La cooperación y el conflicto son dos caras de la misma moneda,
ninguna de las cuales puede explicarse sin tener en cuenta la otra.
Ken Binmore, «La Teoría de Juegos»
En su grave rincón, los jugadores / rigen las lentas piezas. (…)
Cuando los jugadores se hayan ido, / cuando el tiempo los haya consumido, / ciertamente no habrá cesado el rito.
Jorge Luis Borges, «Ajedrez»
Generalmente se conviene que la teoría de juegos –a pesar de la existencia de varios antecedentes interesantes– empieza con la obra de Von Newmann & Morgenstern, «Theory of Games and Economic Behavior». A partir de allí, los desarrollos ulteriores de la teoría se han extendido a varios campos, más allá de aquellos tradicionales (la matemática y la economía), llegando a realizar grandes contribuciones en ámbitos como las ciencias políticas, la sociología y la filosofía moral1.
Por supuesto, la teoría de juegos es muy rica, de modo que se vuelve necesario delimitar el objeto de este trabajo. Pues bien, en términos formales, uno de los conceptos basilares de la teoría de juegos tiene sus raíces en la propia obra de Von Newmann & Morgenstern. Se trata del concepto de «juego cooperativo». Este y otro concepto que aparece con claridad en la obra del famoso John Nash, el de «juego no-cooperativo»2, constituyen el basamento de la teoría, al menos en su aspecto formal o estructural3. Y es justamente este aspecto el que me interesa desarrollar. Los juegos cooperativos y no-cooperativos son categorías que, sostengo, pueden ayudar a reconstruir –siempre en términos formales o estructurales4– algunos fenómenos relevantes acerca de la forma en que nuestros modernos ordenamientos (legislados) se construyen.
Parto de la premisa de que el derecho generalmente se conforma –en términos a precisar– en condiciones de conflicto5. Se dan conflictos por y en el derecho, pero también estos conflictos determinan el contenido mismo del derecho. (Más adelante se verá en qué sentido). Sostengo que, en nuestros ordenamientos modernos, el derecho es un sistema que, en general, tiende a transformar ciertos juegos cooperativos en juegos no-cooperativos. Y que, de hecho, a veces este proceso se vuelve –por decirlo de algún modo– circular, de tal suerte que de ciertos juegos cooperativos pasamos a otros juegos no-cooperativos y, después, a nuevos juegos cooperativos (cada uno con sus características distintivas).
Es del caso explicar qué quieren decir estos conceptos. La teoría de juegos (que es –podría decirse– también una especie de teoría de los conflictos, en la medida en que todos los conflictos pueden ser estudiados en términos de la teoría de juegos6) estudia aquellos casos de interacción o interrelación (estratégica) entre diversos individuos –generalmente en competición entre ellos– en donde el objetivo es lograr un resultado determinado buscado por las diversas partes. Estas partes o individuos son llamados «jugadores». Los «juegos cooperativos» en donde estos intervienen son casos de interrelación en donde participan diversas coaliciones de jugadores. Se trata, entonces, de casos en los que, para obtener un cierto resultado (para «ganar el juego»), es necesario realizar alianzas, conformar bloques o coaliciones. Por el contrario, en los «juegos no-cooperativos» se asume la ausencia de coaliciones, por lo que “cada participante actúa independientemente, sin colaboración [de los demás jugadores]”7. En consecuencia, sus estrategias deben ser elaboradas de manera autónoma8.
Ahora bien, los conflictos jurídicos pueden verse desde distintos enfoques, según se trate de los sujetos del conflicto o de los objetos de este, o según se privilegie un enfoque intra-sistemático o extra-sistemático9. En este trabajo pretendo enfocarme en los sujetos del conflicto, en los «jugadores», de acuerdo con el planteamiento ya señalado. Sin embargo, previamente es necesario realizar una distinción importante en el ámbito de la teoría de la interpretación: aquella entre las disposiciones y las normas. A ello estará dedicado el siguiente acápite. En el tercero, por su parte, se hablará acerca de los juegos cooperativos y no-cooperativos en el derecho, y qué tipos de conflictos «describen». En el cuarto punto se analizarán algunos aspectos relevantes de la forma en que estos conflictos se desarrollan en el ámbito jurídico. En el quinto, finalmente, se ofrece una breve conclusión.
Como es bien conocido, en la teoría de la interpretación suele distinguirse entre dos «objetos jurídicos» distintos: las disposiciones y las normas10. Se entiende por disposiciones a los textos normativos –todavía no interpretados– producidos por autoridades normativas (legislativas) amparadas por normas de competencia que otorgan el poder de creación, modificación o extinción de tales textos11. Por su parte, se llaman normas (en sentido técnico) a los significados atribuidos a dichos textos: en particular, los significados atribuidos por autoridades interpretativas a su vez amparadas por normas de competencia que les otorgan un poder tal (de interpretación y aplicación del derecho).
