Fernando de Trazegnies Granda
En circunstancias excepcionales, cuando está en juego la verdadera común intención de las partes, afectada por el fraude o el abuso del derecho con sus múltiples matices, es preciso integrar dentro del arbitraje a quienes son parte de la controversia pero que pueden no haber firmado el convenio arbitral.
En el mundo moderno, se presenta cada vez más el caso de relaciones económicas en las que las partes están constituidas a su vez por redes de relaciones.
Tanto en el ámbito internacional como en el nacional pueden encontrarse situaciones tales como que un grupo económico extranjero obtiene la buena pro para desarrollar una obra dentro de las fronteras de un determinado Estado y, para este efecto, utiliza una u otra de las compañías que integran el grupo, según criterios de especialidad o de oportunidad; y sucede que el dueño de la obra puede intentar reclamar por defectos en ella contra no necesariamente aquella empresa que la ejecutó directamente y que tiene un patrimonio reducido sino sobre la más importante de las compañías de ese grupo empresarial aunque no haya participado o haya tenido una participación sólo incidental en la obra. Las relaciones financieras asumen también en algunos casos formas muy complejas en las que intervienen muchas personas jurídicas de una y otra parte; y puede suceder que los accionistas de una sociedad invoquen el convenio arbitral estatutario para demandar a otras compañías del grupo mayoritario y reclamar sobre el patrimonio social que, a través de una red de subsidiarias, pretenden que les habría sido escamoteado.
En estas circunstancias, los juristas, los jueces y los árbitros se preguntan si es posible responsabilizar a todas las compañías de un grupo económico por los actos de una de ellas o, inversamente, si una cualquiera de las compañías del grupo tiene derechos para exigir a la contraparte contractual, aunque no sea ella quien firmó el contrato. Y es para responder a esta pregunta que se ha desarrollado en los últimos treinta años -primero en los países anglosajones, pero ahora también en los países europeos y a nivel de los mecanismos de resolución de conflictos privados internacionales- la teoría de que, en ciertos casos, es posible “rasgar el velo societario” y tomar en cuenta las relaciones que existen detrás de la forma de persona jurídica independiente que ostenta la sociedad directamente contratante.
Es así como, desde hace algún tiempo, la doctrina y la jurisprudencia de algunos países y tribunales arbitrales internacionales ha tentado, cautelosa pero valerosamente, el camino espinoso de ver más allá de las formas jurídicas para resolver los conflictos de manera más conforme con la realidad. El descorrimiento del velo societario es una institución nueva, destinada a evitar que, detrás de un formalismo jurídico que cumple un papel de escudo, se desarrollen actividades que perjudican a ciertos accionistas de la sociedad o a terceros vinculados con algún tipo de contrato. Para llegar a ese punto, se ha creado la teoría del “grupo de sociedades” -también llamada del alter ego o del rasgado o descorrimiento del velo societario (piercing the corporate veil) o, por último, como la teoría del disregard-, que permite ver el conjunto de los intereses y relaciones económicas reales que existen detrás de la forma societaria.
Esta es, sin duda, materia jurídica altamente controvertida. Pero poco a poco, jueces, árbitros y tratadistas se han aventurado a explorar este peligroso -aunque muchas veces indispensable- túnel conceptual que permite atravesar la aparentemente maciza montaña de la personalidad societaria para echar una mirada al paisaje que se presenta del otro lado.
Como señalan los árbitros de un proceso auspiciado por la International Chamber of Commerce, el concepto de grupo no se basa en la independencia formal que nace de la creación de entes legales separados, sino en la unidad de orientación económica dada por una autoridad común1.
Obviamente, tal “desvelamiento” sólo puede admitirse como un recurso excepcional, debido a que si se generalizara, implicaría la destrucción de la sociedad anónima como persona jurídica; lo que equivale a decir, en la práctica, la destrucción de la forma societaria de responsabilidad limitada, con todas las consecuencias que ello implicaría para el sistema económico liberal-capitalista que predomina en nuestro tiempo. Por consiguiente, las razones para arrancar el velo societario tienen que ser muy graves y específicas. Esto significa que los criterios para que un juez admita rasgar el velo societario tienen que ser trabajados con suma ponderación, de manera que muestren la excepcionalidad del caso.
¿En qué casos se admite ahora examinar el cuerpo de intereses comerciales que se encuentra más allá de los tules formales?
En principio, la doctrina sostiene que la sociedad debe ser ignorada como una existencia separada cuando ello es necesario para “hacer justicia básica”2. Dado que ésta es una formulación todavía muy genérica y discutible (¿qué es justicia básica?), la doctrina ha ido más lejos a través de casos concretos sentando los fundamentos de la nueva institución en dos conceptos claves: evitar el fraude y controlar el abuso del derecho.
Uno de los casos típicos en que tal doctrina ha sido aplicada es cuando, aprovechando el velo de la forma societaria, el socio pretende quedar inmune frente al incumplimiento de ciertas obligaciones societarias fundamentales. No cabe duda de que quien se trata de ocultar detrás de una careta social (sociedad entendida como una existencia separada) para evitar cumplir con lo dispuesto en los Estatutos de aquella sociedad en la cual la primera es socia, está incurriendo en la situación mencionada. Esta situación se ha presentado, por ejemplo, cuando uno de los accionistas ha pretendido burlar los derechos de preferencia en la transferencia de las acciones sociales, utilizando una tercera sociedad de su grupo económico.
Como sostiene Hamilton: “Una explicación para rasgar el velo societario […] es que el accionista no se encuentre permitido primero de ignorar las reglas de la conducta societaria y entonces, posteriormente, reclamar el beneficio del escudo societario”3. En ese caso, puede decirse con propiedad que la pretendida sociedad no es sino un “alter ego" o un “instrumento” de quien se esconde detrás del velo societario; y, consecuentemente, hay que descorrer tal velo para apreciar la situación de manera honesta y adecuada a la intención estatutaria.
