Hernán Salgado Pesantes
Cuando se analiza el sistema presidencial de América Latina es muy común, entre especialistas, destacar como una de sus características principales la hegemonía del Poder Ejecutivo a través de su titular el presidente de la República. Y, dicha característica sirve, además, -según otros- para diferenciar nuestro sistema presidencial latinoamericano del sistema presidencial de los Estados Unidos e incluso hay constitucionalistas que señalan la hegemonía presidencial como una deformación del sistema -se habla también de degeneración-, este criterio les lleva a distinguir una clasificación entre régimen presidencial (el de los Estados Unidos) y regímenes presidencialistas (los latinoamericanos).
Personalmente no comparto estos análisis, considero que son inexactos y superficiales. Igualmente, bajo esta óptica y frente a la variedad de regímenes parlamentarios, podría hablarse de que hay un parlamentarismo ortodoxo y otros que han sufrido deformación.
Para el caso que nos ocupa, la hegemonía supone lato sensu la supremacía de un órgano político sobre los demás. Y supremacía implica una preeminencia, una superioridad jerárquica. En suma, en la hegemonía existe un poder dominante.
En mi criterio, la hegemonía del titular del órgano ejecutivo no es una característica del presidencialismo, se trata más bien de un elemento inseparable de todo régimen autoritario o dictatorial, como quiera que se haya organizado su fachada seudoconstitucional. Es la hipótesis que pretendo demostrar en este breve ensayo, primero se esbozarán los antecedentes para luego examinar lo que hoy es un sistema presidencial en América Latina.
Como es conocido, el sistema presidencial fue un aporte de los Estados Unidos, de sus constituyentes reunidos en Filadelfia, quienes luego de largas deliberaciones lo concretaron en la Constitución de 1787 y allí, en breves normas, quedaron inscritas lo que serían las características básicas del presidencialismo norteamericano:
Una clara separación de poderes -siguiendo los postulados de Montesquieu- para impedir la concentración del poder en un solo órgano, al mismo tiempo, que se fijaban los límites de los tres clásicos poderes para que cada uno ejerza sus funciones en el contexto de sus atribuciones -sin interferencias del otro-, lo cual se traduce en un control recíproco, siguiendo la máxima le pouvoir arrétte le pouvoir. De este modo se hacía realidad la tesis de los frenos y contrapesos (checks and balances).
Esta separación o división de poderes debía enmarcarse en un ámbito de equilibrio, no se consideró conveniente que un poder predomine sobre otro y también se estuvo consciente de las dificultades reales que podrían alterar este equilibrio. Por otro lado, la separación no significaba un aislamiento de los poderes, por el contrario, debía existir una eficaz colaboración entre ellos. Poderes independientes pero estrechamente vinculados para alcanzar los fines del gobierno político. El tiempo se encargaría de demostrar que esta colaboración era trascendente, tanto como la independencia para ejercer sus atribuciones.
Estos aspectos revestían un particular interés tratándose de un Estado que adoptó el federalismo como forma de organización territorial.
Una vez obtenida la independencia política de los países hispanoamericanos, éstos adoptaron el modelo norteamericano de gobierno. Para entonces había transcurrido un regular período de tiempo desde que el país del norte aprobara su Carta constitucional en 1787, el camino republicano-presidencial de los Estados Unidos hacia la libertad se dio sin trastornos mayores, la representación y la altemabilidad de los órganos de elección popular tenían caracteres democráticos; al orden político seguía el desarrollo económico.
Cuando los países de América hispana -y posteriormente Brasil- tomaron el modelo presidencial no se puede decir que se copió el sistema; tal afirmación cae en el exceso de la simplicidad, lo que hubo fue una adaptación de las diversas instituciones. Téngase presente que las instituciones políticas -como otras- difícilmente se inventan, pues éstas se han desarrollado con los pueblos desde antiguo. Las instituciones de occidente constituyen el legado de la civilización greco-romana, particularmente de Atenas. Quizá podría señalarse simbólicamente como lo hizo un estudioso del mundo antiguo cuando tituló uno de sus libros La invención de la política, para referirse al proceso de gobierno de Grecia y Roma, a sus decisiones e ideología.2
Esta compleja adaptación de la institución presidencial estuvo sujeta a debates internos y a determinados intereses de la elite gobernante que no siempre fueron los de la mayoría gobernada. Muchas veces se pasó por alto la realidad nacional, en otras no hubo el criterio suficiente para recogerla en normas jurídicas adecuadas. Igual ocurrió con las propias experiencias nacionales.