A efectos de este trabajo, consideraré a un sistema jurídico como el conjunto de las normas explícitas e implícitas (expresas e inexpresas) pertenecientes, de acuerdo a ciertos criterios, a ese sistema. Las disposiciones son los textos normativos, mientras que las normas son los significados atribuidos por los intérpretes a tales disposiciones. Sin embargo, como suele recalcar Guastini, a menudo se presentan casos en donde no está claro si un texto normativo expresa la norma N1 o, al contrario, la norma N2; también otros donde, aun conviniendo que una disposición expresa la norma N1, cabe preguntarse si expresa también la norma N2, y así por el estilo. Además, sucede que los intérpretes no se limitan siempre a adscribir un significado plausible a una disposición; es decir, no se limitan a interpretarla, sino que realizan una labor creativa (o de «construcción jurídica»12): casos a los que se pueden reconducir las así llamadas «normas implícitas»13.
La distinción entre interpretación y construcción jurídica –si seguimos siempre las huellas de Guastini– se puede realizar a la luz de la distinción entre la interpretación cognitiva, la interpretación decisoria y la interpretación creativa. Así, la interpretación cognitiva es una actividad descriptiva (de conocimiento), que se limita a identificar los posibles significados de una determinada disposición, sin elegir uno u otro, dentro de un marco de significados plausibles. Cada uno de estos significados representa, como ya se dijo, una norma. La interpretación decisoria, por otro lado, consiste en la elección (por lo que representa una actividad de voluntad) que hace el intérprete de uno de los significados previamente identificados, eligiendo una norma de entre otras opciones posibles previamente identificadas. Finalmente, la interpretación creativa no se limita a elegir uno de los significados plausibles, dentro del mencionado marco de significados, sino que atribuye un significado que se encuentra fuera de aquel: en este último caso se habla más propiamente de “construcción”, no de interpretación jurídica. En otras palabras, interpretación y construcción jurídica se diferencian en cuanto, en la primera, la elección de un significado se puede reconducir a uno de los significados plausibles de un determinado texto, mientras que, en la segunda, no.
Me he servido, pues, de una distinción común a toda práctica interpretativa: aquella entre el texto y el significado del texto. Naturalmente, esto presupone la existencia de distintos individuos que realizan estos dos tipos de actividades: el autor y el intérprete. Se podría pensar en distintos autores y en distintos intérpretes en diferentes circunstancias y contextos. Piénsese, por ejemplo, en la interpretación conversacional: en dicho caso, el éxito de la comunicación entre el hablante y el receptor depende de que este último (intérprete) comprenda la intención comunicativa del primero. La intentio auctoris y la intentio lectoris –como las llama Eco– en este caso deben coincidir. Piénsese, por otro lado, en la interpretación literaria: aquí el autor y el lector no se comunican directamente, por lo que entre ellos media una obra que el lector puede interpretar de diversas maneras. Por ello, Eco añade a las dos «intenciones» antedichas también la denominada intentio operis14, en donde el término intención tiene, evidentemente, un sentido puramente metafórico (la intención de la obra: el texto, el discurso). En el caso de la interpretación jurídica también esta distinción es realizada (la distinción entre el texto y el significado del texto); sin embargo, la interpretación jurídica es distinta respecto de otros tipos de interpretación porque esta, en último término, se resuelve en una cuestión de «poderes»; específicamente, de poderes interpretativos a cargo de determinados individuos autorizados para tal efecto («los jueces»). En ninguna otra práctica de este tipo la interpretación autorizada –y, particularmente, en el caso de los tribunales de última instancia, la interpretación última y definitiva– de un texto consiste en un ejercicio de poderes o competencias. Por supuesto, no solo los jueces interpretan los textos jurídicos15. Y, sin embargo, la interpretación por ellos realizada es, por decirlo de alguna manera, especial. Ello, en el sentido de que sus interpretaciones «constituyen derecho»16; es decir, cuentan –de acuerdo con las reglas del sistema– como decisiones jurídicas: decisiones que crean efectos jurídicos (o, lo que es lo mismo, que “inciden sobre las obligaciones y los derechos de las partes”). Se trata, como ha insistido varias veces Celano, de un efecto de la nomodinámica del derecho17: del fenómeno de la autoridad, ineludible en el caso de cualquier sistema jurídico18.
Este fenómeno redunda, en consecuencia, en la presencia de diferentes tipos de conflictos: por el «texto» y por el «significado del texto»; es decir, por el establecimiento de las disposiciones y de las normas de un determinado sistema jurídico. El derecho, como decía antes, a menudo se establece en circunstancias de conflicto. Estos conflictos pueden ser reconstruidos, en términos de la teoría de juegos, como juegos cooperativos y no-cooperativos. Lo explicaré a continuación.
