Diego Falconí
La ley se escribe sin cesar sobre el cuerpo.
Se graba en los pergaminos hechos con
la piel de los sujetos. Los articula en un
corpus jurídico. Los hace su libro.
Michel De Certeau
La invención de lo cotidiano
Este trabajo intenta abordar desde la metodología intertextual, los vínculos entre la literatura y el derecho a partir de un fenómeno problemático: el ordenamiento jurídico y su complejo disciplinamiento del cuerpo humano. Para ello, se realiza un análisis comparativo entre la filosofía y la teoría política que articule, desde las humanidades y su focalización en el cuerpo humano, un marco teórico crítico con la noción de maquinaria, presente en varios postulados del positivismo jurídico decimonónico. Esto permite dar una clave de lectura que reinterpreta tres textos literarios de diversos espacios y tiempos: "En la colonia penitenciaria", de Franz Kafka; La Eva futura, de Villiers de Lisle Adam y "Del seguro contra robos de autos" (Divertinventos) de Abdón Ubidia.
This paper aims to link -through the intertextual methodology- Literature and Law. By binding these two traditions it is possible to address a problematic issue: the way the legal system disciplines the human body. In this essay a comparative analysis between Philosophy and Political Theory articulates a theoretical framework, which criticizes -from the perspective of the Humanities and its focus on the human body- the notion of machinery, present in several assumptions of nineteenth-century legal positivism. This framework gives a key to reinterpret three different literary texts, written in diverse spaces and times: "In the Penal Colony", by Franz Kafka, The future Eve, by Villiers de L’Isle Adam, and “Del seguro contra robos de autos" (Divertinventos), by Abdón Ubidia.
I. Introducción. II. El Estado-cuerpo y el Estado-máquina: dos intertextos filosóficos insalvables para el derecho. III. Revisando la máquina jurídica: el retorno al cuerpo desde los intertextos literarios.
Al parecer el derecho y la literatura son disciplinas diferentes que transitan por derroteros disímiles. Cuestiones como la dicotomía objetividad/subjetividad, la sustancial diferencia metodológica, el uso particular de las funciones del lenguaje o las temáticas de aplicación pueden ser decidoras y distintivas entre estos dos campos del saber.
No obstante hay un terreno en el que ambas tradiciones se encuentran y es el de la textualidad. Justamente, a través de la escritura,1 el derecho y la literatura producen textos que, como menciona Itamar Even Zohar, son bienes y herramientas2. Es decir que constituyen materialidad y posibilidad de apropiación, pero al mismo tiempo son motores ideológicos y sociales que reproducen comportamientos y que, por tanto, permiten enseñar a los seres humanos habilidades para interactuar en la sociedad.
Desde esta perspectiva es posible afirmar que los textos literarios y legales se construyen mutuamente. Es decir, que la separación disciplinaria no puede ser absoluta pues en el terreno de la escritura y de la gramática -límites del accionar de la lengua- las palabras viajan, tropiezan unas con otras en diversos registros y formatos, se reproducen (a través de la copia, el homenaje, el plagio) en distintos metalenguajes para así construir un sentido social a través de diversos textos.3 En este sentido, la teórica Julia Kristeva proponía un concepto: el de intertexto, para ver cómo en el terreno de la textualidad ninguna disciplina puede permanecer separada e inmune a otra. Nos dice la teórica, que "todo texto es la absorción o transformación de otro texto"4, y por tanto es posible ver cómo las novelas se nutren de las sentencias judiciales, cómo las épicas construyen textos legislativos o cómo la jurisprudencia se trasplanta en ideales poéticos.
