Fernando de Trazegnies Granda
En los conventos de la Edad Media, se acostumbraba designar a un miembro de la comunidad para que a la hora de la cena entretuviera a los demás monjes con lecturas espirituales. Estas charlas de refectorio tenían una doble finalidad. De un lado, permitían aprovechar el tiempo y no perder ni aun el momento de satisfacción de las bajas necesidades materiales para proseguir en la tarea de la edificación del alma. Por otro lado, la lectura apartaba a los monjes de los sabores y olores que ascendían desde la mesa y así evitaba que éstos incurrieran en la tentación de la sensualidad culinaria.
Hoy me siento muy incómodo entre ustedes porque tengo la impresión de que estoy en la situación de ese monje aguafiestas, que ha sido llamado para frustrarles con abstractos discursos los placeres materiales -pero no por ello menos legítimos- de un buen almuerzo.
Pero como en este gran teatro del mundo a cada uno le corresponde desempeñar el papel que le ha sido asignado, no me queda más remedio que proponerles un tema de reflexión.
El pintor belga Magritte hizo un hermoso y preciso cuadro en el que solamente aparecía una impecable pipa. Pero agregó debajo de ella la frase: "Esta no es una pipa". Y efectivamente no era una pipa: era la imagen de una pipa. Lo mismo podríamos decir hoy de muchas cosas y, en particular, del Derecho. Muchas de las instituciones y procedimientos que utilizamos los juristas contemporáneos han perdido su materialidad: ya no son una cosa sino la representación de una cosa. Por eso, he pensado que podríamos conversar sobre la desmaterialización del Derecho.
¿Qué significa esta expresión que suena muy abstracta? ¿Qué es lo que quiero decir cuando hablo de una desmaterialización del derecho? En realidad, el concepto se va a ir mostrando más claramente durante el desarrollo de esta exposición. Pero me gustaría desde el inicio presentarles una aproximación, incluso un tanto brutal, al tema que quiero tocar.
Regresemos por unos instantes nuevamente a la Edad Media. En esa época fascinante y aterradora, el señor feudal tenía el derecho de gozar de la primera relación sexual con cada mujer de sus dominios. En consecuencia, la noche anterior a la boda, todo novio debía llevar a su futura esposa a la cama del señor. Este era un derecho absolutamente material, un derecho sobre el cuerpo mismo, un derecho tangible en el sentido más literal del término. Sin embargo, pronto ese derecho inició, ya en la propia Edad Media, un proceso de desmaterialización, tanto debido a la reprobación de la Iglesia como a cambios en las costumbres. Paulatinamente, el derecho de pasar la noche con la joven virgen y gozar físicamente de su cuerpo fue ejercitado bajo la forma emblemática de que el señor pusiera solamente una pierna sobre el lecho de la novia. De ahí que ahora conozcamos esa institución feudal con el nombre de derecho de pernada. Como podemos ver, ese derecho que tenía originalmente una sustancialidad material pasó a convertirse en un mero gesto simbólico, en un emblema abstracto del señorío sin ninguna participación de los sentidos. Para utilizar palabras hoy de moda, podríamos decir que, al pasar a ser pernada, el derecho al sexo material se convirtió en una forma jurídica de sexo virtual.
Este proceso de desmaterialización, como lo veremos a continuación, ha afectado en general a todo el Derecho y se ha ido profundizando a medida que avanzaba la modernidad; al punto que la práctica y el orden jurídico contemporáneos en gran parte están construidos sobre la base de símbolos y emblemas, de representaciones, de sombras, de situaciones meramente delineadas que, sin embargo, son tan fuertes o más fuertes que las realidades tangibles.
Hablar de desmaterialización en el mundo moderno puede parecer un tanto paradójico porque estamos acostumbrados a oír que la modernidad ha acentuado el materialismo y que, consecuentemente, vivimos en un mundo que es calificado como materialista. La Iglesia nos lo ha dicho con censura en repetidas oportunidades. Nos lo han dicho con nostalgia los sectores sociales tradicionales que lamentan la substitución de los valores y jerarquías aristocráticas por aquellos derivados del dinero y el comercio. También algunos movimientos políticos reformistas o revolucionarios han insistido en la condena al materialismo capitalista. Ciertos espiritualismos de fuente diversa han expresado con acritud su preocupación por el hecho de que el materialismo prima en nuestras vidas de hombres modernos. Y algunos de ellos, convertidos en fundamentalistas, han proclamado airadamente la guerra santa contra el materialismo actual.