El procedimiento legislativo tiene como objetivo la creación, modificación o extinción de textos jurídicos (o disposiciones). La discusión y el debate legislativos están orientados, justamente, al establecimiento de tales textos normativos, a su aprobación o desaprobación. Este es, por supuesto, un terreno fértil para que se den conflictos; por ejemplo, entre bancadas diversas de legisladores con idearios políticos, morales o de cualquier otro tipo, confrontados o tendencialmente incompatibles entre sí. Es fácil pensar en ciertos casos, como la despenalización del aborto, el reconocimiento de la eutanasia como un derecho de libertad, el matrimonio igualitario, la adopción igualitaria, el reconocimiento de determinados derechos sociales, entre otros, que pueden enfrentar –y que de hecho enfrentan– a distintos actores políticos y, en particular, a distintos parlamentarios, acerca del contenido que tendrán la constitución (si se trata de legisladores constituyentes) o las leyes (si se trata de legisladores ordinarios).
En general, el «éxito» de un grupo u otro radica en la posibilidad de que estos puedan obtener una mayoría de un cierto tipo –de acuerdo con los diferentes casos– que se obtiene mediante el establecimiento de alianzas y coaliciones, en favor o en contra de la aprobación de un texto normativo o de un conjunto de estos (un cuerpo normativo). De esta manera, los distintos «jugadores» con intereses comunes procuran conformar coaliciones con el objetivo de alcanzar tales fines. Se trata, como ya decía antes, de «conflictos por el texto». Así pues, en estos conflictos –que podríamos llamar– por la constitución o por la legislación, distintas coaliciones de legisladores (constituyentes u ordinarios), plantean la inclusión, modificación o eliminación de ciertos textos normativos, de manera que estos pasen a formar parte de las disposiciones de un determinado ordenamiento. En otras palabras, en los términos de la teoría de juegos, se trata de juegos cooperativos en donde la obtención de un objetivo depende de la conformación de alianzas y coaliciones de jugadores que colaboran entre sí para que dicho objetivo sea realizado. Como se ve, en la teoría de juegos, el término «cooperativo» no indica necesariamente la ausencia de conflicto. A menudo, más bien, indica la presencia de un tipo específico de interrelación en donde para «ganar» el juego es necesaria la cooperación entre los diferentes jugadores. Se trata, por otro lado, de juegos «iterados»; esto es, casos de interacción (estratégica) entre jugadores que se repiten en el tiempo en un determinado escenario (stage game), como ocurre, en nuestro caso, con otros tantos textos legislativos a lo largo del tiempo.
Por supuesto, se puede pensar en ciertos cuerpos normativos (los reglamentos, por ejemplo) que son el producto, no de un órgano colegiado integrado por varios legisladores, sino del ejercicio de determinadas competencias normativas que no requieren del concurso de otras autoridades para su aprobación. Justamente, en el caso de los reglamentos generalmente se requiere de la sola voluntad del presidente de la República, expresada en tal o cual texto normativo. De allí que, en sentido amplio, no todos los actos de «legislación» puedan ser descritos como juegos cooperativos. Se habla de un juego cooperativo solo en aquellos casos en donde su resultado depende de la interacción de diversas coaliciones de jugadores, como ocurre en las asambleas constituyentes o en las legislaturas ordinarias en nuestros sistemas jurídicos modernos. De todos modos, nótese que –en nuestros ordenamientos jerarquizados– estos cuerpos normativos son inferiores a las leyes y a la constitución, de tal suerte que su validez formal o material está sujeta al contenido de estas. En último término, el resultado de los juegos cooperativos ya mencionados (el contenido de la constitución y las leyes) determina indirectamente el contenido de estos otros textos normativos19.
Una vez que los textos normativos se encuentran en vigor, el conflicto suele trasladarse, en términos generales, del ámbito legislativo al ámbito de los jueces. Las partes procesales –a menudo enfrentadas entre ellas– plantean interpretaciones disímiles de los mismos textos normativos. Las mismas disposiciones, según el enfoque de estas partes, expresan normas antitéticas («conflicto por el significado»20). Al respecto, sostiene Celano:
En la práctica del derecho, la interpretación es objeto de controversia y de argumentación. Los participantes presentan argumentos (“argumentos interpretativos”) tendientes a acreditar la conclusión de que tal particular texto tiene tal particular significado. En otros términos, un rasgo peculiar (por supuesto, no exclusivo) del discurso jurídico es la propuesta y la defensa de hipótesis discordantes de interpretación de determinados textos, mediante la elaboración de inferencias que pretenden justificar la atribución de significados (en particular, normas) a significantes (en particular, disposiciones)21.
Esto es del todo frecuente. Habitualmente, el conflicto entre las partes procesales se da porque sus «intereses interpretativos» son incompatibles. Los juristas desacuerdan acerca de lo que el derecho «dice», y sobre cuáles «son» los derechos de cada una de las partes. Vuelvo a Celano:
[L]os juegos interpretativos de los operadores jurídicos no son juegos de coordinación, sino problemas de interacción estratégica no cooperativos […] en los cuales los intereses interpretativos de los participantes se encuentran en conflicto22.
