Jorge Luis Gómez Rodríguez
Los rasgos de la modernidad que vemos en el Ecuador contemporáneo nos hacen pensar que la dicotomía pasado-presente -la que bien parece ser el motor de una voluntad de emancipación que se expresa a diario en la arena política nacional- constituye el elemento de identificación que pone la modernidad en todo lo que toca. Pero muy a pesar de este testimonio que también hace parte de la modernidad ecuatoriana y que debemos identificar como el rasgo característico de la modernidad en general, la realización de este quiebre o ruptura está también circunscrita a los propios sentimientos de insatisfacción que acompañan a la modernidad y sus propósitos, pues, como ciertos adolescentes, tiene más la ciega voluntad del cambio que las razones de su necesidad. El caso ecuatoriano no es la excepción.
En la voluntad de emancipación del pasado hay una abierta declaración de su inutilidad como de su falta de sentido. El pasado político ecuatoriano, la famosa “partidocracia”, debe ser superado a toda costa aunque pocos se den cuenta que en esta pretendida disolución o pérdida de sentido del pasado, cuesta observar lo nuevo, el cambio, la irrupción de un sentido que supere al anterior. Al menos queda claro para todos, que la voluntad de emancipación del pasado es una verdad insoslayable y precisamente en este rasgo de solvencia del cambio, no hay un norte preciso fuera de la ineludible voluntad de desembarazarse de lo viejo a como de lugar. Podríamos incluso pensar en la idea ciega del cambio por el cambio, sin pensar efectivamente en lo que se busca cambiar y menos en el por qué del cambio.
Como “rasgo permanente de la modernidad”, como quiere Zigmunt Bauman, la disolución de los sólidos dentro de la propia agenda o motivo del quiebre, es decir, dentro de la propia agenda del cambio, camina junto a la disolución del propio proyecto como del propio sujeto que lleva a cabo el cambio, pues al intentar desregularizar al sistema, al intentar flexibilizar la ley y la norma, no logra otra cosa que provocar la total desregulación del sujeto como de la agenda política que intenta implementar. El sujeto del cambio resulta ser el más afectado con la disolución de la solidez del sistema que se intenta transformar, pues es él el que carga con toda la perplejidad de ver una ciudad en ruina que tiene que necesariamente reconstruir o en el peor de los casos, construir nuevamente.
Como vemos, la voluntad de emancipación moderna conlleva una serie de perplejidades que debemos observar con más cuidado. En cierta medida hay dos formas bien precisas en las que el fenómeno se deja ver sobre todo en el horizonte político ecuatoriano.
Por una parte, la reforma llega a identificarse con el desorden social y con el caos, pues al desregularizar lo vigente provoca con la reforma, el caos del presente. Por otro lado, el proceso de reforma es capaz de testimoniar por sí mismo que la coherencia ideológica del sujeto que lo lleva a cabo no existe, es decir, que el sujeto reformador es capaz de mostrar su pura voluntad de cambio sin el menor vínculo a un modelo o proyecto coherente a seguir.
Es claro que con el intento de desintegrar los viejos sólidos, como quiere Bauman, no se consigue más que desintegrar la coherencia con la que se pretende desarrollar la anhelada transformación de la sociedad, aupar el pasado para que se pase de contrabando no solo en el modus operandi de la reforma, sino en el contenido mismo de ella. Lamentablemente, esta fase de desintegración incluye al ánimo de la reforma, pues es ella la que al tener la voluntad ciega del cambio, no consigue más que repetir sin saberlo aquello que pretende superar.
Es inevitable por los rasgos de modernidad que contiene, que observemos en el Ecuador contemporáneo este fenómeno. De esta voluntad de emancipación moderna depende no solo la prioridad de un estado fuerte, de un centro desde el que se proyecte, sistematice y regularice la reforma como tal, tanto como de ello depende que el propio modo de realización de la reforma este íntimamente articulado a los viejos muñequeos, estratagemas y mañosidades del modelo político que se quiere superar.
Pero los proyectos políticos de emancipación del pasado no solo fueron el mejor rostro de los nuevos rumbos que la Modernidad enarbola como banderas revolucionarias, sino también la voluntad del cambio teje en la trastienda un vínculo secreto con aquello que niega. Como repiten sociólogos y antropólogos en nuestros días, el proyecto emancipador de la modernidad está marcado por la nostalgia del pasado, por la construcción de vínculos con un pasado ideal a través de la estigmatización de héroes políticos de otros tiempos, por ese espíritu de museo de iconolatrías con el que se identifica de soslayo el mundo moderno.
