Femando de Trazegtties Granda
A comienzos de hitos simbólicos tan inusuales como el cambio de milenio, tenemos tendencia a preguntamos cómo será el mundo del futuro, qué pasará ahora que hemos dado la vuelta a la esquina del tiempo.
En muchos casos, no pasará nada, porque un cambio de calendario no coincide necesariamente con un cambio cultural. Sin embargo, en el caso del tercer milenio de nuestra era, encontramos que quizá ese tipo de reflexión nos permite percibir una suerte de marea de fondo que no tiene nada que ver con esa cifra cabalística, sino que ha venido incubándose desde mucho tiempo atrás y que anuncia una nueva cosmovisión cada vez más próxima, con las correspondientes modificaciones en el sentido, el estilo y las posibilidades de la vida. Eso es lo que algunos han llamado post moderniidad, aunque este término tenga significados muy diferentes según quien lo utiliza.
La nueva cosmovisión está basada en múltiples aspectos que han revolucionado la existencia del hombre. No es posible señalar en estas líneas todas sus causas y consecuencias. Baste indicar simplemente la nueva silueta que se perfila en el horizonte.
De un lado, ¡qué duda cabe!, hay un desarrollo exponencial de la ciencia que cada día nos asombra más con sus descubrimientos y con sus nuevas aplicaciones técnicas que incrementan hasta el vértigo las potencialidades del ser humano. De otro lado, la humanidad es cada vez más educada, el hombre cada vez tiene más conciencia de su insoslayable dependencia recíproca, cada vez utiliza en mayor grado el saber para sobrevivir y superarse. Por otra parte, después de una euforia en tomo a un modelo único de modernización - derivado de la idea de que la razón, elemento central de la modernidad, sólo puede conducir a un solo resultado válido- se ha venido produciendo una toma de conciencia de las diferencias y se comienza a admitir que es posible ser moderno -y, por ende, racional- de muchas maneras.
El Derecho no es -no puede ser- ajeno a esta perspectiva. Y, en ese sentido, es válido preguntarse cómo será el Derecho del futuro.
No es difícil advertir que se están produciendo cambios muy claros en su concepción y en las técnicas de su aplicación, que probablemente continuarán durante la próxima centuria. Trataremos de apuntar las direcciones de estas tendencias.
Si pensáramos que el Derecho responde a una estructura universal y eterna del ser humano -como lo pretendió (hasta un cierto punto) la idea iusnaturalista- la concepción del Derecho no debería verse afectada por los cambios histórico-culturales; a lo sumo, habría un reconocimiento progresivo de esas verdades inmutables y una adaptación menor en aspectos coyunturales. Pero el Derecho seguiría siendo el mismo por los tiempos de los tiempos, mientras existan hombres en la tierra.
Sin embargo, esa idea -que correspondía a una mentalidad ya sea religiosa, ya sea racionalista- ha sido gravemente erosionada por la insurgencia de la perspectiva histórica. Cada vez más la historia nos muestra que el mundo no es siempre igual, que el tiempo no es reversible y que el hombre se está continuamente inventando a sí mismo, para bien o para mal.
Antes de la modernidad, el Derecho era fundamentalmente consuetudinario. Esto significaba que no era un Derecho creado por un legislador-autoridad, sino que respondía a las costumbres de un pueblo: el Derecho nacía de abajo para arriba y no al revés. Una concepción de este tipo presenta varias características importantes. De un lado, da lugar a un orden jurídico muy cercano a la idiosincrasia peculiar del grupo en el que es aplicado. Pero, de otro lado, se trata de un Derecho muy conservador, que no se modifica fácilmente en la misma medida que las costumbres cambian muy lentamente en el tiempo. Además, cada pueblo tiene un Derecho diferente en la misma medida que tiene costumbres diferentes. Dentro de este contexto, el Estado no era muy importante porque tenía una función legislativa muy limitada y actuaba solamente como una suerte de garante de la costumbre; sin perjuicio de una multiplicidad de poderes locales que a su vez aseguraban el cumplimiento de ese Derecho consuetudinario.