Pero, ¿qué significa esta afirmación de que el mundo de hoy es materialista? ¿Cómo se compatibiliza con el planteamiento que quiero hacerles de que el Derecho se encuentra en proceso de desmaterialización?
En realidad, el materialismo puede ser entendido de muchas maneras; por eso, la afirmación de que el mundo actual es materialista tiene también múltiples significados. Para unos, el materialismo implica una primacía de lo económico sobre lo moral, una atención prioritaria a las formas de producción de bienes materiales sin tener en cuenta las exigencias axiológicas, sin prestar atención a los valores, particularmente aquellos, como la espiritualidad, la justicia y la caridad, aportados por el cristianismo. Para otros, el materialismo está constituido por el predominio de la sociedad burguesa sobre la aristocrática, con su acento en la obtención sistemática de bienes materiales antes que en la búsqueda de la gloria o en el respeto de la tradición. Por su parte, las tendencias políticas de izquierda, si bien otorgan la máxima importancia a la economía y a la producción de bienes materiales, utilizan un cierto concepto de materialismo para denunciar las desigualdades en la distribución de esos bienes. Por su lado, los espiritualismos critican al materialismo por quedarse en la parte exterior de las cosas, lo que lleva a cegar los espíritus, frustrándoles su capacidad natural de percibir realidades interiores más sutiles y elevadas.
Para los efectos de la reflexión que quiero llevar a cabo en esta exposición, voy a utilizar los términos materialismo y material en un sentido bastante más simple, más pragmático, casi de diccionario. Así, dentro de este orden de ideas, lo material es aquello que constituye el cuerpo de las cosas, es la parte de la realidad percibida por los sentidos, que tiene un lugar en el espacio y en el tiempo y que se manifiesta a través de un cierto comportamiento físico.
De esta forma, lo material se opone a lo formal, se opone a lo representativo y también a los productos de una racionalidad descarnada. Quizá podríamos decir más directamente, hablando en el lenguaje de moda, que lo material se opone a lo virtual. Sin embargo, esta afirmación sólo puede hacerse con una previa aclaración. Lo virtual ha sido siempre -filosóficamente hablando- algo que tenía una posibilidad de realidad, pero que todavía no estaba actualizado. De alguna manera, dentro de la acepción tradicional, lo virtual era algo que es y no es; o, quizá mejor, era algo que tenía el ser de poder ser pero todavía no era: lo virtual era lo que la filosofía llamaba la potencia. En cambio, con el desarrollo de la computadora y de las comunicaciones electrónicas, la palabra "virtual" ha tomado más bien la connotación de inmaterial: no es algo que debe ser actualizado sino algo que ya es actual, pero que ha sido actualizado relativamente fuera del dominio de lo material, de lo físico.
El camino de la desmaterialización de la sociedad y, consecuentemente del Derecho, se inicia hace mucho tiempo atrás. Y, paradójicamente, quizá el primer hito de ese camino es la invención de un elemento que usualmente caracteriza al materialismo: el dinero.
El dinero es un bien que no es un bien, es decir, es un bien que no tiene ninguna utilidad propia, que no nos da ninguna satisfacción por sí mismo, sino que simplemente nos coloca en la posibilidad de tener todo tipo de satisfacciones. Podríamos decir que el dinero es un bien de satisfacción virtual.
Por consiguiente, el dinero no es una cosa sino un símbolo, una representación de cosas que no están prefiguradas en la naturaleza del dinero mismo, una forma abstracta de acceder por su intermedio a cosas concretas. Por eso, el dinero puede ser un pedazo de metal o un pedazo de papel. Poco importa, porque lo que cuenta no es su materialidad sino su poder evocador. Por consiguiente, cuando las relaciones económicas entre los hombres se monetizan, el valor sensorial de uso cede en importancia ante el valor simbólico de cambio; y así lo virtual pasa a jugar un papel más activo que lo material.
