Juan Carlos Cassagne
El tema de la justicia administrativa en los países de Iberoamérica constituye una de las piezas clave para la configuración y el correcto funcionamiento del Estado de Derecho.
Una visión sobre el conjunto de los sistemas procesales latinoamericanos en lo contencioso-administrativo revela que, salvo el caso de Colombia1 (en el que se adoptó la institución del Consejo de Estado similar al modelo francés) la casi totalidad de los Estados han sido fieles al sistema judicialista que encuentra su raíz en la Constitución liberal de Cádiz del año 1812, la cual, como es sabido, llegó a ser jurada en varios de nuestros países.
En tal sentido, el sistema judicialista puro de Cádiz se extendió en Hispanoamérica de una manera más generalizada que en la propia España, donde se tardó unos cuantos años en instituir el modelo judicialista del contencioso-administrativo.
Ello implica un claro apartamiento tanto del sistema francés como del norteamericano. Lo primero, por cuanto, no obstante existir una influencia proveniente del derecho francés en algunas instituciones del proceso contencioso- administrativo, los países latinoamericanos no adoptaron, como principio básico, la institución de tribunales administrativos del tipo del Consejo de Estado francés. Lo segundo, por la sencilla razón de que, como más adelante se puntualiza, el sistema constitucional norteamericano, al no imponer al Poder Ejecutivo la interdicción expresa de ejercer funciones judiciales (tal como lo prescribe la Constitución de Cádiz de 1812), evolucionó hacia el reconocimiento de la jurisdicción administrativa primaria en cabeza de agencias independientes o incluso de órganos administrativos.
En cambio, la Constitución de Cádiz2, que en este punto constituyó la fuente de varias constituciones hispanoamericanas como la de Chile de 18333 y las constituciones chilenas posteriores4, la del Perú5 y la Constitución Argentina6, prohibe al Poder Ejecutivo el ejercicio de funciones judiciales, avocarse al conocimiento de las causas pendientes, así como restablecer las fenecidas.
Siendo entonces distinto el punto de partida de la mayoría de los sistemas iberoamericanos, también fueron diferentes su evolución y los problemas institucionales que se plantearon, en cada país, en los aspectos teórico y práctico.
Estos problemas, que se proyectan al plano de las estructuras de los sistemas, son básicamente dos:
(i) la configuración o no de un fuero especializado (tribunal judicial en lo contencioso administrativo) para entender en los litigios en que es parte la Administración Pública o el Estado, en general, donde se debatan cuestiones regidas por el derecho administrativo.
Al respecto, hay países, como Chile, que no han establecido el fuero contencioso administrativo, mientras que hay otros que lo han instituido, unos con base constitucional, como el sistema uruguayo7 y otros que derivan de una creación legal, como el argentino. Al propio tiempo, en algunos de los sistemas hispanoamericanos se combina el fuero contencioso-administrativo especializado con la atribución del control de constitucionalidad a una Corte Suprema de Justicia al estilo norteamericano8. Esto último, aunque en forma concentrada mediante el establecimiento de una jurisdicción suprema originaria y privativa, es la fórmula prescripta en la Constitución de Brasil, que atribuye competencia al Supremo Tribunal Federal para entender en los conflictos vinculados con garantías constitucionales, en particular en lo concerniente a las acciones directas de in- constitucionalidad9.
(ii) el reconocimiento limitado de ciertas funciones jurisdiccionales a órganos de la Administración Pública si bien sobre la base del principio del control judicial suficiente que exige la admisión en estos casos de un control judicial pleno con amplitud de debate y prueba. En tal sentido, tanto en Chile como en Argentina se ha admitido el ejercicio de potestades jurisdiccionales a favor de órganos administrativos fundado en razones de especialidad funcional y no como cláusula general, es decir, como anota Silva Cimma, se trata de “funciones jurisdiccionales respecto de ciertas y determinadas materias que les han sido expresamente encargadas por la ley. Así, ejercen esta función en determinados casos el Director General de Aduanas, el Director General de Impuestos Internos, etc.’’ quien agrega que “En doctrina, todos estos organismos pueden configurarse por ello como Tribunales Administrativos especiales. Además, dentro de la propia Administración existen otros tribunales con competencia específica en lo contencioso administrativo respecto de ciertas materias, tales como los Tribunales de Cuentas, de Aduanas, de Patentes, de Abastos, etc.’’10
Finalmente, si se reconoce que la ciencia del derecho se encuentra “ligada a un territorio y a una actualidad”11, ello implica reconocer que posee un contenido histórico que, en el caso de los países latinoamericanos, parte de un origen y lengua comunes, así como también lo son sus creencias, costumbres y tradiciones.
Ese fondo histórico común que exhibe el derecho hispano americano conduce al jurista a construir el derecho sobre la base de la ley y, aun por encima de ella, con fundamento en los principios generales del derecho y, en sus grandes líneas metodológicas e interpretativas, difiere del sistema vigente en el derecho anglosajón en el que, como es sabido, se asigna un papel preponderante al derecho que fluye de los casos judiciales12.
En suma, las características comunes que exhibe el contencioso-administrativo iberoamericano justifican el empeño que ha puesto uno de los grandes juristas españoles, González Pérez, en la elaboración de un Código Procesal Administrativo Modelo para Iberoamérica.
Nunca ha sido tarea fácil en el mundo la de controlar el ejercicio del poder público cuando se afectan derechos de los ciudadanos. Tuvieron que transcurrir muchos siglos hasta haberse podido consolidar sistemas que impidieran, con una mínima eficacia, el desborde de la actividad administrativa y legislativa del cauce del derecho y de la justicia.
Algunos piensan que el control judicial ha de ceñirse, fundamentalmente, a la verificación por el juez de la legalidad de la actuación más o menos determinada de la Administración Pública. Si así fuera, el control judicial se convertiría en una pura operación de subsumir el caso concreto en el ordenamiento general y bastaría con controlar que, aún dentro de la franja de discrecionalidad que puede brindar la norma, la Administración ha optado por una solución razonable y, por tanto, exenta de arbitrariedad para dar por cumplida la tutela judicial.
Pero ocurre que las cuestiones a resolver, en materia de control judicial, no se presentan de ese modo tan simple en la mayor parte de los casos, lo cual modifica sustancialmente la visión que debe tener el juez a la hora de juzgar a la Administración.
Por de pronto, el juez, en algunos sistemas contencioso administrativos, tiene atribuida la potestad de juzgar la constitucionalidad de la propia ley o el ordenamiento legislativo en el que se fundamenta la actividad administrativa y lo hace no sólo conforme a la técnica de la jerarquía constitucional (de tipo kelseniano) sino a la de los principios generales del derecho, que suelen ser creaciones pretorianas de origen doctrinario o jurisprudencial (como los creados por el Consejo de Estado francés) pero, en cualquier caso, recepcionados por los tribunales ya que, a través de ellos, estos principios adquieren una realidad o positividad y se incorporan al mundo jurídico.
En otros supuestos, el juez no controla el ejercicio del margen de discrecionalidad sino la aplicación correcta o no de un concepto jurídico indeterminado. ¿Qué herramientas utiliza para llevar a cabo este control? Como la ley generalmente no proporciona base determinada o si así fuera ésta es casi siempre deficiente, el juez -que no puede dejar de fallar en la mayor parte de los sistemas civilizados- carece de todo otro recurso que no sea el de acudir (una vez más) a la aplicación de los principios generales del derecho existentes o a la creación de alguno nuevo que le permita resolver el conflicto de la manera más justa. Los casos en que esto acontece son numerosos habida cuenta la posibilidad bastante común que se produzcan carencias normativas, lo cual conduce muchas veces a la necesidad de determinar la dimensión de peso de principios y normas contradictorias. En todos esos supuestos el juez precisa acudir a criterios de justicia antes que al ordenamiento positivo y mantener una posición de equilibrio frente a los demás poderes del Estado y la opinión pública.
Esta somera descripción permite advertir que la labor judicial de controlar a la Administración, es mucho más compleja que la del juez civil, -el cual generalmente juzga sobre un marco más estable y con un cuerpo de normas y principios jurídicos arraigados por el peso de una tradición milenaria- en un conflicto entre particulares, cuyo grado de repercusión social o de vinculación al interés público es bastante menor.
En cambio, el ordenamiento administrativo presenta una mayor movilidad y su relación directa con la Constitución es mucho más acentuada, aunque, en definitiva, el mundo jurídico tenga en ambas ramas del derecho una estructura tridimensional que se compone de normas, conductas o experiencias y valores de justicia13. Todo ello demanda la institución de una justicia especializada en el conocimiento de la materia contencioso-administrativa.
