Lógica del amor lógica del amo.

Reflexiones sobre una teoría agonal del Derecho*

Fernando de Trazegnies G.

Agradecimiento

Ante todo agradezco muy vivamente a la Facultad de Derecho de la Universidad de San Francisco de Quito por esta invitación para conversar aquí hoy con ustedes sobre temas que creo que nos apasionan de todos. Utilizando una frase que Jorge Luis Borges me dijo personalmente cuando lo recibí en el Aeropuerto de Lima con motivo de su nombramiento como Doctor Honoris Causa de mi Universidad, creo que esta invitación obedece a un generoso error respecto de mi persona. No me siento capaz de decirles nada que ustedes no saben ya. Por consiguiente, les propongo simplemente llevar adelante esta noche un ejercicio de reflexión en conjunto.

Pero ciertamente esta invitación constituye un honor para mí y un gratísimo placer. Debo decir que tengo una particular simpatía por Ecuador y que me siento íntimamente ligado a este país tanto porque he aprendido a comprenderlo y a quererlo como también porque una parte de mis raíces familiares peruanas se hunden en suelo ecuatoriano. He tenido abuelos, muchas generaciones atrás, que han nacido en la Audiencia de Quito. Y uno de ellos, antecesor directo mío, abogado también (lo cual parece ser un mal genético), si bien no nació en estas tierras porque era español de origen, llegó a ser Presidente de la Audiencia de Quito alrededor de 1650 y luego se estableció en el Perú dando origen a la familia de mi madre.

Como pueden ver, mis relaciones con este país y con esta ciudad son muy grandes y entrañables. Por ese motivo, agradezco muy vivamente a la Universidad San Francisco que me haya dado la oportunidad de regresar una vez más a este suelo que siento muy profundamente hermano.

Azares, avatares y gratificaciones intelectuales de una investigación Circunstancias

En esta ocasión, me gustaría compartir con ustedes la experiencia de una exploración histórica que comenzó accidentalmente y que, sin embargo, me abrió nuevos caminos para una reflexión crítica sobre el Derecho. Quisiera contarles los azares, los avatares y los desarrollos posteriores de una investigación sobre un expediente judicial del S. XVIII en el que una suerte de solitario héroe jurídico lucha contra la injusticia tratando de conseguir judicialmente la libertad de una esclava.

Ante todo, es interesante señalar las circunstancias absolutamente fortuitas en que puede iniciarse una interesante investigación. Me encontraba en Cajamarca, una ciudad de la Sierra peruana, para participar en un Taller de Extensión para jueces y vocales de las Cortes Superiores del Norte del Perú. Cumplidas mis clases, debía regresar a Lima donde me esperaba un compromiso familiar. Sin embargo, dado que en ese entonces los vuelos entre Cajamarca y Lima no eran regulares, el avión no se apareció esa madrugada en los cielos cajamarquinos y no me quedó más remedio que esperar hasta el día siguiente. Regresé frustrado y de bastante mal humor a la ciudad. Con la idea de aplacar mi irritación, algunos de mis colegas me indicaron que Cajamarca tenía un Archivo Departamental que podría ser interesante revisar. Sin embargo, era día feriado y, por tanto, el Archivo se encontraba cerrado. Fui a buscar al Director -y único funcionario- hasta su casa y le pedí que hiciera una excepción y me permitiera la visita. El señor Evelio Gaitán me adujo que tema también compromisos con su familia para esa mañana. Pero logré convencerlo de que me dejara ingresar al Archivo y me encerrara con llave, solo en ese pequeño ambiente abrumado por estanterías rebosantes de cuadernillos y por rumas de papeles que esperaban a ser clasificados y que se encontraban esparcidas sobre las mesas y en todas partes del suelo. Obviamente, me comprometí a que, como buen amante de los documentos antiguos, trataría los papeles con el mayor cuidado y todo lo dejaría en su lugar. Eran las 9 de la mañana. Pero le advertí al Director del Archivo que cuatro horas más tarde me viniera a abrir la puerta para salir porque indudablemente estaría con un hambre notable y no quería pasar por una crisis de claustrofobia famélica.

Fue una mañana deliciosa, que viví casi sin darme cuenta del tiempo, sumido en los expedientes judiciales y los protocolos notariales. Comprendí entonces la psicología del ratón que, encerrado en su hueco, devora papeles con fruición en forma incontinente, Encontré una gran cantidad de sucesos pintorescos registrados en esas carpetas: discusiones sobre la propiedad del asno que utilizaba en el S. XVIII el cura párroco para trasladarse a asistir a los moribundos, pleitos sobre el uso de las acequias de regadío, inclusive algún juicio discreto de filiación motivado por un pecadillo del Deán de la Catedral. Pero casi al final de la mañana di con un expediente de unas 50 fojas en el que un español pobre demandaba a un comerciante del lugar para que le vendiera su esclava mulata; y la razón que daba para esta exigencia era muy contundente: "se da el caso, señor Corregidor, que ésta su esclava… es mi mujer.