Este fenómeno de desmaterialización afecta todas las formas sociales. Y, ciertamente, el Derecho no podía quedar inmune. Si tenemos en cuenta que el Derecho es una de las formas más determinantes de la organización social, no cabe duda de que las nuevas orientaciones en las relaciones entre los hombres producen inmediatamente efectos tanto en la concepción del Derecho como en sus técnicas.
Y este proceso de desmaterialización del Derecho se ha venido produciendo desde tiempos antiguos, cobró una gran importancia con la modernidad y se ha vuelto decisivo en las últimas décadas.
Es interesante realizar si no un inventario, cuando menos un muestrario de estas desmaterializaciones en el Derecho moderno.
a. Las personas.
Podemos comenzar con las personas, ya que son las protagonistas de la acción jurídica.
Como es sabido, los romanos entendían el Derecho como la ciencia de lo justo y de lo injusto basada en la rerum notitia, según frase de Ulpiano. Esta rerum notitia implicaba que había que atender a las cosas como son, sin caer en la tentación de operar dentro de un paraíso conceptual. Y, desde esta perspectiva asumida en forma restringida, el Derecho romano construyó la noción de persona sobre la base del hombre real, de la persona natural. En cambio, si bien reconoció la existencia de personas jurídicas con personalidad independiente, les dio muy poca importancia. Las fuentes casi no se ocupan de ellas y todo indica que tuvieron una mayor vigencia en lo que hoy llamaríamos el "Derecho Público": entre las corporaciones o universitates (palabra que viene de universalidad de patrimonio) se encontraba en primer lugar el Estado romano, luego los municipios y, por último, las asociaciones (llamadas también collegia o sodalitates) que agrupaban a los gremios, las hermandades y otras instituciones con funciones casi públicas. Pero la vida civil, la actividad de todos los días, la operación propiamente dicha de la sociedad, se realizaba siempre por personas naturales en toda su corporeidad, seres de carne y hueso, perfectamente identificables y ubicables en el espacio.
La situación ha cambiado radicalmente en nuestro mundo moderno, donde la persona natural ha sido relegada a un segundo plano, tanto porque existen otros centros no materiales de derechos y obligaciones que actúan como biombos delante del hombre material llamados personas jurídicas, como también porque las funciones económicas más importantes de nuestra sociedad corresponden ahora precisamente a esos centros abstractos de imputación y no a las personas naturales.
La persona jurídica no es una persona material sino una construcción lógica. Sin embargo, piensa, decide, es propietaria, lucha contra otras personas jurídicas o celebra alianzas para aumentar su poder. El hombre real desaparece detrás de ella porque ya sólo cuenta desde la perspectiva abstracta del voto: es simplemente una unidad en la toma de decisiones; pero lo decidido se impone en tanto que voluntad de la sociedad sobre todos y cada uno de los miembros que la integran. En consecuencia, el hombre material ha pasado a formar parte de un todo constituido por un sistema inmaterial; y ese sistema prima sobre sus partes individualmente consideradas.
Aún más. La relación entre la persona natural y la persona jurídica se hace cada vez menos directa y transparente: una multitud de abstracciones tejen una red desmaterializada entre el hombre de carne y hueso y la sociedad. En la mayor parte de los casos de personas jurídicas significativas, los accionistas no son personas naturales sino otras personas jurídicas que a su vez pertenecen a otras personas jurídicas y éstas a otras, constituyendo una maraña de irrealidades que, sin embargo, tienen una realidad mayor que la material. Rastrear la presencia de los hombres naturales detrás de esas construcciones de espejos, resulta difícil aún para un experto genealogista. Dentro de ese mundo de corporaciones, el hombre individual, la persona natural, se encuentra tan empequeñecido que cuenta muy poco. De ahí que se diga actualmente que las grandes corporaciones no pertenecen a sus accionistas sino a sus ejecutivos. Pero,' si bien es exacto que los accionistas por sí mismos son incapaces de dirigir estas sociedades gigantescas, no es cierto tampoco que los ejecutivos y funcionarios de ellas tengan una capacidad total de manejo. En el fondo, las sociedades no pertenecen a esos ejecutivos y funcionarios sino que éstos pertenecen a la sociedad; y, finalmente, los criterios colectivos, que sobrepasan abrumadoramente las posibilidades tanto del funcionario como del accionista, se imponen en forma impersonal.
