Fabián Corral B.
El desdoblamiento de las calidades del Estado -poder político y administración contratante- debe ser profundizado por el derecho político y por el derecho administrativo. La comprensión de este fenómeno contribuirá a legislar en forma apropiada, a negociar y ejecutar los tratados y convenios en forma más transparente, equitativa y segura para las partes.
La gran coordenada que organiza la vida de las sociedades civilizadas está constituida por las líneas convergentes de la Ley, como expresión del poder político, y del contrato como manifestación de las voluntades de los asociados. Ley y contrato configuran el entramado en que tradicionalmente se han movido los países, las empresas y los ciudadanos. Hay que agregar, como factor, importante el de los convenios y tratados internacionales, antes generalmente reservados a regular las relaciones entre los estados y últimamente convertidos en un referente poderoso que influye sobre los vínculos jurídicos, aun entre las personas naturales.
Antes del desarrollo y la expansión de los tratados internacionales a las relaciones privadas, estaba claro que los contratos debían enmarcarse exclusivamente en la Ley, y que la Ley, en materia contractual, era fundamentalmente permisiva, salvo el caso de los contratos públicos, que siempre fueron muy regulados, primero por el Derecho Administrativo, y luego, cada vez más, por normativas especiales, como son, en el caso ecuatoriano, las de contratación pública y de Modernización del Estado e innumerables reglamentos. Los tratados al estilo del TLC modifican este esquema y desplazan al referente tradicional, que fue la Ley local, hasta convertirse dichos tratados en el eje fundamental de los esquemas contractuales y hasta en referente fundamental de la política y de la economía.
El desarrollo y auge de los tratados internacionales es una de las manifestaciones del proceso de “desnacionalización del derecho” y de internacionalización jurídica. Este es un hecho poco estudiado en el Ecuador, y que, sin embargo, está conmoviendo a los grandes referentes sobre los cuales se construyeron los ordenamientos jurídicos que, tradicionalmente, estuvieron marcados por el principio -predominante durante el tiempo del apogeo del nacionalismo jurídico- de la territorialidad de la ley, del imperio de la norma nacional, del cual se desprende la ficción de conocimiento de la ley por todos los habitantes del Estado, presupuesto de su imperatividad.
Los modernos convenios internacionales generan una verdadera carga normativa vinculante para los estados y para sus habitantes, que no son obra del legislador local y que provienen de un proceso de negociación y posterior ratificación, en el cual el papel del Congreso no es analítico o formativo de la norma, como es lo tradicional, sino circunscrito exclusivamente al acto político de ratificación del texto del convenio. En ese caso, en estricto sentido jurídico, el Congreso no “forma” las reglas, simplemente las ratifica o no, sin posibilidad de introducir modificaciones a la voluntad concurrente de los Estados. Hay que observar que el negociador de un tratado o convenio -representante del Presidente de la República- es quien forma la voluntad del Estado obrado como una especie sui géneris de “supralegislador”, ya que lo que tal negociador convenga, de ser admitido por el Congreso, quien no tiene capacidad de reforma puntual de lo convenido, se superpondrá a las leyes de origen legislativo común.
Esta especie de sui géneris sustitución de la potestad legislativa -dado que los tratados ya no se limitan a regular las relaciones de Estado a Estado, sino que se extienden a las relaciones jurídicas que involucran a sujetos de derecho privado- es tanto más importante si se considera que la Constitución Política, en el Art. 163, precisó un tema antes confuso y confirió a los convenios y tratados internacionales el estatus de normas supralegales, lo que significa que prevalecen absolutamente sobre toda la legislación local, inclusive sobre las leyes orgánicas. Además, la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, ratificada recientemente por el Ecuador (julio 2003) dispone, primero, que los tratados deben cumplirse de buena fe (el pacta sunt servanda) y, segundo, que ningún Estado puede dejar de cumplir sus compromisos internacionales a pretexto de que una norma local se lo impida. En mi opinión, en el concepto de “derecho local”, está incluida la Constitución. Los dos principios corresponden al espíritu del derecho de los tratados, pero nunca han sido desarrollados suficientemente ni comprendidos en el Ecuador.