Para quien no esté convencido de esta cuestión, por ejemplo, la primera vez que se enuncia en un texto que la justicia es dar a cada uno lo que se merece, según Fernando Betancourt, es en Grecia y no en la antigua Roma, por parte de la pluma del gran jurista Ulpiano. "En efecto, su primera formulación escrita aparece en Homero, Odisea, 14,84; luego en Platón, República, 1331 y Aristóteles, Retórica, 1, 9; Ética a Nicómaco 5,1 (1129 a y b). De Grecia pasó a Roma en Cicerón, Definibus, 1, 2 y, fundamentalmente, en la jurisprudencia (D. 1,1,10 pr)" (Betancourt, 2007: 143). Debo aclarar que no es tan importante analizar quién fue el primero en enunciar esta arraigada noción de la justicia que repica constantemente en nuestras vidas. Por el contrario, interesa ver cómo este concepto ha nutrido a buena parte de las sociedades de occidente, cómo ha conformado una noción de ética social y cómo esta ética ha viajado a través de los textos, independientemente de que hayan sido literarios, jurídicos o de otra índole. El intertexto, así, propongo sea entendido como una herramienta fundamental que permite el diálogo entre estas dos (y otras) disciplinas a menudo sin mutua locución y que, en ocasiones, con una marcada pobreza metodológica intentan crear puentes pero sin herramientas suficientes para una comparación pertinente.5
En este ensayo precisamente me valgo de intertextos filosóficos, jurídicos y literarios para trazar un viaje por el concepto de maquinaria legal, cifrado en el siglo XIX, en el fulgor de la época positivista. Para lograr tal propósito me interesa constatar dos premisas previas. La primera, cómo el cuerpo humano (y su revestimiento o anulación) ha servido como tropo, como metáfora y como intertexto de la organización estatal y proto-estatal desde la Grecia antigua hasta el siglo XX. Y la segunda, cómo esa metaforización en la vida estatal ha afectado al sujeto jurídico, y por tanto a la persona, a sus derechos y a su cuerpo, razón por la que desde ciertos sectores de las humanidades y la literatura ha habido una crítica que intentaba dar nuevamente valía al cuerpo humano que debía insertarse en la maquinaria legal, al ordenamiento jurídico.
Cuando Platón escribió La República -texto tan político como literario pues en él, por ejemplo, expulsaba de su unidad política ideal a los poetas debido a su engañosa retórica- propone la creación de un Estado que se asemeja profundamente al cuerpo humano. El esquema a continuación permite explicar esta propuesta.6
Cuerpo | Virtud | Estado | |
---|---|---|---|
cabeza | razón | sabiduría | gobernantes |
pecho | voluntad | valor | soldados |
vientre | deseo | moderación | productores |
Aparece así una metáfora -el cambio de una figura por otra- en la que el Estado es entendido a partir de las funciones del alma (el motor corporal), tales como la razón, la voluntad, el deseo. En este modelo corpo-estatal se definen las actividades que cada grupo humano debía desempeñar dentro de las jerárquicas sociedades griegas y para tal efecto se usa la verticalidad del cuerpo. Platón propone empezar por la cabeza para terminar en el vientre, empezar por los gobernantes para terminar con los campesinos, normando a la para los cuerpos humanos y al cuerpo social.
Este proceso de ordenación resulta interesante, además, por una cuestión: propone utilizar para el entendimiento teórico la forma del cuerpo más no su fondo, debate que justamente explica la separación binaria y compleja entre alma y cuerpo. La separación epistémica entre forma del cuerpo y fondo del cuerpo es muy decidora y representativa de la filosofía griega. Es posible verla de modo evidente en el arte, donde se exacerba el cuerpo humano como modelo icónico de representación pero utilizando siempre materiales que curiosamente no provienen de ese cuerpo humano. El mármol de las esculturas griegas o los lienzos (y las pinturas del mundo vegetal o animal que los decoran) son los materiales -el fondo- que componen la modelación del cuerpo ideal -la forma-. Por ende, los materiales nunca provienen del propio cuerpo humano. La sangre o los desechos orgánicos han sido utilizados en la representación artística de varias culturas humanas que los requerían como materiales primarios,7 pero en la Grecia antigua no fue ese el caso. Esta problemática separación entre forma del cuerpo y fondo del cuerpo está así presente en la teorización platónica y refleja la constante dualidad alma/cuerpo, fundamental en Occidente y, precisamente, de inequívoca manufactura platónica. Irónica división pues se celebra en el arte -y en el Estado- el cuerpo como metáfora ideal, pero se omite su fondo material, su más profunda carnalidad.