Claro está que todavía los hombres reales tienen una presencia en la vida del Derecho. Todavía son los hombres quienes contraen matrimonio, quienes tienen hijos, quienes se mueren y quienes heredan. ¡Menos mal! Pero no puede ocultársenos que esa presencia es muy marginada y que la sociedad se encuentra conducida por las corporaciones. Casi podríamos decir que en nuestro mundo de fines del S. XX, el hombre natural sólo tiene vigencia en el espacio reducido de la intimidad del hogar.
b. Las cosas.
Y, ¿qué sucede con las cosas? Las cosas constituyen por excelencia el reino de la materialidad. Las cosas son aquellos objetos físicos que el Derecho considera como un "bien", es decir, como algo que puede tener un valor digno de ser protegido. Es por eso que, en la antigüedad, cada vez que se planteaba la cuestión de saber cuál era el objeto de la propiedad, se abría paso la cosa en toda su materialidad, como modelo de aquello que puede ser propio.
Si regresamos nuevamente al Derecho romano, observaremos que ahí las cosas tenían una corporeidad definida: eran aquellos objetos tangibles, es decir, perceptibles por los sentidos, que requerían un espacio donde ubicarlos y que no podían ser desdoblados imaginativamente porque cada cosa era, para decirlo de manera perogrullesca, una cosa. Por eso también es que los romanos consideraban que sobre cada cosa no podía haber sino un propietario: la copropiedad, si bien era admitida en algunos casos no sin cierta repugnancia conceptual, constituía para el Derecho romano una suerte de monstruo jurídico porque perdía el contacto físico con la cosa material y le daba calidad de objeto del Derecho a unas cuotas ideales, causando muchas perturbaciones en la relación real entre la persona natural y la cosa material.
Por todo ello es que la organización que el Derecho romano da a la propiedad, apunta siempre a lo concreto, a las cosas en su verdadera realidad material. La propiedad romana se refiere a las tierras y a las fincas, a los elefantes y otros cuadrúpedos que se doman por el cuello, a las ramas de los árboles, a los vuelos de los muros, a las sepulturas, al oro y la plata, al rebaño y a las cosechas, a las carrozas con sus caballos. Solamente por excepción se habla de derechos reales sobre cosas incorporales, como en el caso de la servidumbre o del uso; pero aun entonces, esa incorporeidad se resuelve en última instancia en una materialidad que constituye su sustento de realidad.
Esta concepción material de la propiedad está presente todavía en la mentalidad de los juristas del siglo pasado y de comienzos del presente siglo. Planiol y Ripert, en su célebre Tratado de Derecho Civil, todavía sostienen que el objeto de la propiedad es una cosa corporal y que no es propio aplicar este concepto a derechos incorporales.
Colin y Capitant, reconociendo que ya comienza a hablarse de propiedades abstractas, indican que sólo metafóricamente puede admitirse una expresión como "propiedad intelectual".
Porque la idea central de esa propiedad clásica es que está referida a la tierra, a la casa, al ganado, a los granos, a los objetos producidos en el taller. Quizá hasta bastante entrada la modernidad, la sociedad tenía todavía un carácter fundamentalmente agrícola y la propiedad era tratada por el Derecho con esa concreción y ese apego a la naturaleza que tiene el hombre de campo en su encuentro con el mundo que lo rodea. El Derecho Civil tradicional pretende organizar legalmente un paisaje bucólico, con tierras amenas, ríos, montes, frutos, animales que tienen crías, instrumentos de labranza.
Notemos que nuestras leyes actuales cultivan una cierta nostalgia de esas épocas. El Código Civil peruano legisla todavía sobre las piedras, las conchas u otras cosas análogas que se hallen en la orilla del mar, como las que podemos encontrar en un caluroso día de playa. Y se refiere también a los animales de cacería, anotando con ingenioso razonamiento que pertenecen al cazador aun cuando éste sólo los haya herido, siempre que después los persiga sin interrupción. Igualmente, nuestro Código tiene particular preocupación por las cosechas, por las siembras con semillas ajenas y por las porciones de tierra de cultivo que el río pueda arrancar de un predio y depositar en otro.
