La libertad de expresión es un derecho humano que reviste de una importancia fundamental en una sociedad democrática. El cuestionamiento al poder —independientemente de su origen— y las garantías para que los periodistas puedan develar lo oculto es la base sobre la que se construye cualquier tipo de institucionalidad democrática republicana (Corte Europea de Derechos Humanos, 1976)
Ahora bien, una de las cuestiones más complejas en el derecho internacional de los derechos humanos (en adelante, DIDH) consiste en delimitar qué tipo de discursos merecen ser protegidos bajo la batería de garantías de la libertad de expresión. Es decir, cómo trazar la línea roja entre aquellas expresiones que pueden ser censuradas y aquellas que merecen protección. Clásicamente, los organismos supervisores diseñaron un test que mide la legalidad, proporcionalidad, validez y necesidad de cualquier tipo de medida que limite el libre flujo de información y de discursos.
Ese es el panorama actual. Sin embargo, ¿son esos estándares válidos y suficientes a la hora de analizar las nuevas manifestaciones comunicacionales de redes sociales?, ¿qué sucede cuando un robot está detrás de la producción de noticias?, ¿operan las mismas garantías genéricas de este derecho?, ¿qué ocurre con las fake news que inundan las redes sociales y tienen una capacidad enorme de incidir en el comportamiento de las personas?
En este artículo nos proponemos revisar los retos actuales del derecho a la libertad de expresión frente a aquellas producciones informativas —falsas o verdaderas— que provienen de sistemas automáticos o aquellas personas desconocidas que, por medio de miles de cuentas de redes sociales atacan deliberadamente a otra persona. ¿Las fake new, los bots y los troles merecen algún tipo de protección a partir del derecho humano a la libertad de expresión?
Ni la academia, ni mucho menos las Cortes han librado un debate profundo respecto a la naturaleza de los bots, los troles y de las fake news. Tampoco sabemos mucho sobre el estándar que se aplicaría a efectos de dotarlo —o no— de protección bajo el derecho internacional, al tipo de responsabilidad que se derivaría en el evento de que se comprueben daños a la honra, reputación, etc. Para abordar estas complejas preguntas, iniciaremos caracterizando la libertad de expresión y sus limitaciones generales bajo el DIDH; luego definiremos qué se entiende por fake news, bots y troles, para, finalmente, estudiar cómo se conjuga la libertad de expresión y qué garantía —si acaso alguna— puede ofrecer.
La libertad de expresión es un derecho humano garantizado por los principales instrumentos internacionales de la materia, desde la Declaración Universal sobre Derechos Humanos de 1948, la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Convención Europea sobre Derechos Humanos de 1950, entre otros.
Su contenido consiste en que cualquier persona o grupo de personas pueden difundir información y opiniones sin restricción alguna, lo que al mismo tiempo implica el derecho de los receptores a disponer de un libre flujo de opiniones e información. Este derecho tiene una especial importancia en una sociedad democrática. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante “Corte IDH”) es uno de los organismos supervisores de la materia con mayor experiencia, doctrina y tratamiento del derecho a la libertad de expresión. Desde un inicio, esta magistratura sostuvo que la libertad de expresión es la piedra angular de la democracia que mantiene con ella una relación consustancial e indisoluble (Corte IDH, 2001a).
La libertad de expresión tiene dos dimensiones: la individual y la colectiva, ahora expuesta a las comunidades virtuales. Crédito: Fundación Karisma Colombia.
Tanto a nivel doctrinario como dentro de la Sentencia de la Corte Constitucional 003-14-SIN-CC, que trató la constitucionalidad de la Ley Orgánica de Comunicación, se ha determinado que existen dos dimensiones del derecho a la libre expresión. Por un lado, hallamos la dimensión individual, sea la posibilidad que tienen los ciudadanos de emitir comentarios, participar en el flujo de información, opinar y generar debate (Corte IDH, 2004). Por otro lado, existe la dimensión colectiva que se refiere al derecho de la sociedad a buscar, recibir, analizar y difundir información. Las dos dimensiones son interdependientes en el sentido en que sería imposible ejercer plenamente el derecho a la libertad de expresión activo —es decir escribiendo, hablando o expresándose en general— sin poder ser sujeto pasivo de aquel derecho —informándose por los medios de comunicación, etc.
