Fabián Corral B
El conquistador y cronista español Pedro Cieza de León, en La Crónica del Perú de mediados del siglo XVI, dice que ella fue escrita …al ver que en todas partes por donde yo andaba ninguno se ocupaba de escribir nada de lo que pasaba. Y que el tiempo consume la memoria de las cosas, de tal manera que, si no es por rastros y vías exquisitas, en lo venidero no se sabe con verdadera noticia lo que pasó.1
Memorias y noticias. Y también mucha fantasía medieval y caballeresca, mucha mitología e imaginación, constituyen los hilos arguméntales de esa sui géneris especie de periodismo-testimonio que se inauguró con la conquista de América y que se conoce como Las Crónicas de Indias, que son el principio de una historia, en la versión de los vencedores, cuyo contraste y complemento necesario está en la visión de los vencidos, con textos como la incomparable Crónica de Buen Gobierno, de Guamán Poma de Ayala o en los testimonios vividos y dramáticos de los informantes del padre Sahagún.
Pero más allá de historias de vencedores y vencidos, de cuyos dramas nació América Latina, resulta paradójico y tal vez extraño que un párrafo escrito hace quinientos años, en medio de los fragores de la lucha con las huestes incaicas, salvada del olvido de entre los miles de legajos de esos tiempos, llegue al siglo XXI cargada con la frescura de las ideas que siguen inquietando al periodismo moderno: su misión de ser el registro de lo cotidiano, de lo coyuntural y también de lo permanente, porque, como Cieza decía, el tiempo consume la memoria de las cosas…, y además, convertirse en un testimonio objetivo de lo que el conquistador llamó la verdadera noticia de lo que pasó. Así, pues, memoria y verdad, testimonio y permanencia, podrían ser, y de hecho son, dos de los referentes de esta tarea apasionante y compleja que es escribir en los diarios y, por cierto, manejar una materia prima que está constituida por este dramático y, con frecuencia, doloroso amasijo de hechos, versiones, supuestos y sorpresas que se llama la noticia.
Podría decirse que las notas de prensa, sus reportajes y opiniones, nacen y mueren con la coyuntura, que esa es su circunstancia y su condena, y que por eso se evapora velozmente la frescura de una edición, que a las cinco de la tarde ya parece papel viejo, o como la gente dice, periódico de ayer. Pero esa es una apresurada e incompleta conclusión. En realidad, el periodismo serio ayuda a construir la memoria colectiva y contribuye a perfilar la conciencia de la comunidad, y eso implica, necesariamente, rebasar lo coyuntural. Por eso, en el escenario hipotético de un país sin diarios, o de un mundo sin medios, constataríamos que semejante amputación le dejaría a la sociedad minusválida, desprovista no solo de materia informativa, sino de los referentes esenciales para pensar, criticar, crear y sustentar una forma de ver el mundo.
Así, pues, memoria, imaginario colectivo, conciencia del pasado e intuiciones sobre el futuro constituyen parte de los grandes temas que al periodismo le atañen y que del periodismo salen. Pero semejantes tareas necesitan siempre de la calificación ética que fluye de la veracidad, valor que es uno de los asuntos de los que me interesa hablar con ustedes, porque a pesar de la expansión de las capacidades tecnológicas y de la posibilidad de llegar con la información y la opinión al último rincón del universo, a pesar de eso que se llama la aldea global, las guerras en que el mundo se ha embarcado recientemente y toda la parafemalia construida en tomo a ellas, han dejado evidencias suficientes de que la veracidad puede ser suplantada por la propaganda, y que la noticia -su presentación e interpretación, sus sesgos- pueden ser factores con que cuentan, como ficha fundamental en su ajedrez geopolítico, los poderosos del mundo, de todas las vertientes ideológicas y de todas las confesiones religiosas. Porque la noticia no está exenta del contagio de los fundamentalismos, incluso cuando expresa el horror de la muerte.