Como es fácil imaginar, cuando llegó el Director del Archivo le pedí que me hiciera una copia fotostática del documento. Lamentablemente, el Archivo no contaba en ese en

tonces con fotocopiadora, los expedientes no podían salir del Archivo y, en todo caso, siendo día feriado, la única fotocopiadora abierta al público se encontraba en una tienda de abarrotes, al otro lado de la ciudad, de propiedad de un chino que, además de vender verduras, daba también este servicio todavía escaso en una población de provincia en los años ochenta. Utilizando mi formación jurídica en la forma más perversa, convencí al simpático Director que él era el Archivo y que mientras él tuviera en sus manos el documento, éste no había salido del Archivo. Fue así como caminamos juntos hasta el local del chino, con el documento en la mano del Director que en ese momento era el Archivo mismo; y fue el Director del Archivo el único que manipuló el expediente para el fotocopiado.

Con el tesoro de esas fotocopias en mi poder, regresé el día siguiente a Lima y me puse a trabajar en la paleografía.

El expediente

Los hechos del caso

Me gustaría contarles lo que contenía ese expediente y para ello debemos comenzar por los hechos del caso.

El demandante del fascinante juicio era Ciríaco de Urtecho quien reclamaba a Juan de Dios Cáceres que le venda su esclava mulata, aduciendo que él era el marido de ella y que quería comprarla para ahorrarla, es decir, para liberarla de la esclavitud y así llevar una vida familiar normal.

En las declaraciones que constan en los escritos presentados por las partes, podemos conocer que Dionisia fue originalmente vendida por don Bernabé Masferrer a don Pablo de Gracia y Loris, cuando tenía solamente nueve años de edad. En la escritura correspondiente se declara que la esclava está Ubre de empeño, obligación o hipoteca y que no tiene tachas ni buenas ni malas ni enfermedades públicas o secretas, salvo gotacoral o mal de corazón, que es como entonces se llamaba a la epilepsia. En realidad, don Pablo la adquiere para darla inmediatamente como regalo de matrimonio a su hermana Jerónima al casarse ésta con Juan de Dios Cáceres.

Mucho tiempo después, cuando la esclava tiene ya treinta años de edad, ella contrae matrimonio a su vez con Ciríaco de Urtecho, un criollo Ubre pero probablemente escaso de recursos. Y la familia propietaria de la esclava le permite al marido vivir en la casa, en las dependencias de los sirvientes, para que pueda estar al lado de su esposa. Ciríaco dirá después en el juicio que es debido a su obligación matrimonial que se sacrifica, sujetándose él mismo a la esclavitud que afectaba sólo a ella.

Sin embargo, declara Ciríaco, como la esclavitud es insoportable para quien es de naturaleza libre y ha nacido con ese privilegio, se apartó por un tiempo de su mujer para ir a trabajar en las minas de plata de Hualgayoc donde, pasando las mayores indigencias que son decibles, logra reunir 170 pesos con los que desciende a Cajamarca y le propone a don Juan de Dios Cáceres que le venda a Dionisia por ese precio. Ella tiene para entonces 37 años y ha estado casada durante 7 años con Ciríaco.

El amo de la esclava se niega y, aparentemente, en algún momento de las conversaciones le pide 500 pesos como precio de Dionisia, suma que Ciríaco rechaza. Es en estas circunstancias que Ciríaco busca probablemente un abogado y da inicio al proceso judicial.

El proceso

Notemos que el proceso se desarrolla propiamente entre dos familias: la familia Urtecho-Masferrer, es decir, el demandante y su esclava esposa, de un lado; la familia Cáceres-Gracia, es decir, la verdadera propietaria de la esclava y su marido, de la otra. La familia Urtecho-Masferrer, que pudiéramos llamar familia dominada, trata de consolidar su unión familiar adquiriendo la independencia para su hogar, lo que resulta imposible con la esclavitud de la mujer, motivo por el cual pretende la supresión del estado esclavo. La familia Cáceres-Gracia, que representa la familia dominante, quiere mantener su forma de vida familiar, la organización de su hogar basada en el trabajo esclavo. Planteadas así las cosas, en el fondo el papel protagonista de la acción debería haber correspondido a las dos mujeres: el ama y su esclava. Sin embargo, las mujeres están ausentes del juicio: son únicamente los hombres que hablan por ellas, reconociéndoles su representación como Marido y conjunta Persona. Las mujeres, aun cuando están presentes en toda la parte sustantiva de la discusión, son invisibles procesalmente.