Ya denotadas las dos dimensiones del derecho humano a la libertad de expresión, es importante detallar que una violación a su dimensión individual, necesariamente traerá consigo una transgresión a su dimensión colectiva, así lo ha denotado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, CIDH) en su Opinión Consultiva OC-5/85: “En su dimensión individual, la libertad de expresión no se agota en el reconocimiento teórico del derecho a hablar o escribir, sino que comprende además, inseparablemente, el derecho a utilizar cualquier medio apropiado para difundir el pensamiento y hacerlo llegar al mayor número de destinatarios” (CIDH, 1985). Por otro lado:
En su dimensión social la libertad de expresión es un medio para el intercambio de ideas e informaciones y para la comunicación masiva entre los seres humanos. Así como comprende el derecho de cada uno a tratar de comunicar a los otros sus propios puntos de vista implica también el derecho de todos a conocer opiniones y noticias. Para el ciudadano común tiene tanta importancia el conocimiento de la opinión ajena o de la información que disponen otros como el derecho a difundir la propia. [Estas] dimensiones [...] deben ser garantizadas simultáneamente. (CDIH, 1985)
Una vez que hemos delimitado qué significa la libertad de expresión y cuáles son sus dimensiones, nos corresponde estudiar qué tipo de contenidos se encuentran protegidos bajo su umbral. Y la respuesta, a priori, es que todas las formas de discurso están protegidas independientemente de su contenido y de la mayor o menor aceptación social o estatal con las que cuenten. Esto deriva de la obligación primaria de neutralidad del Estado frente al contenido de las expresiones y que no existan grupos o ideas censuradas dentro de la esfera pública (Corte IDH, 2004). En efecto, el Estado tiene la obligación de mantenerse neutral frente al caudal de expresiones y evitar tomar partido por alguna en particular.
Este principio de neutralidad nos lleva a otro ámbito especialmente protegido de la libertad de expresión: aquellas opiniones que no sean aceptadas por la colectividad, por el establecimiento o por el poder político. Bajo esta premisa, no solo aquellas expresiones que resulten positivas se encuentran protegidas por la garantía de la libertad de expresión, sino que el derecho contiene la garantía de que los ciudadanos puedan difundir “opiniones minoritarias, incluyendo aquellas que ofenden, resultan chocantes o perturban a la mayoría” (CIDH, 1995).
A mayor abundamiento, dentro del estándar europeo sobre libertad de expresión, encontramos ejemplos que ilustran la importancia de la protección a este derecho. Por ejemplo, en el caso Lingens v. Austria, llevado ante la Corte Europea de Derechos Humanos, un periodista fue multado por haber publicado que el canciller austríaco era un “vil oportunista, inmoral e indigno” sin poder probarlo. La Corte argumentó que se debía hacer una clara distinción entre los hechos y las opiniones. Mientras los primeros son comprobables, las opiniones se enmarcan dentro de lo estrictamente personal y no están sujetas a una valoración “probatoria”, pues son una manifestación de la libertad de pensamiento y se encuentran protegidas por el derecho a la libertad de expresión. Finalmente, en Handyside v. Reino Unido, la Corte estableció que la libertad de expresión no es solo aplicable a aquella información u opiniones que son favorablemente recibidas o etiquetadas como inofensivas, sino que protege las expresiones que ofenden, generan shock o perturban al Estado o a cualquier sector de la población.
Siguiendo el recorrido por los discursos protegidos por el derecho a la libertad de expresión, existen categorías de discursos especialmente protegidos. La jurisprudencia de la Corte IDH ha determinado tres tipos de discurso que ingresan en esta esfera: (a) el discurso político y sobre asuntos de interés público; (b) el discurso sobre funcionarios públicos y sobre candidatos a ocupar cargos públicos; y (c) el discurso que configura un elemento de la identidad o dignidad de las personas (Corte IDH, Kimel v. Argentina, 2008; Corte IDH, Olmedo Bustos v. Chile, 2001).