Otro de los campos de aplicación de tal doctrina es en las relaciones entre principales y subsidiarias. Si bien no toda subsidiaria puede ser considerada simplemente una agente de la principal, los conceptos clásicos (e insoslayables para el Derecho) de equidad, buena fe, “fairness”, etc. hacen que el carácter formalmente independiente de la subsidiaria se pierda si a través de ella se pretende hacer algo que va contra el espíritu del pacto societario.
La situación puede presentarse no sólo en el interior de una sociedad sino en las relaciones de una sociedad perteneciente a un grupo frente a terceros vinculados contractualmente con alguna de las otras sociedades del grupo. El velo societario puede ser utilizado para que la sociedad responsable frente al tercero en un contrato de obra sea aquella a la que es más difícil emplazar judicialmente o aquella que menor patrimonio tiene para responder por el daño causado en la defectuosa ejecución o en la inejecución del contrato.
En esos casos, también puede decirse que la pretendida sociedad no es sino un “alter ego” o un “instrumento” de quien se cubre con el velo societario para defraudar los derechos de la sociedad misma o de otros socios o de terceros; y, consecuentemente, es justo descorrer tal velo para apreciar la situación de manera honesta y adecuada a la intención estatutaria, salvando la buena fe y la honestidad que se deben los socios o los contratantes.
Algunos autores y algunos tribunales prefieren utilizar palabras más gruesas para calificar a la “sociedad-escudo”, tales como las de “sociedades títeres” o “marionetas comerciales”.
En el Perú, la doctrina del descorrimiento del velo societario y de las implicancias jurídicas de que exista un grupo económico detrás de la sociedad, ha sido acogida tanto por los tratadistas como por jueces nacionales y tribunales arbitrales en sus sentencias y laudos.
Dentro de la legislación civil peruana, los conceptos de buena fe y de abuso del derecho, que forman parte del ordenamiento positivo vigente, permiten adelantar por el camino de la desestimación de la personalidad jurídica de una sociedad y pasar más allá de ella, apoyados estrictamente en la ley.
El artículo 1362 del Código Civil dispone que los contratos deben negociarse, celebrarse y ejecutarse según las reglas de la buena fe y común intención de las partes. Es ésta una regla abierta, sujeta a interpretaciones variables, pero con un núcleo básico insoslayable.
En última instancia, buena fe es honradez, porque esta idea está estrechamente vinculada con la fidelidad, con la lealtad en el obrar; y la palabra “fe” (fides) tiene su origen en la palabra ‘fidelidad” (fidelitas). Tener fe en alguien es pensar que va a actuar con fidelidad, con lealtad; y tener buena fe en sus actos significa actuar sin que la conducta pueda ser interpretada como una traición, como una deslealtad. En consecuencia, fe, honradez, lealtad, son conceptos que forman un sistema, que crean una atmósfera en las relaciones contractuales basada en la confianza recíproca y en el cumplimiento de los pactos no solamente en la letra sino sobre todo en el espíritu en que fueron concebidos.
De ahí que el artículo del Código Civil que he citado asocia también la buena fe al respeto a la común intención de las partes: aquello a lo cual las partes contratantes deben ser fieles es a la común intención de ellas. En otras palabras, establecida una voluntad común, expresa o tácita, explícita o implícita, los contratantes deben actuar de manera que esa voluntad o intención común se desarrolle en forma sana y natural, sin perversiones ni distorsiones, sin aprovechar las circunstancias ni las variaciones de interpretación para desvirtuarla, sin pretender escaparse de esa intención común mediante artificios o razonamientos basados en un aparato de documentos que ofenden la verdadera voluntad original de los contratantes.
Por su parte, la institución del abuso del derecho, que fue creada a mediados del siglo pasado en Francia con contornos imprecisos, adquiere mucha importancia dentro de este contexto. Originalmente, tuvo un alcance limitado y excepcional. Sin embargo, la institución ha sido desarrollada notablemente más tarde hasta el punto de desbordar la primigenia idea francesa. Es así como en el Perú la doctrina ha ampliado y profundizado esta institución hasta convertirla en un principio fundamental de eticidad del Derecho en general, subyacente en toda relación jurídica y garante de la buena fe y de la común intención de las partes en el campo contractual. Y es así como el Código Civil de 1984 le ha dado un alcance sin precedentes, al consagrarla de manera plena en el artículo II del Título Preliminar del Código Civil. Como lo atestigua el ilustre jurista desaparecido D. José León Barandiarán, autor de esa parte del Código actual: “No cabe ya abrir polémica sobre la conveniencia de adoptar la figura del abuso del derecho ”4; y también: “El abuso del derecho es hoy una figura admitida en términos generales para las relaciones de Derecho Privado”5.
En razón de ello, es importante señalar que el abuso de derecho no debe ser entendido en nuestro medio desde la limitada perspectiva de la doctrina francesa sino como una institución bastante más amplia y en pleno crecimiento teórico. Para el Derecho peruano, como señala Marcial Rubio, “el abuso del derecho es una institución válida en sí misma, que tiene un lugar intermedio entre las conductas lícitas y expresamente ilícitas”, “que es aplicable no sólo al Derecho Civil sino a todo el sistema jurídico; y que su mayor riqueza sólo puede provenir del desarrollo jurisprudenciaí’6. Dentro de esa línea, Juan Espinoza, en sus Estudios sobre el Derecho de las Personas, trata del abuso de la personalidad colectiva como una especie del principio general del abuso del derecho7; y señala que el remedio jurídico consiste en la desestimación de la personalidad para evitar los efectos no queridos por el Derecho8.
