Poética de la realidad

#NowWhat

Poética de la realidad

Alexis Serrano Carmona
Universidad Andina Simón Bolívar, Ecuador

#PerDebate

Universidad San Francisco de Quito USFQ, Ecuador

Recepción: 31 de julio de 2021

Aprobación: 25 de octubre de 2021

Cómo citar:: Serrano, A . (2021). Poética de la realidad . #PerDebate, volumen 5 (pp. 216-231). Quito: USFQ Press.

Resumen: Este ensayo muestra los vínculos cercanos entre la crónica periodística y la literatura. Aunque también expone la gran distancia entre la realidad y la ficción y por qué los periodistas no pueden inventar sus historias pero sí convertir los hechos en poesía, en prosa narrativa. El análisis se basa en vivencias, talleres y lecturas de dos grandes cronistas argentinos y referentes latinoamericanos: Leila Guerriero y Martín Caparrós. En sus libros Zona de obras (Guerriero) y Lacrónica (Caparrós) exponen a la crónica como el momento del otro y sus características desde el reporteo profundo, la observación detallada y la escritura de mucha edición. Es una reivindicación de este género periodístico de largo aliento y la defensa del escrito por sobre la imagen y el consumo comprimido a través de las redes sociales. Palabras claves crónica periodística, literatura, realidad, escritura, periodismo narrativo Poetics of reality

Palabras clave: crónica periodística, literatura, realidad, escritura, periodismo narrativo.

Abstract: This essay shows the close links between the journalistic chronicle and literature. Although it also exposes the great distance between reality and fiction and why journalists cannot invent their stories but can turn facts into poetry, into narrative prose. The analysis is based on experiences, workshops and readings by two great Argentine chroniclers and Latin American referents: Leila Guerriero and Martín Caparrós. In their books Zona de obras (Guerriero) and Lacrónica (Caparrós) they expose the chronicle as the moment of the other and its characteristics from deep reporting, detailed observation and the writing of a lot of edition. It is a vindication of this long-term journalistic genre and the defense of writing over the image and compressed consumption through social media.

Keywords: journalistic chronicle, literature, reality, writing, narrative journalism.

Por cosas como esas me gusta la realidad:

porque si uno permanece allí el tiempo suficiente,

antes o después ella se ofrece, generosa,

y nos premia con la flor jugosa del azar.

Leila Guerriero

En noviembre de 2019, en su discurso de aceptación del prestigioso premio Manuel Vásquez Montalván, la periodista argentina Leila Guerriero afirmó: “Yo escribo. Soy periodista y, por tanto, escribo historias reales, cosas que pasan, que nos pasan. En todos estos años, he visto a un hombre con una sola mano hacer magia con un mazo de cartas como si tuviera tres manos; he escuchado a una escritora de 90 años hablar de sus experiencias con el diablo; y, en un leprosario de provincias, a una mujer hablar con nostalgia de su propia nariz. He visto, y he escuchado, y he escrito sobre todas esas cosas y antes o después, siempre alguien suelta la frase: ‘Con todas esas historias podrías escribir una novela’. Sí, pero no. No siento que mi imaginación pueda aportar algo a toda esa realidad desaforada. [...] Todas estas historias me resultan interesantes porque, precisamente, existen. En este mundo raro, donde a los periodistas se nos pregunta, una y otra vez, si no hemos pensado en escribir ficción; mientras que a ningún escritor de ficción se le pregunta, que yo sepa, si no ha pensado en escribir periodismo, nunca he creído que nuestro oficio requiera de validación más allá de las que están en su propia mesa. No creo que la escritura periodística sea una escritura de bajo voltaje a la que pueda aplicarse una creatividad rotosa y de segunda mano”.

Guerriero, una de las mejores ejecutoras de la crónica en castellano, encuentra siempre las palabras para decir que el buen periodismo puede ser también buena literatura; que la crónica es capaz de tomar las mejores herramientas de la escritura, para ponerlas al servicio de la no ficción, de la realidad. ¿La vuelve eso un género literario? ¡Por supuesto que sí! Doscientas mil veces sí. Porque una buena crónica retrata personajes, refleja los tiempos y los escenarios —el cronotopo, diría Mijaíl Bajtín—, es capaz de crear atmósfera, tono, tensión entre la historia y el relato, hace uso de los diálogos, de la descripción de las escenas, de las voces narrativas, puede usar símiles e hipérboles... ¿No son todos esos elementos con los que la narratología mide la literatura? Entonces, ¿cuál sería una razón suficiente para decir que el periodismo narrativo no es literatura? ¿Acaso solo porque no inventa la historia? ¿Es la ficción una característica ineludible de la literatura? ¡No!

