Alberto Wray Espinosa
El objetivo de este trabajo es determinar el alcance de la disposición constitucional mediante la cual se confiere a las autoridades de los pueblos indígenas la facultad de ejercer funciones de justicia y, específicamente, delinear los límites dentro de los cuales dichas facultades deben ejercitarse. Dice el inciso final del artículo 191 de la Constitución:
Las autoridades de los pueblos indígenas ejercerán Junciones de justicia, aplicando normas y procedimientos propios para la solución de conflictos internos de conformidad con sus costumbres o derecho consuetudinario, siempre que no sean contrarios a la Constitución y las leyes. La ley hará compatibles aquellas junciones con las del sistema judicial nacional.
Aunque enunciada como una de las excepciones al principio de la unidad jurisdiccional, en el Capítulo I del Título VE que trata de la Función Judicial, esta disposición consigna una de las facultades comprendidas dentro de los derechos colectivos reconocidos a los pueblos indígenas en la Sección Primera del Capítulo V del Título II, específicamente en el número 7 del artículo 84, mediante el cual se les reconoce y garantiza el derecho a conservar y desarrollar sus formas tradicionales de convivencia y organización social, de generación y ejercicio de la autoridad.
De manera que la determinación del sentido y alcance de la norma constitucional que consagra la justicia indígena ha de hacerse teniendo por marco normativo a la propia Constitución, así como a los principios y disposiciones del Convenio 169 de la OIT, que sirvió de antecedente y de fuente material para el reconocimiento constitucional y que fuera ratificado por Ecuador en abril de 1998, quedando de esa manera incorporado al derecho público interno.
Para examinar los límites de las funciones de justicia atribuidas a las autoridades de los pueblos indígenas es necesario precisar previamente de qué autoridades se trata y, consiguientemente, a qué realidades sociales se designa con la expresión pueblos indígenas.
A este propósito se dedicará la primera parte del análisis.
1. De ordinario, las determinaciones normativas mediante las cuales se establecen fueros o jurisdicciones especiales obedecen a consideraciones de conveniencia y oportunidad. La justicia indígena,' sin embargo, no existe como resultado de una decisión de política legislativa motivada en criterios técnicos o de eficiencia, sino que nace del reconocimiento de un derecho, cuyo titular es un ente colectivo: el pueblo indígena.
Lo que ha de entenderse por pueblo indígena debe ser, necesariamente, establecido porque son sus autoridades las que tienen la facultad de ejercer las funciones de justicia a las que se refiere la disposición constitucional cuyo alcance se examina.
1.1 Para precisar el significado de la expresión pueblos indígenas, el Convenio 1692 ofrece los siguientes elementos:
a) un elemento histórico: se trata de grupos humanos que descienden de poblaciones que habitaban el territorio ya en la época de la conquista o colonización;
b) un elemento cultural: el grupo tiene entre sus características distintivas la conservación total o parcial de sus propias instituciones sociales, culturales y políticas;
c) finalmente, un elemento de diferenciación psicosocial: la conciencia de su identidad indígena es lo que cohesiona al grupo y le sirve tanto para diferenciarse de otros como para relacionarse con los otros.
Se ha observado con anterioridad que en esta elaboración conceptual, lo puramente étnico ocupa un lugar secundario en la identificación, la cual se ha construido sobre factores relativos a las relaciones de convivencia social y a las muestras de identidad cultural. Lo que importa es la forma actual de vida. Si ésta se desarrolla en un entorno cuyas características pueden remontar sus raíces históricas a los pueblos que habitaban estas tierras antes de la conquista, entonces se está ante un pueblo indígena. Por contraposición, puede haber grupos humanos étnicamente idénticos a los anteriores, pero cuya forma actual de vida y cuyo entorno social y cultural no guarden relación alguna con aquella herencia histórica. Para efectos del reconocimiento de derechos colectivos, estos grupos humanos no serán considerados pueblos indígenas.