Esta ausencia femenina en el proceso se explica de alguna manera por el contexto legal y cultural de la época, en la que los derechos los ejerce siempre el marido y, por consiguiente, tiene éste también la obligación de defenderlos directamente. Pero en el caso de Ciríaco hay una consideración táctica adicional muy importante que se suma a las razones tradicionales para que sea él quien asuma el impulso de la acción. Una esclava -o un esclavo, no importa el sexo- no hubiera podido por sí misma demandar a su amo para pagarle una suma de dinero a cambio de su libertad. Parece ser que en el S. XIX hay algunos casos en tal sentido. Pero a fines del S. XVIII todavía se pensaba que si se permitiera tal procedimiento, la institución quedaría severamente afectada. El esclavo podía exigir judicialmente que se le vendiera a otro amo por sufrir demasiados maltratos con el actual; o también para que se le reúna con su cónyuge igualmente esclavo pero perteneciente a otro amo. Pero de ninguna manera el esclavo podía obligar al amo a aceptar una suma de dinero a cambio de su libertad. En cambio, la situación de Ciríaco era fundamentalmente distinta. De un lado, no siendo esclavo, no había impedimento para que intentara comprar a una esclava como cualquier tercero. El problema es, como se verá a continuación, si podía forzar judicialmente tal venta a un dueño que no quisiera vender. Pero nada le impedía, en principio, adquirir a la esclava y después liberarla. Por otra parte, Ciríaco podía apoyarse de todas maneras en las disposiciones que protegían la unidad de la familia y alegar que quería comprar a su esposa para permitir la reunión del hogar, como sucedía en los casos de matrimonios de esclavos con distintos amos; no era relevante desde este punto de vista el hecho de que él mismo no fuera esclavo. Por último, ya no con la legitimidad del propio afectado pero sí con la legitimidad del marido, podía también sostener que Dionisia recibía maltratos y que por tanto, había que entregarla a otro amo. Por consiguiente, la opción de que litigara el marido Ubre y no la propia esclava correspondía jurídicamente a una estrategia bien fundada.

Sin embargo, pese a ello, llama la atención la absoluta mudez de Dionisia, siendo ella el centro de toda la discusión. Si bien había buenas razones jurídicas para que no participara como litigante, es impresionante que nunca se escuche su voz en el expediente. Todos hablan de ella, todos le atribuyen conductas y sentimientos. Ciríaco dice que está sometida a duros maltratos y que ella no puede soportar más la esclavitud. Cáceres responde que la esclava está muy contenta en su casa, que vive con ellos desde hace treinta años y que la quieren como a una hija. Pero nadie la hace hablar a ella misma, nadie la cita como testigo, el juez no la llama para preguntarle si efectivamente quiere ser comprada por Ciríaco y si efectivamente está descontenta con el trato que recibe. Resulta paradójico que la naturaleza ambigua de la esclavitud -donde el esclavo se encuentra jurídicamente entre la persona y la cosa- haga que incluso en un juicio en el que se busca su libertad, la esclava sea tratada de alguna manera como una cosa. Es solamente cuando Ciríaco aduce que está enferma para efectos de reducir el precio de compra, que el Juez la hace comparecer para preguntarle si eso es verdad; y ante la respuesta afirmativa, ordena un peritaje por un cirujano. Pero es solamente este atisbo fugaz que realiza en el proceso esa esclava que, en verdad, está en el centro del pleito.

Ciríaco cuenta sin duda con un abogado litigante bastante hábil, porque lleva muy cuidadosamente su proceso. Lo primero que hace, antes de plantear la demanda, es pedir una exhibición de le escritura por la cual el hermano de la actual dueña compró la esclava hace treinta años. Este pedido lo plantea como una prueba anticipada, para los efectos de saber cuánto costó originalmente la esclava. Es por ello que a continuación interpondrá la demanda ofreciendo precisamente ese precio e incluso consigna ante el juez la suma correspondiente.

Las lógicas que siguen demandante y demandado en el juicio son radicalmente distintas: una es la lógica del amor y la otra la del amo. Ciriáco se apoya más en lo emocional y trata de movilizar en el juez los valores de la compasión, de la unidad de la familia y del amor mutuo entre cónyuges. Por su parte Cáceres insiste en la existencia legal de la esclavitud y en los derechos del amo que no pueden ser conculcados. Critica los planteamientos de Ciríaco afirmando que no obedecen a Derecho sino a meros impulsos; y llega a calificar los argumentos en favor de la libertad de la esclava como meros lamentos carentes de base racional. Ciríaco insiste en que el derecho de rescate es universal y que, aún frente a los moros y paganos, es posible plantear un rescate en dinero de los prisioneros; ¡con cuánta mayor razón esto debe aplicarse entre cristianos! Cáceres, por su parte, le responde que está totalmente confundido porque en este caso no hay prisioneros, no hay cautivos, sino esclavos legalmente establecidos y que, por tanto, no se puede hablar de rescate. E incluso agrega que el Derecho Natural en el que pretende basarse tal rescate es un remedio contra las injusticias de los infieles, pero que no puede utilizarse contra el orden jurídico español que es un orden cristiano y que, por consiguiente, se basa por sí mismo en el Derecho Natural sin que quepa oponerle otras interpretaciones.

La discusión judicial por momentos se toma bastante agria, llegando hasta los insultos. Ciríaco califica los razonamientos de Cáceres como ideas hidrópicas; y Cáceres dice que sólo un sujeto sin sesos o que tenga las especies desparramados por ellos en tanto grado que jamás las pueda combinar es capaz de pretender desvarío semejante y agrega que es una osadía calificar de requisitos legales a los tres disparos que Ciríaco manda como argumentos.

Cáceres comprende perfectamente que Ciríaco lo está llevando a presentar las cosas como una confrontación entre los valores de familia y de propiedad; y sabe que la protección de la Iglesia a la familia puede conducirlo por este camino a perder el juicio, pese a sus derechos legales sobre la esclava. Pero, dado que tiene enfrente a un juez civil, no a un juez religioso, acentúa la defensa de la propiedad como elemento medular de la sociedad y, por último, afirma que esclavitud y familia no son incompatibles: se puede llevar una vida familiar adecuada aun siendo esclavo, alega Cáceres, como lo prueba la época en que Dionisia y Ciríaco residieron conyugalmente en su casa.