En cualquier caso, la labor judicial de controlar la actividad de la Administración no es mecánica ni exclusivamente técnica. Es más bien casi un arte: el de impartir justicia teniendo en cuenta la armonización de los intereses individuales o colectivos de cada conflicto con el interés público, sin sustituir -como lo ha señalado recientemente Se- sin- la discrecionalidad política por la judicial, siendo tan pernicioso el control que paraliza la actividad estatal como el que la limita excesivamente con mengua de las garantías del Estado de Derecho14. Lo expuesto, sin desconocer que, como bien lo ha puntualizado Vanossi, “a todo acrecentamiento del poder debe corresponder un acrecentamiento de los controles, un vigorozamiento de las garantías y una acentuación de las responsabilidades15”.
Nadie discute que el sistema de justicia administrativa, contencioso-administrativo, derecho procesal administrativo o como se lo quiera denominar convencionalmente, constituye, en realidad, un subsistema perteneciente a un sistema que lo engloba.
Este sistema no es otro que el denominado separación de poderes, el cual hunde sus raíces históricas en el conocido trabajo de Montesquieu16, aunque existen antecedentes aristotélicos del principio (sin una formulación tan orgánica ni moderna) y, lo que es menos conocido, en las instituciones del antiguo derecho español.
En rigor, son muchas las instituciones del derecho público occidental que encuentran su fuente en el derecho de los visigodos (entre ellas el poder judicial independiente, los embriones del sistema federal y la autonomía de las ciudades) lo cual implica reconocer que las raíces de importantes instituciones y principios de derecho público desarrollados más tarde en Inglaterra y en los países de Europa Continental tienen origen en el antiguo derecho español, que recepcionó, en gran medida, el de los pueblos germánicos.
Precisamente, en las instituciones del antiguo derecho español se encuentran los antecedentes de muchas figuras y concepciones que más tarde la Revolución Francesa reprodujo como originales y nuevas como si el derecho no fuera la obra decantada de instituciones que van evolucionando y perfeccionándose con el paso del tiempo.
Así aconteció, entre otras figuras, con el concepto de “ciudadano” que aparece en el derecho medieval y con el principio que asignaba valor de ley suprema a los Fueros medievales, los que estaban “por encima de la voluntad real17”. La consecuencia era que lo que se hacía contra el fuero se consideraba nulo “ipso foro”.
La Revolución Francesa introdujo la concepción del Poder Legislativo como un poder soberano superior a todos, dejando en los hechos al Ejecutivo a merced del poder parlamentario, lo que condujo, en pocos años, a la destrucción del régimen que pretendió instituir, claramente viola- torio de la separación de poderes. En tal sentido, la principal consecuencia no fue tanto la afirmación de la supremacía de la ley sobre la voluntad del Rey sino la sumisión de éste al poder del Parlamento.
Ahora bien, la búsqueda de las bases y puntos de partida nos lleva, a su vez, a desentrañar algunos equívocos que han ido deslizándose, en tomo a las fuentes del derecho público hispanoamericano, los orígenes de la justicia administrativa, la evolución del sistema norteamericano (basado hoy día en un sistema de jurisdicción administrativa con control judicial posterior, generalmente concentrado en las Cortes de Circuito, que son tribunales colegiados).
Todo lo que concierne al origen de la justicia administrativa en el derecho francés requiere desbrozar algunos equívocos, como aquel que, sobre la base de la descripción formal y lógica de un producto revolucionario, atribuye el nacimiento de la jurisdicción administrativa a la Revolución Francesa18, como si fuera una operación quirúrgica que creó un derecho nuevo y no la obra decantada de un largo proceso histórico.
Ese largo proceso histórico, originado en el Antiguo Régimen francés, que partía del principio de separación entre las autoridades administrativas y las judiciales, alcanzó a establecer la judicialidad de los conflictos entre los particulares y la Administración, asignando la respectiva competencia a órganos administrativos separados de la Administración activa (Intendentes y Consejo del Rey19).
La circunstancia que la jurisdicción administrativa naciera bajo la monarquía, al mismo tiempo que la judicial, ha sido subrayada nada menos que por Tocqueville20 y por Laferriére21 encontrándose referencias en numerosos estudios jurídicos realizados por autores franceses durante el siglo pasado (vgr. Viollet, Esmein, Chenon, etc.).
La Revolución Francesa, aunque partió del reconocimiento del mismo principio de dualidad de jurisdicciones prescripto por el Antiguo Régimen, consagró una solución radicalmente distinta, suprimiendo los Intendentes y el Consejo del Rey y transfiriendo la titularidad de la función de juzgar a la Administración a los propios órganos de la Administración activa22, que de esa manera eran a la vez jueces y partes de un mismo conflicto23.
Resulta obvio, entonces, colegir que en la realidad del sistema instituido por la Revolución Francesa se encontraba una suerte de inmunidad de la Administración y sus funcionarios. Como es sabido, éstos fueron libres de cometer toda suerte de sucesos aberrantes que afectaron la vida y la propiedad de los franceses, en aras de una proclamada y formal igualdad y de libertades inexistentes, mediante conductas fundadas en el inexplicable dogma de la voluntad general y de su primacía, como una razón absoluta que excluye la razón individual.
Un sistema tan regresivo no podía durar mucho tiempo y a los nueve años (es decir, en 1799) Napoleón terminó dando una vuelta de tuerca hacia un modelo similar al del Antiguo Régimen mediante la creación, en cada departamento, de un “Consejo de Prefectura” con competencia para conocer en determinados asuntos administrativos.
Como sostuvo Benoît, ese proceso significó “la reaparición de la jurisdicción del Intendente” completada más tarde con la creación del Consejo de Estado, a partir del cual la historia del extraordinario desarrollo que llegó a alcanzar el derecho administrativo francés es bien conocida.
La conclusión que se desprende de todo ello es que la justicia administrativa es el producto de un dilatado proceso histórico que va decantando sus principios y soluciones. Es cierto que ha recorrido a veces un camino equivocado, pero también resulta posible que a través de un golpe de timón pueda recobrar el equilibrio de poderes, que es la base para el funcionamiento armónico de cualquier sistema político.
En otras palabras, la justicia administrativa va amoldándose a los principios que una determinada sociedad considera justos y legítimos en una circunstancia histórica determinada (igualdad, libertad, propiedad, defensa y promoción de la competencia, seguridad física y jurídica, independencia, etc.).
Cabe entonces preguntamos si, en la actualidad, la justicia administrativa responde a esos valores que los ciudadanos consideran como parte de los bienes comunes y de los derechos que merecen ser protegidos de la arbitrariedad que proviene de los diferentes órganos del Estado, así como de personas que, siendo de naturaleza privada o pública no estatal, son parte o intervienen en calidad de terceros en los procesos administrativos.
No hay que olvidar que la significación ideológica de la justicia administrativa consiste en matizar el carácter individualista que ella tiene como producto del Estado de Derecho en los ordenamientos positivos24.
Es que, básicamente, el problema de la justicia administrativa pasa por limitar el poder el cual “es siempre por esencia, en cualquier situación, capacidad de dominación25”. La novedad actual radica en que el ejercicio del poder público ante la jurisdicción administrativa se ha transferido -en algunos sistemas comparados como el nuestro- tanto hacia organismos públicos (ej. órganos extra-poder como el Defensor del Pueblo) como hacia organizaciones de defensa de los consumidores y usuarios, a través de verdaderas acciones populares que ponen en grave riesgo el equilibrio del sistema de protección de los derechos de los particulares que no tienen cabida en los mecanismos de acciones colectivas, a menos que se reglamenten las denominadas acciones de clase.
Cuando un sistema recibe el calificativo de judicialista se da por sobreentendida la circunstancia de que la calificación no se refiere al juzgamiento de las causas entre particulares (justicia civil-comercial o penal), dado que éstas, en los países civilizados donde rige la división de poderes, se ventilan ante jueces, separados orgánicamente de los poderes ejecutivos, que gozan de independencia frente a estos últimos.
Lo que caracteriza a cualquier sistema judicialista es el hecho de atribuir a un poder judicial independiente el conocimiento de las causas en que el Estado, o los Estados y/o Provincias, según los diferentes modelos constitucionales, son parte en el litigio.
En la vereda opuesta a un sistema judicialista puro se encuentran los sistemas de tribunales administrativos, los cuales actúan en el ámbito de la Administración, aun cuando sus jueces se desempeñen con independencia funcional, como ha sido en la tradición francesa que exhibe la labor del Consejo de Estado.
Pero, se admite que puedan coexistir con la división de poderes, formas mitigadas del sistema judicialista reconociendo excepcionalmente, sin instituir una cláusula general, determinados tribunales administrativos, por razones de especialización, con control judicial posterior limitado, o bien, los llamados sistemas de jurisdicción administrativa primaria con control judicial amplio o simplemente revisor, o incluso excepcionalmente prohibido, como acontece en el sistema norteamericano.
En estos últimos sistemas, que podrían denominarse mixtos, la clave para determinar cuál es el que mejor se concilia con el principio de separación de poderes se encuentra en el alcance del control o revisión judicial, siendo evidente que aquel que cumple con mayor rigor los postulados en que se apoya es el que consagra el control judicial más amplio posible (entre nosotros, el denominado “control judicial suficiente”). Aquí aparece una tensión (señalada, entre otros, por el jurista alemán Pielow) entre justicia y eficiencia, donde el funcionamiento de los sistemas muestra que a mayor justicia menor eficiencia del sistema y viceversa.