La línea divisoria parecería difícil de trazar. Teóricamente, habría un punto a partir del cual las costumbres y la vida social de un pueblo tendrían que definirse como no indígenas. Este quantum resulta imposible de establecer. La solución que encuentra el Convenio 169 es, sin embargo, bastante objetiva: la conciencia de su identidad indígena o tribal dice, deberá considerarse un criterio fundamental para determinar los grupos a los que se aplican las disposiciones del presente Convenio. Esto significa que en último término es el propio grupo el que determinará ese quantum.
Ahora bien, si lo determinante es la naturaleza del entorno, el concepto pueblo indígena está íntimamente ligado a la idea de vida en común, casi de proximidad física, para utilizar una expresión que resulta adecuada más por su virtualidad gráfica, antes que por su sentido literal. Y es que, como tantas veces se ha señalado, la interacción de los pueblos indígenas con el entorno, con la sociedad mestiza, con el Estado y sus instituciones, han ido estableciendo a lo largo de los siglos elementos de diferenciación tan profundos que sus actuales condiciones materiales de existencia, sus costumbres y las características de sus formas de organización no pueden suponerse idénticas.
En este contexto, quedarían evidentemente comprendidas en la designación todas esas realidades sociales conocidas en Ecuador como comunidades indígenas, de manera que cada una de ellas resultaría el sujeto titular de derechos colectivos y sus respectivas autoridades serían las llamadas a ejercer las funciones de justicia que aquí son materia de análisis.
La Constitución, sin embargo, parece introducir un nuevo criterio. Según el artículo 83, los pueblos indígenas se autodefinen como nacionalidades de raíces ancestrales.
Dejando de lado cualquiera de las numerosas consideraciones que podrían hacerse respecto de tal declaración, para el caso interesa tener en cuenta que este enunciado modifica notablemente el concepto establecido por el Convenio 169, puesto que a los elementos ya mencionados agrega uno nuevo: la autodefinición como nacionalidad. Esta exigencia impide considerar a cada comunidad indígena como titular de los derechos colectivos, a menos que en dicha comunidad se agote la nacionalidad en cuestión. El titular de tales derechos, el pueblo indígena, sería la suma de todas las comunidades del mismo origen: el pueblo quichua, el cofán y no cada comunidad quichua o cofán.
Esta distinción acarrea una primera dificultad. Si la justicia indígena se rige por las normas consuetudinarias de cada pueblo, las que deberían ser aplicadas por sus respectivas autoridades, y por pueblo indígena ha de entenderse no la comunidad, sino la nacionalidad, habría que preguntarse si en realidad existen normas de origen consuetudinario propias de la respectiva nacionalidad y si ésta tiene, como tal, sus propias autoridades. ¿Todos los quichuas de la Sierra tienen el mismo derecho consuetudinario? Poco probable, a la luz de la literatura hasta ahora existente, que más bien ha mostrado, como ya se dijo, un proceso de diferenciación correlativo a las profundas diferencias en las condiciones materiales de existencia de cada comunidad.
En la concepción de las organizaciones indígenas, sin embargo, parece distinguirse claramente entre pueblo indígena y nacionalidad, de modo que no podría considerárseles como términos equivalentes, ya que ¿Una nacionalidad podría agrupar a varios pueblos? Además de que no se concilia con el texto constitucional, según el cual los pueblos son los que se autodefinen como nacionalidades, esta tesis deja abiertas las mismas interrogantes, porque para la definición de lo que ha de entenderse por pueblo emplea solamente elementos étnico históricos, a diferencia de lo que ocurre con el Convenio 169, para el cual, como se dijo, el concepto descansa en la idea de una comunidad actual de vida y de costumbres.
Podría argumentarse que la forma de organización tradicional de ciertos pueblos es la pequeña comunidad y que las costumbres y las autoridades serían, por consiguiente, las de cada comunidad.
Esta explicación despeja los interrogantes en lo que tiene que ver con la justicia indígena, pero no soluciona las dudas relativas a la pertinencia jurídica de la expresión nacionalidad y a la ambigüedad que su introducción le ha dado a la expresión pueblo indígena.