Un elemento interesante dentro de la discusión es el papel que juega el elemento del maltrato personal. Ciríaco se cuida mucho de no enfatizarlo en sus primeros escritos. Al principio del proceso no aduce la sevicia a la que se referirá sólo después. Incluso podría pensarse que en los primeros escritos no quiere decir nada que pudiera ofender al amo, nada que llevara a encolerizarle, como pudiera haber sido afirmar un maltrato que no ha existido. Porque en toda la primera parte del juicio parecería que Ciríaco está tratando de convencer a Cáceres -antes que al Juez- para que le venda la esclava. Es sólo cuando llega a la convicción de que Cáceres no le venderá motu proprio la esclava a un precio razonable y que precisamente Cáceres se defiende diciendo que el único argumento admisible por el Derecho que lo puede obligar a vender es la sevicia, es sólo entonces que Ciríaco comienza a aducir tal sevicia y habla de maltratos intolerables. Sin embargo, da la impresión de que tales argumentos postreros estuvieran motivados en objetivos tácticos antes que en hechos reales: a través de los diferentes textos se percibe que el maltrato no ha existido verdaderamente y que con bastante probabilidad Dionisia debió haber sido una esclava mimada. Pero eso hace precisamente más interesante el juicio. Porque no estamos aquí ante el conflicto caricaturesco entre un amo brutal y una pobre esclava oprimida y accidentada. Estamos, más bien, ante un hecho de la vida de todos los días, que no presenta ninguna ignominiosa espectacularidad basada en un repulsivo daño físico sino que, por el contrario, se da dentro de un marco bastante paternalista, en el que el afecto se transforma en una cadena.

En general, a fines del S. XVIII la esclavitud no es en el Perú un estado de opresión material y de tormento físico sino de falta de libertad personal. El amo del Virreynato tardío es una persona que utiliza al esclavo desde dos puntos de vista: de un lado, es un bien productor de servicios, bastante preciado y costoso, que es preciso conservar como quien mantiene siempre a punto una máquina fina, para evitar los efectos económicos negativos que se derivarían de su pérdida o de su deterioro; de otro lado, el esclavo es un signo de status y, por consiguiente, según como la gente vea al esclavo apreciará la riqueza y la bonhomía del amo, de ahí que haya que vestirlos muy bien y mantenerlos con buen talante. Por otra parte, reducida al mínimo la tensión que resulta de la hostilidad física, ocurren muchas veces relaciones afectivas, particularmente entre el ama y la esclava de confianza.

En ese sentido, parafraseando a Foucault, podríamos decir que, en la época a la que nos referimos, la esclavitud antes que un arte pérfido de las sensaciones insoportables donde el esclavo es sometido a los peores castigos y no tiene recurso alguno contra el amo, es más bien una economía de derechos limitados. El esclavo no es una mera cosa, no es jurídicamente un mero objeto en el sentido pleno del término. En realidad, no deja de ser una persona humana con derechos y obligaciones; sólo que tiene obligaciones muy vinculantes, mientras que sus derechos son muy débiles. Pero esos derechos, aunque tenues, son los que permitirán un uso estratégico del Derecho para luchar contra la dominación de la que es víctima, conforme lo mencionaré más adelante.

El amo, Juan de Dios Cáceres, comete un error garrafal en la conducción del proceso; error del cual no podrá redimirse en el resto del juicio a pesar de todos sus esfuerzos procesales y finalmente lo conducirá a la derrota.

Este error consiste en que, en la contestación de la demanda, Cáceres discute el pretendido derecho de Ciríaco de rescatar a su mujer, pero agrega que estaría dispuesto a vender a la esclava si le ofrecieran un precio justo; porque el precio que le ha propuesto Ciríaco es el que tuvo treinta años atrás y no puede ser ya aplicable en ese momento.

Con relación a la variación del precio actual respecto del precio de compra, surgen todavía algunas escaramuzas de interpretación sobre lo que significa económicamente el tiempo transcurrido. Según Ciríaco, la mujer -su mujer- a quien pretende comprar es ahora una vieja de treinta y siete años, llena de achaques y ya no sirve como vientre (recordemos que la esclavitud se transmite por la mujer, por lo que el vientre tiene un valor económico importante por la capacidad de producir más esclavos para el amo). Prácticamente, dice Ciríaco que la quiere liberar para acompañarla a mejor morir y darle una digna sepultura. En cambio, según Cáceres, el amo, los treinta años vividos en su casa le han dado un mayor valor porque el ama le ha enseñado a coser, a zurcir, a bordar y a cocinar, todo lo cual representa cualidades adicionales que antes no tenía y que deben tomarse en cuenta para la determinación del precio. Pero Juan de Dios Cáceres señala que, en todo caso, debe nombrarse un perito tasador y hasta propone el nombre de uno.