La veracidad, es decir, la coincidencia esencial entre los hechos y la palabra que los expresa, la articulación de los textos con los límites y contenidos de la realidad, son condiciones necesarias para que la prensa se empape de legitimidad. Sí, de legitimidad y de autenticidad. Porque, señores, de lo que se trata es de que el oficio de informar y de crear opinión pública se someta a lo único a lo que puede y debe someterse: a la ética. La ventaja, en tal caso, es que la exigencia nace de los propios medios y de sus principios, y no de poderes o factores externos. La desventaja es que las disciplinas interiores son mucho más difíciles de practicar que las que vienen desde la autoridad o la ley. Lo que premia el esfuerzo de ser íntegros en el oficio es la credibilidad, la adhesión de lectores que confían en su periódico y que siguen como la sombra al cuerpo a sus editorialistas, columnistas y reporteros.
Esto nos lleva a algo más complejo: la lealtad que los medios le deben a sus lectores, que no significa hacer prensa calculando el primario apetito del público. Cuando se hace reportería, o escribe una noticia o una nota editorial, se cumple la mitad de la tarea. La otra le corresponde al lector, quien se formará opinión y tomará decisiones importantes sobre lo que el diario dice. De allí que lo que se entrega a quienes leen deba obedecer a rigores éticos que enmarquen con exactitud lo que se informa y cómo se informa; lo que se dice y cómo se dice.
Escribir es entablar un diálogo sui géneris en la soledad de la escritura, por eso, quien escribe debe pensar siempre en el que lee. El lector es el reto, el destinatario y el tribunal. En él vive el artículo, el ensayo o la noticia, y no es necesario que siempre lo sea a gusto; a veces, lo escrito debe vivir en el lector a disgusto, a su pesar, suscitando su discrepancia y su debate. Pero mejor si se coincide con el lector, si se le ayuda a descubrir los ángulos de la verdad, si se aporta al análisis y se arroja un poco de luz sobre los confusos laberintos en que la vida nos mete.
El lector cuenta con la información que la televisión, la radio, la prensa o la internet le proporcionan. En esa medida, los medios tienen una especie de monopolio de hecho en la provisión de elementos de juicio a los ciudadanos, porque no hay otra manera de que ellos estén informados, no hay método alternativo, porque incluso lo que dice el poder político pasa por los medios, se publica en ellos o merece su juicio y su opinión, que finalmente es lo que la gente valora y en lo que mayoritariamente cree. Se puede elegir entre varios medios o entre varios diarios, pero no fuera de los medios ni de los diarios. Esa posibilidad no existe. Por lo mismo, la comunidad depende en el ejercicio de su derecho a la información de lo que los medios le ofrecen, y precisamente de esa dependencia incuestionable nace la responsabilidad de manejar con gran calidad ética tanto el material informativo como las consideraciones que suscita.
Ese monopolio de hecho en el procesamiento y difusión de la noticia o del análisis, implica, por supuesto, graves responsabilidades, más que ante la Ley, ante los principios que deben inspirar la tarea periodística. Uno de ellos, la lealtad para con los lectores y el deber de fidelidad, no a causas políticas ni a compromisos ideológicos, sino hacia la verdad que esperan cada mañana los millones de individuos que antes de su desayuno miran, escuchan o leen lo que los medios traen, y la forma cómo presentan lo que ocurre en el mundo. Estar incursos en ese monopolio de hecho de la información, plantea un duro desafío y obliga a ejercer con más rigor la libertad de prensa y las obligaciones implícitas en la tarea de formar opinión.
Yo he planteado en mi país y en el Diario El Comercio de Quito, en el que escribo y de cuyo Consejo Editorial soy parte, lo que llamo La autocrítica del columnista, que podría extenderse a la autocrítica del periodista, porque la prensa no puede permitirse el lujo ni puede incurrir en el error de escapar a lo que para los demás propicia: la crítica. Y como columnista yo me he dicho: A veces, cuando escribo -entre la batalla con la palabra y el forcejeo por encontrar tema- me pregunto cuáles son los deberes que justifican el privilegio que tengo de meterme, a través de la columna, en la intimidad de los que leen. ¿ Por qué puedo opinar, juzgar los hechos y a la gente, dictar sentencia y ejercer el sutil pero eficaz poder que da la prensa? ¿Es legítimo hacer de la columna una rutina, tal vez un espacio para exhibir la vanidad, o una excusa para llevar la soberbia sobre el pecho? ¿O es comprometida y difícil tarea de buscar y encontrar un ápice de verdad en el pajar de la confusión universal y compartirla con el anónimo lector? Me he dicho también, "Hace rato ronda en mí la tentación de hacer una autocrítica del columnista, de someter a prueba mis derechos contrastándolos con mis obligaciones; de hablar de la libertad de opinión, pero desde el punto de vista de la responsabilidad por esa opinión. Esa tentación se fortalece cuando al escribir imagino al hipotético lector abrumado por el negativismo habitual que destilan las columnas, atosigado por la política, escéptico ante tanto disparate que envenena la vida pública, frustrado en la búsqueda de alguna claridad2
Pues bien, esa autocrítica impone que pensemos en que la información y la opinión -que son los dos hilos arguméntales de la prensa- consideren que la lealtad ante los lectores no solo supone la sujeción a los límites de la realidad -que en definitiva es la materia prima de la noticia- sino que ella entraña, además, un juicio de valor respecto de su importancia, de lo cual depende la ubicación, el titular, la extensión, la oportunidad y la precisión de la nota.
