Neoconstitucionalismo en el Ecuador una Mirada al Jurista Ingenuo

Neconstitucionalism in Ecuador a look at the naive jurist

Juan Pablo Aguilar Andrade

Por lo demás, el derecho y la democracia
son construcciones humanas:
dependen de la política y de la cultura,
de la fuerza de los movimientos sociales
y del empeño de cada uno de nosotros
.

FERRAJOLI, 2008: 41

Resumen:

A cinco años de la entrada en vigencia de la Constitución de Montecristi, muchas de las proclamas sobre sus bondades, han tenido una incidencia mucho menos importante en el aspecto práctico. Estamos enfrentados a la evidencia de que la sociedad no ha sufrido la trasformación radical, que se publicita sí ha tenido el ordenamiento jurídico constitucional -algo que es también discutible-. En medio de una intensa propaganda sobre la novedad del neoconstitucionalismo y la separación del pasado, aparece que la mera reforma normativa, incluso acompañada de grandilocuentes exclamaciones, no es medio suficiente para la trasformación social. En cuanto se pretende abstraer el mundo jurídico de los aspectos políticos, se está negando una realidad incontestable.

Abstract

Five years after the entry into force of the Constitution of Montecristi, most of the claims on its merits have had less significant impact on the practical side. We are facing the evidence that society has not undergone a radical transformation as ads say about the constitutional law -something that is also debatable. In the midst of an intense campaign about the novelty of neoconstitutionalism and separation from the past, it appears that the legislative amendment, even accompanied by grandiloquent exclamations, is not enough for a social transformation. When there are pretentions of abstracting the legal aspect from the political context, an incontestable reality is being denied.

Sumario:

I. El Jurista ingenuo. II. Normas ingenuas. III. El Estado de Justicia. IV. La satanización del pasado. V. ¿Un nuevo paradigma? La Corte Constitucional inventa el agua tibia. VI. Sobre textos y actitudes. VII. Adaptación e instrumentación.

I. El jurista ingenuo

Jurista ingenuo es, para Dario Melossi, el "hombre del derecho que cree que los problemas sociales, económicos y políticos y los propios problemas del ordenamiento jurídico, pueden ser resueltos mediante un cambio legislativo1.

Sería un error, sin embargo, pensar que el elemento central de esa ingenuidad es la idea de que los textos normativos tienen la virtud de modificar la realidad; de hecho, la mayoría de los juristas ingenuos repite aquello de que no es suficiente con las normas, sino que éstas deben ir acompañadas por actuaciones concretas que las apliquen conforme lo previsto por el legislador.

En realidad, el problema principal se encuentra en la autosuficiencia del jurista ingenuo, en su convencimiento de que la sociedad se dirige desde el mundo del derecho, en su incapacidad para vincular el proceso jurídico con el político y entenderlo como un elemento de este último. No solo eso, sino que la política, para el jurista ingenuo, distorsiona las virtudes de la técnica jurídica; es ella la que altera las sabias prescripciones de las normas y se convierte en obstáculo para que la ley haga todo lo que está en capacidad de hacer.

Cuando abogados y no abogados se manejan con el esquema mental del jurista ingenuo, sus proyectos se agotan en el debate parlamentario, mientras la realidad la configuran quienes ocupan un campo por ellos abandonado: el del proceso social.

Al rodar maltrecho tras embestir a los molinos de viento que su mente ha convertido en gigantes, don Quijote se explica todo como una obra del sabio Frestón, que "ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento"2. Tampoco para los juristas ingenuos el problema está en los molinos de viento que su mente ha creado, sino en Frestón, el político o el juez que tergiversa o no aplica como es debido el sabio texto de la norma.

Cuando no se ven los componentes políticos que envuelven la reforma jurídica, el trabajo del jurista se traslada al cielo de las ideas como satisfactorio ensayo de autocomplacencia académica, pero no pasa de ser instrumento al servicio de un proyecto que, en cuanto político, él no ve ni comprende, simplemente porque parte del convencimiento de que todo depende de la correcta redacción de los textos.

En su miopía, el jurista ingenuo transforma mundos en el papel, pero es incapaz de entender qué es en realidad lo que está haciendo, ni a quién sirve con su trabajo; como en su mente solo existe la reforma jurídica, no se le ocurre que esta última puede ser solo una pieza de un proyecto político en el que se juega algo muy distinto al contenido de las normas.

El jurista ingenuo o, mejor, la forma de pensar del jurista ingenuo, ha estado siempre presente en nuestro medio, pero la última Asamblea Constituyente ecuatoriana fue su epifanía.

Ante el llamado para refundar la República y la promesa de construir un nuevo ordenamiento jurídico, muchos acudieron para contribuir con lo mejor de sus esfuerzos y reflexiones a la redacción de una nueva Constitución; y muchos creyeron que cada artículo aprobado era el ladrillo de un mundo mejor, y que al escribir los textos diseñaban una sociedad diferente.