En todo caso, se debe señalar que la adaptación del sistema presidencial en nuestros diversos países no fue uniforme, por ello presenta distintas variantes y modalidades entre los Estados de América Latina, incluso entre países de una misma región geográfica.
Transcurrido el tiempo y desde la perspectiva que ofrece el siglo XX, algunos constitucionalistas al analizar el régimen de gobierno establecido en Estados Unidos y adoptado luego por los países latinoamericanos consideran que el primero es propiamente el presidencial y al sistema de los segundos lo califican de presidencialista para diferenciarlo de su modelo.
La razón de esta distinción radica en que los Estados Unidos lograron concretar en la práctica política sus principios constitucionales. Así, suele destacarse que en los Estados Unidos ha existido un equilibrio de poderes, particularmente entre el ejecutivo y el legislativo, mientras que en los Estados de América Latina no hubo este equilibrio: generalmente, el ejecutivo ha ejercido un marcado predominio sobre los otros poderes, incluido el legislativo. Es decir, los gobiernos latinoamericanos se caracterizan por la hegemonía del presidente de la República, titular del poder ejecutivo, y se los clasifica -según aquellos autores- como sistemas presidencialistas.3
En realidad, no se puede negar que se haya dado esa primacía de un poder sobre los demás y que muchas veces el legislativo haya quedado minimizado frente al ejecutivo. Pero tampoco es real el criterio de que los Estados Unidos se hayan caracterizado por un equilibrio de poderes, cuestión casi imposible, lo que ha existido es estabilidad institucional. Como señalan los politólogos, un equilibrio exacto no puede mantenerse en la vida política, siempre habrá un poder que por diversas razones logre una situación preponderante. En los mismos Estados Unidos se afirmó, en una época, que había un gobierno de los jueces y, en otra, que el gobierno estaba en manos del Congreso. No ha faltado quienes han señalado el predominio del ejecutivo en tiempos de Jackson, de Lincoln y de los dos presidentes Roosevelt.
Cuando se busca el fundamento que explique el porqué del poder hegemónico del titular del poder ejecutivo y la debilidad crónica de nuestras asambleas legislativas, se han encontrado innumerables causas como el caudillismo tanto militar como civil, la idiosincrasia del pueblo latinoamericano, el subdesarrollo económico, la debilidad institucional, la falta de una cultura política, etc. Todas estas cuestiones y otras han sido materia de innumerables análisis desde diversas perspectivas.
En síntesis, las diversas causas que generaron la hegemonía presidencial en América Latina giraron en círculo vicioso; en el siglo XIX sobresalieron tanto el caudillismo como la inestabilidad político-institucional; en atropellada secuencia se instalaron gobiernos y se dictaron nuevas constituciones. Para lograr un período presidencial de mayor duración, el titular del ejecutivo buscaba el apoyo militar y podía proclamarse jefe supremo sin temor a ser señalado como dictador. Con determinadas excepciones por países y por épocas, el esquema trazado fue el régimen de gobierno imperante en el siglo XIX y que se prolongó en las décadas siguientes, con algunos intervalos.
Está claro que ese sistema presidencial no descansaba en principios democráticos, como la separación de poderes, gobierno representativo fundado en el sufragio popular, responsabilidad gubernamental; el control político del congreso y el jurisdiccional de las cortes de justicia funcionaron limitadamente, no fueron eficaces, y en pocos Estados fue efectivo el control de constitucionalidad. En cuanto a los derechos fundamentales que consagrara el constitucionalismo clásico permanecieron de manera accesoria, no constituyeron el núcleo del sistema de gobierno.
De tales circunstancias se desprende que el sistema presidencial adoptado por los países de América Latina no tuvo una realización concreta y real en el siglo XIX y parte del siglo XX, con las excepciones del caso. En consecuencia, esos sistemas políticos que se vivieron fueron regímenes autoritarios que pueden darse en el parlamentarismo como en el presidencialismo u otra forma de gobierno. Al existir un jefe de Estado autoritario -igual que lo fueron los monarcas absolutistas- habrá un total predominio de éste sobre los demás órganos del Estado, cuyo grado de sumisión será proporcional al grado de autoritarismo ejercido en la cúpula del poder.