Por consiguiente, ya sea en razón de la buena fe clásica que debe presidir toda negociación, ejecución o interpretación de relaciones jurídicas, ya sea para evitar esa incongruencia que se conoce como abuso del derecho, los jueces pueden ignorar la existencia de la persona jurídica para ir más allá de las formas legales hasta encontrar a los verdaderos centros de decisión de los intereses económicos y, consecuentemente, revelar aquellos que son en última instancia responsables de las consecuencias de la operación.
Sin perjuicio de los desarrollos doctrinales y jurisprudenciales a los que me he referido, es interesante notar que esta teoría tiene una consagración legislativa expresa en el campo del mercado de valores, habiendo quedado definido su objeto de la siguiente forma: “Grupo Económico es el conjunto de personas jurídicas, cualquiera que sea su actividad u objeto social, donde alguna de ellas ejerce el control de las demás, o donde el control de las personas jurídicas que lo conforman es ejercido por una misma persona natural o un mismo conjunto de personas naturales”9. Y la norma establece además presunciones iuris tantum de la existencia del grupo: “Salvo prueba en contrario, se presume la existencia de control en los siguientes casos: […] cuando a través de la propiedad directa o indirecta de acciones, contratos de usufructo, prenda, fideicomiso o similares, o acuerdos con otros accionistas, se puede ejercer más de la mitad de los derechos de voto en la junta general de accionistas de una persona jurídica… ”10.
Prácticamente, en el mundo de hoy, ya no existe objeción académica alguna para aceptar la teoría del levantamiento del velo societario como cuestión de fondo, a título excepcional y si se cumplen ciertas condiciones de hecho que tendrían que ser plenamente acreditadas. Pero, con relación a esta materia, quedan muchas dudas frente a una pregunta crucial: ¿es aplicable también en la vía arbitral?, ¿puede un árbitro asumir jurisdicción arbitral frente a empresas o personas que no formaron parte -al menos directamente- del convenio de arbitraje sobre la base del desgarramiento del velo societario?
Como señala el Prof. Otto Sandrock, la pregunta sobre “si un convenio arbitral suscrito por una compañía miembro de un grupo de compañías obliga o les da título a otros miembros de ese grupo no signatarios del convenio, queda como una cuestión abierta. Algunos laudos y algunas resoluciones judiciales relativas a este tema, han contestado afirmativamente. Otros laudos y otras resoluciones judiciales han negado todo efecto vinculante -y el nacimiento de cualquier derecho- de un convenio arbitral suscrito solo por uno de los miembros del grupo de compañías en relación con los otros miembros de tal grupo. En doctrina, la respuesta a este problema es tan controvertida como en los dicta de los tribunales arbitrales y de las cortes judiciales”11.
Notemos que los términos de sometimiento de una controversia a un juez y a un tribunal arbitral son bastante diferentes.
La teoría del rasgado del velo societario implica citar como demandado a quien aparentemente no es parte en el negocio contractual cuya naturaleza o consecuencias se discute. Ulpianus entrega en arrendamiento una inmensa pala mecánica a la firma Stercus Colliget S.A., que forma parte del grupo económico Sterquilinium; pero habiendo quedado inutilizada tal pala y exigiendo que le paguen su valor, encuentra que la firma que contrató con él ha transferido todo su patrimonio a otra empresa del mismo grupo y ahora no puede responder frente a esa obligación. En consecuencia, considerando que el negocio corresponde al grupo económico como tal, Ulpianus demanda también a Mingo Affluenter S.A. con quien nunca ha tenido trato, pero que es la compañía que hace de caja fuerte del grupo.
El juez puede declarar fundada una excepción si considera de plano que la firma Mingo Affluenter S.A no tiene definitivamente nada que ver por cuanto no fue la persona jurídica que contrató con Ulpianus. Sin embargo, puede también reservar este pronunciamiento para la sentencia por cuanto involucra cuestiones de fondo que merecen ser evaluadas a la luz de toda la prueba que aporten las partes durante el proceso. Y si entonces, rasgando el velo societario, encuentra que la detrás de cada una de estas empresas había una voluntad común que fue realmente con quien contrató Ulpianus y que los trasvases de patrimonio obedecen a mala fe, podría condenar también a Mingo Affluenter S.A. al cumplimiento de la obligación de pagarle el valor de la pala más los daños y perjuicios.
Ello es posible por cuanto el juez ejerce constitucionalmente una función jurisdiccional y cualquiera puede ser demandado ante el Poder Judicial, correspondiendo al juez decidir si a todos los demandados les corresponde el rol de partes contrarias en el proceso sin que éstos tengan más argumentos para exceptuarse que los derivados de su relación causal con los hechos y de la ley.
Sin embargo, las cosas se presentan de una manera diferente ante un tribunal arbitral. En este caso, el árbitro no sólo debe tener en cuenta los hechos y las normas sustantivas para establecer que una determinada persona natural o jurídica es justiciable o no, sino también un principio constitutivo del arbitraje que establece que este método de solución de conflictos resulta de un acuerdo entre las partes y que, por tanto, no es posible involucrar en un procedimiento arbitral a quien no se ha sometido previamente a éste. Dicho en otras palabras, mientras que el juez en tanto que ejerce una función jurisdiccional pública puede involucrar a cualquiera en un juicio a pedido de la parte contraria si considera que hay razones suficientes, el árbitro se limita a ejercer una jurisdicción delegada por las partes que lo invistieron con el poder de juzgar y, por tanto, puede pensarse que no podría rasgar el velo societario para incluir dentro del arbitraje a quienes no otorgaron el convenio arbitral.