No vivieron, sin embargo, más que una ilusión jurídica, tras la cual se ocultaba un proceso político en el que la redacción de la Constitución era, simplemente, un paso adecuado para consolidar un proyecto de gobierno personalista; todo el proceso constituyente, y los textos que de él salieron, cumplían un papel muy diferente al que le asignaban muchos de sus protagonistas y redactores: eran simplemente un paso necesario para fortalecer un proyecto político, darle buena imagen y permitirle acumular poder.

Durante la campaña previa a la consulta popular que aprobó la Constitución vigente, con el debate centrado en las bondades y defectos de los textos constitucionales, la mente del jurista ingenuo no pudo entender que no estaba aprobando una Constitución, sino entregando el poder total en manos de una persona; y tampoco se le ocurrió que ese poder no se detendría ni siquiera ante los textos tan arduamente trabajados.

Pasaron por alto lo esencial: "una constitución no es el texto escrito en un papel, sino el texto realmente producido por una voluntad de poder"3.

II. Normas ingenuas

El jurista ingenuo produce normas ingenuas y no son pocos los ejemplos que nos entrega la Constitución ecuatoriana, pero sin duda el mejor es el relacionado con la regulación de las garantías, que nos permite ver, además, la forma en que en nuestro medio se confunde el texto académico con el texto normativo.

Cuando se habla de la Constitución de 2008, una de las cosas que se dice de ella es que se trata de una Constitución garantista, y al decirlo se entiende que la norma fundamental no se limita a contener una lista de derechos reconocidos, sino que crea instrumentos para su defensa.

Contra lo que afirma la propaganda, ésta no es una novedad en el constitucionalismo ecuatoriano. Hasta la Constitución de 1978, inclusive, la regulación de los derechos se limitaba a ser una mera declaración cuya efectividad dependía del desarrollo que pudiera darse en la legislación secundaria; era esta última la que establecía medios de defensa contra posibles violaciones de los derechos, y si esos medios faltaban, los derechos quedaban simplemente escritos en la Constitución. La misma noción de garantía, en el sentido en el que se entiende en la actualidad, no existía, y la palabra se usaba como sinónimo de derecho.

Las garantías, en el sentido en que hoy las entendemos, son parte de nuestro ordenamiento jurídico desde las reformas constitucionales de 1996 (Registro Oficial 863 del 16 de enero de 1996), que establecieron como tales la acción de habeas data (para acceder a los archivos con información personal) y la de amparo (para suspender actuaciones administrativas que afecten uno o más derechos). La Constitución de 2008, si bien introduce varias novedades de no poca importancia en relación con el tema, ni es la creadora de las garantías, ni la que introduce el garantismo en el Ecuador.

Las garantías, entendidas como instrumentos de defensa contra las violaciones de derechos, implican establecer medios para proteger a los afectados; esos medios requieren, necesariamente, la presencia de un tercero neutral, o que pretendemos que lo sea, para que actúe como protector de los derechos presuntamente violentados.

Para la técnica jurídica, esos instrumentos son judiciales. Si lo que existe es un conflicto acerca de la violación de un derecho, es un juez quien debe decidir lo que según el ordenamiento jurídico corresponda, y el hecho de que sea un tercero distinto de las partes involucradas refuerza la posibilidad de un control efectivo sobre posibles abusos o violaciones constitucionales.

No encuentro que la técnica jurídica pueda darnos un instrumento de protección que no sea el jurisdiccional, que actúa por medio de una autoridad distinta de las partes en conflicto, que resuelve si entre ellas se ha producido o no una violación de derechos y adopta las medidas correctivas necesarias.

La Constitución de 2008, sin embargo, pretende innovar en este punto y, junto a las garantías jurisdiccionales establece otra categoría, la de las garantías normativas. ¿Cómo se expresan éstas?

Según los artículos 84 y 85 de la Constitución, las garantías normativas implican, por un lado, que los órganos con potestad normativa tienen "la obligación de adecuar, formal y materialmente, las leyes y demás normas jurídicas a los derechos previstos en la Constitución y los tratados internacionales" y, por otro, que en la formulación, ejecución, evaluación y control de las políticas y los servicios públicos, se deben cumplir varias disposiciones que apuntan a la efectiva aplicación de los principios constitucionales.

Salta a la vista que lo que tenemos en frente no es una garantía en sentido estricto sino, simplemente, un nada novedoso mandato, dirigido a los poderes públicos, a fin de que adecúen sus actuaciones a los preceptos constitucionales.

Es, entonces, como las listas de derechos en los textos anteriores a 1996, una mera declaración, cuya efectividad depende de la voluntad de cumplirla que tengan los llamados a hacerlo. ¿Qué pasa, me pregunto, si la Asamblea expide leyes inconstitucionales o si las políticas del Ejecutivo contradicen uno o más derechos constitucionalmente reconocidos?