Aquí cabe una consideración sobre la ansiedad que suscita la primicia y la obsesión por el titular y la primera plana, temas en los cuales juega una lógica competitiva, un razonamiento de mercado -quién llega primero y cómo impacta en el público lector- que debe mirarse con cuidado. No propongo que la prensa ignore absolutamente a esas lógicas, pero sí que las considere frente al lector. Que, en función de la objetividad, y no de la espectacularidad, se midan sus efectos, porque, al menos en mí país, con frecuencia, el titular es la noticia, y para numerosas personas allí se agota la información, ya que no se lee más que el titular y a veces el recuadro, o se lee la nota con el pre condicionamiento que genera la impresión inicial provocada por lo que la primera página despliega. Esa angustia por la primicia y la lógica del titular, que son temas presentes en todas las salas de redacción del mundo, escapan, a veces a la reflexión crítica, cuando lo que se requiere es, precisamente, autocrítica, porque si vamos a decir que en el mundo de la prensa las cosas van sobre ruedas, sobrarían la reflexión, los debates y los foros como este. No haría falta pensamiento. Solamente sería preciso cultivar la satisfecha vanidad. Y de eso no se trata, ciertamente.
La angustia por la primicia y la lógica del titular de primera plana pueden afectar a la objetividad. No estoy pensando en el extremo de que primicia y gran titular induzcan a evidente error. Aun cuando no se incurra en ello, esas dos lógicas determinan la forma de presentar la noticia, afectan a su valoración y a la jerarquización de su importancia frente a otras. Y allí es fácil incurrir en la espectacularidad, es decir, en la escenificación de la realidad en función de las exigencias de lo que se presume compra el público. Pero, ¿es legítimo darle al público sólo lo que quiere y en la forma en que quiere?, ¿es legítimo guiarse por el sondeo y obedecer solamente a sus preceptos, o la prensa puede y debe orientar incluso a contracorriente de los que la masa espera?
Las políticas y los principios que preceden la vida y las tareas de los diarios, no pueden estar determinados por lo que los departamentos de mercadeo opinen. La política informativa no puede estar inducida de tal forma, ya que un diario no es solamente una empresa comercial sometida a las tiranías y a las demandas del mercado. Es ante todo un proyecto, una sensibilidad organizada alrededor de ciertos ideales que preceden los estudios de mercadeo. Por eso, y a pesar de remar a contracorriente, el proyecto editorial debe estar por delante de las urgencias de ventas y de las estrategias meramente comerciales. El éxito publicitario es una consecuencia de lo que son los medios con sentido editorial. No su razón de ser3
El periodismo es una forma de apreciar la realidad, un modo sistemático de ver al mundo, al poder, a la sociedad y a sus procesos. Es la ventana a través de la cual nos llega el bullicio universal, que no solo está conformado por episodios cortados, inconexos e ilógicos, por chispazos espectaculares. No. Ese bullicio universal del que se ocupa la prensa tiene, además de episodios resonantes que no se pueden ignorar, procesos, lógicas, constantes, que la prensa debe seguir, establecer y encontrar. Y sobre los cuales hay que reflexionar. Esta es otra obligación frente al público, y no se diga que esa es tarea de sociólogos, historiadores o antropólogos. No. En nuestro tiempo y en nuestros países, aquello tiene tanta urgencia como la noticia, claro que demanda más esfuerzo y horizontes más amplios. Esa urgencia viene del hecho de que la necesidad informativa implica también una comprensión estructural de los hechos, implica descubrir el hilo que teje y que enhebra lo de cada día. La guerra de Irak tiene una lógica, una especie de trama. Solamente estableciéndola se entenderá integralmente el episodio que trae la prensa. El terrorismo obedece a ciertas lógicas, no se reduce al episodio sangriento. Tras él hay razones que son parte de la noticia. Por eso, más allá de registrar la tragedia, hay que darse modos y tiempo para encontrar los secretos que el episodio oculta, sus razones y sin razones.