El juez, siendo un aristócrata -es el Conde de Valdemar- parece ver con más simpatía al criollo pobre que al comerciante. Por eso aprovecha esta declaración de Cáceres y sostiene que hay acuerdo sobre la venta y que lo único que está en discusión es el precio; en consecuencia, la solución está en nombrar peritos tasadores. Como se puede ver, con esto Ciríaco tiene prácticamente ganada la libertad de su mujer.

Cáceres se da cuenta en ese momento del error que ha cometido y comprende que si no hubiera presentado alegato alguno sobre el precio, el juez no hubiera podido obligarlo a la venta; porque nadie puede ser obligado a vender su propiedad contra su voluntad. Pero Cáceres había expresado, sin reparar mucho en ello, su voluntad de vender. De lo que sigue del expediente, da la impresión de que Cáceres cambia de abogado al advertir el error estratégico. Aún cuando los nombres de los abogados que asesoran a las partes no aparecen en ningún escrito ni diligencia, no cabe duda de que ambas tienen un abogado que las orienta. La estrategia de la defensa -y hasta la caligrafía de los escritos- de Cáceres cambia radicalmente a partir de entonces. La defensa de Cáceres intenta por todos los medios retractarse de esa aceptación de vender a la esclava. Pero todos sus esfuerzos son en vano: el juez ha tomado esa expresión de voluntad como piedra angular del pleito.

Ya sobre una base más fuerte, Ciríaco pide al juez que previamente a la tasación económica de su mujer, se le haga un peritaje médico porque ella está tan enferma que su precio debe disminuir por ese motivo. El juez ordena el peritaje pero, como en Cajamarca no hay propiamente médicos, nombra perito al Cirujano Mayor del Regimiento. Como se sabe, estos cirujanos o barberos eran el equivalente del actual enfermero; pero, por otra parte, el cargo era desempeñado muchas veces por un esclavo liberado. No he podido confirmar la condición social del cirujano perito, pero no cabe la menor duda de que su espíritu estaba más cerca de Ciríaco y Dionisia que del próspero Cáceres.

Quizá sea por ello, en un afán de ayudar a la pareja, que el dictamen señala que el estado de salud de Dionisia es verdaderamente calamitoso. Según lo que dice el cirujano, Dionisia presenta la más extraordinaria combinación de enfermedades que configuran un cuadro insólito: la esclava tiene artritis en las cuatro extremidades, presenta problemas con los humores crudos (posiblemente problemas digestivos) y también con los humores flemáticos (posiblemente tuberculosis), tiene sífilis convulsiva, está en proceso de parálisis, sus nervios están afectados por una suerte de tétanos y su respiración llegará a detenerse produciéndole esto la muerte.

Para completar gráficamente la imagen de la pobre Dionisia que da el cirujano, es interesante leer las descripciones de época respecto de los que sufren de emprostétanos, que es el tipo de tétanos que le fue diagnosticado en el dictamen. Se dice en tales descripciones de los Tratados de Medicina del S. XVm que esa enfermedad dobla el cuerpo en la parte superior obligando a hundir la barbilla en el pecho; además produce un rictus en los labios siempre estirados y entreabiertos, como si la persona sonriera malignamente, un rechinar de dientes, una ronquera y un murmullo como de risa sardónica que hacía que la gente los creyera endemoniados a los afectados por esta terrible enfermedad.

El juez ordena que Cáceres nombre perito tasador para que, conjuntamente con el nombrado por Ciríaco, procedan a fijar el precio. Cáceres debe haber sido un hombre prepotente porque cuando el Escribano del Juzgado le lleva la notificación responde a gritos -a viva voz, se señala en el expediente- que no cumplirá la orden. Después se da cuenta de que sigue incurriendo en errores que lo malquistan con la justicia y pide disculpas al juez, indicándole que no quiso decir que se resistía a la autoridad sino que apelaba. El juez no hace caso tampoco de la apelación y, en vista de que Cáceres no ha nombrado tasador, nombra uno por la Real Justicia.

Los tasadores proceden a la valuación de la esclava a su leal saber y entender y establecen que 170 pesos como ofrecía Ciríaco era muy poco pero 500 pesos como pedía Cáceres era mucho, por lo que determinan que el precio es de 350 pesos. Es interesante señalar que este precio es aparentemente el normal para una esclava sana de esa edad en Cajamarca en esa época.

Finalmente, Ciríaco consigna ante el juez la diferencia de precio entre la suma fijada por los tasadores y la cantidad de 170 pesos que había entregado al iniciar el juicio y el juez, haciendo caso omiso de las protestas de Cáceres, ordena que éste otorgue la escritura de ahorro o liberación de la esclavitud. Aquí también es interesante ver que el juez no ordena la venta de Dionisia a Ciríaco sino directamente su liberación, que es una figura jurídica distinta.

Juan de Dios Cáceres presentará todavía al Corregidor de Cajamarca un pedido de apelación ante la Real Audiencia de Lima. Sin embargo, después de una búsqueda minuciosa que he efectuado en los archivos de la Real Audiencia -que se encuentran bastante completos- puedo decir que esa apelación nunca tuvo curso. Probablemente, dados los costos que representaba la apelación y el hecho de litigar en Lima donde había que contratar abogados caros, el dueño de la esclava decidió resignarse a aceptar la suma que los tasadores habían establecido por ella y que Ciríaco había pagado.

