, cuenta que le gritó asesino a Videla (2020, p. 61). Es humano, lo está aceptando, pero su relato no está escrito con ira. Un periodista se indigna, pero no escribe con indignación. Hay que esperar que la emoción pase para escribir, como se debe hacer con la rabieta de un hijo.
Marguerite Duras dice que hay que construir la soledad para escribir (2009, p. 19). Yo la encontré en la maternidad. Nunca escribí tanto como cuando parí y desde que conjugo el verbo maternar, porque esta nueva identidad me permitió entender la soledad como estado mental.
En mi vida de soltera no había leído tanto como cuando tuve hijos. Será el cerebro más chico y las sinapsis más rápidas, pero luego de los tres años de mi segundo hijo, me estoy reescribiendo. Siento la necesidad imperiosa de contarlo todo.
A los tres años de mi segundo hijo volví a recuperar mi cuerpo, que dejó de ser el destinado a reproducir la especie para volverme a encontrar con mis propios deseos, más egoístas por personales. Vuelvo a ser Gabriela, aunque nunca dejaré de ser “mamita”.
Con estos nuevos bríos decidí aplicar a una beca para una maestría en literatura. Me aceptaron. No lo creía. Ni ahora que terminé la fase docente lo creo por completo. Propuse como tesis la escritura de un libro de viajes, de mis experiencias en el camino de Santiago, como peregrina, que lo hice junto a mi esposo en 77 días, 1.300 kilómetros. Obviamente, antes de ser padres. Un libro entre crónica y ensayo. Me lo aceptaron.
Para Caparrós, un cronista debe tener la actitud del cazador, “ponerse en estado de alerta”. Mirar donde todos ven lo que no todos miran. Ese estado de alerta más cercano a nuestra parte animal, yo diría infantil también, a esa capacidad de sorprenderse, de mantener el espíritu del extrañamiento del que habla Walter Benjamín en Infancia en Berlín hacia 1900. La maternidad también es animal.
Al retomar mis estudios, después de una pausa de casi seis años, vuelvo a los libros, a las conversaciones académicas, al encuentro con colegas periodistas, y vuelvo a oler la pasión, la de contar, la de cazadora de historias.
Volví al periodismo a través de la literatura. La especialización en la que me inscribí dice “escritura creativa”. En general, odio los nombres largos, por eso mi hija tiene un solo nombre. Pero este subtítulo es muy significativo porque en la no ficción también se necesita creatividad, no para imaginar historias, sino para encontrar las bellas formas de contarlas.
El periodismo es un oficio, es una pasión en la cual el “imposible” es casi imposible. Allí no existe el no como respuesta, el no, la negación, también dice algo, significa algo.
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En mi tesis para graduarme de geógrafa, mi segunda carrera, analicé y comparé el manejo de dos áreas protegidas del Ecuador: La Reserva Ecológica Manglares Churute y la Reserva Ecológica Cotacachi Cayapas. En las conclusiones recalco la falta de apoyo por parte del Estado a estas dos áreas, en especial el abandono a la reserva Manglares Churute. Con la maestría en curso comienzo a conectarme con mi parte cazadora. Y vuelvo a retomar el tema de los manglares, por pura curiosidad. El periodismo es una curiosidad infinita. Es desyerbar los porqués sabiendo que crecerán otros. Es un estilo de vida, es una pasión, es un vicio.
Presento mi proyecto de investigación para una beca y publicación en una importante revista digital del país, y lo aceptan. Tengo miedo. Vuelvo a Lacrónica. Caparrós cuenta que cuando empezó a escribir crónicas para la sección Territorios del diario Página 12, estaba nervioso. Eso me calmó. Si un maestro como él, con su experiencia, tuvo miedo, entonces claro que debo tener miedo, pero aun así sigo.
Inicio la reportería
Muchos años atrás, cuando estudiaba geografía, por momentos pensaba que los técnicos deberían recibir clases de periodismo para no escribir informes tan aburridos. Luego, cuando estudié periodismo, por momentos pensaba que los periodistas deberían recibir clases de investigación científica. Uno nunca está conforme.
Estoy en Francia, pasando el verano en la casa de mis suegros en un lugar perdido del centro sur, región del Aveyron, en un casi hameau llamado Grand Vabre. En realidad, un pueblito fantasma en el que, si yo no estuviera aquí, tampoco creyera que existe. Mis hijos visitando a sus papies.
Por WhatsApp me conecto con dos informantes sobre la tala de madera en los manglares. Trabajo sobre la mesa de comedor y con unos pequeños muebles rosados de plástico de una casa imaginaria de puppets regadas estratégicamente por el piso. Mis dos hijos y su primo juegan a vestir a las muñecas. Tengo como una vida paralela y feliz a mis pies, mientras en la mesa abro enlaces de información sobre la pesca ilegal de miles de tiburones.
Coordino otra entrevista mientras repongo la cabeza a un Ken. Conversaciones infantiles bilingües son el playback de mi trabajo.
No griten por favor, niños. Perfecto, nos vemos el miércoles por Zoom. Los muñecos son para todos. No se preocupe, se mantiene la confidencialidad. No se olviden de recoger los juguetes. 26 toneladas fueron incautadas. Ese vestido azul le queda precioso. “Pesca incidental”, así, entre comillas. No es un vestido, es una bata. Lo siento Louisa, pensé que era un vestido, igual... le queda bien. Existen problemas más graves que la flota china, pero de eso no se habla. Les felicito niños, guardaron muy bien. Termino de escribir este párrafo y nos sentamos a comer.