Instalarse únicamente en lo cotidiano -y a veces en lo espectacular- son tentaciones presentes en el quehacer de todos los medios. Ello lleva a la fragmentación de las visiones y a la confusión de los receptores de la noticia. En mi país, la vertiginosa generación de hechos políticos, la sucesión y sustitución de escándalos por escándalos, la persistente ideología de estrellato y escenario que reina en muchos órdenes de la vida, y la falta de reflexión sobre los procesos que explican tales acontecimientos, está llevando a un cierto cinismo peligroso: la gente está asumiendo que la vida es así, y, en lo relativo al poder, a concluir que ese es tema de los políticos, de modo que va desapareciendo hasta la capacidad de asombro y se va neutralizando la vocación participativa esencial para la democracia.
La frecuencia de hechos inusuales que copan las páginas de los diarios y las pantallas de la televisión, termina habituando al público a lo insólito. Claro que eso no es atribuible exclusivamente a la prensa, porque muchas veces es el poder político el que marca semejante lógica, es el protagonista en ese escenario mediático en que se ha convertido el poder, pero, precisamente por eso, la prensa debería ser. Extremadamente crítica y rigurosa en el reflejo de tales asuntos, cuidando que sus estilos no acentúen los aires ni las formas del espectáculo que vienen del poder y de sus cortesanos.
En mi opinión, aquello ocurre, además, porque al vértigo noticioso no siempre se suma el esfuerzo por descubrir el hilo conductor de un sistema político deficiente, de una institucionalidad que no acaba de armar a las repúblicas. Lo que produce ese estilo de registrar simplemente los hechos, sin dotarle a la comunidad de pistas para comprender lo que ocurre, es una saturación noticiosa que está conduciendo, conjuntamente con otros factores, a la indiferencia y al endurecimiento de la sensibilidad cívica. A la prensa le corresponde propiciar la comprensión del contexto en el que se desarrollan los hechos, es decir, contribuir a rescatar la claridad y la lucidez y, si se quiere, a inaugurar las habilidades para seguir con alguna lógica los rumbos y las derivas de la noticia en el paisaje general de la política, de la economía o de la globalización.
Recordemos, por otra parte, que los hechos le llegan al ciudadano a través de la prensa -ella los eleva a la categoría de noticia', más aún, si no son noticia, no existen, esto es, no son evidentes, porque no se ven, de manera que las reacciones frente a esos fenómenos tienen relación con las políticas editoriales y las formas que emplean los medios, que si bien no producen los hechos, sin embargo, los llevan a la comunidad, los calibran, jerarquizan, valoran y titulan. Como es obvio, la gente juzga sobre lo que lee, mira o escucha, es decir, piensa y actúa sobre el hecho convertido en crónica, titular o comentario. Las percepciones y las reacciones pasan por lo que los medios le dan, es decir, por la forma en que se presentan las noticias, por la trascendencia que se les atribuye, por el espacio que se les concede y por la frecuencia e insistencia a la que queda sometido un acontecimiento. En el Ecuador, y creo que en buena parte de América Latina, cuando se trata de afirmar la incuestionable certeza de un hecho o de la forma de interpretarlo, la gente dice, como recurso final e inapelable, está en el periódico. Eso quiere decir, no se discute más. Es que en el mundo de hoy los medios son una especie de instancia superior de la verdad.
Hacer de la noticia dato austero y objetivo, construir posibilidades para mirar los horizontes y descubrir los procesos, son tareas vinculadas con la seriedad periodística. Y lo son más las tareas de comentar, opinar, analizar, porque ellas tienen siempre una carga de subjetividad de la que es casi imposible desprenderse. Conspiran contra esto aquellas prácticas que, en competencia con los estilos de la televisión, apuestan exclusivamente al entretenimiento del televidente o del lector. En esos casos, la noticia se convierte en frívola oportunidad de distraer, se olvidan las tareas de descubrir procesos y analizarlos. Y el espectáculo es asunto de entretenimiento, no de comprensión.