En los países iberoamericanos ha prevalecido el sistema judicialista que confía a jueces encuadrados en la organización judicial el conocimiento de las causas contencioso administrativas, lo cual ha sido consagrado en normas de rango constitucional26.
Un caso particular es el que se presenta en México en el que coexisten el sistema de tribunales administrativos con los tribunales judiciales, manteniéndose la jurisdicción de los tribunales ordinarios para conocer en los amparos contra las resoluciones emanadas de los tribunales administrativos27.
La configuración del sistema judicialista consagrado en la mayor parte de los sistemas iberoamericanos, estructurados sobre la base de la división de poderes, se apoya en un cúmulo de principios prescriptos en las respectivas constituciones. Ellos son:
(a) la institución de un poder judicial independiente;
(b) la garantía de la defensa en juicio;
(c) la interdicción del ejercicio de funciones judiciales por parte del Poder Ejecutivo; y
(d) la proyección de la clásica garantía de la defensa que se extiende, en algunos países, en la creación y reglamentación de las acciones judiciales de amparo28. En Chile, se ha propiciado, por un sector de la doctrina, la categoría de las nulidades de derecho público como una acción procesal imprescriptible, con fundamento en el art. 7 inc. 3o de la Constitución de Chile29, la cual no coincide, actualmente, con la línea jurisprudencial de la Corte Suprema chilena30.
Esa línea marca el principio que debe reinar, por razones históricas, en nuestra justicia administrativa, sobre la base de un sistema típicamente judicialista que hunde sus raíces en las instituciones hispánicas, primordialmente en Aragón y más tarde, en Castilla. Dichas instituciones fueron las que supieron crear un poder judicial independiente, con anterioridad a los sistemas de división de poderes que más tarde desarrollaron primero Inglaterra y, luego, los demás países europeos.
El Justicia Mayor de Aragón constituye el símbolo quizás de mayor trascendencia histórica y jurídica en cuanto representa la independencia judicial frente al rey, al punto que continuó rigiendo hasta el reinado de Felipe II, cuya política absolutista transformó la institución, tras la muerte de Juan de Lanuza en 1591, quedando sujeta, desde entonces, a la autoridad real.
La tesis que venimos sosteniendo acerca de la influencia de las instituciones españolas en las constituciones hispanoamericanas, particularmente en la chilena de 1833 y en la argentina de 1853, ha sido propugnada por autores de la talla de Estanislao S. Zeballos y Segundo V. Linares Quintana.
Al respecto, Zeballos señaló en 1916 que, al realizar el estudio comparativo de la Constitución Argentina con las instituciones visigodas, había llegado a un resultado sorprendente en el sentido de que nuestra Constitución “¡tiene en las instituciones de la Monarquía visigoda de los siglos V, VI, VII, VIII y IX de la era cristiana, raíces profundas que no se nutrieron en las instituciones de Inglaterra, porque no existían31!”.
Entre esos principios, el que separa el poder judicial del poder ejecutivo y legislativo y prohibe a éste el ejercicio de funciones jurisdiccionales traduce la continuidad de la doctrina jurídica española secular, representada por las antiguas leyes de Aragón y de Castilla (como se reconoce en los fundamentos del discurso preliminar con que se acompañó el texto de la Constitución de Cádiz).
Así, pudo decir Bielsa del Justicia de Aragón que fue una “admirable institución, cuya esencia es la de las más altas cortes de justicia defensoras de las leyes, empezando por la ley fundamental que es la Constitución32”.
Por todo ello no puede extrañar que un antecedente hispánico similar al Habeas Corpus anglosajón, el juicio de manifestación, haya influido también en nuestra tradición jurídica constitucional33 ni menos aún que la Constitución de Cádiz de 1812 constituya una de las fuentes nutricias de la Constitución Argentina como lo han destacado Linares Quintana^ y otros juristas35.
La prescindencia de las fuentes constitucionales es muchas veces causa de graves errores de interpretación sobre el sistema judicialista de la ley suprema, el cual requiere -para una cabal hermenéutica- partir de sus bases históricas para captar su finalidad y su articulación con los demás principios constitucionales.
En esta materia, los transplantes de instituciones exógenas, así como las llamadas transmigraciones, encierran el peligro de introducir fórmulas incompatibles con nuestra idiosincrasia, que desconocen el piso de realidad o experiencia sobre el que transitan nuestras principales instituciones.
Por eso, hay que reconocer, como rasgos del sistema judicialista, los siguientes:
(a) como regla general, el juzgamiento de las leyes y de los actos administrativos y reglamentarios provenientes de los tres poderes del Estado compete a los jueces;
(b) el acogimiento de tal principio no ha impedido -como ocurre en el sistema chileno- que el control de constitucionalidad de las leyes se configure sobre la base de una jurisdicción compartida entre un Tribunal Constitucional (para el control abstracto de leyes y reglamentos) y una Corte Suprema36;
(c) sólo excepcionalmente, las leyes pueden crear tribunales administrativos para juzgar los actos de la Administración, por razones de especialización y nunca con jurisdicción general. En tales casos, para salvar la constitucionalidad de la atribución de funciones jurisdiccionales a órganos del Ejecutivo (nunca al titular del Poder Ejecutivo) aparte de los requisitos inherentes a la independencia del órgano, ha de existir la posibilidad de un control judicial suficiente, con amplitud de debate y prueba;
(d) la tutela judicial efectiva aparece como un principio que completa y amplía la garantía de la defensa en juicio, el cual se reafirma en virtud del “status” constitucional que en algunos países como Argentina (art. 75 inc. 22) adquiere el Pacto de San José de Costa Rica, cuyos artículos 8 y 25 lo contemplan.
De este principio, se desprenden una serie de consecuencias:
1) la superación de la doctrina de la jurisdicción meramente revisora que acotaba el alcance del control y su sustitución por la teoría del control judicial amplio y suficiente, como lo ha establecido la Corte Suprema argentina en numerosos precedentes37;
2) la ampliación del círculo de legitimados al extenderse el campo de protección de los derechos tutelados (vgr. consumidores y usuarios, en general, los derechos de incidencia colectiva que encuentran un cauce judicial expeditivo y sumario en el proceso de amparo -arts. 42 y 43 CN);
3) la eliminación o relativización del principal requisito de admisibilidad de la pretensión procesal basado en el agotamiento de la vía administrativa, lo cual también reafirma la necesidad y conveniencia de erradicar el carácter revisor de la jurisdicción administrativa38;
4) la supresión o reducción de los supuestos en que se aplican plazos de caducidad perentorios, como carga procesal de promover la acción judicial dentro de lapsos tasados por la ley, vencidos los cuales, los justiciables pierden incluso el derecho de fondo, como si hubiera ocurrido la prescripción los respectivos derechos.
En el sistema que rige en los Estados Unidos de América no existe, para el control de los actos de la Administración Pública, una tradición judicialista tan fuerte como en los países de Hispanoamérica, habiendo evolucionado hacia la adopción generalizada de una jurisdicción administrativa primaria que incluso, en algunos casos excepcionales, no es judicialmente révisable39.
En tal sentido, con meridiana claridad el Profesor Bernard Schwartz ha sostenido que la jurisdicción primaria administrativa y el principio que exige el agotamiento de la instancia administrativa son como dos caras de la misma moneda. Mientras la jurisdicción primaria determina si un tribunal judicial o un ente administrativo tienen jurisdicción inicial la doctrina del agotamiento define si se puede revisar lo actuado por un ente administrativo que no es la última instancia en el ámbito de la Administración40.
De ese modo, lo que aconteció tras la evolución del sistema judicialista norteamericano, fue el reconocimiento de una nueva forma de jurisdicción, distinta a la judicial.
Esta circunstancia, bastante atípica, terminó por convertir a dicha jurisdicción primaria administrativa en una verdadera instancia del proceso administrativo, sustituyendo, en los hechos, a los tribunales federales de primera instancia (denominados tribunales de distrito) ya que las leyes que rigen el procedimiento ante la jurisdicción federal prescriben, contra las decisiones de diversos órganos o agencias administrativas, un recurso directo de apelación ante las Cortes de Circuito41.
El principal efecto que ello produjo, no suficientemente señalado ni advertido por la doctrina norteamericana ni la vernácula, es que el control judicial no constituye un control difuso sino concentrado en un número restringido (no son más de catorce) de tribunales colegiados de segunda instancia.
Desde luego, que el control difuso sigue manteniéndose a favor de la exclusiva competencia judicial para declarar la inconstitucionalidad de las leyes, cuya fuerza expansiva se encuentra limitada al caso, por el carácter de “inter partes” de la sentencia.
En resumidas cuentas, en el orden de la realidad, el sistema norteamericano evolucionó de un modo diferente al sistema judicialista hispanoamericano, caracterizándose por una combinación, basada en el pragmatismo y en la eficiencia, entre diversos elementos propios de los sistemas judicialistas con aquellos que rigen en los sistemas de tribunales administrativos, aunque orgánicamente no sean iguales por el hecho que constituyen, simplemente, órganos o entes de la Administración.