Es posible que alguna vez se presente una ardua discusión jurídica por algunas conchas encontradas en la playa; o que dos cazadores discutan sobre cuán intensamente uno de ellos persiguió a la presa herida para determinar la propiedad del animal muerto. Pero no cabe duda de que todos estos temas, tan concretos, tan ingenuamente materiales, no constituyen aspectos decisivos de la vida moderna. Y es que esa convivencia en amorosa intimidad con la naturaleza ha sido sobrepasada ya en el siglo anterior por la civilización industrial. Y en este siglo, incluso ese mundo industrial está siendo superado por el mundo de los símbolos y de los sueños.
En nuestra época, el reino de la materialidad ha sido subvertido por bienes más sutiles e incorpóreos. Cada vez que nos preguntamos ahora sobre la propiedad, la cosa material lejos de imponerse como lo hacía antes, se esconde, se evapora; cada vez que intentamos coger la cosa se nos escapa entre los dedos.
Este hecho puede ser comprobado a propósito de cualquier aspecto de nuestra vida cotidiana. Hemos hablado del dinero como una desmaterialización del valor. Pero a su vez, ese bien incorpóreo y solamente simbolizado por el metal o el papel, se vuelve cada vez menos aprehensible físicamente si tenemos en cuenta que las representaciones materiales de ese bien inmaterial pierden a su vez corporeidad. En la práctica, vemos que el dinero constituido por la moneda, por los billetes, es utilizado únicamente para las transacciones microscópicas que tienen lugar con relación a los aspectos más ordinarios de la vida en sociedad. Pero esa "cosa" llamada dinero no existe como cosa en todas las operaciones importantes de la economía. El cheque y la letra de cambio han sustituido al dinero en gran parte de los casos. Y la anotación en cuenta corriente constituye una forma todavía menos material de pago. Si agregamos que las instrucciones para realizar tal anotación pueden ser impartidas mediante una comunicación electrónica a través de Internet, la poca materialidad que tenía la moneda metálica o el papel moneda, queda así reducida a cero.
En verdad, ¡qué lejos está la propiedad moderna de esa propiedad que era organizada jurídicamente por el Code Napoléon! Hoy en día ya no sabemos bien lo que es una cosa. ¿Podemos decir, por ejemplo, que la electricidad es una "cosa"? ¿Y el know-how, lo es? Hablamos hoy de propiedad de turnos, en donde lo que cuenta no es la cosa sino el tiempo; hablamos de propiedad de frecuencias, que son meras vibraciones; hablamos de propiedad de derechos de conexión, de propiedad del empleo, de propiedad de un cierto mercado. Estoy seguro que todo ello habría puesto absolutamente nerviosos a Marcel Planiol y a Georges Ripert, para no hablar de los civilistas franceses del S. XIX.
Notemos cómo estas propiedades contemporáneas desconocen las bases más elementales del antiguo derecho de propiedad, fundado en el carácter material de la cosa. Uno de los principios básicos de la propiedad clásica es que la cosa es siempre una sola. Esto significa que pueden establecerse cuotas partes sobre ella pero no puede decirse que una cosa son dos cosas, ya que ello sería una contradicción. De ahí que la propiedad sea siempre exclusiva: el derecho de propiedad puede ser compartido pero no pueden haber dos derechos de propiedad diferentes con relación al mismo objeto físico.
Pero sucede que en la propiedad intelectual, una misma cosa da lugar a dos propiedades diferentes. Una pintura es de propiedad de quien la ha comprado. Pero, a su vez, el pintor retiene un derecho de propiedad, como autor de ella, llamado moral, que le permite oponerse a que le agreguen bigotes a la imagen que ha pintado, que la presenten como si la hubiera pintado otro o que la usen en una forma denigrante. En consecuencia, sobre un mismo objeto existen dos propietarios, con sus respectivos derechos de uso y de señorío sobre la cosa. Pero no son condóminos, no tiene cada uno una cuota ideal, sino que cada uno es totalmente propietario desde un cierto punto de vista. La solución de este aparente dilema consiste en que una misma cosa se convierte en dos cosas para los efectos del Derecho: la cosa "moral o autoral" y la cosa "patrimonial"; de manera que pueden haber dos propiedades que, si bien se dirigen al mismo objeto físico, tienen como base dos cosas distintas, una material y la otra inmaterial.