La modernidad entroniza a la razón sobre la tradición y la costumbre. La razón tiene una función crítica que pone a prueba las convicciones consuetudinarias y las reasume o las descarta mediante opciones explícitas: las cosas ya no tienen valor porque así siempre ha sido sino porque se deciden en el momento que efectivamente son valiosas. Por otra parte, la razón moderna, profundamente impresionada por el formalismo estricto de las matemáticas, pensó que era posible construir un sistema jurídico cerrado, sin lagunas, en el que las normas fueran perfectamente claras y unívocas. Este sistema debía ser general, es decir, aplicable a todas las personas que conforman no ya un grupo cultural sino una entidad política abstracta denominada Estado. Dentro del llamado Estado-Nación no se podían admitir diferencias, no se podía aceptar que en su interior existieran una pluralidad de nacionalidades, ya que ello atentaría contra la igualdad jurídica, que es condición esencial de la sociedad moderna: todos los ciudadanos son iguales ante la ley. En consecuencia, las peculiaridades de los diferentes grupos culturales ubicados en el interior del Estado no podían ser reconocidas por el Derecho. E incluso se consideró que el ideal sería un Derecho universal, racionalmente formulado; y por ello surgieron diferentes propuestas -y también algunas realizaciones- para unificar la legislación a nivel internacional en varias áreas de la actividad humana.
La responsabilidad de esta centralización y homogenización del aparato jurídico-político no podía recaer sino en el aparato político-jurídico que constituye el núcleo de esa concepción social, vale decir, el Estado liberal. Por tanto, todos los derechos de origen no estatal (costumbres, normas emanadas de poderes locales relativamente autónomos, etc.) fueron suprimidos o integrados dentro del marco omnipresente de la ley estatal. Por otra parte, el Estado pasó a ser el garante exclusivo e indiscutido del Derecho, respaldándolo con su poder de sancionar. De esta manera, el orden jurídico se convirtió en un orden estatal; y esta identificación fue de tal naturaleza que se consideró inconcebible un Derecho que no estuviera basado en la coacción pública. Es dentro de ese orden de ideas que el Derecho Internacional fue entendido como un orden jurídico deficiente, incompleto, dado que carecía de un organismo central capaz de unificarlo y de imponer sus normas mediante la coerción. Para disculparlo, se dijo que era un Derecho en formación y que por eso no contaba todavía con tal aparato centralizado de coerción; pero que lo tendría tan pronto como las naciones se unieran en una organización súper estatal plena.
La modernidad pensaba que la vida en común era imposible si no existía un Estado fuerte que organizara de arriba a abajo, verticalmente, la agitación dé la sociedad civil utilizando las leyes como instrumento para lograr un juego fluido de intereses Ubres dentro de un ordenamiento racional.
Sin embargo, la evolución ha mostrado que, a medida que aumenta la conciencia cívica y que los valores de la modernidad se profundizan, los actores privados de la sociedad civil se entienden más fácilmente entre sí y pueden organizarse horizontalmente, sin la intermediación del Estado. El juego se vuelve más racional y requiere de menos coerción externa cuando cada individuo se da cuenta de que no puede subsistir sin la colaboración de los demás individuos (sea como productores o consumidores): es posible comprobar empíricamente que, en situaciones normales, los actores prefieren cumplir las reglas a fin de que ese juego de la libertad y el mercado que beneficia a todos se desarrolle sin tropiezos. En otras palabras, la necesidad de coerción estatal es inversamente proporcional a la educación cívica de la población.
En esas circunstancias, el Derecho se transforma de un orden de coerción en un sistema de acuerdos que todas las partes involucradas tienen interés en cumplir. El Estado pierde el monopolio de la producción de las reglas de juego y el Derecho se constituye como una trama de relaciones sociales libremente entretejidas. Ni siquiera la resolución de conflictos ni la imposición forzosa de las normas quedan en manos exclusivas del Estado: de un lado, la sociedad civil organiza en su propio interior la solución de sus controversias a través de arbitrajes y otros medios no estatales; de otro lado, las sanciones más importantes en caso de incumplimiento no son principalmente las impuestas por el Estado sino las consecuencias económicas negativas que se derivan para el propio infractor por el hecho de haber intentado perjudicar el juego.
Dentro de este contexto, el Derecho no es más un conjunto de mandatos respaldados por sanciones sino una forma de argumentar que ayuda a la construcción de las relaciones sociales productivas. Es por ello que el Derecho Internacional no puede ser considerado ya como un Derecho a medio hacer o incipiente sino, por el contrario, como un ejemplo de un orden creado no sobre la base de la aplicación de la fuerza bruta sino sobre la base de la persuasión ayudada por la razón y la doctrina, el peso de la opinión pública y las conveniencias recíprocas.