Por ese motivo, al tratarse de dos sistemas bien diferenciados en sus orígenes, estructura y funcionamiento, mal pueden extrapolarse sin más las fórmulas procesales del derecho norteamericano, las cuales deben pasar por el tamiz representado por los principios de nuestros sistemas constitucionales y por el juicio prudencial sobre la compatibilidad de cualquier institución o regla jurídica, con la tradición y las costumbres de nuestros pueblos.
En la última parte del Siglo XX, aproximadamente desde treinta años atrás, la tutela judicial efectiva ha cobrado una gran relevancia en el plano jurídico, gracias al impulso dado por la doctrina en España, a raíz de su recepción constitucional.
Su proyección en Hispano-América, particularmente en Argentina, ha sido notable, habiendo sido recogido el principio tanto en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación como en la Constitución de la Provincia de Buenos Aires del año 1994, aunque no siempre se han desprendido de él las consecuencias que cabe extraer en punto a reafirmar la tendencia hacia un control judicial pleno y sin cortapisas de la actividad administrativa.
La Constitución argentina, en línea con el molde de los antecedentes normativos y proyectos pre-constitucionales consagró, en su artículo 18, 1a garantía de la inviolabilidad “de la defensa en juicio de las personas y de los derechos”, siguiendo el Proyecto de Constitución para la Confederación Argentina elaborado por Alberdi42.
Esa garantía apuntaba, entonces, a brindar protección judicial a los derechos individuales y tendía a tutelar, fundamentalmente, la libertad de los ciudadanos, configurando uno de los ejes en los que se concretaba la filosofía de las diferentes constituciones iberoamericanas.
En su evolución posterior, la garantía43 de la defensa fue completada con otras, tendientes a ampliar el círculo de los derechos protegidos. Tal es lo que ocurrió con el transplante del debido proceso adjetivo, proveniente del derecho norteamericano44, y más modernamente, primero con el llamado derecho a la jurisdicción y luego con el principio de la tutela judicial efectiva.
Mientras el debido proceso adjetivo desarrolla positivamente la protección de los derechos a exponer y plantear con amplitud las pretensiones en el proceso o procedimiento administrativo (derecho a ser oído), a ofrecer y producir la prueba conducente y a una decisión fundada que haga mérito de las principales cuestiones planteadas, el derecho a la jurisdicción, reclama, simultáneamente, el derecho a ocurrir ante un juez en procura de justicia a fin de obtener una sentencia justa y motivada, susceptible de los recursos previstos en las leyes, junto con la exigencia de que el proceso se sustancie con rapidez, dentro de los plazos razonables45.
Estas garantías que la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación argentina y la doctrina46 consideraron, en su momento, incluidas en la garantía de la defensa en juicio o vinculadas a ella, resultan sustancialmente potenciadas en virtud de la recepción de la tutela judicial efectiva.
En efecto, no obstante, la similitud que guardan las garantías constitucionales clásicas con la tutela judicial efectiva, ésta última como aconteció con la garantía constitucional innominada del debido proceso adjetivo47, se caracteriza por su mayor amplitud no sólo en el plano garantís- tico sino también en cuanto a la protección del interés general en procurar una buena Administración48 proyectándose también al procedimiento administrativo49.
Los principales matices diferenciales comprenden tres aspectos ya que la tutela judicial efectiva apunta a la eliminación de las trabas que obstaculizan el acceso al proceso, tanto como & impedir que, como consecuencia de los formalismos-procesales, queden ámbitos de la actividad administrativa inmunes al control judicial y, por último, tiende a asegurar el ejercicio pleno de la jurisdicción en las distintas etapas del proceso.
Resulta evidente que se trata de una garantía que armoniza de un modo cabal con el reparto de funciones propio de la separación de poderes de la mayoría de nuestras Constituciones al prescribir positivamente el sistema judicialista en el cual los jueces son los órganos encargados de resolver los conflictos entre los particulares y el Estado50.
En Argentina, antes de la moderna configuración del principio, un sector de la doctrina51 propició, en su momento, una serie de posturas que afirmaban la plenitud de la jurisdicción frente a las interpretaciones restrictivas que, con fundamento en las antiguas concepciones del contencioso- administrativo francés y español, propugnaban la limitación de los poderes del juez sobre la base de la naturaleza esencialmente revisora52 que atribuían a esta clase de jurisdicción (la cual era concebida como una jurisdicción de excepción).
Recién en la última década, algunos ordenamientos y la jurisprudencia, en forma limitada, por cierto, han comenzado a transitar por el camino correcto, y sin dejar de reconocer la influencia que ha tenido en esta evolución la obra de los juristas vernáculos, que actuaron como verdaderos pioneros en este campo para desterrar los ápices formales que caracterizaban el contencioso- administrativo de su época, no puede menos que señalarse la profunda gravitación que entre nosotros, ha alcanzado la doctrina española a partir de la fundación de la RAP y de la publicación de las obras y trabajos científicos de sus juristas más eminentes53.
En tal sentido, ha dicho González Pérez “el derecho a la tutela judicial efectiva que se despliega, básicamente, en tres momentos diferentes del proceso (en el acceso a la jurisdicción, en el debido proceso y en la eficiencia de la sentencia) es, en definitiva, el derecho de toda persona a que se ‘haga justicia’ que se traduce, en el plano jurídico administrativo en que siempre que crea que puede pretender algo con arreglo a Derecho frente a un ente público, tenga la seguridad de que su petición será atendida por unos órganos independientes y preparados”54.
A nuestro juicio, la tutela judicial efectiva no resulta incompatible con el establecimiento de una jurisdicción administrativa primaria (similar a la configurada en el derecho norteamericano) siempre que ella sea instituida por ley y se prescriba la posibilidad de un posterior control judicial, que puede asignarse a los tribunales o cámaras de segunda instancia.
Como ha apuntado Soto Kloss, al estudiar el recurso de protección en el derecho chileno (cuya similitud con el amparo constitucional es notable)55, la circunstancia de que los derechos del hombre son anteriores al Estado y su vida en sociedad constituye la razón de ser del ordenamiento jurídico, su protección se convierte necesariamente en “el fundamento esencial de toda organización estatal56”.
Resultan indudables los avances que ha logrado alcanzar el capítulo de la tutela cautelar, a través de una evolución que comenzó con la admisión de las medidas innovativas y culminó con el reconocimiento de las llamadas medidas cautelares autónomas y, por último, con las medidas auto-satisfactivas decretadas por razones de urgencia57.
Esta ampliación del objeto de la medida cautelar en el contencioso administrativo se encuentra en conexión con la idea de que siendo la pretensión principal el eje central del proceso administrativo (una de las innovaciones quizás más trascendentes del derecho procesal administrativo del siglo pasado en ese ámbito que difundió González Pérez inspirado en las ideas de Guasp)58 los jueces deben tender a asegurar el cumplimiento efectivo de la sentencia, para que el resultado del proceso no se transforme en algo inútil o inoportuno.
Sin embargo, como acontece muchas veces en otras cosas de la vida, hasta las buenas instituciones pueden llegar a degenerarse cuando se hace un uso abusivo o injusto de ellas y se presta mayor atención a los intereses políticos (tanto del gobierno como de la oposición de tumo) y a la acción de los medios gráficos y televisivos, a través de un escenario en el que se montan verdaderas campañas alrededor de determinadas causas cuyo interés público en juego resulta fabricado al efecto y orientado hacia la justicia, a través de la influencia que ésta recibe en forma directa o mediante una opinión pública, artificialmente deformada.
En tal sentido, cabe cuestionar desde la generalización de la tendencia a morigerar o prescindir del requisito del peligro en la demora para el otorgamiento de medidas cautelares que se basan casi exclusivamente en la verosimilitud del derecho, sin atender a la posibilidad de realización de la pretensión al momento de la sentencia definitiva, así como la admisión de sujetos titulares de una pretensión en la que menos del 1% de los supuestamente afectados pretende ejercer una acción de defensa de intereses colectivos, la interposición de verdaderas acciones populares por parte de los Defensores del Pueblo, incluso los que poseen competencia de naturaleza local (vgr. Defensor del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires) a los que se ha admitido a litigar, en defensa de intereses o derechos que pueden resultar incompatibles con los titulares de intereses de vecinos de diferentes jurisdicciones, hasta los efectos erga omnes de la decisión cautelar, cualquiera sea la jerarquía del tribunal que lo declare e “inaudita parte”, son muchos los aspectos del derecho procesal y/o derecho de fondo vinculado al proceso que ameritan una reforma profunda y orgánica.
Otra de las cuestiones se vincula con la protección cautelar de los nuevos derechos constitucionales, como el derecho a la salud59, donde se condena periódicamente a un Estado prácticamente en “default” o estado de quiebra, a indemnizar a los particulares que sufren alguna contingencia en su salud, sin atender a las disponibilidades presupuestarias.