En esa lógica, resulta interesante destacar que ahora, con cierta frecuencia, es tema de primera plana que prevalece sobre cualquier otro, el resultado de un partido de fútbol, o del último campeonato de tenis y hasta los episodios del jet set internacional. Es que la lógica del entretenimiento, con toda su frivolidad a cuestas que proviene fundamentalmente de la televisión, está marcando los estilos y, por cierto, le va quitando espacio a la crítica y pesando sobre la valoración y la jerarquización de las noticias. No se trata de negar la existencia de la noticia deportiva, lo que ocurre es que se llega a privilegiarla sistemáticamente, incluso por sobre otros asuntos de evidente trascendencia para la comunidad.
La banalización es un fantasma que actúa sobre los medios, porque ese estilo se contagia a otros aspectos de la noticia, de análisis y del editorial. Estamos ahítos de espectacularidad y el espectáculo hace de la realidad una ficción, la llena de oropeles, tapa los rostros con máscaras, desvía la atención de lo esencial a lo accidental. El problema rebasa ciertamente las responsabilidades de los medios, pero no les exculpa cuando caen en esos estilos.
Lo banal domina a la televisión, por eso toda suerte de reality shows ganan espacio en ese medio. Prospera en los telediarios, al menos de mi país, la rápida y, al parecer, irremediable transformación de los presentadores de noticias en estrellas de la pantalla, cuyas figuras, estilos y desplantes son parte importante de los índices de sintonía. En esa medida, la entrevista se ha transformado en una especie de pugilato por dominar en los pocos minutos que dura el coloquio y cuyo vencedor es siempre el anfitrión que impone los temas, las reglas, el tiempo y que concede o no la palabra al entrevistado, que a veces hace el papel de testigo de lo que el entrevistador dice, admite o niega. Todo ello porque la información y la construcción de la opinión se están empapando de los estilos y de los comportamientos propios de la escena. La teatralidad nos acosa desde la seis de la mañana hasta las doce de la noche en que cierra el último noticiero de la televisión. Y eso es contagioso, cuando no hay la suficiente autocrítica respecto de la función, utilidad y marcos fundamentales que deben rodear a lo noticieros, menos aún de lo que debería inspirar a los espacios de entrevistas. Como decía Pierre Bourdieu, en un mundo dominado por el temor a ser aburrido, prospera el afán por divertir a cualquier precio, 4
Los sistemas políticos tienen que ver con la información y son dependientes de la opinión pública, más aún cuando el poder nace del voto. La democracia se va contaminando de demagogia, de populismo, de teatralidad. Por eso en América Latina en la política triunfan los cantantes, los cómicos, las estrellas del deporte, los presentadores de televisión, o los dirigentes de los partidos que adoptan estilos de opereta. Los diputados hacen discursos no para exponer sus puntos de vista con racionalidad, ni para enmarcar el debate en el rigor de un razonamiento. No. Hacen sus discursos bajo el supuesto de que el público les mira, de allí su tono y su estilo, sus frecuentes denuncias, que por su reiteración caen bajo la sospecha de que no se busca reivindicar la ética pública sino ganar o mantener un espacio manipulando el escándalo o, al menos, sobredimensionándolo. El problema es que la espectacularidad política se expresa o encuentra eco y se multiplica como en un juego de espejos en los medios que, aunque no generen el espectáculo, lo reproducen ya que se lo plantea como noticia. El tema se vuelve más complejo desde que la televisión marca las pautas de la opinión, desplazando a la prensa escrita del centro de la formación de conceptos. Giovanni Sartori en su polémico, pero lúcido libro Homo Videns, dice…cuando la opinión pública se plasmaba fundamentalmente en los periódicos, el equilibrio entre opinión autónoma y opiniones hete romanas (he- terodirigidas) estaba garantizado por la existencia de una prensa libre y múltiple, que representaba a muchas voces. La aparición de la radio no alteró sustancialmente este equilibrio. El problema surgió con la televisión, en la medida en que el acto de ver suplantó al acto de discurrir.5
Además, en la democracia de la opinión pública, 6, los dirigentes son esclavos y víctimas de los sondeos. Ellos son el catecismo que marca sus conductas, ellos dirigen sus acciones e inducen sus discursos. La falacia de lo popular sacrifica la racionalidad administrativa y empuja a aventuras que ponen en riesgo la estabilidad económica y la fortaleza institucional. En buena medida, las campañas electorales en nuestros países son estrategias mercantiles mentirosas, dirigidas a captar el voto de los ciudadanos ofreciendo cualquier producto. En ellas se dice lo que se sabe imposible. No importa, porque el asunto es triunfar en un proceso de encantamiento al pueblo. Otra cosa es gobernar con la agenda de la realidad y no con la de la oferta electoral. El tránsito entre la euforia de la campaña inspirada en los consejos del marketing y los grises colores de la realidad, cuando se llega al poder, se camufla usando la teoría de la culpa ajena, esto es, la justificación por la imputación de responsabilidades al otro, ya sea el antecesor en el poder, la oposición, los organismos multilaterales de crédito o el Fondo Monetario Internacional.
