Alejandro Ponce Martínez
Uno de los más graves problemas que afronta el ciudadano ecuatoriano es la ineptitud de la inmensa mayoría de los jueces y, evidentemente, de la Administración Pública, para cumplir el más alto deber del Estado que es, de acuerdo con el Art. 18 de la Constitución, la defensa y promoción de los derechos humanos. Si la Administración Pública sostiene, en ocasiones, que la más alta norma jurídica es el instructivo del superior jerárquico o el reglamento que, sin facultad, expide el órgano administrativo, de igual modo, ciertos jueces se amparan en las costumbres ancestrales para negar la posibilidad de garantizar a las partes el derecho a la tutela jurídica. El deber ineludible de mantener la supremacía de la Constitución no solo surge, como en ocasiones se dice, de la actual Constitución del 5 de junio de 1998. Esa supremacía ha existido desde el surgimiento de los Estados de derecho en los cuales la Constitución es la norma suprema, de aplicación obligatoria y primaria por cualquier órgano público. La regla fundamental de la aplicación del derecho y de su interpretación ha sido la de la sujeción de las normas inferiores al ordenamiento constitucional. No puede haber decisión pública que no se sustente en la Constitución, ni cabe que se interprete y aplique la ley (la esencial fuente de derecho legislado, pues el reglamento, en virtud de la propia Constitución, no es fuente de derecho, puesto que no puede ni alterar ni interpretar la ley), sin que tal interpretación o aplicación tenga como base sustancial la Constitución y, dentro de ésta, las normas sobre las garantías y sobre los derechos humanos, incluidos en ella y en los instrumentos internacionales (no sólo, pues, los tratados y convenciones).
Los jueces, sin embargo, en su inmensa mayoría, siguen apegados a los procedimientos y reglas coloniales, inclusive en la forma física en que ordenan los procesos. El Consejo Nacional de la Judicatura que se creó con el fin de administrar a la Función Judicial se ha limitado a crear en su seno una inmensa burocracia, totalmente innecesaria, y ha enderezado sus funciones a través de un reglamento que atenta el derecho del ciudadano a una justicia imparcial, en contra de la Constitución y en un concertado atentado contra el desarrollo social. Ha mantenido en sus cargos o se ha abstenido de sancionar a miembros de tribunales penales que duermen durante las audiencias del juicio o a ministros de cortes superiores que sostienen que las acciones de compañías son bienes inmuebles y ha reinstaurado en los cargos a jueces que contrataban peritos para atentar contra los derechos individuales, en violación del deber de luchar contra la corrupción y en contra de la prohibición de permitir el reingreso de quienes han sido destituidos del empleo.
En estas notas se busca señalar algunas conductas que están en abierta contradicción del ordenamiento constitucional y que demuestran lo poco que interesa a ciertos órganos judiciales la defensa insobornable de los derechos y garantías consagrados en la Constitución, que constituye y debe constituir su principal misión. De igual modo se intenta insistir, una vez más, en actuaciones de la Administración Pública que destruyen el orden jurídico para imponer la despótica voluntad del burócrata engreído. No constituye el fin de este artículo el revisar científicamente las decisiones de ciertos casos que atentan contra el sistema de un Estado social de derecho, sino que su objetivo es el de, empíricamente, con los datos de la vida diaria, enunciar hechos que se repiten y que requieren de una corrección indispensable si es que intentamos que cese la ilegalidad, que se eliminen las corruptelas, que se destierre la corrupción y que el diáfano imperio de la Constitución sea el guía del actuar público.