En mi criterio, esta realidad explica la hegemonía del titular del órgano ejecutivo, por tanto -como se dijo en la introducción- esta hegemonía no es una característica del presidencialismo, se trata de un elemento inseparable de todo régimen autoritario o dictatorial.
En un sistema de gobierno constitucional y democrático, cualquiera que sea su régimen político, no puede existir la hegemonía -vale decir la supremacía- de uno de sus órganos. Si el principio de equilibrio de poderes, en la realidad, tiende a ser flexible, puede ocurrir en el Estado de Derecho que uno de sus órganos alcance cierto grado de predominio -como sucede con el sistema presidencial, pero sin romper el equilibrio.
Como ya se dijo, para explicar la preponderancia del titular del ejecutivo presidencial se han señalado diversas causas cuyo resultado generó -de modo inexacto- la característica de la hegemonía. Una de ellas, la principal en mi opinión, está dada por la naturaleza misma del sistema presidencial de ser el ejecutivo un órgano de estructura unipersonal o monista, lo cual le vigoriza. Este elemento intrínseco del presidencialismo debe estar presente, expresa o tácitamente, en todo análisis, su mención es inevitable.
Otro aspecto que indudablemente contribuyó a dar preponderancia al poder ejecutivo -especialmente en los regímenes presidenciales- fue el rápido desarrollo de los servicios públicos y su enorme ampliación a diversas esferas de la vida social e individual. Con esta finalidad, en todos los países y a lo largo del siglo XX se dio al ejecutivo -a los jefes de gobierno- mayores atribuciones. Esta decisión parecía guardar lógica porque quien dirige, ejecuta u orienta la administración, quien realiza la obra pública es el jefe de gobierno.
Además, las nuevas tendencias constitucionales de posguerra -desde las primeras décadas del siglo XX proclamaban una mayor intervención del Estado con miras a hacer realidad los derechos sociales, económicos y culturales; esta intervención reguladora se encauzaría, naturalmente, a través de un marco legislativo, pero sobre todo por la actividad benefactora del ejecutivo -welfare State- en base de programas políticos concretos.
En el caso del sistema presidencial, los presidentes latinoamericanos se impregnaron de una aureola mesiánica para convertirse en los salvadores del pueblo marginado. Con esta perspectiva surgirán los diversos populismos que a su vez impulsaron el papel protagónico del titular del poder ejecutivo. En las manos presidenciales no solo está la ejecución de las obras y servicios públicos, también está el manejo de la policía y de las fuerzas armadas.
Si en los tiempos del autoritarismo la fusión del poder civil con el militar contribuyó a patentizar el predominio presidencial sobre los demás órganos del Estado, luego con el advenimiento de la democracia surgieron nuevas y difíciles situaciones.
En las diversas épocas en que los regímenes latinoamericanos salían de una dictadura militar, al retomar el gobierno representativo democrático el presidente de la República quedaba -en mayor o menor medida- cautivo de la institución militar, lo cual hacía que determinadas decisiones políticas requirieran el visto bueno castrense. Para el titular del ejecutivo esta era una manera de asegurar su permanencia en el poder.
La antedicha situación también llevó, en muchos casos, a una suerte de alianza del presidente de la República con la institución militar, hecho que en la práctica política de los Estados no debe aceptarse, pues la experiencia, incluso reciente, demuestra que en tales circunstancias el predominio presidencial será despótico y terminará imponiendo, bajo la fachada constitucional, un sistema autoritario de corte dictatorial.
El gobierno democrático exige que cada institución u órgano cumpla con las funciones establecidas en la Constitución, en ejercicio de la competencia que le ha sido atribuida. En este contexto, la institución militar se verá fortalecida y respetada al sujetar su actividad al ordenamiento constitucional del Estado.
Los regímenes presidenciales de Latinoamérica en las últimas décadas han tenido que hacer frente a diversos problemas mucho más graves que aquellos que se dieron en épocas anteriores, poniendo a prueba la estabilidad institucional y al propio sistema democrático de gobierno.
Uno de los problemas de mayor gravitación ha sido el económico, con sus diversas facetas desde la hiperinflación hasta las quiebras bancarias, devaluación monetaria y crisis fiscal, etc.
Estos problemas económicos han incidido de manera especial en la función ejecutiva, debilitando a su titular, pues al aparecer el presidente de la República como la cabeza visible del gobierno todos esperan que solucione la crisis económica.
