Entre la muerte y la vida

Marena Briones Velasteguí

De la muerte no suele hablarse, al menos no suele hablarse más allá de ciertos textos. De medicina, porque, como sabemos, no hay forma de que no vuelquen su mirada hacia ella. De filosofía, porque los espíritus de esa índole especulativa no pueden dejar de confrontarse con el inevitable final, que tanto rehuimos y que no deja de acechamos nunca hasta que obtiene lo que quiere. De sociología o de historia, porque allí están los testimonios de las masacres, de las guerras, de las revoluciones, de los asesinatos políticos, de los accidentes, de las epidemias, y porque no hay manera de que podamos evitar su constatación diaria. De cuentos, novelas, pinturas, documentales, reportajes, noticias, esculturas, porque es parte constitutiva de lo que somos. Y, seguramente, de algunos textos más que no hay objeto de nombrar en este momento, porque la muerte, como la vida, está entre nosotros.

Pero, cuando digo que de la muerte solemos no hablar, lo que quiero decir es que no hablamos de nuestra muerte, de ese destino que en el tránsito humano es el único destino seguro que tenemos; de la muerte como el más significativo testimonio de que hemos existido, de que fuimos un día, de que amamos, lloramos, reímos, aprendimos, jugamos, odiamos, tuvimos hijos y nietos, padres, madres y hermanos, amigos, enemigos y compinches. Quiero decir que la muerte no es una invitada usual de nuestras tertulias o de nuestras íntimas reflexiones; no es una invitada usual como sí lo son, por ejemplo, nuestros anhelos o nuestras penas, nuestras alegrías o nuestros amores, nuestros enojos o la situación del país, la calamidad doméstica o la telenovela diaria, el dinero que no fue suficiente para cubrir nuestras necesidades o nuestros caprichos, y tantas otras cosas que compartimos con nosotros mismos y con los demás en la cotidianidad de nuestras vidas. No, de la muerte no solemos hablar.

¿Qué sabemos, entonces, de la muerte? ¿a qué tememos o a qué aspiramos cuando peleamos contra ella o cuando la deseamos vehementemente o por impotencia? Me parece que la respuesta no es nada fácil. La muerte siempre será para nosotros una desconocida. Aunque hayamos sufrido inmensamente al tener que separamos sin remedio ni retomo de un ser amado, o aunque hayamos estado cerca de traspasar el umbral que nos aleja de este mundo, o aunque hayamos sido testigos de su llegada, la muerte -repito- seguirá siendo para nosotros, los que aún estamos aquí, una desconocida. Por eso, hablar del suicidio o de la eutanasia tampoco es fácil. Allí, en esas realidades, complejas sin duda, se ponen en juego los dos extremos de una misma naturaleza humana. Todos morimos. Si hay algo que nos iguala sin ninguna duda, ese algo es, precisamente, la muerte, así que, también sin ninguna duda, habremos de saber que cuando una persona, una persona como nosotros, elige morir, esa elección tiene un altísimo precio: la vida.

Y si tiene tan alto precio, no podemos dejar de preguntarnos qué es lo que puede ser tan, pero tan grave, como para conducimos a sacrificar la propia vida. Por ahora, olvidemos el suicidio y detengámonos en la eutanasia. En su raíz etimológica significa buena muerte. ¿Habrá muertes buenas acaso? Sí, creo que a eso aspiramos todos. Ya que vamos a morir de cualquier modo, que nuestra muerte y la de todos aquellos a quienes amamos - ¿por qué no la de todos los seres humanos? - sea una muerte que nos abrace plácidamente. ¿Una cuestión de libertad o de autonomía? ¿Una decisión por entrañable amor, para evitar un sufrimiento inútil a nuestros seres queridos? Sí, aunque suene extremadamente duro, aunque incurra en pecado, aunque nos quede la sospecha de que algo pudo haber sido distinto. Porque, cuando de eutanasia se habla, no se habla de otra cosa, por paradójico que parezca, que de amor. Podemos discutir sobre todos los riesgos que encierra la eutanasia y sobre todas las posibilidades de jurídicamente eludir o reducir a su mínima expresión esos riesgos. Esa discusión es indispensable. No la soslayo; todo lo contrario, la demando. Pero, por encima de esos riesgos, que de todas maneras existen configurando otras conductas (por ejemplo, el homicidio), lo que sí es cierto es que, si cada uno de nosotros se supone autónomo para vivir, no hay razón alguna que justifique que no sea autónomo para morir.

Afirmar lo que afirmo no implica omitir todo lo que sea necesario para que una persona no tenga que llegar a desear su propia muerte, ni implica tampoco disculpar o dar permiso a egoísmos, comodidades e irresponsabilidades. Con mis aseveraciones, me muevo en el terreno de una ética de la comprensión y de la solidaridad. Desde ese lugar, debo añadir además que no es cierto que para la humanidad la vida sea un valor absoluto. Y si no… ¿Por qué las guerras? ¿Por qué la legítima defensa? y, sobre todo, ¿por qué esa ignominiosa indiferencia con la que vemos de frente y sin vergüenza a la miseria, a los millones de niñas y niños desnutridos, a los millones de hombres y mujeres que desfallecen por enfermedades curables sólo porque no tienen acceso a medicinas y a atención oportuna y eficiente, a millones de ancianos y ancianas que tienen que morir en soledad, abandonados del afecto con el que todos desearíamos morir rodeados algún día?

Cuidamos, si cabe el término, sólo ciertas y contadas vidas; las demás, que son la mayoría, o nos importan muy poco o no nos importan nada. Por eso, no acepto que la vida sea un valor absoluto, ni admito que se plantee la misma consideración en el plano del deber ser. No, porque es aquí y ahora, donde y cuando debemos demostrar que valoramos la vida, de todos, sin excepción. Es aquí y ahora, donde y cuando debemos ser responsables mutuos de nuestras vidas. La eutanasia pone en jaque esa responsabilidad, porque nos exige tomar conciencia plena de nuestras vidas y de nuestras muertes. Tomar conciencia de ellas significa recuperar para nosotros mismos y para los demás el derecho de vivir y morir con dignidad.