Hacia una teoría agonal del derecho

Creo que la historia de Dionisia y Ciríaco puede ayudarnos a comprender mejor la naturaleza dinámica y polémica del Derecho y las posibilidades que tal naturaleza ofrece a la defensa de intereses y valores que pueden no ser los dominantes en una sociedad.

Tanto un cierto positivismo pop como el marxismo han sostenido, aun cuando por diferentes razones, que el Derecho no es sino la expresión de la voluntad del gobernante.

Para el positivismo, el Derecho es simplemente la aplicación de la ley; y en la ley están resueltos de antemano todos los conflictos, de manera que el uso cotidiano del Derecho no consiste sino en pasar esta plantilla pre-establecida al caso concreto. Las discusiones sobre valores, los conflictos de intereses, las opciones ideológicas distintas, tienen una cierta presencia en la formación de la ley. Pero, dice el positivismo, la aplicación de la ley -que es el dominio propio de los juristas- es aséptica y solamente implica una metodología de traslado de lo general a lo particular.

A su vez, para el marxismo el Derecho no es sino la expresión de voluntad de la clase dominante. Por consiguiente, poca importancia tienen las discusiones a nivel de aplicación de la ley dado que todo ha sido decidido por la clase dominante al crear la ley misma. De esta manera, el Derecho no es sino el instrumento de afirmación de una dominación monolítica que no admite fisuras ni remodelaciones: la guerra entre los intereses sociales discrepantes se produce únicamente al nivel de la Política y busca la captura del Poder para desde ahí conducir forzadamente todos los procesos sociales de acuerdo a esa clase dominante que ha logrado conquistar el poder de hacer las leyes.

Desde estos puntos de vista, el Derecho sería sólo un juego de espejos que reproduce hasta el infinito la Gran Dominación: detrás de cada una de las formas terminales del poder-es decir, la sentencia judicial, la decisión administrativa, etc.- existiría un enfrentamiento político primigenio definitivamente resuelto entre bastidores, cuyos resultados se expresan a través de la norma y son minuciosamente repetidos en cascada en todas las relaciones sociales por los distintos niveles del orden jurídico. El enfrentamiento extra- jurídico original arrojaría un Gran Ganador que impone vertical y mecánicamente sus dictados y cuyo brazo armado es la ley.

Sin embargo, la historia de Ciríaco y Dionisia, con sus angustias y sufrimientos, sus esperanzas temblorosas, sus alegrías inéditas ante la decisión del Corregidor, nos demuestran que el Derecho ofrece más posibilidades para hacer triunfar la justicia que lo que reconoce el cuadro depresivo pintado por el positivismo y por el marxismo. En el proceso judicial iniciado por Ciríaco advertimos que el Derecho tiene -según la feliz frase de Hart- una textura abierta y que cada uso del Derecho implica una retotalización de sentidos en la que el sentido original que tuvo la ley se combina con los sentidos nuevos que surgen de cada enfrentamiento de poderes con motivo de su aplicación. El Derecho se presenta así a todos sus niveles como una lid, como un campo de confrontación de los intereses y poderes sociales, en los que la competencia individual y la lucha social continúan. Lejos de ser un mundo codificado de antemano por la ley, se nos muestra como una conjugación muy dinámica y siempre inestable de intereses y valores.

De ahí que la gesta judicial de Dionisia y Ciríaco nos permita formular un modelo distinto del Derecho, un modelo dinámico y agonal, es decir, basado en el combate: el Derecho no sería así la aplicación de un silogismo matemático intemporal sino una guerra reglamentada en la que los poderes están continuamente expresándose, enfrentándose y combinándose. Lejos de una abstracción racionalista a-histórica, basada en la aplicación ineludible de un sistema abstracto, el Derecho tendría que ser entendido como un producto de la historia, como el resultado de las victorias, transacciones y armisticios que resultan de esos conflictos de poderes; pero esos resultados vuelven a ingresar a la historia porque son nuevamente cuestionados por los conflictos posteriores.

En esta forma, el Derecho no es una ciencia en el sentido riguroso y duro del término, ni del tipo natural ni del tipo matemático, no encuentra las soluciones ya dadas en la naturaleza ni tampoco parte de axiomas y postulados que son aplicados silogísticamente, sino es más bien un arte que recrea la verdad en cada caso, que compone -con ayuda de la ley, por cierto- una solución siempre nueva, como que un músico que, respetando las reglas de la armonía y con ayuda de ellas, compone, crea una pieza musical. Por eso el Derecho es más un arte -o quizá un juego- antes que una ciencia. Pero es un arte polémico, un juego competitivo, que se desarrolla mediante la confrontación de razones y de puntos de vista. Por eso el Derecho no sólo es un proceso artístico, con todo lo de creación y de invención que el arte implica, sino que, más precisamente, puede ser calificado como un arte marcial del espíritu.