Esta suerte de esquizofrenia jurídica llega al paroxismo cuando se trata de bienes que forman parte del patrimonio cultural de la Nación. En ese caso, si una obra de factura contemporánea es declarada de valor cultural, encontramos tres derechos con relación al mismo objeto: el del propietario del bien físico, el del autor o sus herederos y el de la Nación.
c. Los contratos
El mismo proceso de desmaterialización ha marcado la contratación moderna.
Tanto la contratación romana como la medieval estaban basadas en el cumplimiento de ciertas formalidades materiales. En otras palabras, de manera general, la forma no era simplemente ad probationem sino ad solemnitatem.
En el Derecho romano, los contratos podían perfeccionarse sea mediante el pronunciamiento de ciertas palabras, sea mediante la entrega de la cosa. Como puede verse, en ambos casos se trata de formalidades materiales, sometidas a comprobación por los sentidos. Estas formalidades eran muy rigurosas y, por ejemplo, la más pequeña equivocación de las partes al pronunciar las fórmulas solemnes constitutivas del acto, daba lugar a que éste se entendiera como no realizado. Cuando se trataba de entregar un bien, la toma de posesión por el adquirente solamente se entendía efectuada cuando esa persona recibía el bien físicamente. Es perfectamente conocido y no necesito abundar en el tema, que en Derecho romano la posesión tenía que adquirirse corpore et animo, es decir, por el cuerpo y por la intención. Esta corporalidad del derecho exigía que el adquirente recibiera en la mano la cosa si se trataba de un mueble o que pusiera el pie en ella si se trataba de un inmueble. En épocas más antiguas se exigió incluso que el nuevo poseedor se revolcara en el suelo y que rompiera ramas de los arbustos que en adelante quedaban bajo su arbitrio. En el Perú virreynal del S. XVIII todavía se practicaba la diligencia de toma de posesión recorriendo los linderos en todo el perímetro del fundo en presencia de notario y testigos, mientras se gritaba "¡Posesión, posesión!".
En el Derecho medieval anglosajón, el indenture era un contrato que se celebraba por duplicado en una misma hoja de papel. Luego se partía en dos esa hoja, de manera que quedaba con los dientes e irregularidades propios de la rotura. Para darle fuerza legal al contrato era necesario poner los dos ejemplares lado a lado y ver si efectivamente la desgarradura de uno coincidía con la del otro.
Todo esto nos parece exótico porque se nos ha hecho perfectamente natural que los contratos se perfeccionen al margen de una materialidad pre-establecida, mediante el simple acuerdo de las partes. Nuestras leyes ya no exigen el pronunciamiento de fórmulas rituales ni la confección de documentos especiales; salvo raras excepciones, las formalidades previstas por la ley tienen un carácter ad probationem y no ad solemnitatem. Un contrato puede cerrarse con una palabra, con un gesto, con una señal electrónica; ni siquiera se requiere que la voluntad sea simultánea ni que las partes estén físicamente una frente a la otra. Todos los aspectos materiales, corpóreos, han perdido su carácter de condición del acto y ahora sólo cuenta la inmaterialidad de la concordancia lógica entre la intención de los contratantes.
Y si nos preguntamos por las garantías, encontraremos la misma evolución. Entre los métodos más antiguos de contraer deudas está la prenda de sí mismo, por la cual el deudor se obligaba a permanecer como esclavo del acreedor hasta que pudiera hacerle el pago: el cuerpo del deudor era la garantía de la obligación. Posteriormente y hasta hace pocos años, si bien se había suprimido esa garantía bárbara, era todavía condición fundamental para la existencia de la prenda que el bien pignorado se entregara físicamente al deudor o a un tercero. Hoy se habla de la posibilidad de que la entrega sea física o jurídica; y, ciertamente, la entrega jurídica simplemente consiste en no entregar el bien sino en retenerlo. Por consiguiente, incluso la entrega -que usualmente implica un desplazamiento físico en el espacio- ha sido igualmente desmaterializada.
d. La responsabilidad.