El buen periodismo también puede
ser buena literatura y la crónica es el género que más se aproxima al relato
literario pero basado en la realidad, no en la ficción.
Imagen 1. El buen periodismo también puede ser buena literatura y la crónica es el género que más se aproxima al relato literario pero basado en la realidad, no en la ficción. Crédito: Pxhere.

Asistí a un taller de Leila Guerriero. Allí nos explicó que para escribir una crónica necesita semanas, meses o incluso años de reporteo. Volver con paciencia cuantas veces sean necesarias a una historia. Mirar, tocar, oler. Escuchar. Estar lo suficiente hasta que se caigan las máscaras y la historia verdadera se materialice ante el reportero. Y, por supuesto, quien la haya leído sabrá que ella construye una prosa que es un conjuro, un imán edificado con las armas de la mejor escritura. En el taller, Guerriero nos abrió los secretos de su computador, que es donde todo se materializa. La primera versión de una crónica suya tenía 145.000 caracteres con espacios; para llegar a ella, tuvo que tamizar cientos de páginas de entrevistas, apuntes sobre lugares que visitó, espacios, restaurantes, pueblos, casas, libros leídos, videos, investigación hecha en internet. Para pasar de esos 145.000 caracteres a los 34.000 que la revista Gatopardo —de la cual ahora es editora— le permitió publicar, hubo 11 versiones de por medio. Repito: 11 versiones para reducir 145.000 caracteres a los 34.000 que podía publicar. Nos dijo, entonces, Guerriero, que tiene su propia teoría del iceberg, según la cual, de lo conseguido durante el reporteo, se publica apenas el 5 %, pero ese porcentaje está sostenido por el 95 % que no se publica. ¿Quién se atreve a decir que eso no es literatura?

Pero, como siempre, Leila Guerriero lo escribe mejor. En su texto (Del arte de) contar historias reales dice esto que es un manifiesto, una declaratoria de intenciones y la mejor poética de la realidad:

Para ser periodista hay que ser invisible, tener curiosidad, tener impulsos, tener la fe del pescador —y su paciencia—, y el ascetismo de quien se olvida de sí —de su hambre, de su sed, de sus preocupaciones— para ponerse al servicio de la historia de otro. Vivir en promiscuidad con la inocencia y la sospecha, en pie de guerra con la conmiseración y la piedad. Ser preciso sin ser inflexible y mirar como si se estuviera aprendiendo a ver el mundo. Escribir con la concentración de un monje y la humildad de un aprendiz. Atravesar un campo de correcciones infinitas, buscar palabras donde parece que ya no las hubiera. Llegar, después de días, a un texto vivo, sin ripios, sin tics, sin autoplagios, que dude, que diga lo que tiene que decir —que cuente el cuento—, que sea inolvidable. Un texto que deje, en quien lo lea, el rastro que dejan, también, el miedo o el amor, una enfermedad o una catástrofe.

Atrévanse: llamen a eso un oficio menor.

Atrévanse.

Todo podría terminar allí, porque queda tan poco por decir y, sin embargo, hay aún tanto por decir. Este texto de Guerriero es parte de su libro Zona de obras, una de mis dos biblias del periodismo. Mediante ese libro y mi otra biblia, Lacrónica, del también argentino Martín Caparrós, intentaré tejer una poética de la realidad. En la literatura, el término poética define el método de un autor para su escritura; responde a varias preguntas a la vez: ¿Por qué y para qué escribo? ¿Cuáles son las herramientas que definen mi escritura? ¿Cómo quiero que sea mi escritura? ¿Cómo me gustaría que se leyera? Aquí, entonces, intentaré delinear una poética con base en las preguntas: ¿Por qué contamos la realidad? y ¿Cómo la contamos?