Sin embargo, las partes procesales podrían no estar en desacuerdo acerca de la interpretación «correcta» de las disposiciones jurídicas. En otras palabras, la interpretación dirigida a los textos podría no resultar conflictiva, de modo que las partes podrían concordar acerca de las «normas vigentes» aplicables a su caso, pero estar en desacuerdo acerca de los hechos subsumibles en relación con tales normas («conflicto por la realidad procesal»). Es así como las partes procesales, en la lucha por el «significado» o por la «realidad procesal», poseen intereses interpretativos diversos o enfrentados que no pueden resolver por sí mismos, de manera que deben tomar sus decisiones de forma independiente respecto de las otras partes (los otros «jugadores»). Se trata, en los términos de la teoría de juegos, de juegos no-cooperativos23.
Estos son –podríamos decirlo así– conflictos en la constitución o en la legislación (no conflictos por). Se trata de conflictos que no tienen como objetivo el establecimiento de textos normativos, sino el significado de estos (de acuerdo con intereses interpretativos enfrentados entre partes procesales); conflictos que, en todo caso, están sujetos a determinadas normas previamente establecidas acerca de las competencias judiciales y los procedimientos determinados para su resolución. En otras palabras, el contenido procedimental y de competencia que resulta de determinados juegos cooperativos (conflictos por) en donde estas «reglas formales del juego» se establecen es requisito para que estos otros conflictos (en la constitución y en la legislación) puedan darse.
No sólo los juristas pueden estar en desacuerdo acerca de la interpretación «correcta» de los textos normativos, sino que también los jueces podrían encontrarse en esa misma posición, tal como suele ocurrir en los tribunales en donde las decisiones deben tomarse por mayoría24. Tenemos, en estos casos, votos de mayoría y votos salvados. El resultado del conflicto, por ello, depende de la obtención de una mayoría determinada. Estos conflictos interpretativos son juegos cooperativos. Ello, en el sentido de que los jueces deben obtener las adhesiones necesarias para que su decisión última (esto es, la decisión del caso) sea aquella que, conforme a las reglas del sistema, cuente como decisión jurídica. Los votos salvados, por muy bien argumentados que se encuentren, por muy convincentes que puedan resultar en una determinada comunidad interpretativa, no cuentan, en último término, como decisiones jurídicas, en el sentido de que no pueden producir efectos jurídicos vinculantes para las partes (o, en sus casos, que generen efectos erga omnes25).
La adscripción de significado a un texto jurídico es, a efectos del sistema, una cuestión de poderes interpretativos: del ejercicio de determinadas competencias establecidas por el sistema jurídico de referencia. En la práctica interpretativa importan, sin duda, los argumentos que se invocan, las razones que se esgrimen en favor o en contra de una determinada conclusión. Y, sin embargo, en último término la resolución de un «problema de justicia» (“¿qué exige la justicia en un caso X?”), tiene que ver con el ejercicio de determinadas competencias y con la práctica de ciertos procedimientos. El problema se produce porque los así llamados «poderes de determinación»26, por efecto de la transformación (aunque sea parcial, pero decisiva) que el derecho realiza de los problemas sustantivos en problemas procedimentales y de competencia, definen en último término –desde el punto de vista jurídico– lo que cuenta como derecho27.
En otras palabras, es el ejercicio de estos poderes interpretativos el que determina el significado jurídico de un texto normativo. Podríamos convenir en que la decisión de los jueces ha sido «errada», en que la interpretación del derecho no ha sido «correcta», o en que la interpretación o valoración de los hechos ha sido asimismo «defectuosa»; pero esto no implicará que la decisión de estos no sea, de acuerdo con las reglas del sistema, jurídicamente vinculante28. Podríamos atacarla, apelar o presentar otros recursos sobre su contenido; y, aun así, eventualmente tendremos una decisión final, última, no sujeta a controles ulteriores. Este es un problema objetivo de los sistemas jurídicos, un efecto ineludible de la nomodinámica del derecho.
Piénsese que los tribunales de última instancia (uso el término en sentido amplio) generalmente están conformados por un número impar de jueces que deben decidir los casos de acuerdo con la regla de mayoría (en donde la decisión mayoritaria cuenta como decisión jurídica vinculante). Por ende, los conflictos interpretativos que allí puedan surgir se pueden caracterizar como juegos cooperativos. Es así como, en último término, en nuestros ordenamientos modernos determinados juegos cooperativos (en sede legislativa) dan paso a ciertos juegos no-cooperativos (entre las partes procesales) y, eventualmente, a otros juegos cooperativos (en sede jurisdiccional, allí donde la decisión judicial dependa de la obtención de una mayoría). Los juegos así mirados son conflictos jurídicos de diferentes tipos que se presentan en (y, antes aún, por) el derecho, pero que también lo determinan en cuanto a su contenido. Una teoría de los conflictos es un capítulo necesario de una teoría estructural o formal del derecho.
Ahora bien, los juegos cooperativos que pueden aparecer en sede legislativa, así como los juegos no-cooperativos y cooperativos que pueden aparecer en sede judicial varían, no solamente en cuanto a su estructura, sino también en cuanto a la forma de su resolución, a las competencias ejercidas en tal virtud y, en último término, también con relación a las herramientas discursivas que suelen ser usadas en cada caso.