Supongo que deberá recurrirse a las garantías jurisdiccionales, que a la larga acaban siendo las únicas garantías propiamente tales.

El discurso de la norma evidencia, en este punto, sus contradicciones. Si el mandato de los artículos 84 y 85 de la Constitución es una garantía, los poderes públicos cumplirían siempre y en todos los casos con el ordenamiento jurídico y, si esto es así, las garantías jurisdiccionales estarían demás; pero las garantías jurisdiccionales son necesarias, precisamente porque los artículos citados se incumplen o, en otras palabras, porque son una simple declaración que puede ser interesante y hasta necesaria, pero que nada garantiza.

No implica esto desconocer que, desde el punto de vista teórico, la existencia misma de un ordenamiento jurídico puede concebirse como una garantía, en la medida en que confiere determinados derechos a las personas y establece límites para el ejercicio del poder. Es la distinción que Ferrajoli establece entre garantías primarias, esto es, las "obligaciones o prohibiciones que corresponden a los derechos subjetivos garantizados", y secundarias o jurisdiccionales, que se activan cuando fallan las primeras4.

Esta, sin embargo, es una distinción académica que tiene un espacio muy preciso, y ese espacio no es el de la norma. Es evidente la relación entre el texto constitucional y la teoría constitucional, pero quien redacta una Constitución no teoriza, sino que hace una aplicación práctica de la teoría; y para esa aplicación práctica, los derechos no se defienden con una simple declaración que obligue a cumplirlos, sino con instrumentos jurisdiccionales que permitan protegerlos ante cualquier violación.

Aquí se ve cómo, para el jurista ingenuo, el sueño y la teoría no son el sustento de una práctica, sino un tranquilizador sustituto del difícil ejercicio de poner los pies sobre la tierra.

Las supuestas garantías normativas en nada se diferencian de otros mandatos de cumplimiento que abundan en el texto constitucional, como el que establece el respeto a los derechos como el más alto deber del Estado (art. 11:9) o la disposición de generar condiciones para la protección integral de los habitantes (art. 341); pero cuando se las califica como garantías, el discurso constitucional busca vendernos la idea del Estado protector, del que surgen normas y políticas que responden a, y garantizan los, derechos de las personas.

Esto porque la noción de garantía normativa no se incluye por casualidad en la Constitución, sino que es parte de un diseño que apunta a fortalecer eso que Ferrajoli llama la ilusión de un poder bueno5.

III. El Estado de justicia

El primer artículo de la Constitución califica al Ecuador como un Estado constitucional de derechos y justicia, lo que constituye, hasta donde sé, una novedad absoluta en la historia del constitucionalismo.

Del Estado se puede predicar que es un estado Constitucional si la organización social se basa en normas y principios reconocidos en un texto constitucional; podría incluso decirse que es un Estado de derechos porque esa organización se somete a los derechos, aunque no deja de parecerme una expresión poco feliz, porque a la larga, salvo que pensemos que los derechos son obra de la divinidad o de la razón natural, y no construcciones humanas, habrá que remitirse a un ordenamiento que los reconozca.

Pero sostener que un Estado puede calificarse como de justicia es caer, de lleno, en las redes de la justificación ideológica, es presentar un orden determinado como justo, calificar al Estado como productor de justicia y, en consecuencia, considerar como bueno y digno de aceptación todo lo que de él provenga.

El concepto de lo justo depende de valoraciones individuales o grupales y, en esa medida, de las circunstancias particulares de cada persona, de "móviles de orden psicológico"6, como diría Kelsen y no de constataciones científicas o deducciones racionales. En otras palabras, considerar algo como justo o injusto depende de un juicio de valor, no de una comprobación científica.

Cuando se califica a un Estado como de justicia, y se dice que es tal porque debe someterse a esta última, es preciso, para establecer cuándo alguien se desvía del mandato constitucional, que haya quien califique qué es lo justo y qué lo injusto, y quien lo hará será, obviamente, quien tenga poder para ello.

Si el Estado es constitucional, nos remitimos a la Constitución; si aceptamos que es de derechos, son éstos los que deben ser consultados; pero si lo que tenemos es un Estado de justicia, dependemos en última instancia del criterio, de las valoraciones y de los intereses de alguien, y ese criterio, esas valoraciones e esos intereses se transforman en buenas y correctas, porque se envuelven con el velo de la justicia.

Cuando se dice que el Ecuador es un Estado de justicia, entonces, lo que se hace es dotar al poder de un instrumento para justificarse, para mostrar como buenos y queridos por todos, los que no son sino intereses concretos de grupos y personas que, mágicamente, se convierten en expresión de la justicia y adquieren el prestigio que a ésta se reconoce. Lejos de servir a los derechos, el Estado de justicia "hace reposar en el poder del Estado la interpretación de 'la Justicia', sin tener un referente claro 'del Derecho'"7.