Imaginemos el caso de un arbitraje estatutario que ha sido establecido para los desacuerdos entre accionistas o entre éstos y la sociedad o sus administradores. Ahora bien, algunos accionistas sostienen que los problemas que han surgido entre los socios se extienden a otras sociedades con personalidad jurídica independiente pero vinculadas entre sí en tanto que grupo económico; y ofrecen demostrar que el patrimonio de la sociedad matriz de la cual son socios, ha sido desviado hacia esas otras sociedades del grupo, es decir, hacia subsidiarias de las que ellos no son accionistas. En consecuencia, esos accionistas que se sienten defraudados sostienen que demandar a la empresa de la cual son socios no tiene ninguna significación y que un triunfo legal sobre ella sería una victoria pírrica por cuanto el patrimonio de esa empresa -que ellos contribuyeron a formar- ha sido transferido a una empresa holding o, lo que es peor aún, a una telaraña de empresas holding.
Notemos que no me estoy refiriendo a una acumulación de acciones (o consolidación, como la llama la doctrina internacional de arbitraje) que supone la integración dentro de un solo proceso de acciones arbitrales indiscutidas contra varias personas, sino propiamente del levantamiento del velo societario para demandar a quien de otra forma no podría ser demandado arbitralmente por cuanto no fue parte del convenio arbitral. El problema se presenta, entonces, no sólo como una cuestión sustantiva sino, antes que eso, como una cuestión de legitimidad procesal. Estamos ante una aplicación procesal de la teoría del levantamiento del velo.
Por su origen y por su naturaleza, el convenio arbitral es un contrato. En consecuencia, como tal, es ley entre las partes, pero sus reglas no pueden ser aplicadas a terceros no-signatarios. Desde el punto de vista de los terceros, el contrato -luego, el convenio arbitral- se rige por el principio res inter alios acta alus praeiudicare non potest12. Es en ese sentido que el artículo 1363 del Código Civil prescribe que los contratos sólo producen efectos entre las partes que los otorgan y sus herederos. En consecuencia, en tanto que contrato que se rige fundamentalmente por la doctrina de la autonomía de la voluntad, el convenio arbitral debe ser respetado e interpretado en sentido restrictivo, no permitiendo que se extienda a quienes no han manifestado su voluntad de arbitrar, sea pro suscripción o por adhesión (arbitraje estatutario).
Sin embargo, en la actualidad, los tratadistas en materia de Derecho arbitral consideran muy formalista la manera como inicialmente se discutió el problema sobre la base simplemente de la participación en el convenio arbitral. Dentro de esa línea, a pesar de la fuerza de la objeción de la doctrina clásica, más contractualista, el presente ensayo pretende justificar que, en ciertos casos especiales, el árbitro pueda incluir a aparentes terceros como demandados dentro del arbitraje para evitar una frustración de la justicia sobre la base de un juego de biombos jurídicos que escuden a quien verdaderamente contrató con la parte demandante aun cuando no firmó directamente el contrato ni la cláusula arbitral, utilizando para ello a una persona jurídica diferente y subordinada.
La posición formalista comenzó a evolucionar -como lo muestra también nuestra actual Ley de Arbitraje que no exige un contrato firmado de arbitraje sino simplemente “documentos-indicios” que permitan suponer la existencia de un acuerdo arbitral- hacia una consideración más sustantiva de las situaciones. Dentro de esta línea de desarrollo, cada vez más se considera que la naturaleza reservada y privada del convenio arbitral puede ser excepcionalmente perforada no sólo en cuanto el análisis de la cuestión de fondo sino también con relación a la competencia del tribunal arbitral respecto de partes no directamente incluidas en el convenio arbitral.
La doctrina y la jurisprudencia francesa, siguiendo al Prof. Fouchard, se orientaron en el sentido de que un no- signatario del convenio arbitral podía ser involucrado en el proceso arbitral y obligado a aceptar sus resultados, cuando había intervenido en la formación del acuerdo (conclusión), ejecución o terminación del contrato subyacente. Esta teoría, ampliamente difundida, tiene la limitación de ser aplicable básicamente a los contratos de obra, presentando alguna dificultad para adaptarla a otros contratos complejos en los que ciertas partes “no-signatarias” participan sólo en forma indirecta en la formación del negocio que da origen a la cuestión controvertida o no participan, pero forman parte del grupo económico que realiza el negocio, como en el caso de las operaciones financieras.
La posición norteamericana adoptó un camino diferente, basado fundamentalmente en el rasgado del velo corporativo. Como lo describe muy gráficamente el Prof. Sandrock, “Estas teorías sobre el descorrimiento del velo societario o sobre las conductas alter ego, pueden ser aplicadas también a situaciones en las que un convenio arbitral ha sido suscrito por una compañía como un alter ego respecto de alguien parapetado detrás del escudo de la personalidad jurídica de la compañía signataria. Ese cerebro oculto detrás de la personalidad jurídica de la signataria puede ser una persona natural u otra compañía. En esos casos, la compañía signataria aparece sólo como un strawman (“puppeteer” o “marionnette” en inglés; en alemán: "Strohmann”; en francés: “homme de paille” or “prête-nom”) [en español, diríamos “testaferro”] que cubre al cerebro de la operación, el cual opera detrás del escudo de su subsidiaria”13; por ejemplo, puede ser una persona natural o una compañía que controla una empresa con una o varias subsidiarias a las que utiliza como su ‘santuario refugio’(save haven) para guardar en ellas toda o una parte substancial de la propiedad o activo del negocio, en perjuicio de los accionistas minoritarios de la holding.
A su vez en la jurisprudencia de la International Chamber of Commerce (ICC): “Hay una fuerte tendencia entre los árbitros que actúan bajo los auspicios de ICC a reconocer que un convenio arbitral firmado por una sociedad que pertenece a un grupo de sociedades, obliga y otorga título a otras compañías miembros de tal grupo, siempre que se cumplan ciertas condiciones mínimas”14. Desde hace casi treinta años, ICC -instancia arbitral, cuya jurisprudencia tiene una autoridad a nivel mundial como creadora y orientadora de doctrina en materia de arbitrajes- ha venido introduciendo la posibilidad de rasgar el velo societario incluyendo en sus efectos la ampliación de la competencia del tribunal arbitral.