Como he dicho, el reglamento no constituye, en nuestro ordenamiento jurídico, fuente de derecho, esto es, no puede crear facultades ni generar deberes. La Constitución ordena que los reglamentos no pueden reformar ni interpretar la ley. Solo el presidente de la República puede dictarlos. Los ministros de Estado tienen la facultad de emitir normas para el funcionamiento de las dependencias a su cargo. Ciertos entes previstos en la Constitución como la Controlaría General del Estado, las Superintendencias y la Procuraduría General del Estado, para organizar su régimen de control, tienen facultad para dictar normas vinculantes para sus funcionarios. Los Municipios y Consejos Provinciales mediante ordenanzas pueden organizar el funcionamiento de sus respectivos territorios, de conformidad con la Constitución y las leyes de Régimen Municipal y Provincial. Sin embargo, ningún reglamento ni resolución de carácter general (salvo, en la órbita de sus atribuciones, las ordenanzas municipales y provinciales por así expresamente permitir la Constitución) puede establecer ningún género de obligación para los administrados.
En total y flagrante violación de estos preceptos, la Superintendencia de Bancos y Seguros ha invertido el régimen constitucional y se ha colocado por sobre la Carta Fundamental al haber invadido, en muchas de las resoluciones que ha dictado, las atribuciones propias del poder legislativo. Ha reformado, inorgánicamente, la Ley de Seguridad Social, arrogándose las facultades que la Constitución y la ley dan a los órganos del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social y ha buscado estatizar los sistemas de pensiones particulares confiscando el ahorro de los ciudadanos. Ha violentado el derecho a la intimidad con un corrupto sistema de la Central de Riesgos en la cual basta que a algún funcionario se le ocurra incluir a una persona, por más honesta que ésta sea, para que la convierta en paria dentro la sociedad. Ha convertido al sistema de seguros privados en uno manejado discrecionalmente a criterio del supuesto ente controlador, protegiendo a seguros ilegales y persiguiendo a las compañías que conducen sus negocios con rectitud, eficiencia y buena fe. Ha aplicado normas propias de instituciones financieras a las del ramo de seguros, que tienen su propia ley. Ha transgredido impunemente la igualdad constitucional entre ecuatorianos y extranjeros. Ha violentado reiteradamente el derecho de petición. Todo ello sin que haya cumplido su objetivo de velar por la estabilidad del sistema financiero, el cual, por su inacción, se sumió en la más grave de las crisis y produjo el mayor descalabro de la segunda mitad del siglo XX. Si los miembros de la comisión Kemmerer salieran de sus tumbas, volverían a morir al comprobar cómo, lo que ellos sugirieron que se creara, para el bien del Ecuador, se ha torcido.
El Servicio de Rentas Internas funciona íntegra y totalmente al margen de la Constitución. Para quien lo dirige no hay derechos de los individuos ni de las sociedades. Todas sus resoluciones de carácter general carecen de sustento constitucional. Todas ellas han establecido o pretendido establecer obligaciones para los contribuyentes, lo cual está prohibido por la Carta Fundamental, pues solo el Congreso, mediante ley puede crearlas. Algunas de ellas han confiscado la propiedad privada. La garantía del debido proceso ha sido siempre ignorada. La arbitrariedad ha sido el eje de su actuación.
Ciertos ministerios han ignorado el derecho constitucional de petición al negarse a dar aplicación a las consecuencias del silencio administrativo. El Ministerio de Bienestar Social, por ejemplo, para evadir las consecuencias de su inacción, ha sostenido que la creación de una fundación o corporación, que surge del derecho de asociación consagrado en la Constitución, constituye un acto normativo.
Algún municipio se ha negado a dejar de aplicar una ordenanza declarada inconstitucional por el máximo órgano de control, el Tribunal Constitucional. Sobre la base de tal concepto, ha sancionado a sus vecinos, sin base jurídica.