En este sentido, pretender -por ejemplo- solucionar los problemas sociales que se plantean en el campo de la salud pública mediante la técnica de las llamadas medidas auto-satisfactivas genera una continua desigualdad transformando al Estado en una caja aseguradora de riesgos, aparte de los abusos que la concesión de tales medidas puede provocar, concluyendo en la degradación de la protección cautelar que se promueve.
La doctrina constitucionalista60 y buena parte de la jurisprudencia61 han venido sosteniendo que nuestro sistema de control de constitucionalidad de raíz judicialista y federal, posee un carácter difuso, en el sentido de que todo juez federal de cualquier rincón del país puede declarar la in- constitucionalidad de una ley o de un decreto reglamentario o acto administrativo del Poder Ejecutivo, en estos últimos casos, con efectos erga omnes, sosteniéndose incluso, hasta que los jueces provinciales62 pueden ejercer el control de constitucionalidad.
Pero aun cuando no constituye un principio constitucional sino una derivación de la naturaleza judicialista del sistema y de que no cabe la posibilidad de crear un tribunal constitucional especializado y concentrado al estilo de los que existen en muchos países europeos, lo cierto es que el carácter difuso del control es más bien el producto de un vacío legislativo antes que la consecuencia de un mandato constitucional.
Llama la atención que esta cuestión no se haya planteado en la mayoría de los distintos estudios realizados por prestigiosos autores del derecho administrativo que han pasado por alto la evolución que, en este punto, ha tenido la organización del control jurisdiccional de los actos y reglamentos provenientes de las agencias reguladoras en el derecho norteamericano, lo que atribuimos a una suerte de paradoja producto de una visión descriptiva del proceso administrativo argentino, que prescinde del análisis comparativo del sistema estadounidense acerca de la organización -concentrada o difusa- del control jurisdiccional.
En efecto, tal como acontece en Estados Unidos, nada impide que la legislación pueda limitar el carácter difuso del control de los actos y reglamentos de las agencias reguladoras -por ejemplo- concentrándolo en tribunales federales de segunda instancia (las Cortes de Apelación de circuito), sin alterar con ello la competencia de la Corte Suprema como intérprete final de la Constitución, conforme “ a las reglas y excepciones que prescriba el Congreso”, tal como reza el respectivo precepto constitucional63.
En rigor, en los Estados Unidos, el sistema jurisdiccional que rige los procesos judiciales en que se impugnan actos de la administración y de las agencias federales, está lejos de concebirse como un sistema de control difuso, tal como sucede en nuestro país. Se trata de un sistema bastante complejo, el cual puede sintetizarse en las siguientes reglas: a) en general, rige el principio según el cual la forma de procedimiento para la revisión judicial se encuentra determinada en los respectivos estatutos o marcos regulatorios, que prevén procedimientos especiales ante cortes federales expresamente asignadas64; b) en la mayoría de los casos, los estatutos o marcos regulatorios disponen remedios específicos “statutory revision” que importan recursos directos ante las cortes federales de apelaciones de circuito; c) asimismo, para los supuestos en que no hayan remedios específicos, sea por la inexistencia de marco regulatorio que los contenga o cuando éste no los prevea, existe la regla residual por la cual la acción judicial de revisión podrá ejercerse mediante cualquier acción legal admitida, y podrá interponerse ante los tribunales de primera instancia, contra los Estados Unidos, las agencias administrativas o contra el funcionario apropiado; d) a su vez, el USCA consagra una norma especial que atribuye jurisdicción exclusiva a las cortes federales de apelaciones de circuito para entender en la revisión judicial de los actos de numerosas administraciones y agencias taxativamente enunciadas, regla especial que prevalece sobre las anteriores65; y e) por otro lado, también puede ocurrir que el marco regulatorio específico expresamente prohiba que determinada acción de la agencia administrativa pueda ser revisada judicialmente 66.
Ello al par de unificar la jurisprudencia, a través de los juicios plenarios si así correspondiera, instituyendo una competencia más concentrada para el control jurisdiccional de los actos estatales, sobretodo en algunos procesos como los de amparo contra actos del Poder Ejecutivo y/o dictados por delegación de éste en las acciones declarativas de inconstitucionalidad y en las medidas cautelares, sería una contribución trascendente a la seguridad jurídica. Esa competencia podría ser asignada, como en los Estados Unidos, a las Cámaras Federales en lo Contencioso Administrativo creadas o a crearse, en el futuro, en diferentes lugares del país, como un fuero especializado67.
Como acotación final, casi como una digresión, siempre recordamos que después de haber explicado cómo es posible que en Argentina cualquier juez de nuestro extenso territorio disponga la suspensión cautelar de un Decreto del Poder Ejecutivo, incluso con efecto erga omnes, en un Seminario sobre La Justicia Administrativa llevado a cabo en Barcelona en Homenaje al Catedrático español Rafael Entrena Cuesta,68 muchos profesores se acercaron para confesamos que recién podían entender las noticias que llegaban a España sobre la crisis argentina y el alcance de las decisiones jurisdiccionales que ha inclinado el fiel de la balanza, como consecuencia de la deformación del sistema, hacia el gobierno de los jueces.
Cuanto se ha expuesto refleja tan sólo una parte de los problemas que se plantean en el ámbito del proceso administrativo, quizás la de mayor trascendencia para la seguridad jurídica y el equilibrio entre los tres poderes esenciales del Estado. Quedan pues, fuera de este panorama, otras perspectivas del contencioso-administrativo que revisten interés práctico y doctrinario para la defensa de los derechos de las personas.
En tal sentido, una visión que se proyecta sobre el proceso administrativo tendrá que encarar, necesariamente, la solución de nuevos y antiguos problemas. Entre los primeros se encuentra el relativo al reconocimiento de una jurisdicción administrativa69 que algunas leyes asignan a los entes reguladores, la instrumentación de acciones de clase70 y de requisitos que aseguren una auténtica representatividad por parte de las Asociaciones de Usuarios y Consumidores excluyendo toda injerencia política en ellas y la práctica de otorgar medidas cautelares bajo la sola caución juratoria, es decir sin responsabilidad material alguna para el titular de la pretensión que obtiene una medida sin derecho que más tarde resulta revocada o levantada, por ejemplo, por el efecto de una sentencia adversa.
En este sector de nuevos problemas hay que ubicar también los relativos a la transformación del juicio de amparo en una acción común y generalizada contra la Administración, en la que sin mayor debate y prueba, se resuelve la suerte de los derechos de los particulares y del Estado mediante una medida cautelar o una sentencia rápida, lo cual no se corrige, obviamente, con el reconocimiento del carácter relativo de la cosa juzgada, ya que toda decisión judicial en un amparo resulta difícil de remover a través de una acción ordinaria que tiene como antecedente un prejuzgamiento de la cuestión de fondo debatida, a la luz de la protección de los derechos y garantías constitucionales.
A su vez, en este grupo de nuevos temas a resolver el futuro se encuentran los problemas que plantea el acceso a la jurisdicción en los derechos de incidencia colectiva, (por ejemplo, cuando sólo es parte el Defensor del Pueblo en aquellos supuestos en que no existe causa, en él se constitucional sino un mero interés de defensa de la legalidad71.
Por lo demás, el reconocimiento del control de la actividad discrecional ha venido imponiéndose en nuestros derechos y la tesis de la exención de su control judicial ya no tiene acogida en el campo del proceso administrativo, siendo posible, cuanto menos, ejercer un control del ejercicio de las facultades discrecionales de la Administración por irrazonabilidad o arbitrariedad72.
En cuanto a los antiguos problemas permanecen sin resolverse legislativamente, las cuestiones relacionadas con el carácter revisor de la jurisdicción administrativa y la subsistencia de los breves plazos de caducidad para demandar al Estado, en los casos de nulidad absoluta73 como en las acciones de daños y perjuicios. En tales casos, así como en lo concerniente a la regulación del agotamiento de la instancia administrativa como requisito previo y obligatorio para acudir a la justicia cuando se impugnan actos administrativos, al igual que en materia del reclamo administrativo previo se impone la interpretación y consecuente adaptación de las normas vigentes, al principio de la tutela judicial efectiva o al menos, a la garantía de la defensa en juicio, que en la mayor parte de los países posee superior jerarquía constitucional.
De otra parte, seguimos pensando que aun cuando se encuentra abierta la legitimación para ser parte en los procesos administrativos, las categorías del derecho subjetivo y del interés legítimo, en las acciones individuales, seguirán siendo útiles para medir los diferentes grados de responsabilidad estatal, que será de mayor magnitud económica cuando se pretenda el reconocimiento de un derecho subjetivo y el restablecimiento de una situación jurídica individualizada a través de una pretensión de condena pecuniaria que en aquellos supuestos en que la demanda tiene por objeto una pretensión de nulidad. Ello no significa que la violación de un interés legítimo no resulta indemnizable sino una limitación del alcance de la reparación ya que los criterios para determinarla no son similares en mérito a la diferencia que hay entre la protección sustantiva reservada al derecho subjetivo y la adjetiva o reaccional, circunscripta al interés legítimo.