En un laudo de 1976 de la ICC se incluye a compañías no firmantes del convenio arbitral porque formaban parte de un grupo económico que se manifiesta en diversas formas, exempli gratia, nombramientos de Directores que dependen del poder común, de manera que las empresas dominantes y dominadas “se encuentran indiscutiblemente vinculadas y comprometidas". Es verdad que, en ese laudo, todas esas características hacen que la empresa no signataria sea incorporada al arbitraje como filial y teniendo en cuenta que las partes habían incluido a sus filiales en el convenio arbitral, aunque de manera genérica y sin intervención de ellas15. Pero otro laudo de la ICC, también de 1976, deja en claro que el elemento de haberse pactado la inclusión de filiales en el convenio no es el decisivo para extender la competencia arbitral sino que, de manera más general, es la existencia de compañías no signatarias del convenio arbitral que porque son miembros de un grupo económico lo que las vincula a la litis; hecho que se justifica sobre la base de que manifiestamente era el grupo quien había contratado con la contraparte y que las compañías no signatarias no sólo formaban parte del grupo sino que además habían intervenido directamente en el cumplimiento de la prestación16.
En las décadas siguientes, encontramos que el concepto de levantamiento del velo para efectos de la competencia se va afirmando, extendiendo a diferentes situaciones y precisándose en sus condiciones, a través de los laudos de los arbitrajes de la ICC. Así, en 1988 hay una decisión muy clara: “Considerando que un grupo de sociedades posee una realidad económica única, a pesar de la personalidad jurídica distinta que pertenece a cada una, el Tribunal debe tener en cuenta [tal realidad económica] al momento de establecer su propia competencia". Y agrega que “las decisiones de estos tribunales forman progresivamente una jurisprudencia que tener en cuenta, porque ella deduce las consecuencias de la realidad económica y las conforma a las necesidades del comercio internacional”17. Y otro laudo de 1990 concluye, prudente pero enérgicamente: “En resumen, la pertenencia de dos sociedades al mismo grupo o al dominio de un accionista no son [criterios] que por ellos solos puedan jamás ser razones suficientes que justifiquen el levantamiento de pleno derecho del velo social. Sin embargo, cuando una sociedad o una persona individual aparece como el pivote de las relaciones contractuales que intervienen en un negocio determinado conviene examinar con cuidado si la independencia de las partes no debe, excepcionalmente, ser dejada de lado en beneficio de un juicio global. Esta excepción será aceptable cuando aparezca una confusión mantenida por el grupo o por el accionista mayo- ritario”18.
Debemos pensar que la posibilidad de incluir como partes en el arbitraje a no signatarios del convenio arbitral se encuentra actualmente establecida. Como dicen Chillón y Merino, en el mundo moderno hay situaciones complejas que configuran “una constelación de actos y contratos en tomo a un núcleo inicial, y al servicio de una idea más o menos determinada de colaboración y cooperación", lo que da lugar a considerables posibilidades de intervención de personas diferentes19. Y esta situación se toma aún más dramática cuando los miembros del grupo económico intentan escudarse en los conceptos tradicionales para lograr una inmunidad, ventaja u oculta- miento en el interior de la maraña de las personas jurídicas vinculadas con un negocio determinado.
La naturaleza reservada y privada del convenio arbitral deja hoy en día entrever excepciones que tienden a precisarse casuísticamente, hasta que sea posible construir una nueva teoría general del arbitraje.
Dentro de la ley peruana, el árbitro podría conocer una causa contra una parte no directamente firmante del compromiso arbitral haciendo uso de la facultad que le otorga el artículo 39 de la Ley General de Arbitraje para decidir acerca de su propia competencia incluso sobre oposiciones relativas a la existencia, eficacia o validez del convenio arbitral, ya se trate de oposición total o parcial al arbitraje o por no estar pactado el arbitraje para resolver la materia controvertida; norma que autoriza al Tribunal arbitral a considerar estos temas ex officio en cualquier estado de la causa y no solamente al ser presentadas por las partes sus pretensiones iniciales.
Los Tribunales arbitrales encuentran un número grande de justificaciones -ya generalmente aceptadas, para reconocer esta excepción: la existencia de terceros beneficiarios o perjudicados; la representación tácita (mandat apparent)-, el estoppel, la aceptación tácita; etc. Los juristas que se adhieren a la lex mercatoria (idiosincrasia, usos y costumbres del mercado) han estado entre los más entusiastas para introducir en el arbitraje a no signatarios en aras de la buena fe comercial, que es la base de la seguridad recíproca y, consecuentemente, del desarrollo del mercado y de los negocios. Obviamente, su acercamiento a esta tesis no deja de ser cauteloso y por ello exigen tres condiciones: que (i) las empresas no signatarias hayan estado involucradas en la operación económica; (ii) esas empresas, aunque no hayan sido signatarias, sean partes efectivas del negocio y, por tanto, estén vinculadas directamente al tema controvertido; y (iii) esas empresas no signatarias hayan obtenido utilidades o ventajas con el negocio en discusión.
Personalmente considero que, si bien el papel del Tribunal no es inventar un convenio arbitral entre partes que no estuvieron en el convenio original, tampoco le es posible cerrar los ojos frente a los casos en que ese acuerdo se hubiera consumado si el asunto no hubiera sido tan complejo y las posibilidades de creación e intervención de subsidiarias no hubiera pasado desapercibida para algunas de las partes, en contra de lo que representaba la verdadera intención de éstas: el negocio en el cual querían intervenir comprendía más aspectos y más personas jurídicas de los que les fueron presentados al momento de ingresar al negocio sometido a un convenio arbitral.