Este rasgo nostálgico que bien pudiera ser una manifestación más de la inconsistencia del proyecto político de la modernidad, resulta ser determinante en la anulación de la realidad histórica, pues en la medida en que se ancla la voluntad del presente en la efeméride y el monumento, solo se consigue contrabandear un mundo en otro, posicionar lo nuevo en lo más rancio del pasado.
Como vemos, el proyecto de emancipación política de la modernidad resulta ser un buen escenario para entender el aspecto central de la reforma política que vive el Ecuador contemporáneo. Por una parte, una tremenda voluntad de distanciarse del pasado. Por otra, una levedad manifiesta en la meta del cambio.
Pero la voluntad de reforma contiene en cuanto cambio ciego una suerte de certeza de su verdadera incapacidad de emancipación, cuando construye nuevos referentes mediante la anulación de los antiguos. La regla que sustancia al proceso en cuestión parece ser la siguiente: Mientras más citamos a la efeméride y al monumento del pasado, más anulamos su poder referencial, su dominio paradigmático.
Como afirma Baudrillard, de lo único que podemos estar seguros de este tipo de modernidad es de su capacidad de alivianar los referentes, de lo paradójico de su poder de “licuar” y liquidar los contenidos de realidad de los grandes conceptos “duros” del pasado. El pasado se disuelve en un presente simulado, pues el presente solo existe como simulacro de realidad, de tal suerte que la realidad conceptual e institucional pierde la solidez del pasado para volverse “modernidad líquida”.
Pero donde más podemos observar este proceso de “disolución de los sólidos”, que en Ecuador se lleva a cabo mediante una reforma constitucional, es en el modo de inclusión de lo que antes era ilegal en la Carta Política, pues lo nuevo de la nueva constitución resulta ser de modo preponderante el incluir en la constitución lo que antes estaba fuera de ella, es decir, evitar la limitación que ponía la constitución vieja para ampliar las reglas del juego, incluyendo sectores sociales y conductas que antes no hacían parte de ella.
En cierta medida, dependiendo del punto de vista con el que se mire, la nueva constitución abre las puertas a lo ilegal, pues de acuerdo a lo que sabemos, el Ecuador intenta de modo estructural, evitar el acto ilícito incluyéndolo en las reglas del juego. Ya son legales los taxis ejecutivos, el grupo de los Latin King, la pesca de tiburones como un largo etcétera. Si pensamos que esta inclusión tendrá efectos favorables en los niveles de corrupción en lo que vive el país sería un error. No podemos eliminar la corrupción y la ilegalidad sino solo controlarla manteniendo su modus operandi incluso con la reforma de la constitución. En cierta medida, el pasado aquí es transformado con la nueva constitución, a pesar que la reforma en sí misma no permite más que cambiar un sistema por otro, incluir a unos y excluir a otros sin poder evitar, de este modo, que el juego de la legalidad-ilegalidad se reconstituya (o se reforme) con las nuevas reglas.
El horizonte de lo ilegal lo impone a la sociedad la propia constitución. La ilegalidad obtiene su carta de acreditación a partir del reglamento conductual que impone la constitución. Los incrementos en la delincuencia obedecen a las expectativas que se cierran, como a la incertidumbre de cómo seguir operando. Al no existir el mando definitivo y las reglas del juego claras nadie sabe a qué atenerse. De ahí los incrementos alarmantes en los delitos contra las personas y la propiedad privada. En la medida en que no hay nuevos reglamentos y no hay quien se preocupe en hacerlos cumplir, lo que queda es la pesca a río revuelto.
En este sentido, la ilegalidad no es eliminada con una nueva constitución, sino transformada en una nueva creatividad, pues una nueva constitución no hace sino insuflar nuevas imaginaciones a las maquinaciones que trabajan en el borde mismo de la legalidad, reconstruyendo sus conductas sobre la base de nuevas estipulaciones y nuevas penalidades.
Como vemos, la nueva constitución no solo engendra nuevos comportamientos sino que es capaz de crear nuevas maquinaciones o mejor, antiguos muñequeos bajo un nuevo contexto. Al considerar las conductas ilegales como circunscritas al orden legal, es claro que la reforma de la constitución produce nuevas formas de ilegalidad.