Guerriero tituló su libro Zona de obras porque es así como ve la escritura —de ficción o no ficción—, en este caso, el periodismo narrativo: como una mesa de disección, un taller de panadería, una zona de tejido y de costura, como una materia en construcción. Donde el talento necesita, para materializarse, trabajo duro y una dosis de ambición, de creer que entre tanta gente que ha escrito y escribe cosas bellísimas, uno tiene algo que decir. El libro es una selección de conferencias, talleres, columnas y reflexiones personales sobre el periodismo y la escritura de no ficción, sobre las pulsiones y las motivaciones, y los caminos que uno debe recorrer. Vistos en conjunto, como decía, representan la más hermosa poética de la no ficción. Escribe Leila Guerriero en su nota preliminar:

El periodismo narrativo es muchas cosas, pero no es un certamen de elipsis cada vez más raras, ni una forma de suplir la carencia de datos con adornos, ni una excusa para hacerse el listo o hablar de sí. El periodismo narrativo es un oficio modesto, hecho por seres lo suficientemente humildes como para saber que nunca podrán entender el mundo, lo suficientemente tozudos como para insistir en sus intentos, y lo suficientemente soberbios como para creer que esos intentos les interesarán a todos.

La periodista argentina Leila Guerreiro es un referente de la crónica latinoamericana.
Publicó el libro Zona de obras en el 2014.
Imagen 2. La periodista argentina Leila Guerreiro es un referente de la crónica latinoamericana. Publicó el libro Zona de obras en el 2014. Crédito: Flickr.

Lacrónica, en cambio, es el manual más completo sobre cómo escribir crónicas, aunque Caparrós odie que le llamen manual. Cuando le pidieron que hiciera un libro recopilando algunas de sus crónicas y perfiles, decidió intercalar cada texto con una reflexión suya sobre el ejercicio periodístico, sobre su propio método. Caparrós, quien es un reportero salvaje, dice que uno tiene que enfrentar el oficio con la actitud del cazador, con todos los sentidos en alerta todo el tiempo y la certeza de que solo así uno podrá estar listo cuando se presente la presa; porque si no está listo cuando se presente la presa, simplemente no podrá comer. Caparrós escribe:

La premisa es sencilla, aprender a pensar un reportaje, una entrevista, como un relato; tratar de usar las herramientas del relato para mejorar la descripción del mundo que hacemos en los textos periodísticos. Robarle a la novela, al cuento, al ensayo, a la poesía, lo que se pueda para contar mejor [...] Y producir una prosa. En términos de estilo, de estructura, no hay ninguna razón para que un cuento y una crónica difieran. [...] Aunque sí hay una diferencia en el trabajo de escritura. Si se pudiera ser esquemático tremendo, se podría decir que uno es periodista en el terreno y escritor en su escritorio. Para escribir un relato real el trabajo previo es decisivo: hay que leer documentos, averiguar cosas, hablar con gente, pensar cuestiones, conocer lugares, reconstruir situaciones. La escritura interviene después de mucha tarea preliminar. La ficción suele ser lo contrario: un relato de ficción, en general, se va armando en la escritura. Son procesos distintos.

La realidad y la ficción

Pese a la actitud timorata de ciertos editores, la crónica sigue ganando espacios en el periodismo en castellano. Cada vez más revistas, impresas o digitales, hacen un gran despliegue de la crónica como género madre, publicando textos largos, profundamente reporteados y bellamente escritos. Tanto en América Latina como España existen editoriales que dedican colecciones completas al periodismo narrativo y los premios, talleres y encuentros para hablar de la escritura de no ficción se van multiplicando. A tal punto todo esto, que muchos han hablado incluso de un boom de la crónica, que ha venido ocurriendo a raíz de la labor de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo —hoy llamada Fundación GABO— para conectar una red de cronistas y promover su trabajo. Sin embargo, los propios autores de este supuesto boom —de los cuales Caparrós y Guerriero son los principales exponentes—, se han negado a calificarlo como tal, porque en términos de ventas sigue sin ser, dentro del periodismo y la literatura, una tendencia masiva. “La crónica es marginal”, dice Caparrós, porque se escribe, precisamente, desde el margen. Pese a ello, la expansión del género es innegable.