Si a esto llamamos post modernidad, el Derecho del futuro será entonces mucho más privado aún que el Derecho de la modernidad, más espontáneo, más variado.
En esta forma, el Derecho retoma a manos de los actores sociales, quienes lo modelan según sus necesidades: los pueblos, los grupos funcionales, los partícipes de una determinada actividad crean y recrean su Derecho al margen del Estado. Pero esto no significa un simple regreso a la costumbre, como en la época premodema. Hay, sin duda, una vuelta a la diversidad y a la expresión popular (en el sentido más amplio del término, como manifestación de la sociedad civil). Pero la costumbre se iba formando con los años y no se modificaba fácilmente. Era más bien estática, de alguna manera anquilosante; no ponía en cuestión sino, por el contrario, solidificaba, reafirmaba. En cambio, el Derecho de la postmodemidad tiene un gran dinamismo porque es objeto de una creación permanente. Ninguna regla, ningún acuerdo subsiste dentro de la postmodemidad por simple inercia popular. La razón postmodema -entendida como el cálculo de costo/beneficio de los actores sociales- duda de toda construcción normativa anterior, de todo acuerdo, de toda regla. No conserva, sino que cuestiona, somete a crítica, discute, analiza.
Tanto la premodemidad como la modernidad pretendieron constituir un equilibrio estable entre las pasiones e intereses de los hombres, domesticar al ser humano para convertirlo en un ser tranquilo que se somete a la tradición consuetudinaria o al monopolio estatal del ejercicio de la razón en nombre de todos los ciudadanos. En cambio, la postmodernidad se orienta a establecer un equilibrio inestable, incansablemente dinámico, que cultiva las pasiones y alienta los intereses, en el que todo es replanteado continuamente por los propios actores y donde los acuerdos resultan del convencimiento (siempre transitorio) de la bondad de su contenido para todos quienes participan en ellos.
Como es obvio, ni el Estado ni el Derecho estatal desaparecerán totalmente en el futuro: siempre habrá quienes no entiendan que no les conviene trampear y a los cuales será preciso sancionar desde arriba. Pero no cabe duda de que, en la medida que los intereses coinciden, el Derecho tal como lo conocemos ahora se hace menos necesario y el Estado (y, por tanto, la política) pierde buena parte de su justificación.
Nótese que esta coincidencia de intereses que postulamos dentro de la post modernidad no implica que el mundo será uniformizado y que no habrá contradicciones. Al contrario, el mundo será extremadamente diferenciado y vivirá de las contradicciones entre los actores sociales. Pero habrá una coincidencia básica fundada en el análisis racional del costo/beneficio en el sentido de que, precisamente, para poder realizar los intereses individuales más disímiles es indispensable que aceptemos jugar el juego sin desbaratarlo.
Pero no es solamente la concepción del Derecho la que se encuentra en proceso de cambio sino también las técnicas de su aplicación. Ahora bien, el cambio en la aplicación indudablemente generará nuevas transformaciones en el concepto mismo de Derecho que aún no estamos en condiciones de avizorar.
Estos cambios son en gran parte el resultado -como en muchas otras áreas de la actividad humana contemporánea- del extraordinario y maravilloso desarrollo de la informática y de las comunicaciones.
La informática no sólo ha revolucionado los sistemas de control y administración de múltiples actividades vinculadas al Derecho, sino que está dando lugar a novísimas aproximaciones al Derecho mismo.
Entre ellas, cabe destacar aquellas que afectan la textualidad del Derecho en la misma medida que modifican la idea misma de libro.
Hasta ahora, el Derecho estaba contenido en constituciones, códigos y leyes presentados bajo la forma de libros. A su vez, el análisis doctrinario de las normas legales era registrado y difundido a través de libros. Y la jurisprudencia, que es el punto donde confluye la ley y la doctrina colocadas frente a la vida, igualmente era conocida mediante libros.
Un libro es la transcripción lineal de un texto que está hecho para ser leído en forma corrida. Sin embargo, a diferencia de la manera como se escuchan las piezas de un cassette de música, el libro posibilita el uso fragmentado de la información que contiene gracias a la posibilidad de búsquedas y lecturas que no siguen el orden fijo de la escritura sino el orden variable del interés de quien lee el texto. La estructura del libro, compuesta por unidades menores (capítulos y páginas), permite acceder a la información de una manera diferente a la secuencial: podemos ir directamente al capítulo tercero, página 25, y leer lo que ahí se dice. Los índices, cuya técnica ha ido perfeccionándose en el tiempo que tiene la historia del libro, facilitan aún más la posibilidad de llegar a la información que necesitamos sin tener que leer todo el texto. En Derecho, esta necesidad de ingresar a la información desde distintos puntos de partida y de usarla en forma parcial, es particularmente dramática. Por ello, las leyes se dividen en unidades bastante menores que son los artículos, a fin de establecer referencias puntuales que permitan una recuperación muy precisa de la información sobre los distintos mandatos legales específicos que conforman una ley.