Aunque resulte menos atractiva políticamente, una precisión puramente operativa parece más conveniente en orden a evitar que se genere un caos mayor al que ya existe. Así, habrá que aceptar entonces como más ajustada a la realidad la tesis de la intrascendencia jurídica del enunciado del artículo 83 de la Constitución, en el sentido de que la autodefinición como nacionalidad no crea un nuevo elemento de identificación de los pueblos indígenas y que subsiste intacta la construcción conceptual del Convenio 169, según la cual cada comunidad de vida y de costumbres es sujeto de derechos colectivos como pueblo indígena.
Son las autoridades de estos pueblos -comunidades actuales de vida y de costumbres- las llamadas a ejercer funciones de justicia, en los términos previstos por la Constitución.
Estas autoridades, por cierto, no necesariamente serían las registradas como tales en los archivos oficiales. Estudios anteriores han mostrado que con una estrategia de adaptación al régimen organizacional impuesto por el derecho estatal, en ciertas comunidades se elegía una directiva comunal llamada solamente a cumplir las formalidades externas frente al Estado, mientras que hacia el interior de la comunidad subsistía la autoridad tradicional, no necesariamente electa mediante votación universal. No cabe duda de que, desde la vigencia del Convenio 169, son los propios pueblos indígenas los llamados a definir quiénes son sus autoridades y de qué manera se designan y reconocen.4
1.2 Los procedimientos y los criterios de decisión a los que las autoridades indígenas habrían de recurrir para la solución de conflictos, según el texto constitucional, serían los considerados por sus costumbres o derecho consuetudinario.
No es necesario tomar partido en la discusión teórica acerca de si procede o no emplear la denominación derecho consuetudinario para casos como el que se examina. El texto constitucional, al menos para los efectos relacionados con la justicia indígena, ha resuelto el problema al equiparar el derecho consuetudinario simplemente con el conjunto de costumbres de la comunidad.
No se trata de un conjunto de costumbres estático. En trabajos anteriores se había advertido ya que nada hay más erróneo, cuando se trata de explicar el derecho consuetudinario indígena, que la idea de un conjunto de normas ancestrales, prácticamente intocadas desde la época prehispánica; sino que se trata de prácticas actuales, en las que han quedado reflejadas la cambiante situación histórica de los pueblos indígenas y las transformaciones de su entorno ecológico y político.5 Aunque no parece haber sido objeto de un estudio sistemático, varios autores han advertido la frecuente existencia de una suerte de pluralismo jurídico como hecho social al interior de la comunidad, resultante de la influencia ejercida por el lenguaje, los usos y ritos típicos del Derecho estatal, a la cual los pueblos indígenas han vivido expuestos por varios siglos.6 La presencia de estos elementos del Derecho estatal, sin embargo, nada aporta en orden a facilitar la compatibilidad entre los dos sistemas. El hecho de que entre ambos existan ciertas similitudes, no soluciona, como más adelante se verá, los problemas de interrelación.
La teoría jurídica moderna poco ha contribuido en orden al esclarecimiento de la noción de derecho consuetudinario. Dos conclusiones pueden sin embargo apuntarse como generalmente compartidas:
a) la necesidad de abandonar la tradicional explicación según la cual habría que distinguir dos elementos en la costumbre jurídica: el hecho consuetudinario, por un lado, y la opinio necessitatis sive obligationis, por otro. Como Ross observa, estos son elementos de toda costumbre y no sirven para diferenciar a las de carácter jurídico de las otras;7 y,
b) la imposibilidad lógica de que un hecho dé lugar al nacimiento de una norma. No puede uno asomarse al mundo, dice Vemengo, esperando descubrir, entre las demás cosas, costumbres. Ninguna norma puede surgir de otra cosa que no sea un acto normativo, empíricamente verificable, de manera que en último término el análisis de la costumbre remite a la actuación del juez ya que, de ningún otro modo podría distinguirse a la costumbre jurídica de los casos de transgresión a los convencionalismos imperantes en determinada sociedad que no dan lugar a sanciones objetivas. Como dice el mismo Ross, de lo que se trata es de establecer bajo qué condiciones objetivas los jueces condenan ciertas conductas cuando no existe un acto expreso de voluntad del legislador que le obligue a ello.