Ecuador no es lejano a esto que describo. Sabrina Duque, con su Volcánica o su Necesito saber hoy de tu vida, o Santiago Rosero, con su Fotógrafo de las tinieblas son grandes referentes de la crónica en el país. Juan Fernando Andrade es otro de los puntales, y revistas como Mundo Diners, en la cual él es editor adjunto. También están medios digitales como La Barra Espaciadora o GK que se empecinan brillantemente en cultivar el género. Dinediciones publicó a finales de 2020 tres libros dedicados exclusivamente al periodismo; y en las ferias de libros hay cada vez más espacio para la no ficción.

De hecho, quizá la principal consecuencia del aparecimiento de toda esa generación —y las que les siguen— de fantásticos escritores de periodismo narrativo, ha sido poner en el debate de la literatura la relación entre la ficción y la no ficción. La realidad es columna vertebral en la obra literaria. Lo hemos visto en los clásicos, en los autores del boom latinoamericano y lo seguimos viendo en los grandes escritores de la narrativa contemporánea. Si uno lee la obra de Mario Vargas Llosa, por ejemplo, se choca de frente con esta situación. En la vida real, el peruano se casó con su tía política, Julia Urquidi, justo en la época en que él luchaba por convertirse en escritor; y esa es exactamente la historia contada en su novela La tía Julia y el escribidor. Pero esto no termina ahí. En su novela Laciudad y los perros, Vargas Llosa ni siquiera se tomó la molestia de cambiar el nombre del colegio militar donde la historia sucede, el Leoncio Prado, colegio en el que el propio escritor estudió y sufrió. Además, gran parte de su propia juventud está distribuida entre los personajes de la novela. Veamos otros ejemplos: el Macondo de Gabriel García Márquez era, en realidad, una hacienda bananera ubicada en su pueblo natal, donde está la casa en la que él vivió y le sirvió de inspiración para Cien años de soledad; la Comala de Juan Rulfo nació de los recorridos que el mexicano hizo por las zonas rurales de su país, primero como vendedor de una empresa de neumáticos y, luego, como funcionario público de la entidad encargada de los desalojos.

Y la tendencia se mantiene en las escrituras contemporáneas. Los ejemplos sobran: Camila Sosa Villada, en su libro Las malas, cuenta la historia de un grupo de mujeres trans del cual ella misma es parte. En Volverse palestina, Lina Meruane cuenta en tono de crónica su viaje hacia la tierra de sus padres. Toda la investigación documental y el verdadero reporteo que hace Cristina Rivera Garza para libros como Había mucha neblina o humo o no sé qué, o El invencible verano de Liliana, en el cual reconstruye el asesinato de su hermana a manos de su pareja sentimental.

La realidad y la ficción conviven en la escritura. Mucho más de lo que suponemos, o de lo que conocíamos. Utilizan las mismas herramientas, ambas echan mano de la poesía, del cine, de la música, del teatro; ambas tratan de construir una prosa que sea un conjuro. La diferencia está, sin embargo, en el fondo: mientras la ficción puede tomar todo lo que quiera de la realidad y apropiarse de ello para ficcionalizarlo, el periodismo se mueve únicamente en el campo de la realidad, no puede usar ni una gota de ficción. Si estoy escribiendo periodismo y quiero describir una pared blanca, no puedo falsear la realidad para decir que es amarilla so pretexto de que eso sería mejor para mi prosa. No cruzar nunca el límite de la realidad, esa es la única condición que diferencia al periodismo de la literatura de ficción. Respeto al pacto de lectura. En un cuento o una novela —aunque sea basado en cualquier realidad—, el pacto es: te voy a contar esto que imaginé, que inventé; en una crónica —en la literatura de no ficción—, el pacto es: te voy a contar esto que vi, que reconstruí, que investigué o que comprobé. Pero en la forma, como dice Caparrós, no tiene por qué haber diferencia entre un cuento y una crónica.

¿Por qué contar la realidad?