Esa teoría agonal y dinámica del Derecho tendría que distinguir entre las reglas del juego y el juego mismo. Las reglas son las normas de diferentes jerarquías que constituyen el Derecho textual. Pero cada actor social desarrolla su propio juego, pone en marcha sus propios planes de acción, elabora estrategias y tácticas que, sin infringir las reglas, replantean los juegos de poder dentro de la sociedad. En esta forma, el Derecho se presenta como un conjunto de campos de batalla a diferentes niveles, como una multiplicidad de relaciones de fuerzas, cada una de las cuales tiene pedestales móviles, locales e inestables. El poder está siempre presente en el Derecho; pero no exclusivamente el Poder con mayúscula, no el poder bajo una forma primigenia de dominación, sino como algo que se está produciendo a cada instante, en todos los puntos del medio social: el Derecho entendido de esta manera está siempre en ebullición, es un campo burbujeante donde continua-mente nacen y desaparecen esferas de poder.

El Derecho es siempre interpretado y reinterpretado una y otra vez en función de nuevos fines: las normas son leídas siempre de una forma novedosa, transformadas y redireccionadas. Cada nueva situación activa representa una nueva interpretación del material anterior para adaptarlo a los nuevos fines y propósitos, para darle la significación que corresponde a los nuevos valores e intereses que quieren utilizarla. Es por ello que la historia de una norma o de una institución jurídica es una cadena de interpretaciones y de adaptaciones. Toda interpretación es una transfiguración. La vida del Derecho -como quizá todo en la vida a secas- es fundamentalmente una contienda, una competencia, un conflicto de valores y una lucha por la interpretación de los ideales y de las ideas de acuerdo a los fines que se proponen como nuevos a cada instante.

Es evidente que estos enfrentamientos locales de poder jurídico no son independientes unos de otros: el Derecho se construye como una jerarquía de niveles o planos, en la que los niveles superiores gravitan decididamente sobre los niveles inferiores; la ley establece el campo de juego del juez y de los litigantes y, a su vez, la Constitución enmarca las posibilidades de acción de los legisladores. Pero cada uno de estos niveles de enfrentamiento de poderes no produce resultados monolíticos, no cierra definitivamente el debate, sino que simplemente plantea pies forzados para los juegos de fuerza que se desarrollarán en los niveles inferiores. El Derecho teje primero una malla básica que regula las formas aceptables de comunicación a fin de que esta sea productiva: éste es el papel de la ley.

Pero el Derecho es más que las leyes, de la misma manera como el juego de ajedrez es bastante más que sus reglas: el Derecho está formado por las leyes, pero además por las conductas, los razonamientos, los convenios, los esfuerzos recíprocos de persuasión y un sinnúmero de otras comunicaciones. Si admitimos esta naturaleza efervescente de las relaciones jurídicas, el Derecho puede ser mejor definido como un espacio con ciertas características para albergar cosas antes que como un conjunto de cosas jurídicas, sean éstas leyes, instituciones, etc. El Derecho es más bien un espacio y un método para resolver no disruptivamente los conflictos de poder.

Debe advertirse también que, si bien hay reglas para esa transformación continua del sistema mismo (la ley sólo puede ser modificada por otra ley, las interpretaciones siguen pautas racionales, etc.), nada es firme en el Derecho: todo dura lo que las personas quieren que dure, dura el tiempo que las personas consideran todavía útil o aceptable esa ley, esa conducta, ese argumento.

Sin embargo, es muy importante tener en cuenta que el orden no es el resultado de una imposición superior: surge de la propia interacción de los agentes sociales. Este orden se crea a nivel de la sociedad civil como una auto-organización indispensable para la vida. La auto-organización se produce al nivel de la sociedad civil porque la razón y no la coerción es el elemento ordenador fundamental. La propia coerción está fundada en la razón, como lo había visto Hobbes; y a su vez está puesta al servicio de la libertad. Es esta auto-organización horizontal la que, en ciertos casos, requiere un Estado que aplique colectivamente la coerción para preservar el orden; no es, pues, el Estado quien crea el Derecho sino la sociedad civil la que crea el Derecho y el Estado.

De esta manera, la construcción horizontal de esta malla de relaciones permite sobrepasar la idea de Estado, que era indispensable como productor y asegurador del Derecho dentro del modelo político tradicional. Esto explica mejor la operatividad del Derecho consuetudinario, que no requiere el apoyo de una coerción estatal porque tiene sus propios medios de hacer cumplir sus prescripciones. Y es por ello también que resulta comprensible el Derecho Internacional sin tener que inventar un Super Estado por encima de las naciones: hay Derecho aunque no haya autoridad ni sanción superior, en la medida en que se formulan propuestas de acuerdo a reglas establecidas por la costumbre y se logran consensos. Y todo ello no es un Derecho imperfecto como lo ha afirmado en ocasiones el positivismo sino un verdadero Derecho, en el que el modelo agonal se cumple perfectamente: la obligatoriedad se sustenta en el acuerdo entre los Estados. Mientras ese acuerdo se mantenga, es posible invocarlo para resolver un sinnúmero de controversias que caen dentro de su marco conceptual; cuando el consenso sobre esos principios comunes se pierde, regresamos al estado de naturaleza y será preciso emprender la tarea difícil de buscar un nuevo acuerdo a fin de restablecer el Derecho.