Para el establecimiento de estas condiciones, el derecho consuetudinario se apoya bien en la remisión legislativa, bien en el carácter vinculante del precedente judicial. De esta manera, la existencia de un hecho normativo permite reconocer las condiciones bajo las cuales los jueces están obligados a observar determinadas reglas. Tal reconocimiento limita el ámbito de discrecionalidad del juez y permite controlar la regularidad de las decisiones futuras.
En la búsqueda de criterios que permitan volver compatibles, como dice la Constitución, a la justicia indígena con el sistema de justicia estatal, resulta indispensable examinar las condiciones de validez de las decisiones de las autoridades indígenas.
2. Como hay dos órdenes que coexisten, para establecer la validez de las decisiones adoptadas por la justicia indígena, habría que distinguir dos niveles:
a) la conformidad de las decisiones con las reglas de creación de normas del propio derecho indígena; y,
b) la conformidad de tales decisiones con el Derecho estatal.8
Estos son los aspectos que se examinan enseguida.
3. La determinación de las reglas de creación de normas en el derecho consuetudinario resulta relativamente compleja para quienes examinan el fenómeno con las categorías propias de un sistema basado en normas de origen predominantemente legislativo.
En los sistemas romanistas, el principio de legalidad se emplea como herramienta de control de las decisiones judiciales, gracias a que es posible distinguir entre la norma creada para solucionar el caso, a la que para simplificar se llamará aquí sentencia, y la norma en la cual la sentencia se ha fundado o debería haberse fundado, la cual se supone necesariamente anterior no solamente a la sentencia sino a los hechos materia del juzgamiento.
A pesar de la ambigüedad que caracteriza al tratamiento de la costumbre en la teoría jurídica, ha quedado claro que la relación entre el hecho consuetudinario y la norma consuetudinaria no es en modo alguno semejante a la que existe entre el acto legislativo y la ley.9 No tendría sentido, en este contexto, intentar algún tipo de control de la legalidad de las decisiones en función de su eventual conformidad o no con una norma consuetudinaria preexistente, porque tal norma no es en realidad un dato empírico susceptible de apreciarse con independencia de las decisiones que inspira o sustenta.
Solamente la remisión a otros casos, a otras decisiones y específicamente la comparación entre ellas, podría servir de referencia para determinar el grado de regularidad de una decisión concreta. Aun así, la evaluación tendría un campo sumamente restringido de validez, ya que no serviría sino para esa comunidad en particular, dado que el hecho consuetudinario no va más allá de los límites de la comunidad en la que se produce.
Conviene, para el desarrollo posterior, resaltar algunas de las consecuencias de esta observación:
a) La dudosa pertinencia de las generalizaciones. Cualquier observación respecto de lo que constituye derecho vigente tendrá valor solamente para ese pueblo indígena, entendiendo el término en el sentido restringido del Convenio 169. De ahí que la Corte Constitucional de Colombia prefiera evaluar las situaciones de tensión entre el respeto a la diversidad y la necesidad de preservar la unidad del Estado y el orden público, no sujetándose a principios o reglas generales, sino mediante un balance de los derechos en conflicto hecho en cada caso.10
b) La imposibilidad práctica de controlar la regularidad interna de las decisiones, por cualquier órgano distinto de la propia comunidad. No existe un criterio de legalidad, sino que ésta se agota simplemente en la legitimidad pura, es decir, en el grado de aceptación por la comunidad. A mayor identidad cultural, mayor solidez y uniformidad en los criterios de valoración y, por consiguiente, mayor posibilidad de que las condiciones de legitimidad sean compartidas por las autoridades de la comunidad y la comunidad misma.