El Registrador de la Propiedad de Quito ha invadido reiteradamente la función de los jueces, a vista y paciencia del Consejo Nacional de la Judicatura, y ha ignorado olímpicamente las sentencias ejecutoriadas absteniéndose, en violación directa del derecho de propiedad, de registrarlas. Dentro del cúmulo de sus aberraciones jurídicas ha llegado a sostener que la prescripción es un modo derivativo de adquirir el dominio y no un modo originario, ha equiparado el registro de la sentencia meramente declarativa que se limita a reconocer la adquisición de la propiedad por el simple transcurso del tiempo de posesión a una compraventa y ha ordenado que se pague impuesto de alcabala. Su colega, el Registrador Mercantil, ha impedido el libre ejercicio del comercio y reiteradamente ha atentado con el derecho a la identidad personal, sin que, tampoco, el Consejo Nacional de la Judicatura le haya sancionado con la rigurosidad exigida por la ley.
El irrespeto y los atentados contra el sistema constitucional son reiterados en el ejercicio de funciones administrativas. La obligatoriedad de aplicar las normas constitucionales es letra muerta para muchos de los funcionarios públicos para quienes su propia voluntad se impone por sobre la Constitución y por sobre la ley. Esta tendencia ha sido encubierta y garantizada por una resolución de la Corte Suprema de Justicia que, sin facultades ni constitucionales ni legales, ha dictado un instructivo reglamentario para constreñir el ejercicio del derecho de amparo consagrado por la Constitución.
Si esto ocurre en el campo administrativo, en el de la administración de justicia, la violación directa o indirecta de la Constitución es reiterada, constante, intencional e inveterada. La última norma que muchos jueces invocan es la Carta Política. Para ellos las arcaicas costumbres prevalecen por sobre cualquier norma inclusive por sobre las disposiciones de los instrumentos sobre derechos humanos y las constantes en la Constitución.
La oralidad del proceso se halla vigente, de forma definitiva, desde el 5 de junio de 2002, esto es dentro de los cuatro años de dictada la Constitución. Han transcurrido seis años desde entonces y los jueces, a pesar de que la Constitución les impone el aplicar sus disposiciones, inclusive en el caso de ausencia de ley, pues no puede justificarse con esa ausencia la violación de los derechos establecidos en el estatuto supremo, continúan, en el campo civil, negándose ha receptar las declaraciones de testigos y los informes de peritos oralmente, con el fin de permitir que las partes y el propio juez los examinen con entera libertad. Más, aún continúan aplicando la sui generis norma, inventada solo por la mente dictatorial, atentatoria de todo el sistema jurídico de investigación procesal, de que no puede formularse a los testigos más de treinta preguntas. El Consejo Nacional de la Judicatura en vez de adecuar las instalaciones físicas de los juzgados y tribunales para que se conduzcan las audiencias de prueba cómodamente, bajo la presencia y conducción del juez, y con la intervención y participación de las partes, en forma ordenada ha gastado los recursos que tiene, en forma totalmente inconsulta, para construir locales cerrados, incómodos, antitécnicos, en los cuales con dificultad, alrededor de pequeñas mesas rectangulares, pretende que se realicen estas audiencias, bajo el presupuesto de que el proceso continúa siendo escrito. En efecto, el Consejo Nacional de la Judicatura, en vez de hacer obra física destinada a estas audiencias, que constituyen la fase fundamental del proceso, donde exista un estrado presidido por el juez o tribunal, haya un lugar para que desde él, el perito, el testigo o la parte declarante sean interrogados, y existan adecuaciones para que desde ellas las partes y sus defensores (si es que las partes han decidido tenerlos) intervengan en la generación de la prueba, y exista, por último un amplio espacio desde donde el público, que tiene el constitucional derecho de asistir a todo acto procesal y examinar libremente el proceso, pueda observar el desarrollo de la audiencia, ha decidido encerrar físicamente a las partes, testigos, peritos, jueces, en espacios diminutos, carentes de toda comodidad, y a los cuales, en acto propio de la época de la inquisición, impide que el público libremente asista, pues ha colocado en las entradas personal que impide que terceros ingresen a presenciar las diligencias judiciales, violando así la publicidad de los procesos. La única limitación que existe a la publicidad de los procesos es que terceros puedan grabar o transmitir las diligencias judiciales. Sin embargo, más bien esta restricción ha sido en ocasiones olvidada como cuando un juez de lo penal permitió que una audiencia en una acción de amparo sea transmitida, en violación de la Constitución, por radioemisoras y canales de televisión, para satisfacer a un partido político.