Los conflictos por la constitución y por la legislación (juegos cooperativos) suelen resolverse mediante el sometimiento a votación de los textos propuestos para su aprobación, mientras que los conflictos en la constitución y en la legislación (juegos cooperativos o no-cooperativos, según el caso) suelen hacerlo mediante el sometimiento de la controversia a una autoridad judicial. En el primer caso, los propios legisladores tienen el poder de decidir, generalmente mediante la regla de mayoría, qué texto será incorporado o no en la constitución o en las leyes (que tal cosa ocurra o no depende de los acuerdos a los que lleguen o de la capacidad de las distintas bancadas o coaliciones para encontrar apoyo a sus propuestas). El contenido del texto depende, en último término, de la suma de sus voluntades: cada uno de los legisladores tiene una cuota –por decirlo de algún modo– del poder de legislar, entendido en términos de la competencia para emanar ciertas disposiciones con valor jurídico en un ordenamiento determinado. En el segundo caso, las partes procesales no pueden resolver por sí mismas el conflicto, pues su resolución está a cargo de una autoridad externa a ellas: el poder jurídico para decidir (la competencia) corresponde a alguien distinto de las partes procesales en conflicto. Los tribunales –al igual que los legisladores– tienen la potestad de resolver por sí mismos el problema a través de la regla de mayoría.
No obstante, hay algo que también acomuna a este tipo de conflictos. Y esto es que en todos los casos las diversas partes pueden estar en desacuerdo sobre el problema de fondo (los legisladores sobre los textos que serán aprobados, las partes procesales sobre el significado de esos textos, lo mismo que los jueces), pero deben estar de acuerdo, al menos en principio, sobre las reglas procedimentales que han de servir para la resolución del conflicto. Estas reglas de procedimiento –dice Raz– “permiten el acuerdo frente al desacuerdo”29.
Los legisladores, por ejemplo, están sujetos a ciertos mecanismos de votación, a ciertos términos y plazos, a la aplicación de la regla de mayoría (simple, absoluta…), etc. Las partes procesales han de acudir a los órganos jurisdiccionales con competencia para resolver su caso, además de estar sujetas a ciertas reglas procedimentales. En muchos de los casos, la falta de estas formalidades autoriza a las partes a impugnar o recurrir una decisión determinada. Esto se produce, por supuesto, recurriendo a otras tantas reglas procedimentales aplicables a jueces o tribunales superiores con competencia para revisar las decisiones de los inferiores. No hay que dejar de mencionar, eso sí, que la determinación de estas reglas procedimentales –por ejemplo, en el caso de los textos legislativos que las instituyen– puede estar sujetas a controversia (verbigracia, acerca de qué reglas procedimentales son más adecuadas, o acerca de qué órganos deberían ostentar qué competencias). Además de que ciertos procedimientos o competencias también podrían estar sujetos a conflictos judiciales; es decir, a su determinación mediante poderes interpretativos. Se puede decir, en consecuencia, que en el caso de los que he llamado «conflictos por» están en juego ciertos poderes normativos; mientras que, en el caso de los que he llamado «conflictos en», están en juego ciertos poderes interpretativos30.
Piénsese que la legislatura es, según una concepción estándar, el lugar de la argumentación y de la negociación31. Estos fenómenos se presentan paradigmáticamente en las asambleas constituyentes; pero no son ajenos, quizás en menor medida, a las asambleas ordinarias32. En el contexto de estas asambleas, el debate (el proceso deliberativo) se desenvuelve en modos diversos y a veces heterogéneos: de acuerdo con Elster, la apelación discursiva a razones, pasiones e intereses hace, en términos amplios, al debate legislativo (con mayor fuerza en aquel constituyente)33.
El objetivo de las distintas coaliciones de legisladores –cuando no conforman ya una mayoría– es el de convencer a otros legisladores para que se sumen a sus propuestas. Por su parte, en el caso de los conflictos a los cuales se enfrentan las partes procesales en sede jurisdiccional, generalmente solo tiene lugar la argumentación, mientras que la negociación está, al menos en principio, excluida (aquellos casos «transables», en los que las partes logran ponerse de acuerdo, no pasan por la decisión autoritativa de los jueces, sino por la aplicación de la voluntad de las partes34). Los legisladores están en capacidad de resolver el conflicto por sí mismos, las partes procesales solo excepcionalmente, y siempre que se trate de una materia «transable» (cosa que, por lo demás, también podría ser materia de discusión jurisdiccional). Los legisladores crean el derecho (si por derecho entendemos un conjunto de disposiciones), los jueces crean el derecho (si por derecho entendemos un conjunto de normas35), y aunque las partes procesales no tengan la capacidad jurídica de hacerlo, ellas pueden influir en el resultado final del conflicto a través de la argumentación (rectius, a través de distintos instrumentos argumentativos tendientes a la acreditación de una determinada conclusión interpretativa36). De esa manera, al menos indirectamente, pueden participar en la creación del derecho37.