Sabemos, por cierto, lo difícil que resulta remar contra las modas doctrinarias de tumo, pero, como ocurre siempre, las modas pasan y las categorías quedan, bien que muchas veces a través de formulaciones revestidas de un ropaje distinto o mediante el uso inconsciente que de ellas muchos continúan haciendo, pese a sostener que no existen.
Desde luego que para ello se requerirá el dictado de una legislación que equilibre la protección de los derechos e intereses, con fórmulas justas y razonables que incluyan criterios tasados para determinar la responsabilidad objetiva y directa del Estado con arreglo a la concepción de la falta de servicio o de la lesión antijurídica resarcible.
Finalmente y no menos importante para la realización efectiva de la tutela jurisdiccional de los particulares queda toda la problemática referente a la ejecución de las sentencias contra el Estado74 que exige solucionar en forma adecuada la reparación de la lesión que plantea el hecho de que la Administración muchas veces no cumple con el deber de incluir los créditos emergentes de una condena pecuniaria en el presupuesto correspondiente, situación que los jueces vienen resolviendo a favor de la ejecución inmediata de la sentencia.
Es probable que algunos de los problemas planteados sólo puedan solucionarse definitivamente a la luz de reformas constitucionales pero creemos que la mayor parte de ellos pueden encontrar remedio a través de la legislación que dicten los respectivos parlamentos reforzando la justicia básicamente subjetiva como eje del sistema procesal administrativo, sin caer en las tentaciones populistas que propugnan la generalización de las acciones populares pero afirmando, al propio tiempo, el principio de la tutela judicial efectiva con el máximo rigor posible75.
En este sentido y contrariamente a lo sostenido por un sector de la doctrina76 reiteramos una vez más nuestra opinión favorable a la sanción de un Código o Ley de la jurisdicción administrativa sobre la base de un modelo común para todos los países de iberoamérica77 que, respetando sus peculiaridades nacionales, encauce de una manera orgánica y sistemática los mecanismos que tienden a la realización de la efectiva tutela judicial, evitando la judicialización extrema de la política y, sobre todo, observando el principio de la separación de los poderes que constituye la médula del Estado de Derecho y de las libertades de los ciudadanos.
1 Colombia es el único país de Latinoamérica que posee un Consejo de Estado y tribunales administrativos departamentales como jueces de derecho común de la actividad administrativa. El Consejo de Estado fue establecido definitivamente a partir de 1914; véase Vidal Per- domo, Jaime, “La justicia administrativa en Colombia”, en Estudios de Derecho Administrativo, publicación en homenaje del centenario de la creación de la cátedra de Derecho Administrativo en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Tomo I, Universidad de la República, Montevideo, 1978, p. 502
2 Art. 243 de la Constitución de Cádiz de 1812.
3 Artículo 108 de la Constitución Chilena de 1833.
4 Artículo 73 de la Constitución Chilena actual.
5 Artículo 139 inc. 2 de la Constitución Peruana.
6 Art. 109 de la Constitución Argentina.
7 Art. 307 y ss. de la Constitución de 1997 de la República Oriental del Uruguay.
8 Art. 108 de la Constitución Argentina.
9 Art. 102 inc. I de la Constitución de Brasil.
10 Silva Cimma, Enrique, Derecho Administrativo chileno y comparado. Introducción y fuentes. 4o ed., Editorial Jurídica de Chile, Santiago de Chile, 1996, p. 33.
11 Cfr. Vergara Blanco, Alejandro, en el “Editorial” de la Revista Chilena de Derecho, vol. 30 n° 3, Santiago, 2003, p. 428.
12 Una idea similar ha expuesto Vergara Blanco, Alejandro, op. cit., p. 429.
13 Nuestra adhesión al trialismo data de muchos años atrás y ha sido reconocida por el propio creador de esta escuela jus-filosófica, véase: Goldschmidt, Wemer, Introducción Filosófica al Derecho, ps. 36 y 400,4° ed., Depalma, ps. 31 y 38, Buenos Aires, 1973. En esta obra (p. 383), el maestro Goldschmidt transcribe unas palabras que escribimos en nuestro primer libro referidas a nuestra postura en cuanto “la adhesión a la teoría trialista del mundo jurídico, sobre la base de un jus-naturalismo actualizado, posibilita el hallazgo de justas soluciones con fundamento jurídico-científico, eliminando del derecho natural aquellos enfoques idealistas y racionalistas que hicieron su desprestigio al reconocer que bajo la superficie del fenómeno jurídico anidan elementos de diversa índole como norma, conducta y valor” (cfr. Cassagne, Juan Carlos, La ejecutoriedad del acto administrativo, ed. Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1971, p. 9).
14 Sesín, Domingo, “La materia contencioso administrativa en Córdoba”, en Revista de Derecho Público, Proceso Administrativo -1, ed. Rubinzal-Culzoni, 2003, p. 178.
15 Vanossi, Jorge Reynaldo, La revisión de los abusos de derecho en el derecho público y la justiciabilidad de las desviaciones de poder, comunicación efectuada por dicho autor en la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires y publicada en Separata de la Revista La Ley, Buenos Aires, 2002, p. 35.
16 Un estudio exhaustivo sobre la teoría se encuentra en el trabajo de Jorge Tristán Bosch, Ensayo de interpretación de la doctrina de la separación de los poderes, ed. Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1944, p. 35 y ss.
17 Gorostiaga, Norberto, Recurso extraordinario ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Buenos Aires, 1944, p. 71 y ss., cit. por Linares Quintana, Segundo V, Raíces hispánicas del constitucionalismo, Separata de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, Buenos Aires, 2001, p. 17 y ss.
18 Cfr. García de Enterría, Eduardo, Problemas de derecho público a comienzo de siglo, ed. Ci- vitas, Madrid, 2002, p. 27 y ss.
19 La trascendencia del conflicto que, durante años, enfrentó a los funcionarios del Rey con los Parlamentos que ejercían funciones judiciales fue muy grande, al igual que su duración pues abarca prácticamente desde el reinado de Luis XIV hasta el de Luis XVI inclusive.
20 Tocqueville, Alexis de, L’Ancien Régime et la Révolution, Œuvres complètes, ed. Galimard, 2ème edition, T° II, vol. 1°, Paris, 1952, p. 123 y ss.
21 Laferrière, Edouard, Traité de la jurisdiction administrative, T° I, 2° ed., Paris, 1896, especialmente ps. 10 y 139.
22 Ley 16 del 24 de agosto de 1790.
23 Benoît, Francis Paul, Le droit administratif français, ed. Dalloz, Paris, 1968, p. 282-283, apunta que “las soluciones revolucionarias constituían un retroceso considerable con relación a las del Antiguo Régimen. La disociación operada por la Monarquía entre la Administración activa, que era susceptible de ser juzgada y los cuerpos administrativos de carácter jurisdiccional, que la juzgaban, desaparecía. En adelante, la propia Administración activa era su juez: nada ilustra mejor este estado del derecho que la misma noción de «ministro- juez»” (op. cit., p. 282, parágrafo 498).
24 Con razón, Garrido Falla anotó que “Los intereses y las situaciones individuales son, en sí mismos respetables y su sacrificio ante las exigencias del interés general sólo puede producirse dentro del marco de la legalidad. En definitiva, aquí se encuentra la radical diferencia entre el Estado de Derecho subjetivista y las «garantías de legalidad», que a veces se establecen en los Estados totalitarios y de los cuales hemos tenido ejemplos que, afortunadamente, han pasado a ser históricos” (cfr. Garrido Falla, Femando, Tratado de Derecho Administrativo, vol. III, ed. Tecnos, Madrid, 2001, p. 20).
25 Fernández, Tomás Ramón, Entre el Derecho y la Política, ed. Abella, Madrid, 1987, p. 12.
26 Vgr. Perú (art. 20), Panamá (art. 188), Paraguay (art. 199), Argentina (art. 108) y Bolivia (art. 122).
27 Cfr. González Pérez, Jesús, Derecho Procesal Administrativo Mexicano, ed. Porrúa, México, 1997, p. 49.
28 Art. 43 de la Constitución Argentina y ley 16.986.
29 Soto Kloss, Eduardo, Derecho Administrativo. Bases fundamentales, T. II, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1996, p. 163 y ss.
30 Como el propio Soto Kloss lo puntualiza en un reciente artículo titulado “La responsabilidad del Estado Administración y su imprescriptibilidad en el Derecho Público”, en RAP n 311, Ediciones Rap, Buenos Aires, 2004, p. 17 y ss. La Corte Suprema de Chile considera que la acción para reclamar la responsabilidad del Estado es prescriptible, sobre la base de la aplicación de los preceptos del Código Civil de Bello. Para nosotros, como lo venimos sosteniendo desde nuestros primeros trabajos, la aplicación de los textos civiles al derecho administrativo es siempre posible mediante el procedimiento de la analogía, vid: Derecho Administrativo, T° 1,7° ed., Lexis Nexis Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2002, p. 206 y ss.