En palabras de Kelsen, "cuanto menos nos empeñamos en separar netamente el derecho de la justicia, en mayor grado mostramos indulgencia con respecto al deseo del legislador de que el derecho sea considerado como justo y más cedemos a la tendencia ideológica que caracteriza la doctrina clásica y conservadora del derecho natural"7.

El derecho es un discurso que pretende velar su carácter de "producto de la voluntad de poder"8, pero la tarea del jurista crítico es develar, no contribuir al ocultamiento.

Lo que existe, en el fondo, es la necesidad que tiene el jurista ingenuo de buscar un referente externo, un mundo seguro en el que los valores estén definidos de antemano por un dios imaginado o por una autoridad de carne y hueso, un mundo en el que los peligros de optar se sustituyan por la seguridad de obedecer.

Otra vez habla Kelsen:

El punto de vista según el cual los principios morales constituyen solo valores relativos no significa que no sean valores. Significa que no existe un único sistema moral, sino varios, y hay que escoger entre ellos. De este modo el relativismo impone al individuo la ardua tarea de decidir por sí solo qué es bueno y qué es malo. Evidentemente, esto supone una responsabilidad muy seria, la mayor que un hombre puede asumir. Cuando los hombres se sienten demasiado débiles para asumirla, la ponen en manos de una autoridad superior: en manos del gobierno o, en última instancia, en manos de Dios. Así evitan el tener que elegir. Resulta más cómodo obedecer una orden de un superior que ser moralmente responsable de uno mismo. Una de las razones más poderosas para oponerse apasionadamente al relativismo es el temor a la responsabilidad personal. Se rechaza el relativismo, y todavía peor, se interpreta incorrectamente, no porque sea poco exigente moralmente, sino porque lo es demasiado9.

IV. La satanización del pasado

Uno de los espacios en que mejor se expresa el hecho de que la Constitución aprobada en Montecristi fue menos un texto jurídico que un paso necesario para consolidar un proyecto político, es el que podríamos denominar espacio de la propaganda constitucional.

El sentido de esa propaganda no ha sido, en lo fundamental, conseguir que la ciudadanía se apropie de las instituciones constitucionales, sino consolidar al régimen con la imagen de una Constitución que inaugura un mundo nuevo, radicalmente distinto del nefasto pasado.

Esto, desde el mundo de lo jurídico, ha llevado a la descalificación del texto constitucional de 1998, al que se ha hecho cargar con todos los males de la República; y para hacerlo se ha recurrido a una serie de argumentos que, o carecen de solidez doctrinaria, o rayan peligrosamente en la deshonestidad intelectual.

Lo más común es referirse a la codificación constitucional de 1998 como un cuerpo normativo neoliberal, que abrió las puertas a la privatización y desmanteló el Estado. Olvidan, quienes eso sostienen, que el proceso privatizador precedió a los textos de 1998 y no fue una consecuencia de ellos. En efecto, las reformas fundamentales que sufrió el ordenamiento jurídico en esta materia se hicieron mientras estaba en vigencia la Constitución de 1979, que incluía normas bastante parecidas a las de la Constitución actual, definían sectores estratégicos de la economía y reservaban determinados campos a la actividad estatal; basta con revisar los artículos 46 de la Constitución de 1979 y 313 al 318 de la vigente.

Como parte de la estrategia de satanización ha sido muy útil, también, el recurso a comparar peras con manzanas.

Un buen ejemplo es la comparación que, en materia de garantías, realiza Ramiro Ávila (2008) entre los textos de 1998 y 2008. Ese análisis se hace sobre la base de comparar dos cosas diferentes: mientras la nueva Constitución es vista como superior a partir de lo que promete su texto, a la anterior se la juzga sobre la base de la forma en que sus disposiciones fueron aplicadas.

Esto se ve claramente cuando en el análisis en referencia se incluye un cuadro10 en el que se afirma que la acción de amparo del texto de 1998 se refería a un grupo determinado de derechos, pese a que en la página anterior se había dicho, con una transcripción del texto constitucional, que la garantía, "en teoría", protegía cualquier derecho11. Sabemos que, en la práctica, el Tribunal Constitucional de ese entonces optó por restringir el ámbito de los derechos protegidos, pero ese no era un problema del texto constitucional sino de la práctica concreta de los jueces.

Idéntica diferencia entre textos y realidades encontramos en el caso de las nociones de "acción cautelar" y "acción de conocimiento". Según Ávila, el texto de 1998 se refiere a la acción de amparo como una acción cautelar, mientras que la Constitución vigente crea la acción de protección como una acción de conocimiento12. En realidad, ninguno de los textos constitucionales de 1998 impedía a un juez interesado en desarrollar todas las posibilidades de una acción como la de amparo, calificarla como de conocimiento; de hecho, incluso autores como Rafael Oyarte, que sostenían la naturaleza cautelar del amparo, reconocían que el tema era objeto de polémica y que había quienes sostenían que se trataba de un proceso declarativo y de conocimiento13.