Caparrós dice que el relato “Un día de trabajo”, de Truman Capote, es “uno de los mejores textos cortos americanos de las últimas décadas” (2020, p. 18). Capote cuenta su experiencia de seguir a Mary Sánchez, la mujer que arregla su casa, en un día de trabajo. Para el cronista argentino, este relato “demuestra que las supuestas fronteras entre periodismo y literatura son tan tenues”. Corro a conseguir el libro Música para camaleones y leo el texto “Un día de trabajo”. Entiendo por qué admiro a Martín Caparrós.
Me preguntan por qué lo hago. Por qué vengo de vacaciones a Francia y en vez de disfrutar de la piscina y los vinos y el queso, me siento a leer y a coordinar entrevistas. No sé si alguien me pregunta o soy yo la que me pregunto eso. Pero, sé que no puedo parar. Cada nuevo dato, cada nuevo contacto me acelera el corazón, y no puedo parar. Y no quiero. El periodismo es adictivo. Como la maternidad.
Cuando logramos conectarnos con alguien que nos quiere contar su historia, significa que confía en nosotros. Este es el momento cuando desaparecemos para dar protagonismo al otro. Eso. El periodismo es un acto de magia. En la maternidad ocurre lo mismo, nosotros desaparecemos para poner el foco en el otro. El periodismo se aleja del yo, la maternidad, también. Leila Guerriero en su libro Zona de obras dice:
Sean invisibles: escuchen lo que la gente tiene para decir. Y no interrumpan. Frente a una taza de té o a un vaso de agua, sientan la incomodidad atragantada del silencio. Y respeten. (2016, p. 14)
He llorado escribiendo este ensayo. Creo que el privilegio más grande de un periodista es poder acceder a la historia del otro. Es como dice Leila. Siempre es como dice Leila. Es humildad, es tener entre las manos, siempre, en cada nueva nota, un cristal, un tesoro, la confianza de alguien más, que sin conocernos se expone, a veces, confía tanto en nosotros, los periodistas, que acepta la invasión de una cámara, de una grabadora, del lápiz y el papel.
Periodismo es tratar de entender para contar. Es intentar encontrar respuestas, sabiendo que vendrán nuevas preguntas.
Cuando trabajaba para un programa de divulgación científica, en una reunión editorial por división de temas, muy democráticamente escogí hablar de la formación de la Tierra. Tuve que leer dos semanas, sin parar, sobre el tema. Esa era la estrategia: leer mucho para escribir un texto de dos páginas. Como era televisión, tuve que resumir 4.500 millones de años en tres minutos y medio.
Para escribir hay que leer, mucho, muchísimo. Mucho.
Empiezo una nueva entrevista para el tema que estoy investigando. Me vuelve el miedo.
Miedo a descubrirlo todo.
Miedo a no encontrar nada.
Me doy cuenta de que mi grabadora está obsoleta. Me compro otra. Pido en línea diversos libros, aprovechando que aquí en Europa se pueden conseguir casi todos los títulos, y a mejor precio que en Ecuador.
Maternidad y trabajo. A veces suena a ironía, a veces a cacofonía. Maternidad y periodismo, el mismo dilema.
Siempre nos dicen, cuando somos periodistas novatos: “Escribe como para que hasta que un niño te entienda”. En realidad, suele pasar que los niños entienden más que los adultos. Entienden mejor. Si bajamos a su estatura, al nivel de sus ojos, creo que volveríamos a entenderlo todo. O a entenderlo por primera vez. O a quererlo entender de verdad.
Los hijos exigen mejorar nuestra capacidad comunicativa. Además de chef, fotógrafa, productora de avanzada, “femme de menage”, enfermera, chofer, debemos ser divulgadores científicos. La maternidad me ha permitido descubrir el mundo. A querer mantener esa curiosidad infinita de los niños, de los periodistas. A no dejar de sorprenderme.
Aunque pensé que la maternidad iba a frenar mis sueños, mis proyectos personales, mi tiempo, mi espacio, finalmente, acepto que me he equivocado. Y me gusta mucho equivocarme. La maternidad me ha dado todo lo contrario, la fuerza para mirar, la fuerza para escribir, la fuerza para seguir. Para no dejar mi camino, para mostrar a mis hijos la felicidad de hacer lo que uno ama. Porque el periodismo es amor, amor obsesivo al oficio. Es hacerlo con todo, a pesar de todo. Leila Guerriero dice:
Equivóquense. Sean tozudos. Créanse geniales. Después aprendan. (2016, p. 14)
Referencias
Barrera, J. (2020). Línea nigra. Almadía Ediciones. Edición para Kindle.
Caparrós, M. (2020). Lacrónica. Editorial Círculo de Tiza.
De Beauvoir, S. (2014). El segundo sexo. Penguin Random House.
Duras, M. (2009). Escribir. Tusquets Editores.
Glück, L. (2012). Poems 1962-2012. Farra, Straus and Giroux.
Guerriero, L. (2016). Zonas de obras. Editorial Anagrama.
Harwicz, A. (2012). Matate, amor. Turbina Editorial.
Mejía, S. (2017). Charla TedxTlalpan. https://www.youtube.com/watch?v=229QXpN0jts
Montejo, E. (2005). Alfabeto del mundo. Fondo de Cultura Económica.
Watson, P. (2005). Ideas. Editorial Anagrama. Edición para Kindle.