c) Esto permite aventurar como probable la hipótesis según la cual, a mayor grado de penetración de las formas de vida, las instituciones y los criterios de valoración provenientes del mundo no indígena, mayor será la posibilidad de que, a título de derecho consuetudinario indígena, se consagre simplemente el imperio de la absoluta discrecionalidad. Esto lleva a la adopción, como método, de una regla práctica para la resolución de conflictos que puede ser presentada como una relación inversa entre el ámbito de autonomía de la justicia indígena frente al Derecho estatal y el grado de permeabilidad cultural: mayor conservación de sus usos y costumbres, mayor autonomía.11
4. Para establecer si las decisiones de las autoridades indígenas deben guardar conformidad con el Derecho estatal o de qué otra manera se relacionan con éste, es necesario referirse antes a las condiciones de coexistencia entre ambos sistemas.
4.1 La sociología jurídica había establecido desde hace mucho que hay espacios de la vida social en los cuales el Derecho estatal simplemente no rige. Estos, lejos de ser espacios de no-derecho, para utilizar la expresión de Carbonnier,12 resultan en realidad espacios sociales en los cuales las relaciones entre los integrantes del grupo se rigen por un orden normativo distinto del Derecho estatal, a pesar de las disposiciones de este último orientadas a garantizar su vigencia y eficacia territoriales.
Si el Derecho estatal se proclama no solamente como un orden universal, en cuanto dice regir sin excepción en todo el territorio, sino también como un orden excluyente -porque no reconoce dentro de su espacio de vigencia otro orden-, se está ante un fenómeno conocido como pluralismo fáctico, en el cual la coexistencia de ambos sistemas se define por la mutua prescindencia del otro: cada uno funciona como si el otro no existiese y, evidentemente, las decisiones que se adoptan en observancia de las normas propias de un sistema, carecen de validez para el otro. Aún más, para el Derecho estatal, la aplicación de ciertas normas del otro sistema dentro de las fronteras territoriales podría constituir infracción susceptible de sancionarse.
Sin abandonar esta misma perspectiva, bien podría ocurrir que para efectos de la aplicación del Derecho estatal los jueces reconozcan que existen esos espacios culturales en los cuales imperan otros valores y que esto debería considerarse como un dato para la valoración de la conducta. Todavía no hay un reconocimiento formal de la existencia de un ordenamiento distinto del estatal, sino que se trata, simplemente, de la verificación de un hecho, es decir de una de las circunstancias que para los jueces se agrupan dentro de la denominación genérica de quaestio facti, como la edad de la víctima, el sexo del imputado o su estado civil. Hay innumerables decisiones judiciales en las cuales las condiciones de vida de los indígenas se han tomado en consideración para resolver. Una sentencia chilena, por ejemplo, aceptó el argumento de legítima defensa en el caso de un homicidio cometido por una mujer mapuche que argumentó haberlo hecho porque la víctima, un conocido brujo, con sus maleficios, estaba atentando contra la vida de su hija.13 El pluralismo deja de ser meramente fáctico cuando el Derecho estatal reconoce formalmente la existencia del otro y, por lo mismo, acepta como válidos sus procedimientos y sus criterios de decisión. Cuando esto ocurre, no es suficiente definir las reglas de atribución para evitar conflictos de leyes y saber en qué casos rigen las normas de un sistema y cuándo procede aplicar las del otro. Previamente debe definirse si el reconocimiento formal se hace sobre bases de mutua exclusión o de acumulación. Ocurrirá lo primero cuando la aplicación de las normas de un sistema a una situación concreta, excluyen por completo la posible aplicación de las normas del otro. Habrá en cambio acumulación, si la circunstancia de que se hayan aplicado las normas de un sistema, no excluye la posibilidad de que también deban aplicarse al mismo caso todas o algunas de las normas del otro, como ocurre con frecuencia en algunos sistemas federales.