Uno de los temas que no se han estudiado es el de la función de las leyes nacionales cumplirán frente al mundo de los tratados y convenios. Con la prevalencia del tratado es probable que en el futuro, y cada vez más, las leyes locales, en importante medida, se limiten a “reglamentar” o desarrollar los grandes conceptos que consten en los instrumentos internacionales.
Otro tema que deriva de esta reflexión es el de la relación entre los tratados y la Constitución, estatuto legal este último, que según la doctrina política es la expresión de la soberanía y la manifestación de la independencia. En efecto, al menos en el ordenamiento jurídico del Ecuador, no existe consistente subordinación de los tratados a la Constitución. Al contrario, puede pensarse que hay una equiparación de jerarquías normativas. En efecto, si bien la Constitución establece que el Tribunal Constitucional debe informar al Congreso sobre la conformidad del Convenio con la Constitución, en el proceso de aprobación, (Art. 162), la misma norma establece que “la aprobación de un tratado o convenio que exija una reforma constitucional, no podrá hacerse sin que antes se haya expedido dicha reforma.”
Por otra parte, el Art. 274 de la Carta Política atribuye a los jueces y tribunales nacionales la potestad de declarar inaplicable, de oficio o a petición de parte, un precepto jurídico local contrario a la Constitución o a los tratados internacionales, de modo que el control difuso de la Constitución beneficia en igualdad de condiciones también a los instrumentos internacionales, lo que puede interpretarse como un caso de equiparación a la Constitución y no de subordinación normativa, de otro modo no se puede entender que para el control judicial puntual de la validez de una norma se de un tratamiento igual al estatuto constitucional y a los instrumentos internacionales.
Además, desde la perspectiva del control de la constitucionalidad, los tratados y convenios son inmunes a la acción del Tribunal Constitucional. En efecto, no consta entre las facultades del Tribunal (Art. 276 de la Constitución) la de declarar la inconstitucionalidad de un convenio o tratado, respecto de lo cual, además, ya hay jurisprudencia del mismo Tribunal que se declaró incompetente para examinar el contenido del convenio sobre el establecimiento de la Base norteamericana en Manta.
En síntesis, todos estos temas, permiten sostener que la evolución del ordenamiento jurídico nacional en la última década, apunta a la paulatina pero constante internacionalización del derecho y al crecimiento incuestionable de la fuerza normativa de los tratados, a lo que se suma la constante y evidente transferencia de jurisdicción en beneficio de los tribunales arbitrales internacionales. El examen de los más importantes contratos de concesión de servicios públicos y de explotación de recursos naturales, así como las normas relacionadas con el amparo de las inversiones extranjeras, muestra cómo se ha internacionalizado fuertemente esa tendencia.
Tradicionalmente y antes de que Estado se convierta en protagonista y agente de la economía capitalista, el contrato era expresión de la voluntad de los particulares. La ley obraba sobre ellos exclusivamente como marco de referencia general cuya permisividad daba amplio campo a la iniciativa de los contratantes. Las relaciones civiles, comerciales, laborales, etc. se agotaban en esos instrumentos. En tanto que las manifestaciones del poder político se quedaban en la Constitución y en la ley.
Sin embargo, la expansión de las actividades estatales a ámbitos reservados a la empresa privada y, posteriormente, y a modo de reacción, con la incursión de la empresa en temas reservados a la administración pública (por ejemplo, la prestación de diversos servicios públicos a través de contratos de concesión), y aún antes, con el notable desarrollo del Derecho Administrativo, se generalizaron las figuras del contrato público y las normas de contratación estatal, en las que, a diferencia del contrato privado basado en igualdad de las partes, el Estado, por principio, se reserva derechos esenciales y hasta la posibilidad de concluir unilateralmente el contrato, bajo el principio del denominado “hecho del príncipe” o “hecho del Estado”, es decir, la potestad de obrar unilateralmente frente al contratante privado por razones de orden público u otras previstas en la ley de contratación del Estado y hasta en el propio contrato.