31 Cfr. Zeballos, Estanislao S., “Influencia de las instituciones visigodas en las argentinas”, en Revista de Derecho, Historia y Letras, Año XVIII, Tomo LV, Buenos Aires, 1916, p. 379, con citas del “Fuero Juzgo” que, como es sabido, constituye la recopilación del “Liber iudiciorum” (principal cuerpo legal visigótico). Este trabajo de Zeballos es la reproducción de una conferencia pronunciada por el autor en el Club Español de Buenos Aires, el 12 de octubre de 1916, con motivo de la visita de Ortega y Gasset (padre e hijo), cuya trascendencia para esa época ha sido recientemente reconocida en el libro Ortega en La Nación, de Marta M. Campomar, ed. El elefante blanco, Buenos Aires, 2003, p. 72.
32 Bielsa, Rafael, La protección constitucional y el recurso extraordinario, Buenos Aires, 1936, p. 126; Linares Quintana, Segundo V., Tratado de la Ciencia del Derecho Constitucional Argentino y Comparado, T° I, Buenos Aires, 1953, p. 35 y ss.
33 Linares Quintana, Segundo V., Raíces hispánicas del constitucionalismo, Separata de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, Buenos Aires, 2001, p. 23 y ss.
34 Op. cit., p. 33 y ss.
35 Cfr. Rodriguez Varela, Alberto, Génesis del constitucionalismo argentino, JA 1962, T. VI, sección doctrina, p. 117; Seco Villalba, José Armando, Fuentes de la Constitución Argentina, Buenos Aires, 1943, p. 218 y ss. y Matienzo, José Nicolás, Lecciones de Derecho Constitucional, Buenos Aires, 1921, ps. 415-416.
36 Véase: Cazor Aliste, Kamel, “La jurisdicción constitucional en Chile”, en Revista de Derecho, número dedicado a la Justicia Constitucional, de la Universidad Austral de Chile, Volumen XII, Santiago, 2001, p. 99 y ss. Se trata obviamente de un reducto del sistema kelseniano que si bien no traduce el judicialismo puro no plantea grandes disfuncionalidades si bien su aplicación extrema puede llegar a desnaturalizar la propia concepción de la separación de poderes al debilitar los poderes del Tribunal Supremo y provocar conflictos de competencia.
37 El criterio de la revisión judicial posterior sobre el ejercicio de funciones jurisdiccionales de la Administración se afirmó en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Argentina, aunque en forma casuista, a partir del caso “Fernández Arias” (Fallos, 247:646).
38 Una fundada crítica al carácter revisor de la jurisdicción contencioso administrativa ha hecho Tawil, Guido Santiago en Los grandes mitos del derecho administrativo, el carácter revisor de la jurisdicción contencioso administrativa, la inactividad de la administración y su fiscalización judicial, ED, 125-958.
39 Schwartz, Bernard, Administrative Law, 3° ed., Little Brown and Company, Boston, Toronto, Londres, 1991, p. 481.
40 Op. cit., p. 533.
41 En los Estados Unidos, el sistema jurisdiccional que rige los procesos judiciales en que se impugnan actos de la administración y de las agencias federales, está lejos de concebirse como un sistema de control difuso, tal como sucede en nuestro país. Se trata de un sistema bastante complejo, el cual puede sintetizarse en las siguientes reglas: a) en general, rige el principio según el cual la forma de procedimiento para la revisión judicial se encuentra determinada en los respectivos estatutos o marcos regulatorios, que prevén procedimientos especiales ante cortes federales expresamente asignadas (APA, Sección 703); b) en la mayoría de los casos, los estatutos o marcos regulatorios disponen remedios específicos “statutory revision” que importan recursos directos ante las cortes federales de apelaciones de circuito; c) asimismo, para los supuestos en que no hayan remedios específicos, sea por la inexistencia de marco regulatorio que los contenga o cuando éste no los prevea, existe la regla residual por la cual la acción judicial de revisión podrá ejercerse mediante cualquier acción legal admitida, y podrá interponerse ante los tribunales de primera instancia, contra los Estados Unidos, las agencias administrativas o contra el funcionario apropiado; d) a su vez, el USCA consagra una norma especial que atribuye jurisdicción exclusiva a las cortes federales de apelaciones de circuito para entender en la revisión judicial de los actos de numerosas administraciones y agencias taxativamente enunciadas, regla especial que prevalece sobre las anteriores (USCA, T. 28, cap. 158, see. 2342); y e) por otro lado, también puede ocurrir que el marco regulatorio específico expresamente prohiba que determinada acción de la agencia administrativa pueda ser revisada judicialmente.
42 En la Parte Primera, Capítulo II, el artículo 19 del Proyecto de Alberdi expresa que "el derecho de defensa judicial es inviolable".
43 Las garantías constitucionales constituyen medios tendientes a asegurar la protección de los derechos y afianzar la seguridad jurídica que actúan como instrumentos para contener el poder y lograr una buena administración, establecidas en el plano de las normas y principios de la Constitución Nacional y de las leyes; véase Linares, Juan Francisco, El debido proceso como garantía innominada en la Constitución Argentina, Buenos Aires, 1944, ps. 203206; Linares Quintana, Segundo V, Tratado de la Ciencia del Derecho Constitucional y Comparado, T. V, Buenos Aires, 1953-1963, p. 355. Para Carrió, cuando aludimos a las "formas dé protección de los derechos", “queremos aludir a la acepción restringida de la palabra ‘garantía’ o sea, la que se refiere a la posibilidad que tiene el titular de un derecho de poner en movimiento el aparato estatal, particularmente el jurisdiccional, a fin de que éste actúe a su servicio y lo tutele” (Cfr. Carrió, Genaro R., Recurso de amparo y técnica judicial, Buenos Aires, 1959, p. 28).
44 Vid por todos: Linares, Juan Francisco, La responsabilidad de las leyes. El “debido proceso " como garantía innominada en la Constitución Argentina, 2° ed., Buenos Aires, 1970, p. 17 y ss.
45 Bidart Campos, Germán J., Derecho Constitucional, T. 2, Buenos Aires, 1969, p. 473 y ss.
46 Fallos: 247:267; Bidart Campos, Germán J., op. cit., T. 2, ps. 499-500.
47 Artículo Io, inc. f) de la LNPA.
48 Cfr. Fernández, Tomás Ramón, “Juzgar a la administración contribuye también a administrar mejor”, en Revista de Derecho Administrativo (Argentina), N° 15/16, p. 51 y ss.
49 Canosa, Armando N., “Influencia del derecho a la tutela judicial efectiva en materia de agotamiento de la instancia administrativa”, ED, 166-988.
50 Un completo desarrollo del principio y consecuencias que derivan de la adopción del sistema judicialista puede verse en la excelente tesis doctoral de Jorge Tristán Bosch, ¿Tribunales judiciales o tribunales administrativos para juzgar a la Administración Pública?, Buenos Aires, 1951, p. 36 y ss. Según este autor la Constitución argentina de 1853 representa más que una ruptura con los antecedentes españoles, un salto adelante dentro de la línea evolutiva de las instituciones de la Metrópoli (op. cit., p. 45).
51 Linares, Juan Francisco, Lo contencioso administrativo en la justicia nacional federal, LL, T. 94, see. Doctrina, p. 919 y ss., especialmente p. 926; Gordillo Agustín A., Tratado de Derecho Administrativo, Vol. 2, Buenos Ares, 1980, p. XIX-21 y ss.
52 Fiorini, Bartolomé, ¿Qué es el contencioso?, Buenos Aires, 1965, p. 88.
53 García de Enterría, Eduardo, Hacia una nueva justicia administrativa, 2° ed., Ed. Civitas, Madrid, 1992; González Pérez, Jesús, La reforma de la legislación procesal administrativa, Madrid, 1992; Fernández, Tomás Ramón, “Sobre el carácter revisor de la jurisdicción contencioso- administrativa”, en Revista de Derecho Administrativo (1976), p. 728; Martín-Re- tortillo Baquer, Lorenzo, Antiformalismo y enjuiciamiento efectivo en el sistema de justicia constitucional, RDP 16 y 17, respectivamente, Madrid, 1982-1983, ps. 39-64 y 177-201.
54 González Pérez, Jesús, Comentarios a la ley de la jurisdicción contencioso-administrativa (Ley 29/1998 del 13 de julio), T. 1,3o ed., Madrid, 1998, p. 17.
55 Véase: Baron Alsina, Ignacio, “Mecanismos constitucionales para la impugnación de las resoluciones emanadas de la Comisión Resolutiva Antimonopolio”, en Revista Chilena de Derecho, vol. 30, n°3, Santiago, 2003, p. 451 y ss.
56 Soto Kloss, Eduardo, El Recurso de Protección. Orígenes, Doctrina y Jurisprudencia. Editorial Jurídica de Chile, p. 12, Santiago, 1982.