Concretamente, cuando estos discursos se someten a un test de limitación o a un supuesto en el que deben ponderarse frente a otros derechos, su especial relevancia para la sociedad debería prevalecer. Así, por ejemplo, si un periodista publica un reportaje develando una red de sobornos operada por un funcionario público, difícilmente el funcionario podrá enjuiciar al periodista por daño moral o perjuicios a su honra, pues él, como depositario de la fe pública se encuentra sometido a un escrutinio mayor. Sobre el tema, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, CIDH) afirma que:
Las expresiones, informaciones y opiniones atinentes a asuntos de interés público, al Estado y sus instituciones, gozan de mayor protección bajo la Convención Americana, lo cual implica que el Estado debe abstenerse con mayor rigor de establecer limitaciones a estas formas de expresión. En una sociedad democrática, dada la importancia del control de la gestión pública a través de la opinión, hay un margen reducido a cualquier restricción del debate político o de cuestiones de interés público. (CIDH, 2010a, p. 12)
Pues bien, teniendo claro el espectro amplio de protección de este derecho a todo tipo de contenidos, centrémonos en qué es lo que no protege. Al efecto, bajo el sistema europeo, la única restricción en función del contenido que la Corte Europea de Derechos Humanos ha admitido es la difusión de ideas que promuevan el racismo y la ideología nazi, la denegación del Holocausto y la incitación de odio o discriminación racial (Bychawska-Siniarska, 2017). La Corte estableció que “el artículo 17 de la Convención que contiene el derecho a la libertad de expresión no puede ser usado para destruir las derechos y libertades garantizados por la propia Convención” (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2003)
El derecho a tener opiniones es una condición previa necesaria para la vigencia del catálogo de libertades y tiene una protección casi absoluta en el sentido de que no están sujetas a las limitaciones del párrafo segundo del artículo 10 de la Convención Europea de Derechos Humanos que de manera general dispone que el ejercicio de las libertades, que entrañan deberes y responsabilidades, podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones o sanciones, previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática. En efecto, bajo el derecho europeo la libertad de expresión otorga una protección amplísima a la opinión, sujetando su limitación a supuestos muy específicos (van Dijk y van Hoof, 1990).
En el escenario americano tenemos una protección parecida, pues por regla general todas las opiniones y toda la información se encuentran cubierta. Los discursos podrían ser censurados por su contenido si manifiestamente incitan al odio, a la discriminación o implican la privación de los derechos humanos de otras personas. En efecto, un discurso que promueva el racismo, el machismo o la xenofobia podría estar sujeto a una restricción, pues la libertad de expresión no puede ser utilizada para restringir o anular otros derechos humanos.
Más allá de lo dicho, siguiendo una regla genérica aplicable a todos los derechos humanos, la libertad de expresión podría ser restringida si se cumplen tres requisitos: (i) La limitación debe encontrarse claramente definida en una ley; (ii) Debe ser proporcional y perseguir un fin legítimo; y (iii) Debe ser necesaria en una sociedad democrática. En este orden de ideas, según ha sido interpretado por la jurisprudencia interamericana, el artículo 13.2 de la Convención Americana de Derechos Humanos exige que la limitación sea definida en forma precisa y clara por medio de una ley formal y material, y que siempre debe perseguir un fin legítimo; es decir, uno que pueda ser lógicamente sostenido a la luz de los derechos consagrados en la propia Convención. Del mismo modo, debe ser proporcional, procurando la mínima afectación al derecho e incorporando solo las medidas que sean estrictamente idóneas para la consecución del fin. La Corte IDH ha explicado:
[P]ara establecer la proporcionalidad de una restricción cuando se limita la libertad de expresión con el objetivo de preservar otros derechos, se deben evaluar tres factores: (i) el grado de afectación del derecho contrario— grave, intermedia, moderada—; (ii) la importancia de satisfacer el derecho contrario; y (iii) si la satisfacción del derecho contrario justifica la restricción de la libertad de expresión. No hay respuestas a priori ni fórmulas de aplicación general en este ámbito: el resultado de la ponderación variará en cada caso, en algunos casos privilegiando la libertad de expresión, en otros el derecho contrario. Si la responsabilidad ulterior aplicada en un caso concreto resulta desproporcionada o no se ajusta al interés de la justicia, hay una violación del artículo 13.2 de la Convención Americana. (Corte IDH, 2008, p. 84).
La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) se creó en 1959 y ha establecido ciertos parámetros legales de la libertad de expresión. Crédito: Wikipedia.