Es aquí donde comienza el drama socio-político, si bien el ejecutivo se traza como objetivo de alta prioridad la superación de la crisis y el reinicio del crecimiento económico, la voluntad presidencial -que a veces tampoco existe- tropieza con diversos obstáculos que agravan la situación e impiden alcanzar el objetivo.
Frente a las políticas económicas presidenciales se presenta la hostilidad y la oposición del órgano legislativo, constituyéndose en un obstáculo irresoluble que paraliza la actividad del ejecutivo con sus secuelas de agravamiento de la crisis y de inestabilidad
La complejidad del problema económico -con sus duras consecuencias- ha incidido en la forma de gobernar; ténganse presentes las diversas recetas de los organismos financieros internacionales que restringen el margen de acción de los gobiernos y causan trastornos en la relación gobierno- pueblo.
En suma, estos fenómenos político-económicos y sociales han determinado que el anhelado equilibrio entre los poderes del Estado se presente como una utopía de imposible realización y que la colaboración ejecutivo legislativo (incluso de los tres clásicos poderes del Estado) sea otra cuestión difícil de alcanzar. Sin embargo, la colaboración entre los dos poderes políticos tiene sus mecanismos, uno de ellos tiene que ver con la organización partidista.
Una cuestión importante en cualquier sistema democrático de gobierno, particularmente en el presidencial, es el relativo al papel de los partidos políticos. Desde inicios del siglo XX quedó en claro que los partidos constituyen un componente básico de la democracia. Así lo consideró Kelsen y señaló que la inclusión de los partidos en el texto constitucional significaba conformarlos jurídicamente como órganos para la formación de la voluntad estatal.4
El Estado, concretamente el gobierno, no puede prescindir de la actividad partidista y en las relaciones entre los órganos ejecutivo y legislativo los partidos juegan un papel que no debe ser desestimado. Constantemente se ha señalado que las dificultades de un régimen presidencial, y también del parlamentario, se deben en parte a la falta de partidos sólidos, de amplias bases populares.
Efectivamente, la experiencia demuestra la necesidad de que el presidente de la República cuente con el apoyo de un partido o movimiento político vigorosos, que aparte de haber sustentado su triunfo electoral haya obtenido un significativo número de legisladores; de este modo, la gestión presidencial tendrá el respaldo indispensable en el congreso. También se observa que en los períodos cercanos a las elecciones los legisladores prefieren por motivos electorales tomar distancia con el ejecutivo, particularmente aquellos que pertenecen a partidos distintos al del presidente de la República; en tal circunstancia los legisladores se convierten en opositores y en críticos severos del régimen, sin que se pueda esperar colaboración alguna, lo cual resulta negativo para el desarrollo del país.
Como se sabe, la oposición o colaboración que se manifiesta en el congreso, hacia el ejecutivo, es el resultado de las fuerzas partidistas que se muestran favorables o no a los criterios políticos que pone en acción el presidente de la República. Por tal razón, este último necesita que haya en el congreso un importante bloque de legisladores afines ideológicamente, lo cual se facilita por la pertenencia a un mismo partido político. Aquí vale destacar una de las diferencias entre un partido y un movimiento político, el primero alcanza una mayor coherencia porque se fundamenta en una organización disciplinada, por tanto, se espera que sus afiliados tengan una actuación homogénea que incluso puede ser prevista.
Como suele señalarse, en las reglas de la mayoría partidista hay implícita una política agresiva, donde se impone la tiranía del número. Esto puede ocurrir tanto en el ejecutivo cuando tiene un partido mayoritario en el congreso y, por tanto, lo domina; como, al revés, si es el congreso en oposición al ejecutivo el que tiene esa mayoría, ocurrirá lo dicho. Mucho mejores son las reglas del consenso, que dan lugar a espacios donde puede haber acuerdos.5 Sin embargo, muchas veces no hay esa capacidad para llegar a consensos, para dialogar con espíritu asociativo y democrático
Ante la falta de un bloque mayoritario en el congreso, es natural que el presidente de la República busque alianzas con los legisladores pertenecientes a una agrupación diferente, siempre que tales alianzas se fundamenten en el interés colectivo del país. En este punto, hay similitud con lo que ocurre en el sistema parlamentario, la diferencia estaría en que el poder legislativo de un sistema presidencial no debe pretender que sea el congreso quien dirija el gobierno del país, esto corresponde al presidente de la República. Así lo ha establecido el constitucionalismo de carácter presidencial, desde sus orígenes hasta nuestros días. Una reforma que modifique esta cuestión trastocaría los cimientos mismos del sistema.