De cualquier manera, la cuestión más importante de este acercamiento radica en constatar cómo el proto-Estado, concebido y modelado en tanto que cuerpo, afecta directamente a los cuerpos humanos. En efecto, ese cuerpo idealizado fue un modelo político que delineó el orden legal y simbólico de la época, y articuló una ciudadanía diferenciada. Cuando Roma traduce culturalmente a Grecia, al momento de definir lo que contemporáneamente llamamos sujeto jurídico toma la noción de persona (personare en latín, prósopa en griego) por la máscara del teatro griego. Es decir que la persona, el sujeto avant la lettre, no se basaba en el cuerpo sino en la máscara que se aplicaba solamente a ciertos cuerpos para que puedan hablar y actuar en el espacio del derecho. Marcel Mauss, el antropólogo que llevó a cabo el estudio fundacional respecto a la máscara, precisamente llega a la conclusión de que "el individuo enmascarado desaparece completamente detrás de la máscara" (Mauss, 2007: 78),8 pues por un enroque ficcionlista el depositario de derechos no es el cuerpo sino la persona jurídica.
En consecuencia, tanto el modelo de alma/cuerpo del Estado platónico (y la división fondo/forma del arte griego) así como la figura de la persona jurídica romana plantean un profundo idealismo que renuncia a la materialidad corporal. Sin embargo, la metáfora del cuerpo, un cuerpo ideal, siempre está presente para el proceso de ordenación social y subjetiva de la Antigüedad.
En la Edad Media las instancias máximas de poder volvieron a utilizar al cuerpo para explicar el modelo político. Juan de Salisbury, prelado del papa en Inglaterra, "concibe al Estado como un cuerpo animado creado de acuerdo con el modelo de la naturaleza y de la estructura microcósmica del organismo humano, cuerpo que tiene cabeza y extremidades y está sometido en su conjunto a la dirección de la razón" (Frey, 2002: 1 10).9 El cuerpo, pues, aparece nuevamente como intertexto. No obstante, es importante señalar previamente dos cuestiones que permiten entender dicho intertexto: la concepción del cuerpo teocéntrico y el modelo estatal imperante en la época.
Respecto a la primera, con el rescate de varias concepciones platónicas por parte de San Agustín, el cuerpo humano sufrió un desprecio sui generis, cuestión que puede evidenciarse fácilmente a través de las representaciones artísticas de la época en las que el cuerpo pierde voluminosidad, esplendor y disfrute. El cuerpo medieval se vuelve, digamos, austero al momento de la representación. En su lugar, de acuerdo a la filosofía de la época, el alma se convierte en el elemento inmaterial que otorga la subjetividad. El cuerpo es así concebido como un recipiente contingente y despreciable que servía para que el alma pudiese actuar en el mundo material pero que tenía que cargar con la abyección corporal.
La segunda cuestión, referente al modelo político, puede entenderse a partir de la teoría de las dos espadas (utumurque gladium), propuesta por el papa Gelasio al inicio del Medioevo. La teoría recibe su nombre de las dos armas que simbolizan el poder que ejerce -y que se ejerce en- el Estado. Las espadas son sostenidas por dos cuerpos: el cuerpo del papa y el cuerpo del monarca que representan justamente la división estatal. Ambos utilizan sus manos para remarcar su correspondencia a espacios distintos y por tanto son sus simbologías corporales las que permiten entender la separación de poderes. La espada sostenida por el papa apunta al cielo y corresponde al poder divino (el poder verdadero) y la espada del rey apunta al suelo y corresponde al poder monárquico (el poder temporal). Es el poder divino el que tiene la supremacía sobre el poder monárquico que se encarga solamente de ejecutar los designios que vienen desde arriba (Kilkullen, 2004: 350).10
Considerando estas dos propuestas, la del cuerpo agustiniano y la del modelo político gelasiano, el Estado-cuerpo que proponía Salisburi se piensa como la metáfora de un cuerpo obligatoriamente transitorio y abyecto; es decir, que el autor más que proponer un Estado-cuerpo propone un Estado-alma/que/representa/temporalmente/al/ cuerpo. Una ciudad de dios,11 que vuelve más ideal al modelo del cuerpo y que por tanto lo desmaterializa. Esto sumado a que es en la Edad Media cuando la noción de persona ficticia aparece de manos de Bártolo de Sassoferrato (Guiñazu Mariani, 2005: 146-147) pues ciertos sujetos distintos a las personas humanas necesitaban actuar en el derecho. La Iglesia, por ejemplo se constituyó como persona jurídica que representaba a los católicos, sujeto "indeterminado e incierto", que de cierto modo representaba "a Dios, a Jesucristo, a través de la Iglesia […] el Corpus mysticum de Cristo en la tierra" (Galindo, 1983: 326). Las teorías ficcionalistas del sujeto, ratifican cómo el cuerpo empieza a desvanecerse aún más de la teorización política.