Por último, la medida es necesaria en una sociedad democrática, lo que implica un examen de sus impactos para los derechos de los otros y para el mantenimiento de las condiciones que caracterizan a un sistema democrático. Sobre el tema, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha expuesto que el mecanismo normativo para interpretar las restricciones al derecho a la libertad de expresión tiene que ser compatible con la conservación de las sociedades democráticas, debiendo “juzgarse haciendo referencia a las necesidades legítimas de las sociedades y las instituciones democráticas, dado que la libertad de expresión es esencial para toda forma de gobierno democrática” (CIDH, 2010b, p. 24).
Este es, en síntesis, el marco jurídico que rige a la libertad de expresión que, como se ha visto, es amplio respecto a la protección de los discursos y el libre flujo de información, existiendo supuestos muy concretos para que opere una limitación. Con estos antecedentes, revisaremos qué son los bots, troles y fake news para luego estudiar en qué medida estas manifestaciones podrían estar protegidas por el derecho a la libertad de expresión.
Las tecnologías de la información y comunicación están transformando a un ritmo vertiginoso todas las aristas de las relaciones sociales, desde la comunicación hasta el ejercicio de gobierno pasando por la seguridad y, ultimadamente, llegando hasta la forma en que los ciudadanos procesamos las noticias. Se debe notar que la libertad de expresión es un derecho cuyo contenido deóntico ha sido desarrollado en el marco de una sociedad sin incidencia digital.
Los medios de comunicación tradicionales se encuentran en crisis, entre otros motivos, porque la capacidad de difusión masiva que antes les correspondía por ser dueños de una imprenta o concesionarios de una frecuencia hoy se ha disipado. La penetración de Internet y sus canales de comunicación han permitido que un ciudadano común y corriente, en cuanto tenga contenidos, pueda llegar a una audiencia. Siguiendo a González (2017):
La llegada de las redes sociales a la política ha generado una verdadera revolución en la comunicación. La forma de transmitir y difundir información ha cambiado sustancialmente. La posibilidad de seguir los pormenores de una campaña electoral, de conocer los contenidos de los programas, de escuchar los discursos de los candidatos y de vivir el desplazamiento de los diferentes actores gracias a las redes sociales ha demostrado la potencia de instrumentos como Twitter o Facebook, entre muchos otros. (p. 114)
A continuación, caracterizaremos esos tres fenómenos: bots, trolesy fake news.
bots |
Versión corta de robots. En sentido amplio, por bots se entiende al conjunto de sistemas automatizados que permiten realizar acciones concretas en la esfera digital como, por ejemplo, la difusión masiva de una imagen, de un video o de un texto hacia una audiencia seleccionada o difusa; también pueden ser utilizados para rastrear patrones de comportamiento de un consumidor. El bot social es una especie que opera en las redes sociales y se utiliza para defender ideas, difundir mensajes, promover relaciones públicas, generar tendencias, etc. (Ferrara et al., 2016). |
troles |
Una persona que deliberadamente propone temas controversiales en las redes sociales para tener un impacto en los usuarios. Un trol puede adoptar una forma de comunicación agresiva y provocadora y su objetivo principal es nutrir la red de un influjo discursivo violento. Normalmente, la identidad presentada en la red social no corresponde con la real (Hanson, 2017). |
fake news |
Es un conjunto de información que no reúne los requisitos básicos de objetividad, veracidad y contraste, pero que se presenta como real en las redes sociales, su nicho por excelencia. Las fake news se valen de ropajes formales para masificar el alcance de su mensaje; ropajes como nombres de noticieros o periódicos o diseños gráficos que las empresas de comunicación utilizan para identificar su marca. Según la Federación Internacional de Periodistas (IFJ, por sus siglas en inglés) (2018): “Las redes sociales permiten que los usuarios sean productores y consumidores de contenidos a la vez, y han facilitado la difusión de contenido engañoso, falso o fabricado. Así se genera un circuito vicioso, y una noticia falsa se replica miles de veces en cuestión de segundos” (párr. 2). |
Para efectuar este análisis, partiremos por desglosar algunos elementos connaturales a la libertad de expresión, a saber:
Una vez definidas estas características generales, realizaremos un estudio particular de los bots, troles y fake news que nos permita hacer una aproximación inicial hacia el espectro de protección del derecho a la libertad de expresión.