Por consiguiente, extender el arbitraje a no signatarios vinculados al grupo económico y que han participado posteriormente en el negocio y además han obtenido ventajas con detrimento de los demandantes parece ser, más bien, un ajustarse sanamente a la verdadera intención de las partes. Siendo el convenio arbitral un contrato, la primera regla de interpretación es la prevista en el artículo 1362 del Código Civil: ceñirse a la buena fe y común intención. Lo más importante es la intención, que es el núcleo de lo expresado en el contrato; la buena fe es una forma de evaluar la existencia y el sentido de esa intención de acuerdo a la voluntad real de los contratantes. Por tanto, es la propia voluntad original de las partes, correctamente interpretada, que justifica el rasgado del velo societario.
Dentro de ese orden de ideas, una parte no suscriptora debe ser sometida a la obligación de arbitrar cuando la otra parte pretende razonablemente que su conducta ha sido fraudulenta con el objeto de confundir a la parte demandante o de colaborar en eludir la responsabilidad de la demandada suscriptora frente a esa demandante en materia de la identidad o del status de la obligada por la operación que es materia de la controversia. Y, aun cuando tal conducta no fuera propiamente fraudulenta, se debe proceder a integrar el arbitraje con las partes no suscriptoras cuando el Tribunal considere la posibilidad de que pueda haber un abuso del derecho sobre la base de enmascararse con el velo societario.
No cabe duda, entonces, de que en circunstancias excepcionales, cuando está en juego la verdadera común intención de las partes, afectada por el fraude o el abuso del derecho con sus múltiples matices, es preciso integrar dentro del arbitraje a quienes son parte de la controversia pero que pueden no haber firmado el convenio arbitral. La siguiente pregunta es: ¿qué puede hacer un Tribunal arbitral para que esas partes necesarias tomen su lugar dentro del arbitraje? ¿Tenemos que limitamos a simplemente invitarlas? ¿Se puede presionarlas? ¿Se puede obligarlas legalmente sin que ello afecte la naturaleza contractual -y, por tanto, voluntaria- del arbitraje?
En realidad, todos estos caminos de solución del problema ha sido propuestos y sobre este punto existe también una clara evolución en las últimas décadas.
Inicialmente, las Cortes norteamericanas consideraban que los Tribunales arbitrales debían otorgar un plazo de 30 días para que aquellos que no habían suscrito el convenio arbitral, pero habían sido citados con la demanda decidieran si querían formar parte del proceso arbitral. Sin embargo, dada la interconexión de la materia, las Cortes norteamericanas planteaban, como conditio sine qua non para que el tribunal arbitral asuma jurisdicción sobre ellas, que todos los involucrados se sometieran al mismo motu proprio. En caso de que alguna de esas partes necesarias se negara, el arbitraje no podía tener lugar y los interesados debían acudir al Poder Judicial20.
El Derecho colombiano había resuelto en un primer momento el problema en términos análogos: el artículo 109 de la Ley 23 de 1991, modificó el inciso segundo del artículo 30 del Decreto 2279 de 1989 a fin de dejar explícita la posibilidad de los tribunales arbitrales de citar como partes a quienes no eran firmantes del convenio; pero redujo esta facultad a una mera invitación: los citados debían manifestar expresamente su adhesión al pacto arbitral dentro de los diez (10) días siguientes. En caso contrario, quedaban extinguidos los efectos del compromiso o los de la cláusula compromisoria, declarándose el Tribunal incompetente para conocer el caso.
Otro recurso empleado por algunos Tribunales arbitrales ha consistido en no rechazar de plano la demanda contra las partes no signatarias y más bien emplazarlas como demandados, con la idea de que esas partes libremente decidan contestar la demanda y aceptar de esta forma la jurisdicción arbitral. En este caso, se entenderá que hay asentimiento cuando se apersona al procedimiento arbitral sin objetar dicha intervención, tal como lo establece expresamente la Ley General de Arbitraje peruana en el último párrafo del artículo 10. Pero aquí también, en caso de que esas partes no signatarias impugnen el arbitraje, el Tribunal arbitral tiene que declararse incompetente.
No cabe duda de que el problema merece una solución teórica más profunda.
Un punto fundamental que es preciso tener en cuenta es que, si el arbitraje se mantiene en términos estrictamente formalistas y privatistas, excluyendo a los terceros involucrados, pero no signatarios, puede ir perdiendo efectividad -y por tanto utilidad- como medio de resolución de conflictos en un mundo cada vez más complejo, donde las controversias nacen dentro de una red entrelazada de relaciones directas e indirectas. De otro lado, si bien el arbitraje surge de un contrato privado, no puede olvidarse que el árbitro es siempre juez y que, por consiguiente, tiene ante todo un compromiso primordial con la posibilidad de llegar a una solución justa dentro de una controversia dada.
Estamos tratando de casos tan complejos, con situaciones tan indisociables, que no pueden dar lugar a varios procedimientos a la vez -unos ante el Tribunal arbitral y otros ante el Poder Judicial- por cuanto ello resultaría quizá en laudos y sentencias contradictorias. Además, ni los árbitros ni los jueces a cargo de los procesos parciales tendrían el panorama total de la situación, que es indispensable para pronunciar justicia en la forma debida.
Es por ello que, si bien los tribunales arbitrales nacionales e internacionales toman el tema con mucha precaución, tanto en la jurisprudencia del arbitraje internacional como en el arbitraje nacional en diferentes países e incluso en la legislación comparada sobre arbitraje, hay una manifiesta evolución hacia la inclusión forzosa de estas terceras partes necesarias, pero no signatarias.
Una solución procesal interesante para esos casos de una complejidad indisoluble en los que sea necesario descorrer el velo societario para los efectos de la competencia del Tribunal, puede ser la aplicación de una figura análoga al litisconsorcio necesario del Derecho Procesal.