Esto tiene relación con lo que digo sobre la prensa, porque ella se ve enfrentada a un fundamental dilema: cuestionar, desnudar la espectacularidad política y poner en evidencia sus falacias; hacerse de la vista gorda, o hacerse eco de ella, reproducirla, hacer noticia de cada episodio que el populismo marca. Lo que a veces ocurre es que, a título de noticia, se registra exclusivamente el espectáculo, las formas, el discurso. O la denuncia, que se ha convertido en uno de los referentes fundamentales de la vida pública. Hay que denunciar, por supuesto, porque la corrupción es un mal y la tarea no es encubrir, pero el riesgo está en convertir a la lógica de la denuncia en el eje exclusivo de la prensa o en tema recurrente del comentario. Respecto de la denuncia hay que hacer una crítica que oriente a la opinión y que dote de elementos de juicio a los ciudadanos, de lo contrario, sucede que hasta la denuncia se devalúa, como ha ocurrido con la vida pública, con el cargo burocrático y con las funciones del Estado, en las que en América Latina ya no se cree.
Al decir de Pierre Bourdieu, La búsqueda de la diversión tiende, sin que haya necesidad de desearlo explícitamente, a desviar la atención hacia un espectáculo (o un escándalo) cada vez que la vida política hace que surja una cuestión importante pero de apariencia fastidiosa, o, más sutilmente, a reducir lo que se suele llamar la “actualidad” a una rapsodia de acontecimientos divertidos, a menudo situados, como en el caso ejemplar del juicio de O. J. Simpson, a medio camino entre el suceso y el show, a una sucesión sin pies ni cabeza de acontecimientos carentes de proporción yuxtapuestos por las casualidades de la coincidencia cronológica…1
Una prensa acrítica sobre los fenómenos políticos, o enganchada con aquello de que a la gente hay que darle lo que quiere y decirle lo que halaga su curiosidad, alimenta el populismo y somete a democracia a la presión apresurada, provisional, precaria de la siempre cambiante opinión que se registra en los sondeos, que expresan las ideas elementales que tiene un público que se alimenta de lo que los medios le proporcionan; se forman criterios o percepciones leyendo los titulares y las crónicas o escuchando lo que los telediarios dicen, generando así un complejo círculo vicioso.