En enero de 2019, Twitter Inc. compareció ante el Senado de los Estados Unidos para exponer los supuestos esfuerzos realizados por Rusia en su plataforma para influenciar las elecciones de 2016. Según la compañía se identificaron 3184 cuentas asociadas a la Agencia de Investigación en Internet (IRA, por sus siglas en inglés) que durante el período electoral emitieron 175 993 tuits. En total, Twitter estima que se publicaron 2,12 millones de tuits desde cuentas automatizadas y relacionadas con el gobierno ruso (Twitter Inc., 2019).
La elección presidencial de Estados Unidos en 2016 trajo consigo un profundo debate sobre la protección que los bots podrían merecer: ¿hasta qué punto el ordenamiento constitucional tiene una aptitud para proteger manifestaciones que derivan de procesos automáticos computacionales? Aquí encontramos una problemática fundamental, pues como señalamos en la sección segunda de este estudio, el derecho humano a la libertad de expresión protege personas, mas no sistemas computarizados ni software programados para circular en las redes sociales mensajes u otro tipo de datos. Entonces, prima facie y solo observando la naturaleza del emisor, podríamos concluir que el umbral de la libertad de expresión no se extiende a la actividad que mecánicamente difunda imágenes, mensajes, videos, etc.
Donald Trump (der.) cuestionó que hubo influencia rusa en las redes sociales durante las elecciones presidenciales de 2006. Crédito: en.kremlin.ru
Los botstienen una capacidad gigantesca para generar tendencias en redes sociales, esparcir mensajes, posicionar discursos y, en general, producir contenidos. Esto, desde luego, implica que quien los controle tendrá un considerable poder para influenciar las redes sociales lo que, a su vez, ha alzado las alertas en los organismos estatales sobre su regulación. El Estado de California, por ejemplo, ha enmendado la parte tercera del Código de Negocios y Profesiones, estableciendo en la sección 17941 que será ilegal que cualquier persona use un bot para comunicarse o interactuar en línea con otra persona en California cuya intención sea engañar a la otra persona acerca de su identidad artificial o con el propósito de engañar a la persona sobre el contenido de la comunicación con el fin de para incentivar una compra o venta de bienes o servicios en una transacción comercial o para influir en el voto en una elección. Esta reforma legal añade que una persona que use un bot no será responsable bajo esta sección si la persona revela que es un bot.
Ahora bien, se debe tener en cuenta los botsno son una tecnología estática. Esto implica que progresivamente van desarrollando su propia inteligencia, desarrollando patrones de comportamiento y, según sean diseñados, pueden aprender a reaccionar frente a determinados estímulos. En definitiva, son sistemas que responden a una infraestructura tecnológica sumamente compleja y que podría, inclusive, tornarse potencialmente impredecible, autónoma y deslindada de un interés humano.
Ahí, precisamente encontramos la principal interacción conflictiva de los botsfrente al derecho a la libertad de expresión, pues, como indicamos anteriormente, este es un derecho humano que, por lo mismo, protege expresiones de personas naturales y, con ciertas limitaciones, de personas jurídicas. No obstante, en cualquier caso, lo que le interesa al derecho internacional de los derechos humanos, es que existan intereses humanos protegidos en juego. Así se ha construido la dogmática y la aplicación de los organismos supervisores ha sido unívoca en este sentido. Bajo esas premisas, se abre un debate sumamente interesante para el derecho a efectos de determinar cuál es el alcance de protección tratándose de contenidos que, si bien puede tener un interés humano detrás, su ejecución práctica —esto es, la expresión en sí misma— es realizada por computadores programados. ¿Bastaría, entonces, la mera existencia de interés humano o sería necesario que el mismo se extienda en todo un proceso comunicacional que implique la intervención misma de la persona natural en la concepción del contenido y su difusión?
En criterio del autor, si bien se pueden establecer lineamientos generales para establecer bajo qué supuestos los botsestarían protegidos por el derecho a la libertad de expresión, el análisis debería ser realizado caso a caso, debiéndose evitar que desde el inicio y con carácter absoluto no puedan tener acceso a una protección de la libertad de expresión, porque si se comprueba que existe un interés humano y jurídicamente válido detrás de los bots, esa expresión sí podría merecer amparo.