El carácter excepcional de las garantías constitucionales, el hecho de que operen solo cuando no exista otra vía para reparar las violaciones a los derechos es, según Ramiro Ávila, un defecto que habría superado la Constitución de 200814. Sin duda, eso es lo que se pretendió hacer al redactar los textos constitucionales, pero en las reglas dictadas inicialmente por la Corte Constitucional (Registro Oficial 466 del 13 de noviembre de 2008, arts. 43:3), primero, y en los artículos 27 y 123 de la Ley Orgánica de Garantías Jurisdiccionales y Control Constitucional, después, se incluyeron disposiciones que contradicen esta aspiración.

Vale recordar, frente a esto, que tanto la doctrina como la jurisprudencia sobre la acción de amparo venían reconociendo que esta última, conforme al texto constitucional de 1998, podía "interponerse aunque existan otras vías de impugnación del acto materia de la garantía y que las mismas no hayan sido agotadas"15

Cuando compara las garantías existentes en las dos constituciones, Ávila establece una contundente superioridad de la de 2008, que incluiría doce garantías frente a las tres escasas del texto de 199816. No toma en cuenta, sin embargo, que si bien la acción de incumplimiento no existía como tal en la codificación constitucional de 1998, bien podía desarrollarse a partir de la acción de amparo, prevista también para el caso omisiones de las autoridades públicas17; lo mismo ocurre con el amparo judicial, regulado por el Código de Procedimiento Penal, pese a que no constaba en el texto constitucional, y con la acción de acceso a la información, ausente de la Constitución pero vigente en virtud de mandatos legales, precisamente porque no había norma constitucional que se opusiera a su existencia; en este último punto, la Constitución de 2008 no innova, simplemente constitucionaliza normas que antes tuvieron rango de ley.

En realidad, un análisis que compare textos con textos y evalúe adecuadamente el carácter de las garantías, descalificando como tales a las llamadas normativas, por las razones que se anotaron anteriormente, muestra que en durante la vigencia de la codificación constitucional de 1998 existieron cinco garantías, tres constitucionales y dos legales, mientras que la Constitución vigente regula seis garantías jurisdiccionales.

No pretendo sostener, sería absurdo, que las dos últimas constituciones dicen, en este punto, lo mismo, y que no hay ningún aporte sustancial en el texto de 2008. Todo lo contrario, este último aporta indudables y sustanciales mejoras a las regulaciones de 1998, pero hay una gran diferencia entre perfeccionar lo existente y crear algo completamente nuevo.

En realidad, los problemas de la anterior Constitución estuvieron menos en los textos que en la actuación concreta de los jueces constitucionales; más en el recelo del Tribunal Constitucional para avanzar en el camino de las garantías de los derechos, que en prohibiciones o limitaciones constitucionales. Claudia Escobar lo explica muy bien al comparar la actuación de la Corte Constitucional colombiana y la de nuestro Tribunal Constitucional:

En términos generales puede sostenerse que en el caso colombiano la Corte Constitucional ha intentado asumir una suerte de activismo judicial que implica el establecimiento de un sistema “fuerte” de control constitucional. Este tipo de control ha permitido que las sentencias constitucionales tengan un papel preponderante, dentro del sistema de fuentes del derecho, aun por encima de las leyes y demás actos normativos que hacen parte del ordenamiento jurídico. En el caso ecuatoriano, el Tribunal Constitucional ha asumido el papel de “legislador negativo”, instaurando un sistema “débil” de control constitucional, en el que otras fuentes del derecho determinan los alcances del proceso político y normativo18.

¿Un nuevo paradigma? La Corte Constitucional inventa el agua tibia

La Corte Constitucional es la que mejor ha expresado esa idea del nuevo comienzo, que parte de entender la entrada en vigencia del texto constitucional de 2008 como la instauración de un "nuevo paradigma constitucional", pues se habría dejado atrás la Constitución "programa político" y se establecería, por fin, una Constitución concebida como "norma jurídica directamente aplicable" y fuente del resto del ordenamiento (suplemento del Registro Oficial 451 del 22 de octubre de 2008).

A partir de estas ideas se ha aceptado, sin beneficio de inventario, que la Constitución de Montecristi instala el neoconstitucionalismo en el Ecuador y, al hacerlo, produce un cambio radical en el constitucionalismo ecuatoriano, por medio de lo que Riccardo Guastini denomina constitucionalización del ordenamiento jurídico19.

Pese a la espectacularidad de las declaraciones, la promocionada transformación jurídica no pasa de ser un discurso que, consciente o inconscientemente, encubre la realidad tras el velo del nuevo comienzo y de la construcción de una República radicalmente distinta de la que le antecedió.