La lógica del espectáculo, la banalidad, invade casi todos los ámbitos de la vida actual, y aunque la prensa no la genere, debe contar con ella como un riesgo a sortear en el trabajo cotidiano. Lo preocupante es que semejante ideología está transformando al pueblo en público. El populismo, que es una patología de la democracia, conduce a eso. Pero el populismo sin capacidad de comunicación no existe. Antes, como decía un caudillo ecuatoriano, basta un balcón en cada pueblo para llegar al poder, porque el balcón obraba como el púlpito del político. Hoy hace falta estar en los medios, existir en los titulares, y especialmente ser visto en las pantallas. El púlpito se trasladó a aquello de ser noticia
o, mejor, a estar en la pantalla. Walter Cronkite, hombre clave de la CBS, en La Vida de un Reportero, decía, refiriéndose a la televisión,… los telediarios agitan al público para aumentar la audiencia. La televisión no puede ser la única fuente de noticias, no está preparada para ello. Los falsos debates televisivos, los eslóganes, los anuncios publicitanos, los foto-flash, todo eso transforma la política en teatro.1. Por su parte, Ignacio Ramonet dice “Las leyes del espectáculo y de la puesta en escena han ocupado el lugar más importante y conmocionado las relaciones con la realidad y con la verdad’8
La contaminación de la democracia por el populismo es un hecho predominante singularmente en los países en desarrollo, tema que la prensa no puede ignorar. La clave está en el hecho de que el pueblo ya no es el sujeto activo de la política, el soberano, el actor de quien dependía la legitimidad del mando. El pueblo, en nuestros países, ya no es el protagonista respetable cuyas definiciones marcaban el porvenir de un país. El pueblo ahora es simple público, esto es, masa inorgánica que asiste a un espectáculo, ente pasivo sobre el que obra la propaganda, grupo valorado con el criterio de clientela, consumidor de discursos, masa que ríe, llora o protesta, según los primarios instintos que desata el circo.
Esta transformación de pueblo en público explica por qué los factores determinantes en la conquista del poder ya no son los programas de gobierno ni las doctrinas. Lo fundamental ahora son las consideraciones mercantiles de la política, la capacidad de seducción basada en ofertas, gestos y sonrisas. Las lógicas del mercado han destronado a las lógicas de la política. Las lógicas del mercado son también la gran tentación de la prensa, que por cierto no está inmune a los efectos de esta transformación de pueblo en público. Una cosa es informar sobre temas políticos a ciudadanos y otra incidir sobre un público ávido de denuncias o simplemente de discursos que le distraen de la complicada cotidianidad y que finalmente perfilan una opinión sobre la realidad que se expresará al momento de votar, de juzgar o de propiciar un paro. Allí está lo que yo llamaría la implícita función política de la información.
La forma de presentar y de expresar inciden en la gente, sin que ello signifique que un determinado periódico busque conscientemente inducir la conducta respecto de una determinada propuesta. Esa inducción se produce sin querer y a veces como efecto no buscado por el medio, porque el ciudadano que todos los días lee los diarios o mira las pantallas saturadas de espectáculo político, o determinadas por la dictadura de la primicia, sin resquicios válidos para la reflexión racional, obra como espectador, ordena sus proyectos en función de lo que mira, y desarrolla un apetito por lo extraordinario, una voracidad por lo espectacular. Y lo espectacular en política forma parte esencial del populismo.
Entonces, cuando se privilegia lo espectacular en la información, e incluso en la opinión, se está induciendo aunque fuese inconscientemente a que los comportamientos de la gente no sean los de un pueblo responsable de sus deberes, sino los de un público que se cree asistido de todos los derechos, y el principal, el de recibir satisfacción cotidiana a su voracidad chismográfica y a alimentar sus inclinaciones por lo que presenta la tarima.
Alexis de Tocqueville ya advirtió en La Democracia en América, hace ciento setenta años, que uno de los peligros que enfrentarían los sistemas republicanos sería el imperio soberano de la opinión pública, convertida en una especie de presión inmensa de la mentalidad de todos sobre la inteligencia de cada cual. Tocqueville advirtió, al examinar el sistema político norteamericano, que ese anónimo y todopoderoso personaje colectivo se apropiaría de los mecanismos de la democracia y determinaría la conciencia, la libertad y los sentimientos de los ciudadanos. El individuo está dispuesto a reconocer que está equivocado, cuando la mayoría lo afirma, dice Tocqueville, quien llegó a sostener que…la fe en la opinión pública se convertirá en una especie de religión en la que la mayoría será el profeta.9
La opinión pública se ha transformado en el gran mito y tabú de nuestro tiempo. A ella se remiten ideologías y doctrinas cuando dudan de su propia eficacia dialéctica. A ella apela el político como la instancia final de sus razones. Ella es la fuente de la nueva legitimidad que proviene no de los votos sino de los sondeos, las encuestas y las mediciones de popularidad. La opinión pública es una especie de gurú etéreo que vigila las conciencias, modifica los valores, construye nuevas éticas, marca el destino de personajes y alimenta los egos que nacen del papel y de las pantallas.