Como había dicho ya, este puede ser considerado como un (modesto) capítulo de una teoría estructuralista del derecho; ello, en particular, porque los conflictos –como también señalé– se presentan por y en el derecho, pero también determinan su contenido. La teoría de los conflictos jurídicos es, entonces, un capítulo de la teoría general del derecho. En particular, la teoría de juegos constituye un aporte interesante en la medida en que nos permite distinguir y esquematizar, en términos formales, los distintos conflictos jurídicos que se presentan y que dan forma al derecho en nuestros ordenamientos modernos. Por otra parte, esta visión conflictivista del derecho puede ser también considerada como un posible instrumento de una teoría jurídica realista. Esto, en la medida en que ata el contenido del derecho (en general, aunque no exclusivamente) al resultado de determinadas interacciones conflictivas que pueden dar paso a distintos sistemas de normas (según los diferentes conflictos de que se trate, y según las interacciones efectivas de los distintos «jugadores»). Se trata, en tal sentido, de una serie de hechos cuya descripción (en términos formales) parece conducir a un modo realista de estudiar el derecho.
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1. Algunos ejemplos: Braithwaite, Richard. Theory of Games as a Tool for the Moral Philosopher. Cambridge: Cambridge University Press, 1995; Kuhn, Steven. “Reflections on Ethics and Game Theory”. Synthese, 141/1 (2004), pp. 1-44; Verbeek, Bruno. Instrumental Rationality and Moral Philosophy: an essay on the virtues of cooperation. Dordrecht: Kluwer Academic Publishers, 2002; Verbeek, Bruno. “Conventions and Moral Norms: the Legacy of Lewis”. Topoi, 27/1-2 (2008), pp. 73-86 (este último, sobre las huellas de David Lewis. Convention. A Philosophical Study. Cambridge: Harvard University Press, 1969).
2. Nash, John. “Non-cooperative Games”. Annals of Mathematics Journal, 54 (1951), pp. 286-295.
Von Neumann and Morgenstern have developed a very fruitful theory of two-person zero-sum games in their book Theory of Games and Economic Behavior. This book also contains a theory of n-person games of a type which we would call cooperative. This theory is based on an analysis of the interrelationships of the various coalitions which can be formed by the players of the game. Our theory, in contradistinction, is based on the absense of coalitions in that is assumed that each participant acts independently. (Ibíd.)
3. En otras palabras, en este trabajo no se hallarán posibles estrategias que los «jugadores» podrían o deberían usar para obtener determinados resultados esperados. No se trata sino de un análisis formal o estructural de estos conceptos; aplicados, luego, al estudio de los conflictos en el derecho.
4. Se trata, diría Bobbio, de un capítulo de la teoría estructuralista del derecho (Vid., en general, Bobbio, Noberto. Dalla struttura alla funzione. Bari: Laterza, 2007).
5. Comanducci, Paolo. “La interpretación jurídica”. El realismo jurídico genovés. Ferrer-Beltrán, Jordi & Battista Ratti, Giovanni (eds.). Madrid: Marcial Pons, 2011, pp. 54-55.
6. Aunque, seguramente, el mismo razonamiento no vale para el caso contrario. Esto es, que no todos los juegos podrían verse siempre en términos de una teoría «puramente conflictivista». La intersección de ambas clases de casos es, sin embargo, amplísima en su contenido. A menudo los juegos pueden ser definidos en términos de ciertos conflictos. En un libro introductorio, Binmore dice:
La cooperación y el conflicto son dos caras de la misma moneda, ninguna de las cuales puede explicarse sin tener en cuenta la otra. Reflexionar sobre un juego de conflicto puro como el Juego de las Monedas no equivale a afirmar que todas las interacciones humanas sean competitivas. Tampoco se está afirmando que toda la interacción humana es cooperativa cuando se analiza un juego de coordinación pura como el Juego de la Conducción (Ken Binmore. La teoría de juegos. Madrid: Alianza editorial, 2007, p. 18).
Y, más adelante, señala también:
El uso de las palabras es una fuente interminable de confusión, porque los críticos suponen equivocadamente que la teoría de juegos no cooperativa trata exclusivamente del conflicto, mientras que la teoría de juegos cooperativa trata exclusivamente de la cooperación. Tienen razón en la medida en que la teoría de juegos cooperativa se centra en buena parte en cómo unos individuos racionales cooperarán, qué coaliciones se formarán, qué parte del pastel conseguirá cada uno. Pero se equivocan cuando tratan la teoría de juegos cooperativa y no cooperativa como perspectivas antitéticas en las que el Doctor Jeckyll y Mr. Hyde se erigen como paradigmas enfrentados sobre la condición humana (Ibíd., pp. 200-201).
7. Nash, John. “Non-cooperative Games”, Óp. cit., p. 286. Vale anotar, en todo caso, que el propio Nash habla de una tercera categoría: Two-Person Cooperative Games. Se trata de casos -dice él- en donde,
two individuals whose interests are neither completely opposed nor completely coincident. The word cooperative is used because the two individuals are supposed to be able to discuss the situation and agree on a rational joint plan of action, an agreement that should be assumed to be enforceable” (John Nash. “Two-Person Cooperative Games”. Econometrica, 21 (1953), p. 128).