En la Modernidad el cuerpo (y sus avatares) una vez más se convierte en el tropo e intertexto más interesante para explicar el nuevo orden marcado por la colonialidad del poder y el método racional. En este sentido, el sujeto cartesiano en tanto que alma racional que existe cuando se piensa a sí misma pone de manifiesto que la sustancia subjetiva no estaba en la carne sino en el inmaterial pensamiento. No obstante, el avance tecnológico -que en el tema textual obtiene a través de la invención de la imprenta de tipos móviles uno de sus grandes logros- lleva a pensar que ese cuerpo que no constituye sustancia puede -y acaso debe- ser pensado como una suerte de máquina. Esto permite concluir a Descartes en su Sexta Meditación que "el cuerpo del hombre en tanto que es una cierta máquina de tal manera ensamblada y compuesta de huesos, nervios, músculos, venas, sangre y piel, que, aunque no existiese en él alma alguna, tendría sin embargo todos los movimientos que ahora en él no proceden del mando de la voluntad ni, por tanto, del alma" (Descartes 2007: 49-50).
El cuerpo para ser humano en la Modernidad siempre depende del alma, lo cual revela el carácter ideal y que intenta ir más allá de lo físico, tal y como proponía Descartes. Sin embargo, esta noción de que el cuerpo funciona como una máquina permite que el tropo del cuerpo cambie y por tanto que sus intertextos deban ser entendidos desde otra matriz. Es decir, que se plantea al cuerpo como una suerte de marioneta que se guía bajo los hilos de la razón que son los verdaderamente importantes. Un cuerpo, que en retrospectiva desde nuestra época, puede ser pensado como una suerte de cuerpo cyborg, un robocop que es máquina tecnológica y humanidad que proviene desde el alma y sin embargo también convive con el cuerpo.
La noción del cuerpo-cyborg adquiere fuerza en algunos modelos estatales como el de Thomas Hobbes en su célebre Leviatán que utiliza este tropo de modo interesante:
Si la vida es un movimiento de miembros que empieza en alguna parte principal de los mismos ¿por qué no podemos decir que todo autómata tiene vida artificial? ¿No son realmente el corazón un resorte, los nervios diversas fibras y las articulaciones carias ruedas que dan movimiento al cuerpo entero tal como el Artífice lo propuso? El arte va aún más lejos al imitar la obra racional, la más excelsa de la naturaleza, que es el hombre. En efecto, gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos República o Estado o civitas en latín, que es un hombre artificial de mayor estatura y robustez que el natural, ya que fue instituido para su perfección y defensa (1999: 3).
Este Estado-cuerpo cyborg tiene la recurrente concepción de la forma por sobre el fondo. Es decir, la sustancia subjetiva no estaba en la carne sino en el inmaterial pensamiento y cuando se convertía en materialidad debía huir de dicha carnalidad corpórea. Puede verse entonces en este modelo cartesiano-hobessiano un cambio y una continuidad. El cambio es que se automatiza racionalmente al cuerpo y al Estado, y la continuidad es que el carácter ideal del cuerpo y el Estado nacido en Grecia permanece, mutatis mutandis, sin poder afincarse del todo en su naturaleza física. Comenta Norberto Bobbio al respecto del Leviatán "corriente del mecanismo cartesiano en la que se mueve toda la filosofía de Hobbes, el homo artificialis, es decir un hombre en gran escala, construido a partir del modelo mecánico, la machina machinarum; […] el Estado es el artefacto más grande que el hombre haya construido con sus manos" (2002: 71). Esta nueva creación, pues, impone un nuevo modelo de teorización estatal.