Se debe recordar que el derecho protege el discurso, el contenido, el mérito y, en realidad, las formas no son relevantes; en consecuencia, se podría difundir un mensaje digno de protección mediante panfletos, una radio un periódico o, en este caso, por intermedio de máquinas automatizadas. En definitiva, si bien los bots —como una especie no humana— no son titulares de la tutela del derecho a la libertad de expresión prima facie, si se verifica un interés de personas naturales en la difusión de un contenido válido, el cual sí podría estar sujeto a una garantía.
Un trol es una persona cuya identidad real es desconocida y que interactúa en las redes sociales para generar discordia, emitir opiniones sesgadas, provocadoras y, en general, encender debates deliberadamente destinados a afectar o mermar la imagen de otro usuario de las redes sociales o de una determinada tendencia. El carácter anónimo del trol es, precisamente, su baluarte y lo que, para académicos como Moore (2014), implica que no deberían tener una protección plena por parte del derecho a la libertad de expresión.
Al respecto, se debe admitir que los troles normalmente no gozan de una aceptación por parte de la opinión pública o los usuarios de las redes sociales, porque son percibidos como usuarios que, usufructuando de su anonimato, promueven un discurso infamante que poco aporta en contenido. Aparte, se han descubierto grandes negocios detrás de esta actividad. Centros de comunicación dedicados exclusivamente al posicionamiento o destrucción de una imagen, discurso o persona. Todos estos reparos tienen un asidero fáctico y resultan razonables.
El derecho, por concepción, debería proteger a quienes lo utilizan de buena fe y atendiendo sus propósitos deónticos. Bien podría argumentarse que un anónimo actuando en redes sociales con el único propósito de incomodar e infamar un determinado discurso o persona, no se encuentra protegido por el derecho a la libertad de expresión, pues su ejercicio debe enmarcarse en el cuestionamiento respetuoso y con un objetivo —cualquiera sea— destinado a posicionar una postura de pensamiento individual y colectivo, pero en cualquier caso cierto e identificable. Estos argumentos, y muchos más, podrían darnos una pauta inicial para postular que la libertad de expresión no cobija a los troles, sin embargo, existen razones jurídicas de peso que con facilidad los tumbarían.
En criterio del autor, la actividad de los troles, lato sensu, se encuentra protegida por el derecho a la libertad de expresión, pues, en primer lugar, la carencia de identificación precisa del trol no es un óbice para que pueda expresarse libremente. Si bien es deseable que una persona se encuentre identificada para que, entre otras cosas, pueda responder frente a eventuales excesos, no existen normas duras en el derecho internacional de los derechos humanos que así lo exijan.
En segundo lugar, y como ya lo hemos precisado, la libertad de expresión no solo protege aquellas opiniones o información que sea favorablemente receptada por la sociedad, sino que, precisamente, encuentra su fundamento en el amparo a esas expresiones que molestan, causan revuelo, generan debate. Siendo así, aunque existan opiniones divergentes sobre la validez, moralidad, buena fe o conveniencia de las opiniones vertidas por los troles, estas mantienen la protección por parte del derecho a la libertad de expresión.
Presentemos lo sostenido con un ejemplo: si una empresa de marketing tiene a cinco personas trabajando como troles, esto es, utilizando una cantidad de cuentas de redes sociales con nombres falsos con el objetivo de posicionar o menoscabar contenidos o personas en línea, aunque esto, en principio, parecería un abuso del derecho, vista la amplia protección que prevé, en realidad sí resulta un ejercicio legítimo del mismo. El contenido, infamante o poco conveniente para un interlocutor, como ya se ha visto, no es en sí mismo un motivo suficiente para restringirlo. Tampoco el carácter anónimo de los remitentes.
Ahora, esto no implica que eventualmente una determinada expresión de un trol exceda los límites impuestos por otros derechos humanos como, por ejemplo, la honra y el buen nombre, en cuyo caso y a partir de un proceso judicial, se debería investigar la identidad del trol y él podría tener la responsabilidad de reparar esos derechos, sea en el ámbito civil, si existió perjuicio moral o patrimonial, y desde el ámbito penal, si se configuró un delito.