De todas las definiciones que he leído sobre lo que es la crónica, la mejor, la que no tiene rival, es, precisamente, la de Caparrós en Lacrónica: “Una crónica es muy especialmente un intento siempre fracasado de atrapar lo fugitivo del tiempo en que uno vive. Su fracaso es una garantía: permite intentarlo una y otra vez y fracasar e intentarlo de nuevo, y otra vez”. Y agrega Caparrós: “Y, para eso, preguntarme qué va a hacer que esta historia valga la pena, qué la va a hacer distinta de las que se cuentan miles de veces en miles de medios. Y preguntarme qué quiero que el lector se pregunte —y eventualmente que se conteste— cuando la lea”. Ideas muy a tono con algo que Guerriero nos dijo en el taller: cada crónica debe tener un universal. ¿Qué es el universal? Ese algo que permite que, contando la historia de una persona, se pueda contar, de alguna manera, la historia de toda la humanidad. Ahí está el meollo del asunto, que una crónica puede contar una historia particular, pero, por intermedio de ella, hablar también sobre los miedos y las alegrías, sobre la muerte y los sueños cumplidos, sobre las luchas y sobre las derrotas. “Y ahí —escribe Guerriero— reside, quizás, parte de la clave del periodismo narrativo: que, hablándonos de otros, nos habla, todo el tiempo, de nosotros mismos”.

Una crónica debería ser capaz de llegar a la esencia de los seres humanos, que son la materia central de su escritura; entender una historia para contarla, llegar a lo inmutable que hay en cada persona. Uno escribe con el cuerpo, es verdad: uno escribe los brazos, los hombros, los pulmones, las manos y los pies; con el corazón. Pero, diría yo, uno escribe también con el alma. Con lo completo de su ser. Por eso contamos la realidad.

En su texto “Qué es y qué no es el periodismo literario: Más allá del adjetivo perfecto”, incluido en Zona de obras, Leila Guerriero lo define así:

¿Por qué la periodista americana Susan Orlean estuvo dos años enterrándose en pantanos de La Florida para contar la historia de Laroche, un ladrón de orquídeas sobre el que escribió el libro llamado, precisamente, El ladrón de orquídeas? ¿Por qué el periodista argentino Martín Caparrós se subió a un auto en Buenos Aires y recorrió 30.000 kilómetros por el interior de la Argentina para escribir un libro que se llamó, precisamente, El interior? ¿Porque no tenían nada que hacer? ¿Porque les pareció la manera más apropiada de pasar el día de su cumpleaños, la mejor excusa para no ir a la fiesta de casamiento de un amigo, la manera más cómoda de no aburrirse? Lo hicieron, creo yo, porque sólo permaneciendo se conoce, y sólo conociendo se comprende, y sólo comprendiendo se empieza a ver. Y sólo cuando se empieza a ver, cuando se ha desbrozado la maleza, cuando es menos confusa esa primigenia confusión que es toda historia humana —una confusa concatenación de causas, una confusa maraña de razones— se puede contar.

Entender, dice Caparrós en Lacrónica, es un verbo que los periodistas no estamos tan acostumbrados a conjugar. Y para contar una historia es necesario entender.

Por supuesto, aunque cada que escriben están llevando el género a un nivel superior, Guerriero y Caparrós no están inventando nada. Más bien, se inscriben en una tradición de periodistas que a lo largo del tiempo han venido escribiendo —y defendiendo— aquello que llamamos crónica, o periodismo narrativo, o periodismo literario, o —para no darnos tantas vueltas— literatura de no ficción. Lo hizo Truman Capote cuando, para contar la aniquilación de la familia Clutter, escribió A sangre fría. Lo hizo García Márquez con su Relato de un náufrago y toda su obra periodística. Lo hizo Svetlana Alexiévic cuando se dedicó a hablar con cientos de mujeres para mostrar su realidad durante la Segunda Guerra Mundial y escribió La guerra no tiene rostro de mujer. Lo hizo Gay Talese, cuando se dedicó a seguir durante seis años a la mafia italiana en Estados Unidos para escribir Honrarás a tu padre. Lo hicieron y lo hacen: Rodolfo Walsh, Tomás Eloy Martínez, Alma Guillermoprieto, Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis, John Hersey, Alberto Salcedo Ramos, David Remnick, Jon Lee Anderson y tantos otros que les siguen detrás.

¿Cómo contamos la realidad?