Me parece que esta situación puede presentarse, en el ámbito del derecho, en aquellos casos «transables». Al respecto se hablará brevemente más adelante.
8. Justamente porque las alianzas y coaliciones están excluidas.
9. Vid. Maldonado Muñoz, Mauricio. “Dilemas morales, conflictos entre derechos y conflictos «por» y «en» el derecho”. Discusiones, 19/1 (2017), pp. 179-213.
10. Vid. Guastini, Ricardo. Interpretare e argomentare. Milano: Giuffrè, 2011, cap. IV.
11. Exceptuando, naturalmente, a los legisladores constituyentes, cuyo ejercicio de creación normativa no está amparado por normas superiores que la autoricen. Se trata, como han señalado Norberto Bobbio (2012), Luigi Ferrajoli (2011) y Riccardo Guastini (2016), de un poder de hecho («autorizante», no «autorizado»), puramente creador de una primera constitución; donde por «primera constitución» se entiende a aquella que hace uso de un poder fundacional (de un ordenamiento jurídico, no necesariamente de un nuevo Estado). De allí que toda primera constitución no sea ni válida ni inválida, sino simplemente existente. La validez es un concepto relacional: que relaciona, formal o materialmente, a (al menos) dos normas. La inexistencia de normas superiores respecto de una primera constitución supone que el concepto de validez no le sea aplicable. En ese sentido, el único poder genuinamente constituyente es el poder «originario» (con buona pace de los «constituyentes derivados», que son detentores de un poder constituido: «autorizado», no «autorizante»). (Cfr. Norberto Bobbio. Studi per una teoria generale del diritto. Torino: Giappichelli, 2012; Luigi Ferrajoli. Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia. 1. Teoría del derecho. Madrid: Trotta, 2011; Riccardo Guastini. La sintaxis del derecho. Madrid: Marcial Pons, 2016.)
12. Guastini, Riccardo. “Interpretación y construcción jurídica”. Isonomía, 43 (2015), pp. 11-48.
13. Guastini, Riccardo. La sintaxis del derecho. Óp. cit. pp. 355 ss.
14. Vid. Eco, Umberto. Los límites de la interpretación. Barcelona: Lumen, 1992, pp. 29 ss.
15. Tenemos, verbigracia, a la interpretación doctrinal (Vid. Riccardo Guastini. Interpretare e argomentare. Óp. cit., pp. 75 ss.).
16. Vale decir, de paso, que no es lo mismo afirmar que la decisión de un juez «constituye derecho» (es decir, que vale como derecho de acuerdo a las reglas de un determinado sistema) que decir que «el derecho es lo que dicen los jueces» (tesis atribuida particularmente a los partidarios del realismo jurídico radical). Vid., inter alia, Riccardo Guastini. Interpretare e argomentare. Óp. cit.; Jordi Ferrer Beltrán. “El error judicial y los desacuerdos irrecusables en el derecho”. Acordes y desacuerdos. Cómo y por qué los juristas discrepan. Pau Luque Sánchez & G.B. Ratti (eds.). Madrid: Marcial Pons, 2012.
17. El término «nomodinámica», como es de sobra conocido, viene de Kelsen: vid., inter alia, Hans Kelsen. General Theory of Law and The State. New Brunswick: Transaction Publishers, (1949) 2006.
18. Celano, Bruno. Derecho, justicia, razones. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 2009, pp. 23 ss.
19. Naturalmente, si nos referimos a su contenido, hablamos de su ámbito de validez material; si hablamos, en cambio, de su procedimiento de creación, nos referimos a su ámbito de validez formal (Vid. Riccardo Guastini. La sintaxis del derecho. Óp. cit., pp. 222 ss.).
20. Celano usa la expresión «lucha por el texto», que yo he usado para los juegos en donde está en disputa el establecimiento de una determinada disposición, no de una norma en el sentido ya explicado, de allí que, para este efecto haya preferido hablar de «lucha por el significado».
21. Traducción libre. Celano, Bruno. Due problemi aperti della teoria dell’interpretazione giuridica. Modena: Mucchi, 2017, p. 24. El original, en italiano, dice:
Nella pratica del diritto, l’interpretazione è oggetto di controversia, e di argomentazione. I partecipanti adducono argomenti (“argomenti interpretativi”) tendenti ad accreditare la conclusione che quel particolare testo abbia quel particolare significato. In altri termini, un tratto peculiare (beninteso, non esclusivo) del discorso giuridico è la proposta e la difesa di ipotesi discordanti di interpretazione di testi dati, mediante l’elaborazione di inferenze che pretendono di giustificare l’attribuzione di significati (in particolare, norme) a significanti (in particolare, disposizioni).
22. Traducción libre. Ibíd., p. 9. El original, en italiano, reza:
i giochi interpretativi giocati dagli operatori giuridici non sono giochi di coordinazione, ma problemi di interazioni strategica non cooperativi […] nel quali gli interessi interpretativi dei partecipanti sono in conflitto.