Ahora bien, la informática ha revolucionado la noción de libro, reduciendo el volumen del soporte físico donde está registrada la información, permitiendo accesos extraordinariamente exactos y facilitando la combinación de varios elementos de búsqueda a fin de obtener una información más adaptada a la cuestión planteada.
Es así como ahora es posible tener todas las leyes de un país en un pequeño CD-ROM y buscar en esa inmensa masa de datos aquello que nos interesa sin ninguna dificultad. Aún más; la informática permite vincular fragmentos de un texto con fragmentos de otro texto diferente, de manera que mediante un simple clic podemos trasladamos de una ley a otra, del artículo de un código a un comentario doctrinario o a una ejecutoria suprema que se refieren al tema. La lectura ya no está, entonces, limitada a un texto por vez, sino que puede ir saltando de un texto a otro; y la estructura de la información deja de ser lineal para convertirse en una red en la cual es posible dirigirse de un punto cualquiera a todos los demás puntos por caminos muy diversos. Como se dice actualmente en informática, es posible navegar en todas las direcciones dentro de este mar de datos legales, potencializando nuestro uso eficiente del Derecho.
Si a ello se le agrega el desarrollo de los medios de comunicación, como el Internet, que nos pone en contacto con todas las leyes del mundo, podemos decir realmente que los abogados nos encontramos ante un panorama nuevo. Nuestro universo jurídico se ha ampliado enormemente, pero al mismo tiempo todos sus elementos se han vuelto más próximos, se ha acercado a nosotros: el mundo del Derecho se ha transformado en una aldea global, como lo anunciaba paradójicamente hace muchos años Marshall MacLuhan.
¿Cómo van a ser los códigos, las leyes, los libros jurídicos cuando se utilicen plenamente las nuevas técnicas de transcripción y recuperación de información? Quizá deberíamos preguntamos si existirán códigos o si sólo consultaremos el CD-ROM, cruzando mediante el hipertexto todas las fronteras entre ley, doctrina y jurisprudencia.
Pienso, sin embargo, que el papel siempre será necesario. Pero no cabe duda que en la práctica profesional utilizaremos mucho más la transcripción computarizada de esos textos. Ahora bien, el acceso multiforme y no secuencial a la información legal que proporciona este nuevo medio, no es inocuo respecto del pensamiento jurídico. No es una mera facilidad, sino que, de alguna forma, va a influir sobre el razonamiento de los abogados; es así como la aplicación del Derecho -e incluso su formulación- sufrirá también importantes variaciones cuyos alcances no podemos determinar.
Por otra parte, los adelantos en esta materia hacen posible que la computadora no sólo brinde espléndidamente información inerte para que los abogados y jueces le den vida, sino que la inteligencia artificial puede ayudar en el proceso mismo de animar esa información a través de un razonamiento. Esto quiere decir que la informática no se limitará a ofrecemos un banco de datos para que nosotros pensemos, sino que además pensará por nosotros en el análisis de los casos jurídicos.
Los hombres de Derecho pueden dormir tranquilos: la computadora nunca los reemplazará. No es posible que una inteligencia mecánica pueda dar una opinión legal útil ni resolver de manera justa un caso judicial. Y ello debido a que, afortunadamente, cada vez tenemos menos la idea de que el Derecho es una ciencia exacta.
La modernidad creyó en algún momento que el Derecho podía ser aplicado con la misma certeza como se resuelve una operación matemática; por consiguiente, las leyes tenían que ser unívocas, libres de toda ambigüedad, y el razonamiento a partir de ellas consistía simplemente en la operación de una lógica deductiva. Las leyes del Derecho tenían que ser tan inexorables y ciertas como las leyes de la naturaleza. De esta manera, siempre debía haber una y sólo una solución correcta a cada problema jurídico.