Sin necesidad, pues, de ley alguna, es obligatorio que los jueces ordenen la comparecencia de testigos y peritos para que, oralmente, rindan sus declaraciones e informes y sean directa y libremente interrogados por las partes, lo cual, ciertamente, comprende también a los propios litigantes. En este sentido merece destacarse cómo en los procesos arbitrales, al menos con respecto a testigos y las partes, siempre, y con relación a peritos cuando las partes lo han solicitado, los miembros de tales tribunales han conducido las audiencias en forma oral, como lo hacen con respecto a todas las otras diligencias, lo que permite la inmediación para una adecuada garantía de solución de la controversia. Los centros de arbitraje establecidos tienen instalaciones diseñadas para que las audiencias se cumplan en consonancia con los preceptos constitucionales. Es posible que ciertos abogados, acostumbrados a manipular las actuaciones judiciales a su antojo, busquen subvertir el derecho consagrado por la Constitución, pero es hora en la que la mentalidad de los jueces debe cambiar con el fin de que el proceso judicial cumpla su finalidad de solucionar la controversia sobre la base de hechos comprobados y no desfigurados.
También los jueces tienen la obligación ineludible de aplicar el principio constante en la Convención Americana de Derechos Humanos en el sentido de que en todo proceso debe haber un recurso que permita examinar la decisión final por parte de un juez o tribunal superior. Por ello las normas que, en el proceso civil, niegan el recurso de apelación no han de ser aplicadas por los jueces, como suelen hacerlo, por ejemplo, en los casos de liquidación de daños y perjuicios y en los de litigios entre abogado y cliente por honorarios profesionales. De igual modo, han de aplicar e interpretar las normas procesales y los recursos que ellas conceden del modo que más favorezca la revisión de lo resuelto por el inferior. Constituye una violación clara y evidente de la Constitución y de los dictados de la lógica el sostener, como lo han hecho ciertas salas de la Corte Superior de Quito, que no cabe interponer recurso de apelación de un auto que niega la revocatoria de un auto que causa gravamen no reparable bajo el infantil argumento de que debió directamente interponerse recurso de apelación del auto que causó tal gravamen o de que debió interponerse el recurso de las dos providencias judiciales, tesis que se aparta inclusive del tenor literal de la definición del recurso de apelación constante en el Código de Procedimiento Civil, en cuya virtud éste recurso tiene, entre sus finalidades, el lograr que el superior revoque una decisión judicial. Si el juez inferior, cuando tiene facultad para hacerlo, no revoca un auto que causa gravamen irreparable, a pesar de habérselo solicitado, cabe el recurso contra la providencia que niega la revocatoria, con el fin de que sea el superior el que resuelva sobre ella. El debido proceso, tantas veces violado por los jueces, exige que el superior no invente, para lavarse las manos, al estilo de Pilatos, tecnicalidades no previstas ni en la Constitución ni en la ley.