No obstante es en el albor del siglo 19 cuando el discurso positivista a través de los discursos científicos y jurídicos articula una nueva visión del conocimiento, cuando se llega a negar al cuerpo como tropo y como materialidad de modo ejemplar. El biólogo Thomas Henry Huxley afirmaba que: "nuestros estados mentales son simplemente los símbolos en la conciencia de los cambios que tienen lugar automáticamente en el organismo (…) el sentimiento que llamamos voluntad no es la causa de un acto voluntario, sino el símbolo del estado del cerebro que es la causa inmediata de aquel acto. Nosotros somos autómatas conscientes" (Apud. Sagan 1993: 176). Esta propuesta que empieza a equiparar bajo el discurso naturalista a los animales, las máquinas y los seres humanos también cambia el panorama político y jurídico.
El derecho realiza una traslación de este concepto a través del concepto de ordenamiento jurídico en tanto que propuesta a través de la cual el ejercicio del derecho debe hacerse de modo automático, continuo, positivo y en el que se articula una suerte de maquinaria jurídica. El cambio del orden jurídico al ordenamiento jurídico consiste, entre otras cosas, en que el primero traduce la realidad social al derecho y el segundo hace que el derecho se vuelva automático y eficiente respecto a ese orden. Es decir, el ordenamiento mantiene una clasificación jerárquica pero ya no basado en el tropo del cuerpo como proponía Platón sino en un sistema complejo de normas debidamente regladas desde la verticalidad; lo que se conoce como la pirámide de Kelsen que efectivamente resuelve los conflictos jurídicos de modo preciso y que bien puede ser la forma gráfica de entender este concepto.
El problema de la maquinaria jurídica aparece, no obstante, cuando se trata de insertar al cuerpo humano en este sistema que reduce toda la realidad al derecho, una reducción que además debe intentar ser lo más eficiente posible. Hans Kelsen definía a la persona natural, aquella con un cuerpo, como "una ficción [. ] una construcción mental, destinada a aprehender por medio del pensamiento el objeto de la ciencia del Derecho, el orden jurídico" (Kelsen, 2001: 2). Y en ese sentido el hecho de que la persona jurídica no tuviese al cuerpo humano como su base sustancial da prioridad absoluta a la abstracción (la forma) por sobre la materia (el fondo). Por ello, es el Estado a través del ordenamiento el qué determina quien es sujeto jurídico (independientemente de que ese sujeto tenga o no un cuerpo humano) de modo más efectivo que nunca.
De ahí, y en adelante, que el derecho haya perdido de modo total el tropo del cuerpo en tanto que forma y fondo. Que en las facultades de derecho, por ejemplo, el término maquinaria jurídica se haya popularizado y en cambio el corpus jurídico se refiera al conjunto de obras y no a cualquier metáfora que permita pensar al cuerpo dentro del derecho.12 La postura vitalista de autores como Ernst Zitelmann en el mismo y positivista siglo XIX, que sugería repensar al derecho desde la materialidad del cuerpo "no encontró adeptos que hicieran prevalecer su postura" (Galindo, 1998: 328).
La máquina como espacio que simboliza la mejora corporal (que deja de pensar en el cyborg y se centra en el robot) es también el espacio de mejora estatal, de articulación jurídica que totalizaba la realidad en el derecho.
Es posible ver, pues, cómo desde la Antigüedad, pasando por el Medioevo, y la Modernidad hasta llegar al positivismo que inaugura el siglo XX el intertexto de cuerpo, muta hacia el de cyborg, llegando finalmente al de máquina a través del cual el cuerpo humano desaparece de la teorización jurídica y en el que, a la par, el sujeto jurídico se vuelve ficción, idea y modelo de la compleja carne y sus entrañas.
He querido hasta el momento hacer énfasis en que la concepción del cuerpo humano en Occidente ha permitido establecer relaciones entre los conceptos de sujeto jurídico y orden (amiento) jurídico. Para, en efecto, establecer cómo desde el auge del positivismo finisecular la maquinaria se ha impuesto sobre el cuerpo como metáfora de ordenación del Estado y del cuerpo humano.
Dicho esto me interesa aterrizar en varios textos literarios ya no para constatar este cambio simbólico del cuerpo hacia la máquina, sino para ver las respuestas que desde el discurso de las humanidades se han generado desde entonces para que el cuerpo tenga valía dentro de la maquinaria jurídica y se denuncie el exceso legal sobre ciertos sujetos jurídicos.