En efecto, la misma Corte de Transición, en una sentencia interpretativa de noviembre de 2008 (Registro Oficial 479 del 2 de diciembre de 2008), repite su idea de que la nueva Constitución "establece por primera vez en la historia constitucional ecuatoriana, una nueva forma de Estado", y enumera las características que, según ella, definen esa novedad:

a) Existencia de una Constitución no modificable por medio de la ley;

b) Carácter normativo y fuerza vinculante de toda la Constitución;

c) Control judicial de la constitucionalidad, a través de la existencia de garantías jurisdiccionales;

d) Aplicación directa de la Constitución; y,

e) Interpretación constitucional a cargo de un Tribunal o una Corte Constitucional.

Aunque los integrantes de la Corte de Transición fueron miembros del Tribunal Constitucional en la parte final de lo que consideraban la vieja forma de Estado, parecen no haberse percatado de que al menos cuatro de esas "novedosas" características existían ya en el anterior esquema constitucional.

La rigidez y la no modificabilidad de los textos constitucionales por medio de una ley ordinaria, estaban aseguradas por el artículo 282 de Constitución anterior: el famoso "candado", que tanto se criticó en su momento y que actuó como una eficiente barrera contra reformas constitucionales coyunturales.

El carácter normativo, la fuerza vinculante y la aplicación directa de la Constitución, eran también parte del texto constitucional de 1998 y basta ver, para comprobarlo, sus artículos 18, 272, 273 y 274. Estas características fueron, por otra parte, estudiadas por la doctrina ecuatoriana20y autores como Julio César Trujillo afirmaron en su momento21, refiriéndose precisamente a la Constitución que estuvo vigente hasta octubre de 2008, que ésta, "como norma jurídica es directa e inmediatamente aplicable".

Las garantías jurisdiccionales no son, tampoco, como se ha visto, creación de la Constitución de Montecristi, y fueron introducidas en nuestro Derecho incluso antes de la codificación constitucional de 1998.

Solo la interpretación de la Constitución a cargo de la Corte Constitucional es una institución nueva en el Derecho Constitucional ecuatoriano, pero ni ésta, ni el hecho evidente de que en materia de garantías constitucionales se han introducido cambios y mejoras de no poca monta, autoriza a sostener que lo que se vive es, para repetir las palabras de la Corte de Transición, un "nuevo paradigma constitucional".

La afirmación de que el neoconstitucionalismo se instala en el Ecuador en octubre de 2008 es un mito, pero un mito útil para la legitimación gubernamental, que se construye a partir de una retórica de lo nuevo y de la descalificación del pasado.

El neoconstitucionalismo no es una novedad en el Ecuador: al menos desde la década del noventa del siglo pasado ha sido parte, tanto del debate doctrinario, como de los textos constitucionales; "descubrir" a estas alturas su existencia es lo mismo que inventar el agua tibia.

También en este caso, cuando la Corte Constitucional sostiene que es la Constitución de Montecristi la que declara "al Ecuador dentro del paradigma del neoconstitucionalismo latinoamericano" y produce "una revolución conceptual y doctrinaria" (Registro Oficial 479 del 2 de diciembre de 2008), se utiliza la falacia de comparar los textos de la Constitución vigente, con la forma en que fue aplicada la que le antecedió, esto es, se juzga al ordenamiento anterior por lo que ocurrió realmente, y al vigente por lo que se dice que va a ocurrir.

Esto se ve con claridad en la décima nota al pie que se incluye en el documento por medio del cual se estableció la Corte de Transición (suplemento del Registro Oficial 451 del 22 de octubre de 2008); dicen ahí los integrantes del extinto Tribunal Constitucional, en trance de convertirse en magistrados de la Corte, que "pese a las múltiples manifestaciones retóricas incluidas en muchas de las Constituciones históricas Ecuatorianas y particularmente en las de 1979 y 1998 según las cuales Ecuador es un 'Estado Social de Derecho', en Ecuador nunca hubo Estado social porque no se produjeron ninguno de sus elementos esenciales".

Según la Corte de transición, las declaraciones constitucionales no pasaron de ser simples manifestaciones retóricas y el "Estado Social de Derecho" nunca llegó a existir. ¿Qué virtud especial confiere la Corte a los textos de la Constitución vigente, para pensar que éstos sí serán capaces de modificar la realidad?

Bien pensada, la cosa es aún más grave. Los integrantes del Tribunal que debía velar por el orden constitucional en la etapa final de vigencia de la anterior Constitución, confiesan que nada hicieron para cumplir los mandatos que emanaban de la declaración del Ecuador como Estado Social de Derecho; tuvieron que esperar un nuevo texto constitucional para descubrir el neoconstitucionalismo, la aplicación directa de la Constitución y la primacía de los derechos, que existían pero no fueron capaces de ver antes de octubre de 2008.

V. Sobre textos y actitudes

Si bien los textos son importantes, un ordenamiento jurídico no puede ser juzgado únicamente a partir de ellos; la referencia a la realidad es ineludible.