En el campo de la responsabilidad, los juristas romanos optaron también por la materialidad. Es por ello que, con esa precisión, esa economía de palabras y esa elegancia que ostenta el latín, la lex Aquilia establece que el daño reparable se produce corpore corpori, esto es, "por el cuerpo y al cuerpo". En consecuencia, el daño -para ser reparable por intermedio del Derecho- tiene que haber sido producido físicamente y haber causado a su vez daños físicos. Los daños que no tienen materialidad y que, por tanto, carecen de expresión económica, no son reparables.
En el Derecho moderno, el concepto de daño ha sido ampliado de manera que ya no se requiere que sea causado materialmente ni tampoco, en ciertos casos, que se haya producido mediante un acto material. Si bien el llamado "daño moral" del Derecho actual no es muchas veces sino una forma de disimular el pago de una reparación por daños materiales que no pueden ser probados al detalle, es verdad también que una corriente doctrinaria propone indemnizar aspectos tan inmateriales e incorpóreos como la frustración del plan de vida de una persona, la imposibilitación de lograr ciertos objetivos y otros conceptos análogos que, en tanto que daños, no se apoyan en una substancia física. Igualmente, el Derecho actual reconoce la posibilidad de causar daños sin tocar el cuerpo de la persona, sin que intervenga ningún hecho material: la injuria, la calumnia -que en tiempos de Roma eran sancionadas punitivamente- ahora son configuradas como daños civilmente reparables aunque el causante no haya tenido contacto físico alguno con la víctima a través de ningún medio material.
No cabe la menor duda de que este proceso de pérdida de la materialidad ha dado una gran soltura, una gran agilidad a la contratación y, en general, a la organización de la vida moderna. Las formalidades materiales constituían una carga pesada que hacía muy torpe la operación del Derecho. En cambio, lo que hemos llamado desmaterialización permite estar a tono con este mundo en el que vivimos, donde lo virtual tiene un papel tan importante.
Por otra parte, el reconocimiento de aspectos inmateriales que pueden y deben ser tutelados por el Derecho enriquece sin duda el universo de los bienes jurídicos. No podríamos vivir en un mundo con el nuestro si el Derecho no admitiera la realidad de la existencia de acciones de sociedades, derechos de autor, daños producidos por la competencia desleal y un gran número de otros elementos indispensables de la vida social contemporánea.
Sin embargo, no cabe duda de que este proceso despierta también preocupaciones y recelos cuando se advierte que lo virtual se extiende a la sociedad toda y comienza a superar lo real. En este caso, la desmaterialización puede ir acompañada de una despersonalización y de una desensualización que, en vez de facilitar la vida, podrían terminar empobreciéndola.
Notemos cómo una sociedad que nació bajo las banderas del individualismo y del liberalismo, ha empezado a dejar de tomar en cuenta al individuo. La producción no atiende a ninguna persona concreta, como lo hacía el antiguo artesano zapatero que hubiera considerado imposible hacer un zapato sin tomar las medidas del pie del cliente. Ahora se calcula, se programa, se prevén las necesidades atendibles sobre la base de la idea del consumidor abstracto, sobre la base de un prototipo del comprador. Las empresas investigan a sus clientes no en términos de hombres reales con nombre y apellido, con gustos y medidas específicos, sino como promedios: el consumidor medio es el héroe del mercado pero, al mismo tiempo, es un ser inexistente.
Por otra parte, el marketing y la publicidad -que en principio nacen para poner en contacto al productor con el hombre- abandonan ahora al hombre real y se dedican a inventar hombres virtuales, hombres que nunca han existido: el intermediario entre dos realidades se ha convertido en un destructor de la realidad y un promotor de mundos de ensueño que sabemos que no tienen realidad presente ni futura pero cuya mentira crea una verdad irreal que permite una mayor venta de ciertos productos. Basta con encender la televisión o con mirar los anuncios publicitarios en las calles para topamos con tipos humanos inventados, casi caricaturas, que, sin embargo, tienden a convertirse en prototipos o modelos de la realidad.