En otro sentido, vid. Chiassoni, Pierluigi. Desencantos para abogados realistas. Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2012, pp. 32 ss.
23. De allí que las posibles alianzas o coaliciones se encuentren, en general, descartadas. En efecto, en este tipo de casos, las alianzas o los acuerdos entre las partes no resuelven en sentido estricto el conflicto, sino que lo disuelven, hacen que desaparezca. Más aún, esto es posible solo en ciertos casos «transables». Sobre esto hablaré más adelante.
24. Naturalmente, esto no se aplica a los casos en donde se tiene un único juez encargado de resolver una clase de casos.
25. Lo que dependerá, naturalmente, de las competencias del órgano y de los sistemas de control vigentes de que se trate (Vid. Eduardo García de Enterría. La constitución como norma y el Tribunal Constitucional. Madrid: Civitas, 1982).
26. Celano, Burno. Derecho, justicia, razones. Óp. cit., 2009, pp. 281 ss.
27. Ibíd., pp. 23 ss.
28. Se puede pensar, en otro ámbito, en un ejemplo añoso usado entre los teóricos del derecho para explicar este fenómeno: el famoso gol de Maradona («la mano de dios»), en donde Maradona, en el partido entre Argentina e Inglaterra, realizó un gol con la mano que el árbitro dio como válido. Hay una norma del fútbol que señala que un gol con la mano no constituye un gol válido, pero, a su vez, existe otra que otorga una competencia al árbitro para decidir qué cuenta como un gol válido. Podemos decir que el árbitro (juez) se ha equivocado, al menos en la interpretación de los hechos; y, sin embargo, sabemos que el gol señalado subió en el marcador. (Cfr. José Juan Moreso. “La doctrina Julia Roberts y los desacuerdos irrecusables”. Los desacuerdos en el Derecho. José Juan Moreso, Jordi Ferrer-Beltrán & Luis Prieto Sanchís (eds.). Madrid: Fundación Coloquio Jurídico Europeo, 2010; y, Jordi Ferrer Beltrán. “El error judicial…”. Óp. cit., 2012).
29. Raz, Joseph. Entre la autoridad y la argumentación. Sobre la teoría del derecho y la razón práctica. Madrid: Marcial Pons, 2013, p. 228.
30. Vid. Celano, Bruno. Due problemi aperti… Óp. cit., 2017, pp. 83 ss. Dice, también, Celano:
Nel diritto, a differenza che nella comunicazione ordinaria, l’interpretazione è ‘amministrata’: vi sono poteri interpretativi – il diritto tende indefinitamente a trasformare ogni problema sostanziale di interpretazione (‘Quale significato attribuire a questa espressione?’) in un problema di carattere procedurale (‘Chi, e come, è competente a decidere quale significato attribuire a questa espressione?’). Perché? Perché le decisioni di organi competenti, prese secondo la procedura appropriata, producono, di regola, effetti giuridici: fanno, dal punto di vista del diritto, differenza” (Ibíd., pp. 91-92).
31. Vid., en general, Elster, Jon. “Arguing and Bargaining in Two Constituent Assemblies”. Journal of Constitutional Law, 2/2 (2000), pp. 345-421.
32. Ibíd., 347. Dice Elster:
Constituent assemblies are privileged… in that they often exhibit both arguing and bargaining in their most striking forms. Compared to other assemblies and committees, they differ both in their goal and in their setting. On the one hand, the matters that have to be decided are far removed from petty, self-interested, routine politics. Because the goal is to create a legal framework for the indefinite future, the requirement of impartial argument is very strong. Interest-group pluralism does not work when some of the parties are generations as yet unborn. The special setting works in the opposite direction. Constitutions are often written in times of crises that invite extraordinary and dramatic measures […] Hence, constituent assemblies are often more polarized than ordinary law-making bodies. They are not engaged in politics as usual, but oscillate between what Bruce Ackerman calls ‘higher law-making’ and sheer appeal to force”.
33. Ibíd. Cfr., además, Damele & Pallante, quienes reconducen la cuestión al logos (argumentación), al ethos (negociación) y al pathos (retórica) aristotélicos (Giovanni Damele & Francesco Pallante. “Argomentazione, negoziazione e persuasione nei processi costituenti”. RIFL (2016), pp. 95-96.)
34. Al respecto, vid. nota 8.
35. Vid. Guastini, Riccardo. “Conoscere il diritto”. Quaderni di ricerca giuridica della Consulenza Legale, 75 (2014), pp. 25-38.
36. Vid. al menos, Tarello, Giovanni. L’interpretazione della legge. Milano: Giuffrè, 1980; Riccardo Guastini. Interpretare e argomentare. Óp. cit.; y Pierluigi Chiassoni. Técnicas de interpretación jurídica. Breviario para juristas. Madrid: Marcial Pons, 2011.
37. Esta es, mutatis mutandis, una vieja idea de Hans Kelsen. (Kelsen, Hans. La teoria generale del diritto e il materialismo storico. Roma: Istituto della Enciclopedia italiana, (1931) 1979.)