Por principio, los contratos públicos, a diferencia de los privados, no se basan en la igualdad de los contratantes. El Estado casi siempre se reserva facultades que no quedan necesariamente incursas en las cláusulas contractuales. Sin embargo, este principio típico de la contratación estatal, se ha ido restringiendo a ámbitos muy específicos ante el triunfo y el predominio de estos otros: (i) el de la seguridad jurídica y (ii) el de la intangibilidad contractual.
Al pensar de algunos, en el Ecuador, la reserva de las potestades del Estado, al menos en materia de la concesión de servicios públicos, ya no existe desde que la Asamblea Constituyente de 1998 introdujo entre las normas constitucionales el principio de la intangibilidad contractual, según el cual los contratos no pueden ser modificados unilateralmente ni aún por ley posterior (Art. 249 CP), y el de que el Estado, “en contratos celebrados por inversionistas podrá establecer garantías y seguridades, a fin de que los convenios no sean modificados por leyes u otras disposiciones…” (Art. 271 CP). Estas dos normas apuntan a lo que podría llamarse la “intangibilidad contractual”.
Queda la duda de si, al tenor de esas disposiciones, el Estado estaría efectivamente imposibilitado de concluir unilateralmente los contratos incluso en circunstancias extraordinarias y por razones de orden público, dejando a salvo la indemnización de los daños y prejuicios provocados al contratante. El razonamiento apunta a que, si por Ley no se pueden modificar unilateralmente los contratos, tampoco se podría concluirlos mediante acto administrativo de menor jerarquía.
En mi opinión, la protección a la estabilidad contractual contenida en el Art. 249 de la Constitución, puso en grave entredicho tanto el hecho del príncipe o potestad estatal de modificación y terminación unilateral de los contratos y también el principio de la “imprevisibilidad” en la contratación. Este último principio permite que se modifiquen las cláusulas contractuales cuando se altera gravemente el equilibrio económico del negocio convenido. En ese caso, y al tenor del Art. 249 de la Constitución, la posibilidad de que el Estado modifique unilateralmente el contrato fundándose en razones de imprevisibilidad, no existe para las siguientes clases de contratos: los que se refieran a servicios públicos concesionados y aquellos que estén protegidos por contratos de protección de inversiones, al tenor del Art. 271 de la Constitución y de la Ley de Promoción y Garantía de Inversiones. Así pues, la única forma que quedaría para modificar esos contratos es el acuerdo de las partes.
Cuando los países enfrentan el proceso de globalización económica y jurídica, las autoridades del Ecuador deberían preocuparse por tan complejos temas, sin olvidar, por un lado, que son necesarias las inversiones y que la seguridad jurídica es un tema importante, porque sin confianza no hay inversión, pero tomando en cuenta que la naturaleza de los llamados “contratos administrativos”, al menos en la doctrina, llevan implícita la reserva de potestades del Estado, ya que este tipo de instrumentos no puede equipararse con los contratos privados comunes, porque aluden a asuntos de interés colectivo, y porque además el Estado no puede jamás dejar de operar como organización política.
Otra consideración es que, existiendo las previsiones constitucionales aludidas, las Leyes que regulen los contratos públicos deben ser bien pensadas, y que los contratos deban ser pactados con extremo cuidado, responsabilidad y transparencia. Penosamente el sistema y las prácticas de contratación pública se quedaron anclados en el pasado y no consideran estas nuevas realidades ni advierten la evolución del derecho de los tratados, ni la globalización jurídica.
Si hay un factor ético que constituye la base del sistema contractual, ese es la buena fe, esto es, la sana intención de los contratantes de acordar lo que acordaron y de ejecutar con la misma disposición lo convenido. La buena fe excluye el engaño y está reñida con la trampa, con el dolo contractual y aun con la negligencia o descuido.
Aquel principio, que viene de los romanos, debería ser la guía en las transacciones públicas y privadas, debería constituir la atmósfera de los contratos. Lamentablemente, eso no ocurre. Al contrario, se advierte una evidente decadencia de la buena fe como referente ético de los contratos y como práctica de los contratantes. Una de las facetas de la degradación legal que sufrimos precisamente está allí. Un número importante de litigios tiene alguna carga de mala fe, de ánimo fraudulento, lo que indica por dónde van los derroteros y por dónde deberían caminar los correctivos.