De acuerdo con la Constitución, las normas procesales constituyen elementos del debido proceso que, en consecuencia, se incorporan como garantía otorgada por ella a las facultades de los litigantes para lograr la decisión de las causas. Por consiguiente, la norma de la Ley de Casación que ordena que cuando la Corte Suprema de Justicia acepta un recurso de casación debe dictar una nueva sentencia, con sujeción a los hechos declarados en el fallo de instancia, ha de ser aplicada estrictamente por la Corte Suprema de Justicia. Por ello, cuando en virtud del absurdo sistema procesal impuesto por la dictadura militar, la sentencia de instancia ha aceptado una excepción dilatoria y la casación ha sido aceptada, la correspondiente Sala de la Corte Suprema no tiene facultad de dictar una nueva sentencia, sino que, con sujeción a las normas del debido proceso y de la Ley de Casación, ha de ordenar que se devuelva el proceso al inferior para que, con sujeción al trámite procesal aplicable, se dicte un nuevo fallo sobre el fondo, el cual, ciertamente, puede ser también objeto de casación. No cabe que la Corte Suprema actúe, como ha actuado en varios casos, como tribunal de única instancia y que, luego de aceptar una casación contra sentencias que, por ejemplo, desecharon la demanda por ilegitimidad de personería y que, por lo mismo, no contienen en ellas descripción alguna sobre los hechos objeto de la controversia, se pronuncie sobre el fondo, pues en esos casos no ha existido debate sobre el fondo del asunto. Es, pues, deber de la Corte Suprema, rectificar estas actuaciones para proceder de acuerdo con la Constitución que garantiza el debido proceso por todos los medios, para lograr que la justicia sea real y no mera quimera.
La Corte Suprema de Justicia no tiene facultad para ignorar las resoluciones del Tribunal Constitucional, máximo órgano de control de la juridicidad y de la constitucionalidad en el país, que han declarado inconstitucionales determinadas normas. Por ello, una de las Salas de lo Penal de dicho tribunal de justicia viola reiteradamente la Constitución al no admitir recursos de casación planteados contra sentencias dictadas en procesos penales en las absurdamente denominadas causas de acción privada, pues el Tribunal Constitucional, por dos ocasiones se ha pronunciado por la inconstitucionalidad de dos normas que, sucesivamente en el tiempo, pretendieron restringir el derecho de defensa en esa clase de procesos, y, por ello, es obligatorio para la Corte Suprema conocer y resolver sobre los recursos de casación que en esa materia se propongan. De igual modo, el recurso de revisión, no sólo por razones constitucionales sino también por disposición de la Convención Americana sobre Derechos Humanos es aplicable a todas las causas penales, inclusive las que han sancionado por colusión. Un Ministro Juez y un Conjuez de una de las Salas de lo Penal de la Corte, en directa contravención de estos preceptos y, por ello, generando responsabilidad civil para el Estado, inadmitieron un recurso de revisión, contradiciendo los dictados del propio Ministro Juez que, en dos ocasiones anteriores había sostenido que la colusión es un delito sancionado, aduciendo que la colusión no es delito y que la prisión, por consiguiente, no es pena. Si se sanciona a una persona inocente, el recurso de revisión es el remedio que garantiza la certeza de las decisiones judiciales y, por ello, no puede ser jamás inadmitido a trámite. El respeto al ser humano así lo exige y la Constitución y los tratados internaciones así lo norman, de modo supremo, sin que ningún juez, por encumbrado que sea pueda abstraerse de cumplir lo que, superados el absolutismo y el oscurantismo, es parte de la esencia del Estado social de derecho: no sancionar al inocente.
En este mismo orden de cosas, contradice el debido proceso la organización que la Corte Suprema mantiene y que debe ser corregida por ella misma. Un tribunal de casación no puede estar dividido en salas. No puede dictar sentencias que sean contradictorias, precisamente, por esa división. Si es que se ha dividido al Tribunal Supremo en salas por materias, estas salas deben ser únicas en cada materia. Para corregir el gravísimo atentado contra el debido proceso de que existan tres salas de lo civil y mercantil con idénticas facultades, tres salas de lo laboral y social, dos salas de lo penal, es deber constitucional de la Corte Suprema unificar en una sola sala las tres de lo civil y mercantil, las tres de lo laboral y social y las dos de lo penal. La casación, establecida por disposición constitucional, tiene por finalidad corregir los errores de derecho con el fin de que los jueces inferiores no atenten contra la voluntad del legislador. Por ello, no cabe que un mismo error de derecho se corrija de distinta manera según la buena o mala suerte del recurrente. La seguridad, derecho humano fundamental, así lo reclama.