En el relato "En la Colonia Penitenciaria" (1914) del checo Franz Kafka uno de los personajes que lo componen es una máquina cuyo objetivo es impartir justicia. La máquina es un "aparato que funciona solo" (2010: 226) y que ejecuta los mandatos de la autoridad legal en una colonia carcelaria. El aparato se compone de tres partes: una inferior, una intermedia y una superior. Pirámide de la ingeniería penal que servía para aplicar la ley de modo exacto y a todas las personas por igual. Explica el oficial a cargo de la máquina el funcionamiento de ésta: "Nuestra condena no suena muy severa. Al condenado se le escribirá sobre el cuerpo con el 'rastrillo' el precepto que ha infringido. En este caso, por ejemplo, las palabras inscriptas sobre el cuerpo de este condenado -el oficial señaló al hombre- serán: ¡Honra a tus superiores!" (232), cuestión que vuelve a la idea jerárquica, automatista y piramidal de Kelsen, que aunque necesaria para la concepción de Estado de derecho desde una perspectiva totalizadora y positivista anula al cuerpo detrás de la máscara subjetiva. Es decir que este relato viene con la enseñanza de que quien no respeta la jerarquía normativa debe ser castigado ejemplarmente con la anulación de su existencia y la pérdida de su dignidad.
En el aparato, se nos cuenta, que el "hombre queda bien sujeto" (2011: 230; el énfasis es mío), amarrado y boca abajo para que su espalda sea el lienzo donde se dibuja la pena. En esa postura corporal deshumanizante, se introduce un tubo forrado en su boca "que tiene la finalidad de impedirle que grite y que se muerda la lengua" (229). Así tortura y sentencia se dan al unísono, como en el derecho penal medieval sin posibilidad de escuchar la voz del imputado. Al empezar a funcionar la máquina la persona no tiene la posibilidad de mirar aquel precepto que se va escribiendo sobre su piel sino que "lo descifra con las heridas" (2004: 240). El tacto reemplaza a la vista, restringiendo así la mirada, símbolo de la humanidad profunda y dejando un pequeño resquicio de acción que solo sirve para dar paso a la muerte. La máquina de impartir justicia se encargaba de torturar lentamente al cuerpo a través de la escritura sobre la piel. Según el oficial a cargo dicho castigo duraba doce horas. Después de ese período, la persona finalmente fallecía.
Respecto a las imperfecciones, las lagunas del aparato, el oficial a cargo comenta que "el que esté tan sucio ha sido su único error" (235). La piel, la sangre, los tejidos que se quedaban en la máquina son ese símbolo de la corporalidad que impedía la perfección de la máquina jurídica y que demuestran ese rechazo y esa lejanía respecto al cuerpo por parte del derecho positivo decimonónico. No obstante, en esta trama dolorosa, que infringe el derecho a la integridad personal y celebra la tortura a manos de un estado totalizador, al final del texto el condenado, junto a un solado y a un observador internacional logran escapar de la isla donde está la máquina mortal y la colonia penitenciaria, aunque queda en el texto un sentimiento de imposibilidad de escape, pues la realidad normativa de castigo parece ser imperecedera para ciertos cuerpos.
El escritor francés Villiers de Lisle Adam, escribe en 1885 el texto La Eva Futura en el cual se narra cómo un ficcionalizado Thomas Edison decide ayudar a su desesperado amigo Lord Ewal, que está perdidamente enamorado de una hermosa joven cuya belleza física se encontraba en disparidad con su alma. Por eso el inventor decide fabricar para su amigo una mujer artificial, una robot cuyas entrañas eran cables y metales, sus pulmones eran fonógrafos de oro, su piel era plástico rosado y a pesar de esto, era imposible de distinguirla si se la comparaba con la joven de carne y hueso. Edison le da vida a este robot, que es nombrado Hadaly, a través de la electricidad y le otorga una mente cilíndrica que se conecta a una tira de estaño que contiene "horas enteras de conversación, en la cual van incluidas las ideas de los más grandes poetas, de los más sutiles metafísicos y los novelistas más profundos de este siglo". (1998: 206) Este nuevo sujeto humano mejorado puede simular la vida sin mayor problema y de hecho propone una suerte de utopía en la que la carne, como símbolo de la abyección, como metáfora de la corrupción humana es vencida. Sin embargo, y aquí radica la cuestión principal del relato, es que propone la idea de que el que tiene que mejorarse es el cuerpo de la mujer que se ordena respecto al del hombre. De allí que los autores de Hadaly (Edison y Ewal) desde la ciencia, realicen un pacto de caballeros en el que la mujer, tradicionalmente considerada como cuerpo más que alma por su carácter de objeto placentero para el hombre, sea clonada y representada por alguien que tiene un pensamiento masculino y un cuerpo femenino. El robot, la Eva futura, es una creación científica que por el título del libro carga tácitamente con la narración católica que marca al cuerpo de la mujer como culpable.