Vale recordar que a fines del siglo XIX, el presidente Woodrow Wilson, especialista en Derecho Constitucional, escribió aun antes de ejercer la presidencia en 1913, en su obra Congresional goverment, que el régimen estadounidense había cesado de ser presidencial y de tener un ejecutivo fuerte, pues esta cualidad la tenía el congreso; incluso denominó a este sistema como gobierno del congreso (o régimen congresional).
En las últimas décadas del siglo XX se observa un enfrentamiento del órgano legislativo con el ejecutivo. En los congresos nacionales se desarrolla una oposición que complica la gestión presidencial y en algunas veces desencadena una crisis institucional.
No falta quienes creen que la separación de poderes ha sido concebida para crear gobiernos débiles: que a esto conducen los pesos y contrapesos que finalmente se convierten en bloqueos, en responsabilidades divididas y en desconfianza entre los poderes, que es todo lo contrario de lo que se necesita para un liderazgo y un poder fuertes, y que ésta es la paradoja del sistema presidencial.6
Hoy, a inicios del siglo XXI, al examinar el contexto socio-político en que se desenvuelven los Estados de América Latina, se observa que los titulares del poder ejecutivo, los presidentes de la República, se presentan en igual nivel de decisión y maniobra, de fuerza jurídica y poder en suma que los órganos legislativos representados por los congresos de cada país. Incluso se observa que en no pocos países quien ostenta una primacía -en mayor o menor grado- no es el ejecutivo sino el legislativo. Es decir, que actualmente existe un fenómeno contrario a aquel que estuvimos acostumbrados a señalar como característica.
Cuando se estableció la separación de poderes se entregó al legislativo todo lo relacionado con la creación de la ley. Sin embargo, en nuestros tiempos, la ley se genera por lo regular en el ámbito del poder ejecutivo, por estar este dotado de mayores recursos técnicos y materiales. La función de control que también caracteriza al legislativo, en cambio, se ha ido desarrollando cada vez más y ha ido tomando en nuestras épocas una mayor importancia. Más todavía cuando existe corrupción y es el legislativo quien debe fiscalizar.
En todas partes el legislativo realiza un intenso trabajo interno para lo cual cuenta con una estructura determinada y los servicios de apoyo necesarios, si bien, lo que está bajo la mirada pública son las sesiones plenarias que realiza esta institución, es decir los actos legislativos externos. Para el primer tipo de trabajo están las llamadas comisiones, cuya actividad reviste especial importancia. Repetimos que, con el tiempo, se han transformado las funciones de los órganos legislativos y se han diversificado.
Como se sabe, el ejecutivo y el legislativo son los dos poderes o funciones que tienen a su cargo toda la actividad política del Estado, a diferencia del poder judicial y otros organismos estatales que se caracterizan por tener funciones esencialmente técnicas. Por lo dicho, las relaciones ejecutivo-legislativo tienen particular importancia, al tiempo que reflejan la situación que vive un país.
En el sistema presidencial uno y otro provienen de elección universal popular, lo cual les convierte en auténticos representantes o mandatarios de la voluntad nacional. Las relaciones entre el ejecutivo y el legislativo descansan en el clásico principio de la separación de poderes, que implica a la vez independencia y coordinación: conceptos básicos para el ejercicio de las competencias y funciones que la Constitución asigna a cada uno. Si los órganos actúan con independencia y coordinación se está en el camino del equilibrio institucional.
En un sistema de gobierno democrático, no solo que requiere, sino que exige, que exista una labor coordinada y de colaboración entre los órganos ejecutivo y legislativo; ni el presidente de la República puede menospreciar o subestimar al congreso, ni los legisladores pueden bloquear u hostilizar la gestión administrativa del ejecutivo. Las relaciones ejecutivo-legislativo son interdependientes. Como suele señalarse, incluso en los Estados Unidos el poder real del presidente está subordinado a la cooperación del congreso.
Todos estamos conscientes que por encima de uno u otro órgano del Estado están los fines y los valores de la sociedad, que el Estado social de Derecho encuentra su razón de ser cuando crea las condiciones necesarias para el desarrollo integral de su comunidad.