En esta perspectiva, el examen del marco normativo relativo a la justicia indígena en Ecuador permite establecer que:
a) La Constitución reconoce la validez del derecho consuetudinario indígena. Desde el punto de vista del Derecho estatal, entonces, se está ante un caso de pluralismo formal.
b) Este reconocimiento es limitado. La primera limitación tiene que ver con la naturaleza de los asuntos sometidos a la justicia indígena: los conflictos internos, según el artículo 191.
c) El reconocimiento está, además, condicionado a que los procedimientos y los criterios de decisión no sean contrarios a la Constitución y a las leyes, según dice expresamente la misma disposición constitucional.
A continuación, se examinará el alcance de estas limitaciones. Al hacerlo, se procurará también esclarecer la naturaleza de las relaciones entre ambos sistemas y definir si tales relaciones han de entenderse como de mutua exclusión o de acumulación.
4.2 Pueden distinguirse dos grandes límites establecidos por la Constitución: el primero se refiere al tipo de conflicto y el segundo al contenido de los criterios de decisión.
En cuanto al tipo de conflicto, la justicia indígena está llamada a ocuparse solamente de los calificados como internos por el texto constitucional y, en lo atinente a los criterios de decisión empleados por las autoridades indígenas, éstos no pueden ser contrarios al orden público ni a los derechos humanos internacionalmente reconocidos.
4.2.1 El ejercicio de funciones de justicia atribuido por el artículo 191 de la Constitución a las autoridades de los pueblos indígenas está limitado a la solución de los conflictos internos. La cuestión es determinar qué es lo que ha de entenderse comprendido dentro de esta expresión.
Desde el punto de vista lógico hay tres posibilidades:
a) Darle a la expresión un sentido material, es decir, tener en cuenta la materia del conflicto. Esto supondría que las controversias cuya materia pueda ser considerada de incumbencia interna, es decir, relevante para la subsistencia y el desarrollo del pueblo indígena, queden sometidas a la justicia indígena.
b) Darle un sentido territorial o espacial, de manera que todo conflicto que ocurra dentro de ciertos límites geográficos, quedaría sometido a la justicia indígena.14
c) Darle un sentido subjetivo, es decir atender a la calidad de los sujetos involucrados en el conflicto, de modo que solamente los conflictos entre indígenas sean materia reservada a las funciones de justicia indígena.
De estas tres, la única jurídicamente viable es la última. El problema con las dos primeras opciones, la interpretación material y la espacial, es que conducen a una situación inadmisible desde el punto de vista de los derechos fundamentales de los individuos no indígenas. Ambas posibilidades interpretativas, en efecto, permitirían que personas no indígenas queden sometidas a órganos de justicia y a criterios de decisión que les son extraños.
Hay que tener en cuenta que las garantías judiciales son intangibles en la doctrina internacional de los derechos humanos y, como expresamente lo ha establecido la Corte Interamericana de Derechos Humanos, 15 no pueden suspenderse ni ser disminuidas ni siquiera dentro de los estados de emergencia.
El argumento según el cual en caso de conflicto entre derechos debe prevalecer aquél cuya promoción especial se está buscando por el sistema, invocado para defender la tesis de la extensión del ámbito de la justicia indígena, solamente resultaría válido si no hubiese derechos fundamentales en juego y si el sacrificio de un derecho fuese condición necesaria para la prevalencia del otro. En el caso, aparte de que se está ante derechos fundamentales, no se ve de qué manera el respeto a las garantías judiciales de los individuos reconocidas por el Derecho estatal vaya en desmedro de la preservación de la cultura y forma de vida del pueblo indígena. Si individuos extraños al pueblo indígena cometen un atentado de cualquier tipo que lesione los derechos de éste, tal infracción debe ser castigada por el Derecho estatal, para respetar las bases de convivencia en una sociedad política que se define como pluricultural; y este objetivo puede cumplirse sin necesidad de sustraer a los individuos no indígenas de sus jueces naturales.
Hay que tener presente que el texto del Convenio 169 en esta materia no deja lugar a dudas. Dice el artículo 9.1. que: En la medida en que ello sea compatible con el sistema jurídico nacional y con los derechos humanos internacionalmente reconocidos, deberán respetarse los métodos a los que los pueblos interesados recurren tradicionalmente para la represión de los delitos cometidos por sus miembros.