Hadaly, si nos regimos al estudio histórico, es una respuesta literaria a la idea de la femme fatale, la mujer fatal, ese ser tan sensual como mortal que aparece con fuerza en el siglo XIX, y cuyo objetivo en la vida es seducir y matar al hombre. Hadaly demuestra cómo la utopía robótica es imposible pues siempre se basa en una creación femenina anterior. Esto permite reflexionar respecto a cómo la concepción el ordenamiento no puede fundarse en sí misma, sino en un orden anterior. Por tanto, este cuerpo mejorado proviene de una profunda y arragiada concepción patriarcal en la que el cuerpo de la mujer debe ser masculinizado, es decir, mejorado bajo los preceptos del hombre que es finalmente el que puede hablar en el mundo de la representación.
En este texto, no obstante, hay un momento en que hay que dotar de sentimiento al robot y debe recurrirse a una suerte de truco mágico para utilizar el alma de otro cuerpo humano, que inevitablemente intenta apelar a la imposibilidad de olvidar la materia y de racionalizar al ser humano más allá de la carne.
En el libro Divertinventos (1989) del ecuatoriano Abdón Ubidia aparece el relato corto de "Del seguro contra robos de autos" en la que la máquina por excelencia en la cotidianeidad, el automóvil, 13 se convierte en una suerte de celda para el posible ladrón que quiere entrar a robar parte o la totalidad de esta máquina. Cuando la persona intenta arrancar el automóvil, la puertas se cierran, una luz roja empieza a parpadear y "una voz grabada repite, cada treinta segundos, el mismo mensaje: 'De aquí no podrá salir… de aquí no podrá salir'" (55). El ladrón, después de esta repetición que de cierto modo evoca al lenguaje prescriptivo de la ley y su necesidad reiterativa, recibe un pinchazo por parte de una aguja hipodérmica que "le inyecta un preparado especial que el paraliza las piernas y le deja sin voz" (55). Dado que el ladrón puede pensar que se trata de una pesadilla la propia máquina se encarga de decirle que lo que sucede es real y por tanto se vuelve a una noción superada del derecho penal, es decir que el castigo está por sobre la rehabilitación del mal ciudadano. Finalmente, el proceso termina cuando dentro de la máquina el asiento se abre y el cuerpo del ladrón es "perfectamente triturado, comprimido y disuelto en un ácido inodoro (…) de tal manera que el propietario cuando entre a su vehículo y lo ponga en marcha no encuentre un solo indicio de lo que ha ocurrido ahí" (56).
En este relato, paródico respecto al discurso de la seguridad ciudadana y la utilización de la tecnología de modo eficiente, el cuerpo humano al igual que con el cuento de Kafka (pero muchos años después) se castiga severamente, deshumanizando al supuesto criminal que por otro lado no ha entrado en ningún tipo de proceso más que el de la propia máquina. No obstante, y aquí viene la paradoja, "la casa fabricante [del automóvil] garantiza que sólo en un uno por ciento de los casos, el dispositivo confunde ladrón con propietario" (56), razón por la cual el discurso de la seguridad y de la protección del presumible buen ciudadano (el propietario) también puede castigar a éste dado el carácter irracional e insensible de la máquina. En esta reflexión en la que se pide castigo para el cuerpo humano del delincuente, se protege la propiedad de otro cuerpo humano y se presenta a la máquina cómo resolución automática de los conflictos.