Fue Chiovenda quien, en su obra “Sul litisconsorzio necesario”, advierte la existencia de casos en los que hay una imposibilidad jurídica para pronunciar sentencia de fondo; y esta imposibilidad no resulta de una improcedencia de la demanda sino simplemente de que tal sentencia sería inaplicable (inutiliter data) porque las relaciones entre demandante y demandado están inextricablemente ligadas a otras personas naturales o jurídicas que no son parte de la litis. Chiovenda llamó a esta situación “litisconsorcio”, que se deriva de tres palabras latinas: “lis” (proceso o juicio), “cum” (con, en comunidad) y “sors” (suerte); que da como significado total “comunidad de suerte en juicio”. Así la institución nacía de la imposibilidad de escindir la cuestión sub litis que involucraba a más personas que las partes manifiestas en el juicio y de la necesidad de evitar sentencias contradictorias o de caer en una imposibilidad de ejecución convirtiendo la decisión del juzgador en un poema lírico.
La figura del litisconsorcio pretende garantizar el derecho de defensa de personas involucradas pero que no habrían participado del proceso en otras condiciones, como muy bien lo señala la Sentencia de 6 noviembre 1992 del Tribunal Supremo español en la que se afirma: «la excepción de litisconsorcio necesario se da cuando en virtud de un vínculo que une a una persona con la relación jurídico-material objeto del pleito, se produce la consecuencia de que la sentencia necesariamente le ha de afectar, lo que exige la presencia de todos los que debieron ser parte». Pero además se garantiza también el derecho del demandante a que se lleve a cabo un proceso con todos los elementos de juicio y que la sentencia o laudo, si recae en su favor, tenga una posibilidad de ejecución real. Por último, se garantiza un valor social conformado por la correcta administración de justicia, ya que es un interés de la sociedad toda que los juicios o arbitrajes no terminen simplemente en “inutiliter data”, como decía Chiovenda, y que no se abra la contingencia de que sobre un mismo asunto se expidan sentencias y laudos contradictorios, atentando contra la función esencial de los órganos encargados de resolver conflictos (sean judiciales o arbitrales) que es, ante todo, hacer justicia.
El caso de Colombia es muy ilustrativo con relación a esta evolución y constituye un ejemplo sobre el particular.
Luego de haber modificado en 1991 su legislación sobre arbitraje, como hemos visto antes, para dar cabida dentro del proceso a los no firmantes del convenio, comprende que la salida de la mera invitación y, en caso de rechazo, la declaración de incompetencia del Tribunal arbitral, es una claudicación de la instancia arbitral. Abandonar el arbitraje por decisión de los árbitros y entregar el caso al Poder Judicial cuando existía un arbitraje pactado sobre el tema, es convertir en inoperante a la institución. Por eso, en 1998, Colombia modificó nuevamente su legislación arbitral. Esta vez, mediante una novedosa disposición contenida en el artículo 127 de la ley 446 de 1998, que consagró la inclusión de un nuevo artículo - el 30a - dentro del estatuto arbitral contenido otrora en el decreto 2279 de 1989. Esa nueva norma expresa: “Artículo 127: El decreto 2279 de 1989 tendrá un artículo nuevo del siguiente tenor: artículo 30a: la intervención de terceros en el proceso arbitral se someterá a las normas que regulen la materia en el código de procedimiento civil. Los árbitros fijarán la cantidad a cargo del tercero por concepto de honorarios y gastos del tribunal, mediante providencia susceptible del recurso de reposición, la cual deberá ser consignada dentro de los diez (10) días siguientes. Si el tercero no consigna oportunamente, el proceso continuará y se decidirá sin su intervención”. Como pude apreciarse, en esta forma la legislación colombiana ha avanzado en la solución del problema asimilando la función del árbitro a la del juez y aplicando las normas procesales comunes más allá de lo pactado en el convenio arbitral.
Dado que la inclusión en el arbitraje de terceros no signatarios del convenio arbitral parece ser una exigencia de la Justicia, corresponde todavía preguntamos si esos desarrollos conceptuales llevados adelante por los tribunales arbitrales internacionales y por la jurisprudencia de otros países son compatibles con la ley peruana.
Desde una posición formalista, algunos podrían entender que el rasgado del velo societario que justifique la ampliación de la competencia del tribunal arbitral y el uso de la institución de la litisconsorcio, no son aceptables dentro de los términos de la ley peruana de arbitraje por cuanto ésta en su artículo 10° exige que el convenio arbitral se celebre por escrito, bajo sanción de nulidad. En consecuencia, dentro de la línea estrictamente privatista del contrato, podría decirse que quienes no han suscrito el convenio no son partes del mismo y no pueden ser sometidos a esta jurisdicción. Por el contrario, obligarlos a participar en un arbitraje que no aceptaron implicaría una desviación del juez natural y una violación del inciso 3o del artículo 139 de la Constitución peruana que establece que: “Ninguna persona puede ser desviada de la jurisdicción predeterminada por la ley, ni sometida a procedimiento distinto de los previamente establecidos, ni juzgada por órganos jurisdiccionales de excepción ni por comisiones especiales creadas al efecto, cualquiera sea su denominación”.
Sin embargo, no cabe duda de que se trata de una materia controvertida y que permite ensayar interpretaciones diferentes a la tradicional.
Es exacto que la ley peruana exige un convenio arbitral por escrito. Pero esto no implica un documento único y formal denominado convenio arbitral y ni siquiera un documento firmado por quienes podrán ser emplazados por el Tribunal Arbitral.