Este mismo proceso lleva a una transformación de los roles de los diferentes sectores de la actividad, de manera que en muchos casos los servicios superan a las actividades productivas en cifras de venta y pasan a ocupar el primer lugar de la dinámica económica. Curiosamente, en un mundo acusado -probablemente con razón- de materialista, los mejores negocios no se hacen vendiendo bienes destinados a satisfacer los apetitos materiales y las necesidades individuales efectivas, sino alimentando sueños e ilusiones. Es sintomático que Disney World tenga una cifra de negocios que excede largamente al presupuesto de algunos Estados sudamericanos: la manipulación de símbolos y de ensueños, está en camino de ser extraordinariamente más rentable que la fabricación de cosas materiales.
No es un secreto para nadie que el negocio del turismo tiene mucho más de fantasía y de irrealidad que de verdadera satisfacción personal: los afiches turísticos son más sugestivos que la realidad ofrecida; y, a su vez, para gozar de esa realidad ofrecida, una vez en el sitio tenemos que asumir una perspectiva de afiche. Cuántas veces hemos llegado a un lugar publicitado y hemos pensado que la fotografía era más linda que la escena en la que ahora podemos participar directamente. E incluso si viajamos con una cámara fotográfica, buscamos el ángulo desde el cual se han tomado las fotografías publicitarias para hacer una igual y luego disfrutar con ella al regreso a casa como si fuera el verdadero recuerdo de un lugar que quizá era diferente. Conscientes de esta necesidad de virtualidad, algunos lugares turísticos tienen la gentileza de marcar con una señal esas "esquinas de la foto" que reemplazarán en nuestra memoria a la complejidad del conjunto de nuestras sensaciones e impresiones.
De esta manera, el mundo virtual de fines del S. XX corre el riesgo de vivir del sueño y en el sueño. Y la situación es aún más grave si esa virtualidad se asocia con una racionalidad fría y crea un programa de vida en común que excluye lo sensual, lo irracional, lo caótico, lo material, con la idea de instalar una organización perfectamente tecnocrática en la que no haya conflictos, oposiciones ni discrepancias y en la que, bajo una apariencia democrática, vivamos un totalitarismo que se funda no en el Partido ni en la ideología sino en una razón desmaterializada e institucionalizada.
Los abogados -y me refiero a quienes practicamos el Derecho- podemos y debemos contribuir a la construcción del mundo del S. XXI aportando una perspectiva de saludable conflicto. Porque nuestra profesión nos lleva a relacionarnos no con entelequias sino con hombres reales, con personas que poseen cuerpos, pasiones, intereses y que, precisamente, por ello, entran en conflicto unos con otros, pretenden superarse unos a otros. El papel del abogado no es suprimir los conflictos sino organizarlos; no es domar los intereses individuales hasta que desaparezcan, sino combinarlos para que esa competencia entre ellos y ese conflicto natural que ellos despiertan, sea productivo. Nada está más lejos del abogado que la mentalidad del frío planificador que mira el mundo desde lo alto; nosotros miramos el mundo desde tierra, desde la perspectiva de nuestros clientes que actúan en el corazón de la batalla social.
Es por ello que los abogados no creemos que la sociedad se ordena desde arriba, cubriendo los conflictos con una manta para ocultarlos y apagarlos. No creemos que el Derecho sea simplemente una expresión del poder político que se impone sobre los miembros de la sociedad civil para darles un orden conforme a un modelo preestablecido. La vida en común no puede ser una creación del Estado sino el producto de la actividad conflictiva, desordenada pero vital, de los particulares; el producto de múltiples relaciones a nivel de la sociedad civil que cada individuo libre va creando en todos los sentidos. Estos encuentros múltiples y de todo tipo van agregándose y forman una tela que constantemente es tejida por el Derecho, destejida por la vitalidad disociante de los actores sociales y vuelta a tejer por la actividad de los abogados.
Espero, apreciados colegas, que estas reflexiones de refectorio no hayan tenido el ingrato efecto de convertir un almuerzo material en un almuerzo virtual. En todo caso, les agradezco mucho su paciencia en tan difíciles circunstancias.