Es posible ver en estos tres relatos, provenientes de latitudes y temporalidades diversas, cómo el Estado entendido como máquina jurídica deshumaniza a ciertos sujetos que viven en él. Es aquí que surge la paradoja. En los tres textos (dos de ellos sobre la maquinaria como símbolo del poder del Estado y uno sobre la máquina como sustituta del cuerpo) ese desapego a la corporalidad y esa filiación con la máquina, irónicamente desaparece al momento de castigar a ciertos cuerpos. Es decir que la pretensión de optimizar el orden jurídico que se gesta en el siglo XIX a través del ordenamiento, lo que hace es evidenciar cómo el milenario desapego del cuerpo y el miedo a enfrentar su diversidad y materialidad carnal, provocan un disciplinamiento mayor quizá porque se norma lo que se teme, lo que se desconoce, lo que constituye verdadera alteridad. No en vano, el filósofo judío Emmanuel Levinas proponía que "la epifanía de lo absolutamente otro es rostro en el que Otro me interpela y me significa. Es su sola presencia la que es intimación a responder" (2006: 62). En esos cuerpos extraños (el del transgresor, el de la mujer que no tiene un "alma bella" y el del delincuente) ese otro rostro se anula a través de la aplicación deshumanizada de la justicia por parte de la máquina. La máquina, pues, en estos textos literarios pierde el carácter utópico y prometedor que desde la biología y las ciencias jurídicas se le quiso dar y adopta un carácter distópico, risible, paradójico.
Es probablemente el modelo disciplinario del panóptico de Bentham el que simbolice ese funcionamiento generalizado, efectivo y deshumanizado que caracterizó el final del siglo XIX y la primera mitad del XX. El modelo carcelario del panóptico, donde existe una torre circular central en la que un vigilante gracias al privilegio espacial controla atentamente las celdas que también forman un círculo exterior. En esas celdas, donde los barrotes permiten ver las acciones de los presos por parte de los guardianes provoca en los detenidos una noción de vigilancia continua. La estructura panóptica, obra de la arquitectura y del control social, es la metáfora de la máquina que optimiza la disciplina. Este gran hermano que todo lo controla desde una mirada superior, vigila ininterrumpidamente a la persona y en consecuencia provoca una vigilancia interna, una percepción de que no se puede escapar del control debidamente centralizado del Estado y por tanto crea un miedo simbólico al Leviatán. Foucault define a este modelo así: "Estado consciente y permanente de visibilidad que garantiza el funcionamiento automático del poder. Hacer que la vigilancia sea permanente en sus efectos, incluso si es discontinua en su acción" (Foucault, 2009: 204). Este control y disciplinamiento del cuerpo desde la máquina es un intertexto común de los relatos presentados y una respuesta al modelo de cuerpo ideal, cuerpo abyecto, cuerpo cyborg y máquina que se ha presentado en estas líneas.
La novela La máquina de asesinar (1923) de Gastón Leroux -que de cierto modo da el título a este ensayo- relata la historia de un robot asesino e incontrolable (aunque si controlado por alguien) que aterroriza a la población. En algún momento el lector siente la desesperación de los ciudadanos que no saben cómo parar a una máquina que no tiene más límite que las propias órdenes que recibe de sus creadores, cerebros extraños y cómplices. Esta desazón de que detrás de la máquina hay ideologías que la han ordenado estratégicamente y de que el cuerpo tiene poca defensa ante el ataque de la máquina se presenta en esta y las demás obras analizadas. Dicho sentimiento será, acaso, solamente alivianado después de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial con el aparecimiento de los derechos humanos que sumado al auge de los movimientos sociales globales y a una nueva teorización que intentaba superar la teorización cuajada en la Modernidad se articula un compromiso en la defensa de la dignidad del cuerpo más allá del reconocimiento subjetivo por parte del ordenamiento nacional.
La noción de la maquinaria jurídica, del ordenamiento jurídico -hoy por hoy base del ejercicio del derecho- ha sido limitado desde las humanidades y los derechos humanos al desenmascarar ciertas ideologías y al hacer que los intertextos cuerpo, máquina, estado y sujeto vuelvan a aterrizar en la piel, la carne y las entrañas de las personas.
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