Hay quienes piensan que la disolución del congreso en régimen presidencial permite la estabilidad del mismo. Este aspecto es bastante relativo. No porque se incluya esta institución de la disolución en la Constitución se garantiza que el congreso no vaya a entrar en conflicto con el ejecutivo. Además, la disolución del órgano legislativo debe llevar como contrapartida la destitución del presidente de la República.
Otros creen que la disolución del congreso contribuye a la separación de poderes en el sistema presidencial, lo cual es paradójico, pues implica todo lo contrario, se trata de una intervención o intromisión del ejecutivo en el órgano legislativo. Más aún si ambos proceden de elección popular, no debería haber lugar a la disolución. En cambio, sí contribuiría a la preeminencia del presidente de la República, la disolución sería un arma en beneficio del ejecutivo.
Por otro lado, la disolución puede convertirse en un boomerang contra el propio presidente de la República que la utiliza, porque si no tiene el apoyo del electorado, regresará un congreso compuesto por legisladores de oposición más hostiles y la situación será insoluble; en todo caso, al no ser el presidente apoyado por el electorado pierde su autoridad moral y política.
Uno de los primeros intentos de establecer la disolución de la función legislativa se dio en Paraguay; en la Constitución del general Stroessner de 1967, el Art. 182, estableció la disolución de una manera arbitraria, dejando a la entera discreción del presidente los hechos que servirían para justificar la disolución, cuestión que conlleva al abuso. La norma decía lo siguiente: El Presidente puede decretar la disolución del Congreso en caso de acontecimientos graves que le serían imputables y que pondrían en peligro el equilibrio entre los poderes del Estado, o afectarían de otra manera el funcionamiento regular de la Constitución o el libre desenvolvimiento de las instituciones.
También en Chile se propuso la disolución, y se discutió sobre ella sin resolver, cuando el presidente Frei fue elegido en 1964 por una amplia mayoría del 55,5% y debió, hasta marzo de 1965, soportar la hostilidad del Congreso. Un hecho similar sucedió en Ecuador en 1980 con el presidente Roldós.
Actualmente es Perú quién incluyó la disolución en su Carta constitucional de 1993 para que el presidente Alberto Fujimori pueda gobernar, (Art. 134). Con mayor cautela, por los límites impuestos, lo recogió la nueva Constitución de la República Bolivariana de Venezuela bajo el auspicio del presidente Hugo Chávez Frías. Aquí opera la disolución en caso de que la Asamblea Nacional censure y remueva por tres ocasiones dentro del mismo periodo presidencial al vicepresidente de la República, (Art. 240 y 236 número 21 de la Constitución).
En resumen, la disolución del órgano legislativo en sistema presidencial no tiene el papel que se le ha dado en el parlamentarismo, sus efectos podrían ser contraproducentes para el convivir democrático.
Además de la disolución, para la desconcentración del poder ejecutivo en el régimen presidencial se han buscado algunas fórmulas o variables del sistema parlamentario. Se trata de estructurar un sistema mixto: semiparlamentano, semipresidencial, siguiendo la experiencia de la Quinta República Francesa que instaurada en 1958 por el general De Gaulle ha logrado consolidarse con estabilidad.
Una fórmula que suele señalarse es la de buscar la manera de que los ministros del gabinete controlen de algún modo la gestión presidencial. Esto es lo que Loewenstein llamaba presidencialismo atenuado, que es aquel en que se da la participación ministerial. Sin embargo, en la práctica esto no sucede en el sistema presidencial porque los ministros son nombrados y removidos libremente por el presidente. Además, de modo general, se los nombra por su vinculación tanto personal como política con el presidente de la República.
La búsqueda de soluciones diversas continuará en la mesa de discusión integrada por juristas y teóricos, mientras los políticos deciden con mayor rapidez que la fórmula correcta es la reelección inmediata del presidente de la República.
Junto con la declinación de los regímenes de tipo autoritario -un cesarismo empírico como diría Burdeau instaurados en el marco del presidencialismo latinoamericano, también declinó el poder hegemónico del ejecutivo.
En los tiempos actuales el órgano presidencial evidencia una debilidad que tiende a ser crónica, más aún en los casos en que se enfrenta a la hostil oposición del legislativo, quien en muchas ocasiones parece detentar un predominio que le lleva a imponer sus reglas de juego. Sin embargo y aunque parezca paradójico, la declinación política del titular del ejecutivo genera inestabilidad, tal parece que el presidencialismo latinoamericano se hubiera adaptado al predominio del órgano presidencial.