57 Sobre las diferentes clases de medidas cautelares y sus presupuestos véase: Gallegos Fedriani, Pablo, Las medidas cautelares contra la Administración Pública, ed. Abaco de Rodolfo Depalma, Buenos Aires, 2002, p. 119 y ss.; Comadira, Julio R., “Las medidas cautelares en el proceso administrativo”, LL 1994-C-699; Soria, Daniel F., “La medida cautelar positiva en el proceso administrativo”, ED ps. 1115 y ss.; y nuestro trabajo “Las medidas cautelares en el contencioso administrativo”, LL 2001-B-1090 a 1104.
58 Vid: González Pérez, Jesús, Derecho Procesal Administrativo, con prólogo de Jaime Guasp, 2° ed.,T° I, ed. Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1964, p. 45 y ss. y en las obras posteriores; véase: Comentarios… cit, 2 tomos, 3o ed., Madrid, 1998, p. 15 y ss.
59 Consagrado en el art. 42 de la CN.
60 Cfr. Sagués, Nestor Pedro, Derecho Procesal Constitucional, T° I, ed. Astrea, Buenos Aires, 1992, ps. 106-109; Vanossi, Jorge Reynaldo, Teoría Constitucional, T° II, ed. Depalma, Buenos Aires, 1976, p. 354 y ss.
61 En las causas “José Chiaparrone”, “Norberto J. Vázquez” y “Corina Pinedo” y otros resueltos por la Corte Suprema de Justicia de la Nación (Fallos, 149:126; 254-437; 263:297; 308490, etc.).
62 Cfr. Quiroga Lavié, Humberto, Derecho Constitucional, ed. Cooperadora de Derecho y Ciencias Sociales, Buenos Aires, 1978, p. 478, Sagués, Néstor Pedro, op. cit., p. 107.
63 Art. 117 de la CN.
64 APA, Sección 703.
65 USCA, T. 28, cap. 158, see. 2342.
66 En este último punto, como afirma Schwartz, “sería conveniente seguir los pasos del Alto tribunal inglés… que ha sentenciado que aún una fuerte cláusula de preclusión no puede impedir la revisión de las determinaciones de las agencias. La separación de poderes y el debido proceso no permiten que una agencia pueda protegerse de la revisión judicial”. (Schwartz, Bernard, Administrative Law, 3° ed., Little, Brown and Company, Boston, Toronto, Londres, 1991, p. 481).
67 Actualmente, el fuero especializado en el orden federal sólo se encuentra organizado en la Capital Federal.
68 Eslíe Seminario, organizado por la Facultad de Derecho de la Universität de Barcelona, se realizó el día 15 de noviembre de 2002.
69 En tal sentido, cabe recordar que Bosch sostuvo que en la realidad de nuestro sistema procesal administrativo se sustituyó un judicialismo rígido por un judicialismo atenuado (op. cit., p. 104). Al respecto, hay dos valiosos trabajos aún no publicados: Coviello, Pedro José Jorge, '‘¿Qué es la jurisdicción primaria? Su aplicación a nuestro ordenamiento”, en Derecho Procesal Administrativo, libro en Homenaje a Jesús González Pérez, Cassagne, Juan Carlos (dir.), T. I, ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2004, p. 241 y ss.; y Bianchi, Alberto B., “El control judicial de la Administración Pública. La llamada doctrina de la deferencia”, Derecho Procesal Administrativo, libro en Homenaje a Jesús González Pérez, Cassagne, Juan Carlos (dir.), T. I, cit., p. 183 y ss.
70 García Pullés, Femando R., Acumulación de procesos o procesos de clase, ed. Ad Hoc, Buenos Aires, 2002, ps. 79 y ss.
71 Un criterio amplio a favor de la intervención del Defensor del Pueblo sostiene Pérez Cortés, Maria Jeanneret de, “Las partes en el proceso administrativo en el orden nacional. La legitimación procesal”, punto 5, Conferencia pronunciada en la Universidad Austral (en prensa).
72 Fernández, Tomás Ramón, De la arbitrariedad de la Administración, ed. Civitas, Madrid, 1994, especialmente p. 81 y ss.
73 Un buen análisis de esta problemática ha efectuado Tawil, Guido Santiago en el libro Administración y Justicia, ed. Depalma, Buenos Aires, 1993, T° I, ps. 154 y ss. y T° II, ps. 170 y ss.
74 Sobre el tema puede consultarse el lúcido trabajo de Pedro Aberastury, Ejecución de sentencias contra el Estado, con prólogo de uno de los grandes juristas como es Jorge A. Sáenz, Buenos Aires, 2001, ps. 25 y ss.
75 Perrino, Pablo E. - Tribiño, Carlos R. sostienen que, en el orden federal, a diferencia de la Provincia de Buenos Aires, tanto la regulación del fuero como las normas sobre la materia contencioso-administrativa pertenecen al resorte del legislativo (Cfr. La justicia contencioso-administrativa en la Provincia de Buenos Aires, ed. Depalma, Buenos Aires, 1995, p. 5).
76 Maital, Héctor A., Control judicial de la Administración Pública, T° I, ed. Depalma, Buenos Aires, 1984, ps. 106-107, quien señala que ello constituiría una europeización de nuestro derecho administrativo. Sin perjuicio de que la influencia de los derechos europeos, últimamente del español, constituye una realidad de nuestro derecho procesal administrativo, aún frente a la inexistencia de un Código o Ley general de la jurisdicción administrativa, el vaticinio formulado hace veinte años por este autor, en el sentido de que ello provocará una disminución de los poderes de los jueces frente a la Administración, lejos de cumplirse, resulta contradicho por la evolución operada en la jurisprudencia. En efecto, hay muchos que piensan que estamos ante la situación definida como gobierno de los jueces, superior al existente en el derecho norteamericano. Sobre el gobierno de los jueces en dicho derecho puede verse el clásico trabajo de Alberto M. Justo, en LL T° 7, p. 1, sección doctrina que contiene los puntos de vista expuestos por el Profesor Jacques Lambert en una conferencia pronunciada en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, en el año 1937.
77 Vid: González Pérez, Jesús, Hacia un Código procesal administrativo modelo para Iberoamérica, Conferencia pronunciada en las VII Jomadas Hispano Argentinas de Derecho Administrativo, llevadas a cabo en Salta (Argentina), en el mes de junio de 2004.
Farith Simon.- Profesor del Colegio de la Universidad San Francisco de Quito; Master en Derechos de la Infancia en la Universidad Internacional de Andalucía. Profesor invitado de la Universidad Andrés Bello de Venezuela.
Alejandro Ponce Villacís.- Profesor de Derechos Humanos en el Colegio de Jurisprudencia de la Universidad San Francisco de Quito; maestría en estudios legales internacionales de la American University, Washington D.C. Miembro de la Academia Ecuatoriana de Derecho Constitucional.
Reinaldo Botero Bedoya.- Ha sido director del Programa Presidencial de Promoción, Respeto y Garantía de los Derechos Humanos en Colombia, investigador de la Comisión Andina de Juristas, y asesor de la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, entre otros cargos.
Jorge Vásquez.- Profesor de Introducción al Derecho Laboral y Derecho Laboral Colectivo en el Colegio de Jurisprudencia de la Universidad San Francisco de Quito, abogado en libre ejercicio profesional; autor de “Derecho Laboral Ecuatoriano”.
Marta Gonzalo Quiroga.- Catedrática e investigadora española, Profesora Titular Interina de Derecho Internacional Privado, Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.
Jaime Rodríguez-Arana Muñoz.- El profesor Rodríguez-Arana, reputado tratadista en materia administrativa, es Catedrático de Derecho Administrativo y Presidente de la Asociación Española de Ciencias Administrativas.
Richard Ortíz Ortíz.- Doctor en Jurisprudencia por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador; profesor invitado de la Escuela Superior para Ciencias Administrativas de Kehl, Alemania; estudios de ciencia política, derecho público y sociología en la Universidad de Heidelberg; candidato a doctor en ciencia política.
Hernán Salgado Pesantes.- El profesor Salgado ha sido catedrático de Derecho Constitucional en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y su Decano, ex Magistrado del Tribunal Constitucional y ex Presidente y Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos de San José de Costa Rica.
Sebastián Albuja.- Abogado del Colegio de Jurisprudencia de la Universidad San Francisco de Quito; en la actualidad está trabajando en la obtención de su PH.D en Boston, como becario Fullbright.
Fernando de Trazegnies.- Profesor Principal de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Miembro de Número de la Academia Nacional de la Historia (Perú), Miembro del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano, Miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia (España), Miembro correspondiente de la Academia Nacional de la Historia (Argentina), Miembro correspondiente del Instituto de Investigaciones en Historia del Derecho (Argentina).
Juan Carlos Cassagne.- Reconocido tratadista internacional, profesor de la Universidad de Buenos Aires, director de la Revista de Derecho Administrativo, miembro de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires y de la Academia Interamericana de Derecho Internacional y Comparado, entre otras distinciones académicas.