Muchos periodistas han tenido la idea equivocada de que hacer una crónica es una tarea facilona: llegar, quedarse unos cuantos minutos y limitarse a describir lo que se puede ver, obviando cualquier investigación más allá de eso. ¡Gravísimo error! Una crónica no es un acto de facilismo, sino todo lo contrario. Vuelvo a recordar el taller de Leila Guerriero, las semanas, meses, años de reporteo profundo, de perseguir una historia, de mirarla desde todos los ángulos posibles; la intensa etapa de selección de material para encontrar el 5 % de todo lo conseguido que finalmente va a ser publicado; la escritura, la búsqueda de una prosa que vuelva a un texto inolvidable; y la edición, el brillo que debe adquirir un texto para que todo lo demás sea posible. Este no es un proceso menor.

En Lacrónica, escribe Caparrós:

Lo he llamado —demasiadas veces— la actitud del cazador. La crónica es una mezcla, en proporciones tornadizas, de mirada y escritura. Mirar es central para el cronista —mirar en el sentido fuerte—. Mirar y ver se han confundido, ya pocos saben cuál es cuál. Pero entre ver y mirar hay una diferencia radical. Ver, en su primera acepción de la Academia, es “percibir por los ojos los objetos mediante la acción de la luz”; mirar es “dirigir la vista a un objeto”. Mirar es la búsqueda, la actitud consciente y voluntaria de tratar de aprehender lo que hay alrededor —y de aprender—. Para el cronista mirar con toda la fuerza posible es decisivo. Es decisivo adoptar la actitud del cazador. [...] El cronista sabe que todo lo que se le cruza puede ser materia de su historia y, por lo tanto, debe estar atento todo el tiempo, cazador cavernario.

Martín Caparrós, también periodista
argentino y otro referente latinoamericano, publicó el libro Lacrónica en el 2015.
Imagen 3. Martín Caparrós, también periodista argentino y otro referente latinoamericano, publicó el libro Lacrónica en el 2015. Crédito: Flickr.

Uno de los mayores privilegios que he tenido en la vida ha sido acompañar a Caparrós en su etapa de reporteo y escritura para una de las crónicas de su libro Ñamérica, que saldrá en septiembre bajo el sello Literatura Random House. Lo acompañé por las fincas bananeras de la provincia ecuatoriana de Los Ríos y tengo guardada esta imagen: Caparrós —zapatos enlodados, reportero sudoroso y atestado por los mosquitos— metiendo la cabeza como un niño curioso en los rieles del larguísimo carrusel por donde se transportan las matas de banano cosechadas desde los sembradíos hacia las empacadoras. Él había visto mucho durante días, había visto todo; había entendido cómo la planta bananera es una metáfora del tiempo y de la vida, porque una vez cosechada, una mata va muriendo y dejando el terreno para la mata adulta, la próxima en ser cosechada, mientras en la parte baja del tallo —muy cerca de la tierra— una mata bebé comienza a brotar —abuela, madre, e hija conviviendo en un mismo lugar—; había hablado con técnicos, con trabajadores, con dueños de bananeras, había olido, había tocado, había escuchado. Y, sin embargo, cuando alcanzó a ver los rieles por donde se transporta la cosecha, se acercó a mirar: la actitud del cazador.

Leila Guerriero publicó hace poco un libro llamado Opus Gelber: Retrato de un pianista, un perfil de 300 hojas del pianista argentino Bruno Gelber, considerado uno de los mejores exponentes de su arte en el mundo y que tuvo que padecer, desde su infancia, los efectos de la poliomielitis. Guerriero retrata íntimamente a un personaje extravagante, amiguero, entregado por completo a la música y a la enseñanza. Pero, para eso, tuvo que perseguirlo durante casi un año: mirarlo ofrecer conciertos, asistir a las clases privadas en su casa, acompañarlo a cenas con amigos, a restaurantes, conversar muchísimas veces, conversar de todo; preguntarle por su niñez y la polio, por sus viajes a todos los continentes, anotar sobre su vestimenta, sobre sus gestos, sobre una pintoresca lámpara que llevó una vez a un restaurante. Mirarlo todo, durante casi un año, para entonces recién empezar el proceso de escritura. Ese trabajo implica una buena crónica y el resultado, queda dicho, es literatura, aunque no tenga ni un atisbo de ficción. “Hay que haber mirado mucho para escribir tres líneas que lo digan todo”, escribe Guerriero en Zona de obras:

Hay que haber mirado mucho para escribir tres líneas que lo digan todo, la confianza de un lector es un acto de fe que se conquista no pidiendo un milagro a san Benito, sino con una voz segura en la que cada palabra visible esté sostenida por invisibles diez mil. [...] Pero para poder ver no sólo hay que estar: para poder ver, sobre todo, hay que volverse invisible. Aplicar discreción hasta que duela, porque sólo cuando empezamos a ser superficies bruñidas en las que los otros ya no nos ven a nosotros, sino a su propia imagen reflejada, algunas cosas comienzan a pasar.