En efecto, el artículo 10° se refiere a la posibilidad de un simple intercambio de cartas u otros documentos. Y encontramos dos casos en los que explícitamente no se requiere que la parte emplazada haya firmado convenio alguno: los sucesores (art. 10) y los socios de una compañía cuyos Estatutos prevén un arbitraje estatutario (art. 48). En estas situaciones, tenemos un arbitraje entre personas que no suscribieron convenio alguno y que quizá no hubieran querido estar envueltas en un arbitraje. Los sucesores simplemente continúan -quizá contra su voluntad- en la posición de aquel a quien suceden. Los socios que no firmaron el acuerdo constitutivo y que ingresan posteriormente a la empresa, no firmaron tampoco acuerdo alguno; y no puede decirse que aceptaron tal acuerdo al comprar las acciones porque lo más probable es que no hayan conocido el Estatuto y que procedieron a adquirir esas acciones simplemente por su valor en bolsa y debido a la recomendación de sus agentes o banqueros, sin tener conocimiento ni opinión alguna sobre el mecanismo de resolución de conflictos internos que otros socios -que quizá ya no lo son- estatuyeron. En esta hipótesis, no puede, entonces, hablarse seriamente de una “suscripción implícita” del convenio arbitral. Esto significa que la ley peruana considera que el convenio firmado es la forma privilegiada de establecer un arbitraje; pero que también puede darse el arbitraje en la medida de que exista una voluntad manifiesta o una voluntad tácita expresada en algún tipo de papel o una conexión razonable e inseparable de una cierta condición jurídica (como la de socio).
Dentro de ese orden de ideas, podemos pensar que un arbitraje estatutario que, como prescribe el artículo 13° de la Ley General de Arbitraje, versa sobre las actividades, fin u objeto social de la empresa, puede llamar al proceso a partes que están directamente vinculadas con estos temas y que habrían formado parte expresa del arbitraje si no fuera porque se recurrió al velo societario para excluir la posterior investigación judicial o arbitral sobre el cumplimiento de ciertos fines o la ejecución de ciertas operaciones sociales. En otras palabras, el arbitraje estatutario puede ser aplicado incluso a sociedades que, siendo formalmente independientes, se ha comprobado que integran un patrimonio común y una voluntad común, de manera que, de no mediar fraude o abuso de derecho, sus bienes y actividades habrían sido simplemente patrimonio de la sociedad signataria demandada.
Estas empresas escondidas tras el velo societario podrían no haber existido y sus activos habrían sido parte de la empresa principal que contiene la disposición sobre arbitraje. Pero, por una razón que pudiera ser maliciosa (si lo fue o no, sólo puede probarse o negarse en el curso del proceso), estas empresas alter ego, aprovechándose del velo societario, están arrancando del arbitraje ciertos fines y operaciones que debieron ser de la empresa principal sujeta al arbitraje estatutario. Como el Derecho no puede amparar el abuso del derecho ni el fraude, la simple posibilidad de que ello esté sucediendo justifica una investigación. Y esto supone que los accionistas de la empresa principal que se sienten perjudicados puedan emplazar a las subsidiarias sobre la base del convenio contenido en los estatutos de la principal y que los árbitros puedan incorporar a tales subsidiarias no signatarias dentro del arbitraje, salvo que demuestren que su constitución y operaciones no han afectado los fines y el patrimonio de la sociedad principal. Obviamente, la carga de la prueba corresponderá a los accionistas demandantes.
Esta posibilidad de incluir en el proceso arbitral a aquellas personas jurídicas o naturales cuya participación en el convenio arbitral se discute está de alguna manera consagrada en la ley peruana cuando el artículo 39 de la Ley General de Arbitraje. Esta norma dispone que, frente a oposiciones respecto a la existencia, eficacia o validez del convenio, “el tribunal arbitral podrá seguir adelante en las actuaciones y decidir acerca de tales objeciones en el laudo”. Por consiguiente, si el Tribunal decide resolver el punto con el laudo, esas partes involucradas no tienen más remedio que participar en el procedimiento arbitral hasta el final, aun cuando el laudo finalmente les pudiera dar la razón.
Obviamente, existe el riesgo de que un laudo de esta naturaleza sea invalidado por el Poder Judicial en el caso de que éste tuviera una opinión diferente sobre una materia académica y legalmente controvertida. Así es la vida del Derecho: confrontar continuamente posiciones probables que cada parte considera ciertas desde su punto de vista, pero cuya verdad legal sólo será definitivamente establecida con la cosa juzgada.
Sin embargo, es importante enfatizar que el pedido de nulidad de esta incorporación de terceros en el proceso sólo podría deducirse contra el laudo, una vez resuelto el arbitraje. Porque, conforme el artículo 39 de la Ley General de Arbitraje, los árbitros son competentes para decidir sobre su propia competencia, e incluso se les faculta expresamente para pronunciarse “sobre oposiciones relativas a la existencia, eficacia o a la validez del convenio arbitrar. Esta norma incorpora en la legislación peruana el principio “kompetenz-kompetenz” que es uno de los pilares del moderno arbitraje a fin de darle solidez y evitar que, a lo largo del proceso arbitral, se creen incidentes ante el Poder Judicial que impidan a los árbitros conocer el caso. Es dentro de esta línea conceptual que la ley otorga al Tribunal Arbitral la facultad expresa para resolver de plano si tiene suficiente información o para seguir adelante en las actuaciones y decidir acerca de tales objeciones en el laudo, si le parece conveniente para aclarar en forma más plena los hechos y relaciones y así llegar a una solución más justa. Por otra parte, el mismo artículo 39 prescribe que “Contra la decisión de los árbitros no cabe impugnación alguna, sin perjuicio del recurso de anulación, si la oposición hubiera sido desestimada”. Por consiguiente, ninguna autoridad puede paralizar el proceso arbitral ni invalidarlo, quedando siempre a favor de las partes afectadas por el hecho de haberse desestimado su oposición, el derecho a pedir la anulación del laudo mediante el correspondiente trámite ante el Poder Judicial una vez terminado el arbitraje.
En conclusión, podemos decir que el tema se encuentra planteado y que dará lugar a muchas discusiones en un futuro próximo debido a la naturaleza y características de las operaciones económicas de nuestra época. Y cada jurista, cada árbitro, deberá pronunciarse de una forma o de otra, guiándose solamente por una razonable interpretación de la ley que se encuentre en consonancia con su propio sentido de justicia.