Tras un referéndum en el 2016, el 51,9 % de los ciudadanos del Reino Unido apoyó abandonar la Unión Europea en el proceso conocido como Brexit. Hubo influencia desde Internet. Crédito: Shutterstock.
Tres eventos de gran importancia han elevado un debate de escala mundial sobre las fake news: la elección de Donald Trump, el plebiscito para la aprobación de los acuerdos de paz en Colombia y el Brexit. Estos tres eventos comparten la existencia de denuncias sobre la influencia que las noticias falsas que circularon en las redes sociales tuvieron en el electorado. De ahí en adelante, algunos Estados ya anunciaron fórmulas de regulación de aquellos mensajes que circulan masivamente en forma de noticia, pero que no contienen los elementos básicos para ser consideradas como tal.
Sobre este tema, estimamos que el derecho a la libertad de expresión no cobija a las expresiones que, valiéndose del apelativo de información, contienen datos falsos no solo porque es un contrasentido en sí mismo, sino también porque el ciudadano tiene un derecho sustantivo a estar informado, y este, evidentemente, se ve afectado cuando la noticia es utilizada como medio para transmitir falsedades.
Sin embargo, se debe tomar en cuenta que este tipo de expresiones sí podrían encontrarse amparadas bajo el derecho a la libertad de expresión si concurren los siguientes requisitos:
Finalmente, consideramos que la regulación de las fake news debe ser tratada con mucha cautela, ya que fácilmente se podría incluir en esa categoría a manifestaciones válidas del derecho a la libertad de expresión que, simplemente por no corresponder con la apreciación del poder, podrían ser clasificadas como falsas. En efecto, haciendo eco de la Declaración Conjunta sobre Libertad de Expresión y “Noticias Falsas” (“Fake News”), Desinformación y Propaganda (OEA, 2017):
a. Las prohibiciones generales de difusión de información basadas en conceptos imprecisos y ambiguos, incluidos “noticias falsas” (“fake news”) o “información no objetiva”, son incompatibles con los estándares internacionales sobre restricciones a la libertad de expresión, conforme se indica en el párrafo 1(a), y deberían ser derogadas.
Definitivamente la era de las tecnologías de la información y comunicación se encuentra incorporando nuevas expresiones amplificadas por el poder de las redes sociales y cultivadas en la posibilidad de que cualquier ciudadano tiene de ser un comunicador. Esto, a su vez, implica enormes retos para la libertad de expresión que debe mantener su esencia protectora de la disidencia y, sobre todo, de la ampliación de toda forma de expresión. En principio, estimamos que el rol del Estado frente a los bots, troles y fake news debe mantenerse distante, dado que una regulación directa a sus contenidos podría resultar contraproducente y generar un efecto disuasivo para la libertad de contenidos que prima en las redes sociales.
Es, sin embargo, indudable que frente a una problemática derivada de la difusión masiva de noticias falsas el Estado no puede mantenerse inmóvil. Entonces, estimamos que el poder público sí debe tomar acciones, pero estas deberían venir desde lo propositivo, no desde lo correctivo. Por ejemplo, en vez de tomar el camino riesgoso de la regulación, convendría emprender acciones de alfabetización y educación digital que permita a los ciudadanos distinguir entre información verídica y falsa.
En vez de sancionar los contenidos que un funcionario público estime “falsos”, sería mejor que los medios de comunicación y los periodistas establezcan guías para identificar la veracidad de las noticias, sellos de calidad o distintivos que en las redes sociales permitan al ciudadano conocer la fiabilidad del medio para poder decidir sobre dónde informarse. Se ha recomendado que los medios de difusión tengan canales de consulta que permitan al ciudadano saber si una determinada cuenta es la autorizada para emitir noticias de un medio y, entonces, poder identificar si la nota o reportaje corresponde a quien dice ser su autor.
En definitiva, la sociedad debe permanecer alerta, pues fácilmente los Estados y, en general, quienes deseen limitar la libertad de expresión, podrían utilizar a los bots, troles y fake news como un caballo de Troya. El combate irracional y no convencional podría llevarnos al peor de los mundos, uno en el que los discursos en redes sociales se limiten y, por lo mismo, el incentivo para participar en ellos también.
Referencias
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