De manera que no debe confundirse la justicia indígena con esas reacciones colectivas de autodefensa en las cuales las comunidades indígenas castigan los atentados de los que se sienten víctimas, perpetrados por extraños. Son casos de justicia por propia mano que no están cobijados ni por el Convenio 169, ni por la Constitución y que no deberían tampoco estar autorizados por la ley que se expida en el futuro.
4.2.2 El texto constitucional parece demandar una conciliación imposible cuando exige que la aplicación de las costumbres o derecho consuetudinario indígena se haga de tal modo que no se contravenga la Constitución y las leyes.
La inexistencia de una escala de valores común y la heterogeneidad de las concepciones, incluidas las relativas a la naturaleza del conflicto, a la represión y al castigo, son inherentes a la pluriculturalidad de la que habla la misma Constitución. La Corte Constitucional de Colombia ha planteado el problema de la siguiente manera:
Existe una tensión entre el reconocimiento constitucional de la diversidad étnica y cultural y la consagración de los derechos fundamentales. Mientras que éstos filosóficamente se fundamentan en normas transculturales, pretendidamente universales, que permitirían afianzar una base firme para la convivencia y la paz entre las naciones, el respeto de la diversidad supone la aceptación de cosmovisiones y de estándares valorativos diversos y hasta contrarios a los valores de una ética universal. Esta paradoja ha dado lugar a un candente debate filosófico sobre la vigencia de los derechos humanos consagrados en los tratados internacionales.16
Por lo pronto, en lo que tiene que ver con las relaciones entre el Derecho estatal y las costumbres o derecho consuetudinario indígena, resulta claro que aquí no puede observarse ya el modelo al que se ha llamado de mutua exclusión. Tanto el texto constitucional como el Convenio 169 exigen la acumulación, es decir requieren que los criterios de solución llenen no solamente las exigencias del derecho indígena, sino también ciertas exigencias del Derecho estatal.
De manera que resulta indispensable establecer cuáles serían los criterios que servirían para superar esas tensiones. Si no fuesen superables, la viabilidad jurídica de la justicia indígena quedaría anulada.
La primera consideración tiene que ver con la naturaleza o el tipo de conflicto en razón de la materia. Aunque el derecho consuetudinario indígena no reconozca distinciones en razón de la materia, el Derecho estatal no solamente lo hace, sino que tiene a esta distinción como el fundamento para mantener una actitud diferente frente a cada tipo de conflicto. Así, las normas que regulan las relaciones voluntarias entre personas, típicas del derecho privado, se entienden meramente de coordinación y se les reconoce carácter supletorio frente a la voluntad de las partes. Las relativas al orden público, en cambio, que regulan relaciones de subordinación, tienen carácter imperativo.
Aunque es indudable que en el mismo Derecho estatal hay áreas que se presentan como intermedias u otras que no responden en absoluto a este criterio tradicional de distinción, la aplicación de éste permite reconocer un tipo de conflicto en el cual la autonomía que se reconozca a la justicia indígena frente al Derecho estatal puede ser total: el de relaciones voluntarias, correspondientes a lo que en el Derecho estatal cae dentro de la calificación de derecho privado.
No se trata de imponer la distinción, al contrario, al reconocer su existencia dentro del Derecho estatal, esta distinción permite que ciertos conflictos internos de los pueblos indígenas, cualquiera que sea la denominación o el tratamiento que reciban por parte del derecho consuetudinario, queden sometidos exclusivamente a la justicia indígena y que en su solución primen los criterios de decisión propios de ésta, a despecho de cualquier regulación estatal.'7
Las bases fundamentales de convivencia del Estado, cuyo régimen jurídico se abre para dar cabida a la justicia indígena, no se sienten desafiadas por la forma en la que una parte de la población resuelve conflictos en los cuales, desde la perspectiva estatal, solamente están en juego intereses individuales. No ocurre lo mismo cuando se trata de situaciones ubicadas, según esa misma perspectiva, en el ámbito del orden público.