El principio de imparcialidad del sistema judicial tampoco es respetado por los integrantes de la Función Judicial. Es obligación de todo juez excusarse de conocer una causa cuando su intervención puede afectar, por razones de parcialidad, a alguna de las partes. El juez no puede vengarse de un abogado dictando una sentencia errónea contra los intereses del cliente del abogado no querido por el juez. Es común, sin embargo, que no se respete en este sentido ni la norma constitucional que exige tal imparcialidad ni la disposición similar de la Convención Americana de Derechos Humanos. No son, pues, solo causas de excusa de un juez las constantes en el Código de Procedimiento Civil, lo son también aquellas que, derivadas de las relaciones del juez con alguna de las partes o con sus defensores, le restan imparcialidad.
Se ha indicado antes la actitud pasiva del Consejo Nacional de la Judicatura para adaptar su gestión a los dictados de la Constitución. Ha llegado a extremos de enjuiciar a quienes han criticado, con razón, su gestión. Ha violado normas de la organización judicial al alterar y desconocer las designaciones de Ministros de Cortes Superiores realizadas por la Corte Suprema de Justicia y al desconocer disposiciones sobre parentesco que prohíben que quienes están con respecto a un Ministro de la Corte Suprema en primer grado de afinidad sean jueces. Ha restringido la capacidad del ciudadano para tratar de lograr que funcionarios judiciales que actúan ilegal o inmoralmente sean sancionados. Pero, sobre todo, se ha despreocupado de llevar a aplicación práctica el principio de eficiencia que exige la Constitución para que la administración de justicia llegue prontamente a los litigantes. En efecto, en vez de crear nuevos juzgados (al menos, por ejemplo, treinta juzgados civiles más en Quito y Guayaquil, y al menos diez juzgados más de la niñez y la adolescencia en esos dos cantones), en vez de aumentar el número de Salas en los Tribunales Distritales de lo Contencioso-Administrativo, en vez de propender a llenar prontamente las vacancias que se producen entre funcionarios inferiores, ha creado una estructura burocrática no prevista ni en la Constitución ni en la ley, para dizque observar cómo llegan y se van los miembros de la función judicial, ha impedido que su funcionario ejecutivo ejerza las atribuciones de administración que le son propias, ha obstaculizado, en ocasiones, que los jueces actúen con independencia.
La vivencia y eficacia de la Constitución, como se observa, es un asunto que afecta la vida diaria de los ecuatorianos y de los extranjeros que habitan en nuestro territorio. En este artículo se ha omitido tratar de las violaciones que se cometen por parte del Ministerio Público, algunas de las cuales han sido reiteradamente denunciadas por la Comisión de Control Cívico de la Corrupción. Sería importante tratarlas en otras oportunidades. El objetivo de esta presentación es inducir a que, sin necesidad de ley alguna, sino con el solo cambio de actitud de las personas, el sistema de aplicación del derecho cambie en el Ecuador. Es cuestión de ser objetivos y de mirar hacia el desarrollo social que proporciona un sistema administrativo y judicial sustentado en el derecho. Es verdad que se acertó, en mucho, con la designación de los actuales Ministros de la Corte Suprema de Justicia y con la consagración del principio de que deben continuar en sus funciones hasta que mueran, se hallen incapacitados o sean destituidos por faltas en el ejercicio de sus funciones. En la mayoría de los casos tales magistrados actúan con la independencia exigida por la Constitución. Sin embargo, es evidente que algunos enjuiciamientos penales han sido planteados por razones políticas particulares, de las cuales es necesario que se liberen. Por sobre toda consideración el poder judicial tiene que observar la defensa irrestricta de los derechos individuales, de conformidad con la Constitución y los instrumentos internacionales. Si se marcha en tal sentido, existirá progreso para la colectividad.