Pero, como venimos diciendo, la presencia del pasado en el presente parece ser determinante en la voluntad de emancipación que identifica a las reformas de la modernidad, pues, como sucede en el caso de los ilega- lismos, el margen parasitario de la corrupción y la ilegalidad se alimenta del reformismo, pues no solo lo produce si no lo alienta en la medida que necesita reacondicionar sus estrategias para reproducirse en virtud de nuevas reglas del juego y enquistarse en las coyunturas entre la legalidad que autoriza a un amplio margen de tolerancia en la interpretación de la ley, donde surgen espacios de tolerancia fundados en una libertad interpretativa en donde todos y todas tienen la razón.
Lo nuevo de la constitución es tan viejo como las practicas que acompañaron desde un inicio a todas las normas y leyes que pusieron las reglas para la convivencia social. Esas normas existen no solo como reglamentos sino también como hermenéutica del rechazo, del desvío, del escamoteo, como manipulación que articula el lenguaje diferente de los modelos imperantes, como viveza criolla y al mismo tiempo como hermenéutica marginal, como invención de una resistencia ancestral, de una oposición que se manifestó en el mismo momento en que se construyó la norma.
Con la idea de la inclusión de todos no se hace más que poesía. Nada más absurdo que el intento de atrapar el todo en la norma. Pero, como venimos diciendo, la voluntad de emancipación de la modernidad no logra alcanzar la otra orilla sino, lo que es peor, postula una orilla que no existe: el primer día de lo mismo.
Pero hay otros fenómenos que la modernidad insatisfecha nos restrega sin disimulo alguno, con tal de hacemos ver la inoperancia de la reforma sobre todo como liquidación de los referentes. El paralelismo que observamos hoy en día entre política, arte y cultura es elocuente. La desintegración de la partidocracia corre paralela a la desintegración de los conceptos duros del arte y de la cultura.
En el ámbito de las bellas artes todo parece ser más seductor. El horizonte del arte se desregulariza seductoramente pues al acercarse sin escrúpulo ninguno a los fenómenos del consumo, como sucede desde Marcel Duchamp a Andy Warhol, pretende seducir con esa frontera casi inexistente entre producto del consumo y fenómeno estético. La instalación contemporánea en la galería de arte ya no intenta ser distinta del producto en el anaquel del supermercado. La diferencia es simulada y esa simulación es seductora. El arte lucra de esa separación simulada entre una y otra esfera.
El arte contemporáneo es una realidad sin referente, es una auténtica crisis de referencialidad. Lo más contemporáneo de este arte es ser un gran simulacro. Mientras más contemporáneo pretende ser, más apela a una realidad que la sustente o pretenda hacerlo. Basta con ver las bienales y convocatorias artísticas ecuatorianas de los dos últimos años.
Por un lado, la apelación nostálgica al pasado, al concepto duro del arte. Por otro, el derrumbe del pasado en la huida de los referentes, en la oscilación entre ironía de un mundo y consumo tecnológico sin más.
En cierta medida, el arte contemporáneo es una caricatura de los ilegalismos pues obedece a los mismos rasgos de emancipación inconclusa (e hipócrita) que están a la base de los proyectos emancipatorios de la modernidad, al mismo tiempo que lucra de la tolerancia de modelos irreverentes como, a su vez, gana dinero y fama con la desregulación antisistémica que promueve. Arte contemporáneo como ilegalidad social se alimentan de las reformas, de los juegos y oscilaciones entre tolerancia e intolerancia, de la disolución de los sólidos, proceso en el que tarde o temprano se ve representada toda la voluntad emancipatoria de la modernidad, toda su inconsistencia e incoherencia, como toda su voluntad de autoaniquilación.
En cuanto a esta voluntad de evanescencia de la propia modernidad, convendría detenerse, aunque sea de un modo bien general, sobre el poder destructivo que manifiesta la reforma en la modernidad, sobre todo en el ámbito de la reflexión y la crítica, pues la reflexión no está exenta de ser parte de este desaguisado moderno.
Como dice Bauman en “Modernidad Líquida”, “el discurso crítico está a punto de encontrarse sin objeto”(54) y no deja de tener razón. Tanto Bauman como a su modo Touraine, piensan que la crítica debe servir como canalización de las expectativas de lo público (de la subjetividad libre como quiere Touraine), como un modo de enfrentamiento al modelo sistémico del individuo consumista con el que se siente agredido y radicalmente desplazado. Sin embargo, si pensamos que lo público también está afectado por la desregulación moderna (tanto como lo privado a su modo) el repliegue de los público corresponde, como piensa Baudrillaxd, a su desaparición y total obsolescencia. En cierta medida, el discurso crítico ya no tiene objeto en la medida que solo tendría utilidad (pues de hecho no lo tiene) en un contexto de referencia sólida pero no en el contexto de la disolución de los referentes de la modernidad.