En la contratación pública este factor es doblemente importante, primero, porque están comprometidos la palabra y el prestigio del país, y en segundo lugar, porque no es posible el desarrollo de proyectos públicos sin una conducta consistente, constante y transparente que genere la indispensable confianza en las autoridades y en las instituciones. De allí que sea necesario, a la par que se legisle para darle sentido de equidad al principio de intangibilidad contractual, que se legisle también acerca de la buena fe en la ejecución de las transacciones públicas.
Seguridad jurídica, equilibrio de los contratos y buena fe en su elaboración, interpretación y ejecución son elementos inseparables, si queremos que, de verdad, el país mantenga su credibilidad y la empresa privada obre con transparencia.
Si vinculamos estos conceptos con las normas básicas que animan a los convenios internacionales, se verá que, como afirmé antes, la Convención de Viena incluyó entre sus principios esenciales el denominado “pacta sunt servanda”, esto es, el principio de la buena fe entre los estados en la formulación, negociación y ejecución de los tratados y convenios internacionales.
Cuando el Estado, propietario de los grandes negocios del país, ha demostrado incapacidad de gestión y cuando paralelamente crecen las empresas privadas internacionales hasta alcanzar dimensiones que exceden los límites y presupuestos de los países, y si la tendencia de los mercados es a uniformar comportamientos, legislaciones y regulaciones, se hace necesario destacar la dimensión política de los contratos, tanto porque involucran a las organizaciones estatales cuando porque hay que reconocer que los agentes económicos, con frecuencia, son entes que tienen poder y gran capacidad de gestión ante los gobiernos de sus sitios de origen y de los lugares de inversión.
El contrato -antes pacto privado entre sujetos privados con la evolución de la economía, el desarrollo tecnológico, las demandas sociales, el desbordamiento y anquilosamiento de los estados, se ha convertido en una expresión política sumamente importante, compleja y, a veces, difícil de comprender. La connotación política de los contratos administrativos es una evidencia innegable. Sin embargo y paradójicamente, en ellos el Estado queda colocado en las mismas condiciones que un ente común o una persona, de modo que la organización política desciende de los escalones del poder para situarse en un plano de igualdad. Lo mismo ocurre, y quizá con mayor dramatismo, en los casos en que los Estados son demandados ante los tribunales arbitrales internacionales, en los que al actor -una corporación privada- disputa con el ente político soberano, quien, sin embargo, queda en esa condición procesal despojado de las prerrogativas que derivan de su condición de ente político soberano e independiente.
La equiparación de los estados a las corporaciones y personas es uno de los eventos más complejos que ha traído consigo la globalización y el desarrollo tecnológico. El desdoblamiento de las calidades del Estado -poder político y administración contratante- debe ser profundizado por el derecho político y por el derecho administrativo. La comprensión de este fenómeno contribuirá a legislar en forma apropiada, a negociar y ejecutar los tratados y convenios en forma más transparente, equitativa y segura para las partes.
La forma como el Ecuador ha pactado contratos, celebrado y ratificado tratados y ejecutado e incumplido muchas veces sus obligaciones internacionales, revela un grave déficit de formación profesional de los administradores públicos y pone de manifiesto las consecuencias de la inestabilidad institucional, de la falta de comprensión objetiva y realista de los nuevos fenómenos jurídicos, y del anclaje de la Administración pública en un “provincialismo jurídico” que aún tiene como referentes casi exclusivos los viejos cánones del derecho civil, las pautas procesales locales y los preceptos de la contratación pública referida exclusivamente a la ley vigente en el territorio.
La forma más idónea de afirmar la soberanía y la independencia del Estado en un agresivo e inevitable proceso de globalización, es articulando un moderno Derecho Administrativo, comprendiendo la dimensión e importancia del mundo de los tratados y convenios internacionales y adquiriendo conciencia de la necesidad de una mejor formación jurídica. La excesiva “ideologización” de estos temas, al contrario de lo que usualmente se cree, debilita la posición de la Administración y expone innecesariamente al país a conflictos que pueden precaverse y a riesgos que pueden evitarse.