Y, sobre todo, no es admisible que se satanice una norma por la manera en que fue aplicada, o ignorada, y se alabe otra solo a partir de sus promesas.

Un verdadero cambio de paradigma implica no solo normas con una orientación distinta, sino actuaciones cualitativamente diferentes, impregnadas por esa nueva orientación normativa. Riccardo Guastini, habla de "constitucionalización" para referirse a "un proceso de transformación de un ordenamiento al término del cual el ordenamiento en cuestión resulta totalmente 'impregnado' por las normas constitucionales"23.

Siete condiciones considera Guastini que son necesarias para que pueda producirse esa constitucionalización:

a) La existencia de una Constitución rígida;

b) El establecimiento de garantías jurisdiccionales de la Constitución;

c) La fuerza vinculante de la Constitución;

d) La sobreinterpretación de la Constitución, para extraer de ella todos sus contenidos implícitos;

e) La aplicación directa de las normas constitucionales;

f) La interpretación de las leyes conforme a la Constitución; y,

g) La influencia de la Constitución sobre las relaciones políticas24 (2009: 50-58).

Si bien se requiere que se cumplan todas estas condiciones para que pueda hablarse de constitucionalización, las dos primeras son las que Guastini considera necesarias, "en el sentido de que la constitucionalización no es ni siquiera concebible en su ausencia"25.

Como puede verse, esas dos primeras condiciones son normativas y sin duda estaban presentes en los textos constitucionales de 1998 y 2008. Las otras, si bien pueden tener expresión normativa, dependen menos de los textos constitucionales que de la actitud de la ciudadanía y, fundamentalmente, de los juristas y de los actores políticos; son esas, precisamente, las condiciones que si han existido en el Ecuador, ha sido solo de manera esporádica y aislada.

Y el problema es que si las dos primeras no vienen acompañadas por las siguientes, quedan reducidas a textos inútiles, ilusiones jurídicas incapaces de incidir en la realidad.

Es claro, entonces, que si bien los textos pueden marcar un sendero, un nuevo paradigma solo puede provenir de actitudes cualitativamente diferentes.

VI. Adaptación e instrumentación

Pronto la Constitución de Montecristi cumplirá cinco años y no parece que la nueva era anunciada por la Corte de transición exista más allá de los textos y la retórica.

Abundan los ejemplos que muestran que la forma de entender el Derecho, la manera en que se utilizan los textos y el papel que se asigna a la Constitución, siguen siendo los mismos, aunque el ropaje que hoy los envuelve esté impregnado de invocaciones al neoconstitucionalismo o de citas de autores que no se reconocerían en las consecuencias que se extraen de sus palabras.

Basta con ver la forma en que la Corte de transición ejerció su competencia de control de las declaratorias de estado de excepción22, o cómo la misma Corte limitó el alcance de la acción de protección, calificándola como residual, por medio de una norma reglamentaria que luego se incorporaría a la Ley de Control Constitucional.

Es que la tarea de modificar un paradigma jurídico no parte de la reforma legislativa, sino de la transformación de las mentalidades. Difícilmente los abogados que se han formado en la escuela del más rígido y pedestre formalismo, podrán aceptar razonamientos que vayan más allá de la aplicación mecánica de las normas. Nuestro medio no es propicio a la argumentación jurídica y solo encuentra seguridad en la cita de textos normativos.

Un funcionario administrativo preferirá siempre aplicar una disposición reglamentaria, que aceptar un razonamiento que, a partir de principios constitucionales, le demuestre que esa disposición no debería ser tomada en cuenta; y esto no solo porque cree que esa es la forma en que se debe proceder, sino también porque es la única manera de sentirse tranquilo frente a entes de control poco propensos a entender sofisticaciones constitucionales.

Cuando la modificación de los paradigmas se limita a ser modificación de textos, ni las ideas más innovadoras son capaces de alterar la racionalidad imperante.

En esos casos, la reforma normativa produce dos consecuencias: adaptación e instrumentación.

Máximo Sozzo, en su análisis sobre la reforma policial en Argentina, ha mostrado lo primero al establecer que la simple reforma legislativa no produce otra cosa que la generación de estrategias de actuación distintas, para seguir haciendo exactamente lo mismo23.

En el Ecuador, funcionarios judiciales y administrativos hacen gala de un nuevo lenguaje y, siguiendo la línea trazada por la Corte de transición, ponderan el "nuevo paradigma constitucional"; pero tras la modificación del discurso no se encuentra una actuación distinta, simplemente, el vino viejo se ha puesto en odres nuevos.

La forma en que ha operado la acción de protección es un buen ejemplo de ello.

Para los entusiastas constituyentes de Montecristi, era mejor prescindir de jueces especializados para el conocimiento de las acciones constitucionales; encargar estas últimas a cualquier juez, pensaron, haría que la Constitución se convierta en el instrumento fundamental de la actividad judicial.