Como la política, la opinión pública se desconecta en ocasiones de la realidad y hace de la metáfora la verdad. La opinión pública es el aire de las sociedades modernas. Sin embargo, no siempre es la expresión de las densas realidades en que ellas transitan. A veces, a partir de la opinión pública, se construye un mundo de ideales y bambalinas y se refugia en sus propias ilusiones. ¿Quién construye la opinión pública? ¿Cómo obra la noticia, el reportaje y el análisis en su construcción? Son cuestiones de las que la prensa debe ocuparse y responderse con gran objetividad.
La noción de opinión pública ha sufrido una simplificación singular. Se habla de ella como se habla de un fantasma. Se ha vuelto etérea, inasible, y por lo mismo, las referencias a ella resultan a veces excusas de las que se valen los dirigentes políticos, los gremios o los sindicatos. Si la opinión pública lo dice, pues hay que obrar en función de ella, porque sus decires, reales o supuestos, se han convertido en mandato al que se debe obedecer sin resistir. En esa opinión radica un poder fáctico incontrastable. Véase cómo las campañas electorales de los Estados Unidos -de la República Imperial, al decir de Raymon Aron- se basan en los vaivenes de la opinión pública. De ella depende el poder del mundo, de modo que los medios no pueden hacer abstracción de tan compleja realidad. Deben, por supuesto, contar con ella, pero no siempre obedecer a ella, ni estructurar sus agendas en función de lo que la fantasmagórica opinión pública diga. La finura de análisis, la responsabilidad profesional y sobre todo los principios son las guías en semejante desafío. Los diarios serios e independientes saben que esa tarea es ardua, pero no imposible, porque muchos de ellos han logrado, pese a todo, mantener una autonomía razonable frente a las implícitas presiones de esa opinión pública siempre cambiante, etérea, que cuando de elegir mandatarios se trata, convertida en votos, con lamentable frecuencia, inclina la balanza hacia el populismo.
Los medios, y la prensa escrita en particular, trabajan ejerciendo la libertad de expresión, lo cual es de por sí riesgoso en el mundo actual. Esa libertad es incanjeable e irrenunciable. Su mejor aval es la credibilidad, la veracidad, la oportunidad en la información y en la opinión. Los medios y los periodistas deben estar alertas a que no se dificulte a esa libertad, pero también a que la banalidad no contamine su complica misión, porque lo que está claro es que los periódicos no son, no pueden ser, en cuanto medios de información y de opinión, exclusivamente espacios de entretenimiento para el lector. Al contrario, deben ser la mala conciencia de una clase política que va desnaturalizando la democracia por la vía del populismo y, en ocasiones también, la mala conciencia de una clase dirigente y de una clase media que apunta sin reserva crítica hacia la mediocridad, de allí que se haya convertido en grave evidencia lo que Cornelius Castoriadis llamó el ascenso de la insignificancia.
La Declaración de Chapultepéc dice con certeza que…la credibilidad de la prensa está ligada al compromiso con la verdad, a la búsqueda de precisión, imparcialidad y equidad, y a la clara diferenciación entre los mensajes periodísticos y los comerciales. El logro de esos fines y la observancia de los valores éticos y profesionales no deben ser impuestos. Son responsabilidad exclusiva de periodistas y medios 10 Este es el punto fundamental: son los medios los que deben, en función de los principios inspiradores de las políticas informativas y editoriales, preservar la objetividad, la seriedad, el rigor informativo, poniendo a salvo sus tareas de las tentaciones de la teatralidad dominante en el mundo. Eso no se logrará sino es con reglas éticas, con convicciones y preceptos que nazcan de los propios medios. Absurdo sería pensar siquiera que el compromiso con la verdad y la distinción entre lo periodístico y lo comercial pueda hacerse con ingerencia del poder político. Este tema es asunto de claridad conceptual, de autocrítica, de percepciones lúcidas y no de leyes.
La Rábida España, 13 de julio del 2004.
NOTA
Conferencia dictada en la sede de La Rábida de la Universidad Internacional de Andalucía, por invitación de ella.
Alejandro Ponce Villacís
Sin luz al final del túnel: breve análisis de la jurisprudencia constitucional sobre la directa aplicación del Derecho Internacional.