Si el Derecho fuera una suerte de matemática de la normatividad como lo pretendía esa ilusión, llegará un momento (si no ha llegado ya) en que las computadoras podrían realizar todo lo que actualmente hace la profesión legal. Pero el Derecho no es nunca la aplicación de una mera planti- lia abstracta a una realidad concreta, no es nunca una mera deducción sino que también tiene mucho de invención: la interpretación no consiste en simplemente encontrar lo que ya estaba en la ley misma quizá un tanto oculto o confuso - llámese la voluntad del legislador o como se quiera- sino en crear una solución para el caso, con la ayuda de la ley; usamos la ley como material de construcción, pero con ella tenemos que construir, es decir, tenemos que configurar un diseño único para cada caso, tomar opciones con decisiones que no se derivan de la ley misma sino de la apreciación personal del juzgador o intérprete.
La computadora puede imitar extraordinariamente el razonamiento lógico del ser humano, pero no puede inventar, no puede optar si no se le dan las bases racionales para hacerlo: la computadora tiene hasta cierto punto la facultad de la razón, pero no tiene capacidad imaginativa. Y quizá lo que distingue al ser humano de las cosas (entre ellas, las máquinas) no es su capacidad combinatoria o cálculo (razón) sino su imaginación (creatividad). Y el hombre de Derecho hunde las raíces de su actividad en lo más profundo de lo humano. Es por ello que, al analizar una situación desde la perspectiva jurídica, se ve obligado a construir por sí mismo una solución asumiendo cuando menos dos tipos de opciones: tiene que decidir sobre la naturaleza de los hechos y tiene que escoger entre las numerosas posibilidades de interpretación que siempre le ofrece la ley Y eso no lo puede hacer una computadora.
Sin embargo, hecha esta aclaración y con la seguridad de que la computadora nunca podrá desarrollar todo el razonamiento judicial hasta encontrar una solución al caso, no cabe duda de que la inteligencia artificial puede avanzar mucho en los aspectos lógicos del razonamiento jurídico, deteniéndose y preguntando al ser humano lo que piensa respecto de determinadas situaciones, a fin de continuar con una u otra línea de razonamiento. La computadora puede decirle al juez: Con los datos que usted me ha dado, no cabe duda de que los actos de Primus están en el origen de los daños sufridos por Tertius. Pero agregaría: Note que los actos de Primus afectaron en primer lugar a Secundus quien, al tratar de evitarlos, produjo el daño a Tertius. Ahora bien, antes de seguir con mi análisis tengo que saber qué piensa usted, señor ser humano, respecto de las teorías de la causalidad, cómo entiende la causa adecuada (para lo cual le puedo exponer las diferentes teorías que han sido planteadas y entre las cuales usted quizá encuentre alguna que le satisfaga), cuál es su criterio para distinguir los daños remotos, etc. La misma computadora le ofrecerá adicionalmente textos de los más importantes autores sobre esta materia y le presentará la jurisprudencia pertinente; pero será el hombre de Derecho que la consulte quien se formará su propia opinión sobre el problema y adoptará la decisión que le parezca más justa o conveniente.
Por consiguiente, la computadora no suplantará al juez o al abogado, pero se convertirá en un asesor legal, en un amigo profundamente conocedor de normas y doctrinas, cuya ayuda será invalorable. Facilitará al juez o al abogado el procesamiento de la información del caso y de las leyes aplicables, le pondrá al alcance la doctrina relevante, avanzará con una seguridad extraordinaria en los aspectos de razonamiento mecánico y le planteará los verdaderos problemas del caso que el juez o el abogado tiene que asumir por sí mismo.
Muchas veces he dicho que es muy peligroso jugar a visionario, porque la historia siempre nos depara muchas sorpresas (¡menos mal!). Pero hay novedades que ya no son un futuro remoto sino que sus pasos iniciales comienzan a formar parte de nuestra vida diaria. Y creo que lo antes mencionado pertenece a esta categoría.
Esas novedades estimulan, pero atemorizan, nos abren esperanzas de nuevas posibilidades pero nos cancelan estilos y formas de ser, ofrecen mucho pero nos hacen ver nuestras limitaciones actuales. Algunos preferirían que las cosas no cambien, que la profesión de abogado siga siendo como lo es hoy. Eso es un imposible. El hombre de Derecho actual es distinto y hace cosas diferentes que el hombre de Derecho del siglo pasado; y el hombre de Derecho del mañana hará cosas que no son las de hoy. Tiene poco sentido luchar contra el futuro. Aprendamos, más bien, a convivir desde ahora con él.