La modernidad líquida que vive de una voluntad de emancipación inconclusa, no necesita de conciencia (ni de discurso crítico) y la prueba de ello es lo que dice Baudrillard cuando habla de “la validez de todas las interpretaciones” en el contexto del simulacro moderno. Ya no existe ni la política, ni el arte, ni la cultura pues solo existe una voluntad de cambio que nunca acaba su propósito.
En este contexto desolador, la reflexión adquiere carta de ciudadanía mediante la estadística y el número, pues en el momento que apela a un más allá pierde consistencia y credibilidad. Este es el motivo de que la reflexión no llegue a proponer nada nuevo, sino solo es capaz de decir lo que todos, en buena medida, ya sabíamos. La razón instrumental que es capaz de producir una realidad a su medida, tal como la realidad que diariamente producen las encuestas y los noticieros de la televisión, se vuelve omniabarcante y dogmática, cerrándole el paso a todo punto de vista que difiera del modelo. La reflexión en la modernidad está condenada a ser vox populi y sentido común, condenada a ser un producto mediático, pues es inevitable que para poder sobrevivir en el contexto de la razón instrumental, debe, tarde o temprano, ser secularizada por ella.
Resultaría lícito, en el caso de la modernidad ecuatoriana, aferrarse al pasado tanto como invertir todas nuestras energías generacionales en la realización del anhelado cambio. Tanto una como otra opción son igualmente válidas. Por este motivo, no es extraño que la polarización de las opiniones dicotomiza en apariencia las opciones del futuro.
En sentido estricto, no existe elección, ni referéndum, ni reforma. No podemos elegir entre dos opciones que son las mismas, pues ambas intentan dar cabida a la libertad subjetiva aferrándose sin saberlo en un caso a los valores sólidos del pasado, o bien reemplazando la solidez del pasado mediante la creación de nuevos sólidos que aparentemente reemplacen a los antiguos. Si buscamos desregularizar la “solidez” neoliberal de la economía por una opción de inclusión social que recupera al estado decimonónico en un sentido extremo, allí podemos observar que el retomo al pasado es parte central de la reforma que nos emancipa del mismo pasado que regresa a pesar de nuestros intentos de divorciamos de él.
La política ecuatoriana se parece al título del libro de Clauss Offe que cita Bauman: “La utopía de la opción cero”. No solo que no hay opciones, como venimos diciendo, sino que la voluntad de emancipación permanece en el propósito pero no en la realización. El único consuelo que nos va quedando, como alguna vez nos dijo un sociólogo, es el pensar que el Ecuador nunca se subió al bus de la modernidad, o bien que este anhelado bus ya había pasado cuando intentamos abordarlo. Si bien este consuelo no parece representar más que un capricho, resulta ser bien parecido a la utopía social que representa hoy la sociología contemporánea, pues si bien es conciente de la modernidad líquida en la que vivimos, aún continúa optando por un trabajo con la masa justo cuando ésta ya fue desaparecida por la encuesta y el exit poli de la razón instrumental.
Lo que verdaderamente no nos sorprende es la casi inexistente capacidad reflexiva en la que se mueven los grupos contrarios al cambio en el escenario político nacional. Desplazados del horizonte político por la desregulación moderna y casi inconscientes del proceso como tal, a duras penas intentan negar un cambio que tras bambalinas consideran tan necesario como el mismo gobierno que critican. Al verse cercados por las contradicciones en sus argumentos, apelan a lo que llaman “cambio democrático”, olvidando, con ello, que las opciones políticas tradicionales ya no constituyen una opción real en el Ecuador. El modelo dictatorial que critican, modelo que ya estuvo presente en el gobierno de Gutiérrez, es una de las vías que más utilizan, sin embargo, ellos insisten en un modelo democrático que o bien es parte de su temor al presente, o bien es una quimera necesaria para ellos pero absurda como verdadera opción política en el país.
En el contexto de la modernidad líquida, ya no debe sorprendemos la voluntad de crisis que arrastra consigo inevitablemente la opción del cambio. La verdadera educación para la crisis como al mismo tiempo una madura capacidad de crisis es la opción reflexiva que nos va quedando cuando recordamos las sabias palabras de Arthur Rimbaud en el tiempo de la más profunda crisis alimentaria y financiera global: “Hay que ser absolutamente moderno”. Ateniéndonos a este propósito, el que bajo cualquier circunstancia nos invita a convivir por mucho tiempo con la perplejidad, evitamos nadar por encima de algo en lo que necesariamente debemos reflexionar.