Si algún elemento de predominio favorece al poder ejecutivo ese tiene que ver con el denominado fortalecimiento de la función, el cual se dio mediante normas constitucionales con la expresa finalidad de que su extensa labor administrativo-política sea más eficiente y llegue de modo eficaz a los habitantes del Estado.
Recuérdese que el constitucionalismo europeo, de antigua tradición parlamentarista, preconizó -desde los inicios del siglo XX- que había que vigorizar al órgano de gobierno del poder ejecutivo, es decir, se debía dar mayores atribuciones constitucionales al primer ministro y a su gabinete ministerial.
Esta tesis tiene una explicación histórica: en síntesis, sucedió que a partir de la Revolución Francesa las asambleas legislativas -los parlamentos- como auténticos órganos de representación popular habían acumulado muchas atribuciones en detrimento del poder ejecutivo que para la época estuvo en manos de la monarquía absolutista. Con el advenimiento de la monarquía constitucional, y dentro del sistema parlamentario, ya no se justificaba que exista un ejecutivo débil en lo relativo al ente de gobierno. El mismo crecimiento de los servicios públicos que tenía la obligación de dar el Estado, por intermedio de la función ejecutiva, exigía que el jefe de gobierno disponga de mayores competencias constitucionales.
El constitucionalismo latinoamericano, en general, recogió la idea del fortalecimiento del poder ejecutivo con criterio restrictivo, para determinadas situaciones y casos, pues comprendió que el sistema imperante en nuestros países era el presidencial, el cual por su propia naturaleza ya era fuerte, más aún con tendencias hegemónicas. Este criterio no fue compartido por las fuerzas políticas cuyos exponentes siempre se pronunciaron -hasta hoy- por la tesis de fortalecer el poder ejecutivo de modo amplio, cuestión que en mi opinión entraña riesgo.
Como se anticipó, lo que el Derecho Constitucional latinoamericano ha buscado es revestir de mayor eficacia y dinamismo al poder ejecutivo de tipo presidencial, sabiendo que desde esta función se impulsan y concretan los derechos económicos, sociales y culturales a la par del derecho al medioambiente sano, a la paz y de otros derechos colectivos. Todo ello sin descuidar de establecer límites y controles a las diversas potestades del ejecutivo, no para coartar su acción sino para evitar el mal uso -o abuso- de las facultades presidenciales.7
En este orden de ideas, de tiempo atrás se observa que el ejecutivo ha tomado un papel protagónico en el proceso de crear leyes, la mayoría son fruto de su iniciativa, relegando al órgano legislativo la deliberación y aprobación de las leyes enviadas por el presidente de la República. Igual fenómeno ocurre en el sistema parlamentario, lo cual es fácilmente comprensible pues quien está en contacto directo con las necesidades de la función pública en los diversos ámbitos es el poder ejecutivo y para concretar sus políticas de desarrollo requiere del marco legal.
Asimismo, se han otorgado mayores facultades al presidente de la República en materias que antes estaban en manos del órgano legislativo, cuestión que no examinaré en razón del tema del presente trabajo. Sin embargo, hay cuestiones que no deben quedar exclusivamente en manos del presidente, por ejemplo lo relativo al endeudamiento público y a sus montos; tampoco es aceptable, por ejemplo, dejar la decisión final en materia legislativa al presidente de la República como ocurre en Ecuador, donde para dejar sin efecto el veto parcial del presidente el Congreso Nacional necesita el voto favorable de las dos terceras partes de sus miembros, votación que en la práctica resulta difícil de obtener y por tanto impera el veto parcial.8
En conclusión, no obstante, el fortalecimiento de las funciones del titular del ejecutivo presidencial, los diversos problemas que se han presentado en estas últimas décadas, particularmente el económico, han terminado por debilitar a la figura del presidente de la República, trayendo consigo una carga de inestabilidad política e institucional que conduce a la ingobernabilidad. En este caso, el propio papel de primer mandatario que coloca al presidente sobre los demás ha jugado en su contra: hacia este órgano constitucional converge la presión de las fuerzas sociales y políticas del país. Solo después, de modo casi accesorio, la presión se encamina a los mandatarios legisladores.
México, febrero 12 de 2002