Invisible, dice Guerriero. En primer lugar, porque debemos entender que la crónica es el momento del otro; porque, aunque es el género del periodismo que sí se atreve a decir yo, porque hay una diferencia entre escribir desde el yo y escribir sobre el yo. Hacemos crónica para contar la historia del otro y para eso hay que tener paciencia, porque la verdadera historia jamás se materializará en el primer encuentro. Para que las mujeres de la Segunda Guerra Mundial comenzaran a contarle la verdadera historia —y no la que les habían enseñado a contar—, Svetlana Alexiévich tuvo que acompañarlas en el bus, al supermercado, ayudarles a doblar ropa, almorzar con ellas, pero, sobre todo, escuchar. Para que alguien te cuente su verdadera historia, debes demostrar primero que estás genuinamente dispuesto a escuchar, a volver las veces que sean necesarias hasta entender.

El encanto definitivo de escribir

Volvemos siempre a la misma pregunta: ¿Por qué hacemos esto? El periodismo te ofrece los lados más bellos y también los más ruines del ser humano y de la vida: la esperanza y la frustración, la honestidad y la corrupción, la felicidad y la tristeza, el triunfo y el fracaso. Siempre recuerdo un viernes, durante mis primeros años en el oficio: a las 8 de la mañana estaba en un parque cercano a la antigua estación del tren, en el sur de Quito, en el que los vecinos me contaban que veían a un duende —lo llamaban el parque del duende—; y a las 11:30 de la mañana, estaba sentado en el despacho de la Alcaldía de la ciudad y el alcalde me ofrecía en su pizarrón de tiza líquida una clase de planificación para mostrarme cuál sería el futuro de la movilidad en los siguientes diez años. Eso te permite el periodismo: ver al duende, al hombre de la calle y al político a la vez. Es un privilegio: no muchos tienen la oportunidad de mirar las historias desde la primera fila, a muy pocos nos son confiadas esas historias para contarlas. Se trata de una pulsión inevitable. Una fuerza que te convoca y alrededor de la cual debes permanecer, porque no existe otra opción.

Aquí la pregunta final: ¿Cabe, en estos tiempos del internet y las redes sociales, el periodismo escrito? Ojo: no dije impreso, dije escrito en el soporte que sea. Sí: existe el periodismo escrito en internet: ESCRITO y más vigente que siempre. Hace poco asistí a una charla de la escritora argentina Ariana Harwicz; allí nos dijo frases como estas: “No es que está mi vida y, además, escribo. La vida es la escritura”. “La escritura tiene que nacer de la necesidad. Si la pulsión de escribir es muy fuerte, hay que escribir como sea”. Y asistí también, gracias a la Maestría en Literatura y Escritura Creativa, de la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador, a una clase con la escritora y poeta venezolana Gina Saraceni, en la que nos dijo: “La escritura es el lugar donde se manifiesta la vida”.

Durante muchos años, en el ejercicio periodístico sentí que iba a contracorriente. En un mundo en el cual todos mis colegas se dedicaban cada vez menos a pensar el texto y estaban encandilados por los videítos, los memes y los facebook live, yo quería escribir. Estaba siempre pensando en un texto de reporteo profundo y prosa que seduzca. Muchas veces, en la sala de redacción, reivindiqué la palabra escrita; amaba el periodismo tanto como hoy lo amo, pero en ocasiones me sentía como náufrago en una isla desierta, nacido en otro tiempo, quizás en otra dimensión. ¿Será que mi cuerpo es habitado por un alma de viejo escritor que se resiste a dejar su oficio en la época del clic?, me preguntaba. Pero, ¿qué podía hacer? ¿Resignarme a alejarme de aquello que más me convoca en la vida? Veía que la crónica ganaba espacio aceleradamente y, sin embargo, en la redacción a mí me seguían viendo como a un insecto tan raro como un saltamontes rosa. En esos tiempos escuché, en una entrevista, cuando a Caparrós le preguntaron por qué escribía. Él contestó que veía el mundo hecho de palabras; que otros tenían “la suerte” de verlo hecho de imágenes o de sonidos, pero que él lo veía hecho de palabras. Y me dije: “¡Eso es!”. Me puse a pensar en los pequeños carteles con frases alusivas al oficio que tenía pegados en mi escritorio de la redacción y recordé aquel ubicado en el centro: “Una palabra vale más que mil imágenes”. Defiendo la existencia de todo tipo de periodismo, pero cuando yo pienso en periodismo, pienso siempre en periodismo escrito. El mundo hecho de palabras.