El Derecho no es, entonces, un dato sino una operación, no está previamente establecido en un nivel que lo trasciende sino que se constituye en la medida en que se lo utiliza, no está hecho sino que se presenta a sí mismo haciéndose en una multiplicidad de focos locales de enfrentamiento. El Derecho constituye así una suerte de guerra reglamentada en la que se dan múltiples com-bates de diversa importancia, que arrojan victorias con un mayor o menor alcance significativo dentro del orden social. Pero las conquistas obtenidas son nuevamente dialectizadas por los combatientes posteriores; y muchas veces los combates no terminan con una victoria impecable sino con una forma de armisticio que incorpora intereses de vencedores y vencidos, los que serán aprovechados en los combates posteriores. Considero que el Derecho no es la expresión de un sujeto histórico oculto que, como un titiritero, maneja desde atrás y desde arriba los hilos jurídicos que mueven a las marionetas sociales. Prueba de ello es que en plena época del positivismo jurídico, cuando se exige un respeto absoluto a la ley y una aplicación estricta de sus normas que pretende no dejar lugar a la interpretación, se desarrolla en el Perú por vía jurisprudencial el nuevo Derecho del Trabajo: los empleados y obreros peruanos, ayudados por ciertos abogados, litigaron afanosamente y consiguieron conquistas sociales que la ley no preveía.

Todo ello nos lleva a pensar que el Derecho es más palabra que escritura, es más un razonamiento vivo que un Código inmovilizado, es un discurso que se rehace continuamente antes que un libreto muerto que se repite monótonamente. La ciencia tradicional del Derecho -y con esta expresión me refiero a la Dogmática- ha colocado el acento en el estudio de las estructuras, sin tener en cuenta a los hombres que las crean y las usan, a la libertad individual que se cuela por todo resquicio y origina cada vez que puede una lucha política. La llamada ciencia del Derecho ha enfatizado las formas, la arquitectura de las normas, como si se tratara de un paisaje absolutamente detallado y perfectamente obligatorio que se identifica con el universo para los fines jurídicos. Ha olvidado a los hombres que utilizan estas estructuras formales, a los jugadores que juegan el juego del Derecho inventando modalidades y estrategias.

Cada hombre que entra en relación con el Derecho encuentra ante si los resultados de las batallas anteriores -rendiciones incondicionales, armisticios, transacciones- convertidos en elementos formales. Cada hombre que usa el Derecho se encuentra frente a sí con numerosos objetos normativos cuya existencia no puede negar: teorías, normas, intereses, doctrinas legales. En principio, se encuentra condicionado por todos ellos. Pero esas condiciones que no pueden ser negadas, son sin embargo combinadas, utilizadas, cargadas de nuevos sentidos, por cada jugador de ese juego serio que es el Derecho.

Ahora bien, el espíritu humano no persigue solamente manipular cosas e ideas para colocarlas al servicio de intereses episódicos, sino que además va desarrollando paralelamente un trabajo teórico (en el sentido más amplio del término) de creación de totalidades significativas: la actividad humana se piensa a sí misma y se organiza en totalidades estructuradas sobre la base de establecer una cierta unidad de sentido. La Filosofía del Derecho recoge en cada ocasión los elementos heterogéneos que le presenta la realidad (teorías anteriores, normas legales, prácticas jurídicas, realidad social) y les otorga una nueva unidad de sentido. Estos elementos no constituyen, entonces, sino materiales de construcción al servicio de la reflexión teórica. Pero como estos elementos no han surgido de la nada sino que son los despojos de destrucciones de totalidades anteriores, de alguna forma presentan su propia inercia y su propio dinamismo: favorecen ciertos aspectos del nuevo proyecto totalizador y frustran o retardan otros. La Filosofía del Derecho es, entonces, la expresión de una historia de las ideas jurídico-sociales que se realiza a través de un complejo proceso dialéctico de totalizaciones y retotalizaciones en el que se integra la reflexión pasada con los proyectos actuales, los ideales con los intereses, las leyes con los hechos, el ser con el deber ser. El proceso del filosofar jurídico es una suerte de bricolage: utiliza elementos sobrantes, desperdicios o restos de demoliciones de otras edificaciones teóricas para construir con ellos un nuevo objeto conceptual que a su vez será demolido posteriormente y sus partes utilizadas en otras teorías; y así sucesivamente.

Agradezco a todos los asistentes por su paciencia para escuchar estas disquisiciones -quizá un tanto extravagantes- que perciben al Derecho como una contienda, pero no una guerra destructiva sino una colaboración competitiva, una contienda que no mata sino que, por el contrario, es la expresión de la vida, una competencia razonada y civilizada que enriquece a todos los actores sociales en la medida que estimula a cada uno a desarrollar al máximo lo mejor de sí mismo para superar al otro, de manera que los enfrentamientos interindividuales hagan que los valores, los puntos de vista y los intereses se incrementen y enriquezcan unos a otros y luego se equilibren dinámicamente a fin de lograr en la sociedad no la tranquilidad inerte de los cementerios sino la estabilidad movediza y siempre creativa de esa ebullición y efervescencia que son las manifestaciones de la vida.

Quito, 9 Septiembre del 2002.

(*) conferencia pronunciada en la Universidad San Francisco de Quito