En la práctica, para un juez abrumado por expedientes propios de su especialidad, una acción constitucional es menos un motivo para estudiar Derecho Constitucional, que una molesta carga de la conviene librarse lo más pronto posible. Y es esto último, precisamente, lo que se hace: los argumentos neoconstitucionales se convierten así en discurso que permite dar buena cara y mostrar como actualizadas y acordes a los "nuevos vientos constitucionales" las decisiones, por otro lado frecuentes, que rechazan acciones de protección.

Si la adaptación es la lógica respuesta de toda burocracia a las pretensiones reformistas que vienen de fuera, la instrumentación es la cara perversa del discurso "neoconstitucional".

Rogelio Pérez Perdomo, al analizar la falta de concordancia entre las declaraciones constitucionales del siglo XIX y las realidades económicas y sociales que marchaban en sentido contrario, sostenía que el espacio normativo cumplía una función ideológica, entendiendo ideología como visión distorsionada de la realidad: "el ordenamiento formal… otorga buena conciencia a la élite, permitiéndole presentarse a sí misma como actora del progreso"24.

En el Ecuador de hoy, la acumulación de un poder personal concentrado en el jefe del Ejecutivo tiene que justificarse de alguna manera, tanto hacia afuera para generar adhesión social, como hacia adentro para tranquilizar la conciencia. En lo jurídico, esa justificación se vale de un discurso constitucional que se identifica con la democracia y la defensa de los derechos, pero que aquí y ahora no cumple un papel democrático ni garantista y se limita a ser lo que es cualquier máscara en cualquier representación.

El solo ejemplo de la criminalización de la protesta y los juicios por terrorismo muestra que la realidad ecuatoriana encaja difícilmente en el paradigma garantista.

Ante eso, el jurista ingenuo sigue sin entender que una sociedad diferente puede construirse con el Derecho, pero no desde el Derecho; no comprende que la redacción de textos no sustituye a los procesos sociales y protesta porque las normas tan trabajosamente elaboradas no sirvan para lo que se pensó originalmente.

La ingenuidad, sin embargo, no convierte a nadie en inocente.

Hoy, cuando empiezan a aparecer los arrepentidos y los que no pensaron que las cosas podían darse como se están dando, es bueno recordar un hecho olvidado, pero decisivo.

En diciembre de 2007, en Dayuma, un grupo de ciudadanos obstaculizó la vía que conducía a un pozo de Petroproducción. El Presidente de la República respondió con la declaratoria de estado de emergencia (Decreto Ejecutivo 770, Registro Oficial 231 de 13 de diciembre de 2007) y la detención violenta de varios ciudadanos, entre los que se encontraba la Prefecta de la provincia, Guadalupe Llori, bajo la acusación de terrorismo organizado25. Fue necesaria una declaración de amnistía de la Asamblea Constituyente para que los presos pudieran salir en libertad luego de varios meses en prisión (segundo suplemento del Registro Oficial 343 de 22 de mayo de 2008).

El 10 de diciembre de 2007, estos hechos se plantearon ante la Constituyente de Montecristi, pero el pleno de la Asamblea resolvió que ese no era el espacio para tratarlos. Los procesos judiciales deben seguir adelante porque solo por medio de ellos se puede saber quién es culpable y quién inocente, sostuvo María Paula Romo, mientras Pedro de la Cruz afirmó que la Asamblea debía dedicarse a resolver los problemas estructurales y no temas puntuales; María Molina recogió, pintándolo de otro color, el viejo argumento de la derecha: hay que cuidarse de la manipulación del tema de los derechos humanos; y Trajano Andrade negó a "quienes antes violaron los derechos humanos" la posibilidad de reclamar al gobierno; finalmente, Gabriel Rivera hizo un llamado a cerrar filas alrededor del Presidente: "que a nadie le quepa la menor duda del férreo e irrenunciable apoyo de estos asambleístas del Movimiento País hacia nuestro Presidente, porque es el buque insignia de la revolución ciudadana"26.

En "El Juicio de Nuremberg", la película de Stanley Kramer, Abby Mann, el guionista, nos presenta el diálogo final entre Ernst Janning (Burt Lancaster), el juez alemán condenado a cadena perpetua, y Dan Haywood (Spencer Tracy) el juez norteamericano que lo condenó.

Créame, dice Janning, nunca me imaginé que podía llegarse a tanto abuso.

La primera vez que usted condenó a un inocente sabiendo que lo era, le contesta Haywood, ya llegó a eso.

En el Ecuador llegamos a la criminalización de la protesta, a las persecuciones, procesos penales y sentencias de las que estamos siendo testigos, y a las que vendrán en el futuro, el 10 de diciembre de 2007, cuando un grupo de asambleístas prefirió no ver los atropellos contra los que siempre había reclamado y sacrificó los derechos de las personas en el altar de las conveniencias políticas.

Referencias

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