Reconocí, a través de este camino, que lo que quiero es escribir: escribir para contar. Me importa tanto el hecho de contar historias, como el hecho de que esas historias sean escritas. Ya no pienso en si he nacido en otro tiempo —o a destiempo—, quiero ser un escritor; parir textos, pensar las formas, los tonos y las cadencias; pasar por el gusto y el tormento del acto de escribir, por la edición, por las dudas; publicar libros. Escribir. Si escribir es en verdad el bosque en el que quiero caminar mi vida, ¿por qué debería hacer algo diferente? No creo que haga falta más explicación.

Me cuesta mucho encontrar palabras mejores que las de Leila Guerriero para decir este tipo de cosas. Por eso, para terminar este asunto como lo empecé, quisiera reproducir textualmente otro extracto de su texto “Qué es y que no es el periodismo narrativo”, incluido en Zona de obras, el cual me ha servido tantas veces en clases, charlas y en salas de redacción, y al que he vuelto mucho para entender de lo que se trata la escritura de la realidad:

Pregúntense: ¿era esto lo que yo quería hacer? Si se responden que no, que no están dispuestos, que no les viene en gana, que no tienen paciencia, felicidades: el periodismo es un río múltiple que ofrece muchas corrientes para navegar. Pero si se responden que sí, les tengo malas noticias: si resulta que son buenos, si resulta que lo hacen bien, es probable que tengan, antes o después, uno, alguno, o todos estos síntomas: sentirán pánico de estar faltando a la verdad, de no ser justos, de ser prejuiciosos, de no haber investigado suficiente; tendrán pudor de autoplagiarse y terror de estar plagiando a otro. Odiarán reportear y otras veces odiarán escribir y otras veces odiarán las dos cosas. Sentirán una curiosidad malsana por individuos con los que, en circunstancias normales, no se sentarían a tomar un vaso de agua. A la hora de escribir descubrirán que el cuerpo duele, que los días de encierro se acumulan, que los verbos se retoban, que las frases pierden su ritmo, que el tono se escabulle. Y, al terminar de escribir, se sentirán vacíos, exhaustos, inútiles, torpes, pero se sentirán aliviados. Y entonces, en pos de ese alivio, se dirán: nunca más. Y en los días siguientes, en pos de ese alivio, se repetirán muy convencidos: nunca más. Y hasta les parecerá un buen propósito.

Pero una noche, en un bar, escucharán una historia extraordinaria.

Y después una mañana, en el desayuno, leerán en el periódico una historia extraordinaria.

Y otro día, en la televisión, verán un documental sobre una historia extraordinaria.

Y sentirán un sobresalto.

Y estarán perdidos.

Y estar perdidos será su salvación.

Referencias

Alexiévich, S. (2015). La guerra no tiene rostro de mujer. Editorial Debate.

Caparrós, M. (2015). Lacrónica. Editorial Círculo de Tiza.

Guerriero, L. (2014). Zona de obras. Editorial Círculo de Tiza.

Guerreiro, L. (2019). Opus Gelber: Retrato de un pianista. Editorial Anagrama.

Meruane, L. (2013). Volverse palestina. Colección Dislocados.

Rivera Garza, C. (2021). El invencible verano de Liliana. Literatura Random House.

Rulfo, J. (2017). Pedro Páramo. Editorial RM & Fundación Juan Rulfo.

Talese, G. (2017). Honrarás a tu padre. Editorial Debolsillo.

Vargas Llosa, M. (2016). La tía Julia y el escribidor. Editorial Debolsillo.

Vargas Llosa, M. (2021). La ciudad y los perros. Editorial Debolsillo.