Dos casos pueden servir para ilustrar el problema.
El primero es un caso real. En palabras de la autoridad indígena, se resume de la siguiente manera:18
Previa atribución que me concedió el Consejo de Ancianos en calidad de Delegado Principal representante de la Nacionalidad Siona al Consejo Nacional de CODENPE (…) para que los represente en aplicación de la Ley, digo: Después de efectuar todas las investigaciones del caso, en mérito a las diferentes pruebas, en aplicación de la Ley (Ley Especial de las Comunidades Indígenas, amparada por la Constitución de la República del Ecuador), con todos los antecedentes se determina que “NN” es culpable de violación sexual contra “XX” (…) la misma que tenía trece años de edad. Por lo que se lo sentencia a pena de muerte en aplicación de nuestra Ley
De paso, antes de examinar el asunto de fondo, conviene recordar una cuestión que se había planteado desde el inicio: la terminología empleada, la forma escrita, inclusive el formato del documento, 19 reproducen los usos típicos de la burocracia estatal. Más allá del caso concreto, interesa el dato en sí y la hipótesis de su considerable frecuencia. Ahora bien, si hay un derecho consuetudinario indígena ¿no tendría éste su propio ritual y su propio lenguaje? Puede tratarse, ciertamente de un intento de disfrazar lo indígena con un ropaje propio de la cultura estatal para darle apariencia de legalidad, como un ejemplo más de la aplicación de estrategias de sobrevivencia desarrolladas al largo de varios siglos. Pero podría tratarse también de un caso de innovación normativa bajo el manto del derecho consuetudinario. Es decir, un derecho consuetudinario que dejó de serlo debido al alto grado de penetración de la cultura mestiza resucita gracias a la instauración de la justicia indígena, mediante la creación de normas que la comunidad va inventando conforme se presentan las situaciones de conflicto. Es, ciertamente, un tema que debería ser investigado.
Pero volviendo al tema central, el otro caso, ahora meramente hipotético, presenta el problema opuesto al del anterior: en lugar de discutirse la inadmisibilidad de la sanción, lo que ahora preocupa es la virtual impunidad. Los hechos podrían resumirse así: la autoridad indígena decide expulsar de la comunidad a uno de sus miembros, como única sanción por haber cometido homicidio en prejuicio de otro indígena.
Ambas situaciones resultan difíciles de conciliar con el Derecho estatal. ¿Tiene la justicia indígena suficiente autonomía como para imponer una pena que ni siquiera mediante ley podría ser reinstalada en el Derecho estatal? Y, con respecto al segundo caso ¿aceptarían los jueces estatales el argumento de non bis in idem si el Ministerio Público llegare a promover la acción penal en contra del homicida expulsado?
Estas son cuestiones que no pueden dilucidarse mediante el reconocimiento de preeminencia total de uno de los dos órdenes en pugna: el estatal y el indígena.
Si se opta por el primero, la justicia indígena quedaría limitada a los temas de derecho privado y sería letra muerta el mandato del artículo 9.1. del Convenio 169. Si se opta por el segundo, se quebrantarían principios que constituyen base fundamental de la convivencia social y se convertiría, igualmente, en letra muerta, la parte final del mismo artículo 9.1. que reconoce la preeminencia de los derechos humanos intemacionalmente reconocidos.
El camino que han encontrado tanto la doctrina como la jurisprudencia se ha construido sobre dos tesis cuya pertinencia y alcance siguen discutiéndose. La primera tesis es la del relativismo cultural en la interpretación de los derechos humanos. La segunda, la posibilidad de hacer distinciones jerárquicas entre los derechos.
Las convenciones internacionales sobre derechos humanos nacieron con la pretensión de ser universales, es decir, capaces de lograr la adhesión de los Estados a pesar -y por sobre- las profundas diferencias culturales. Al amparo de esta idea, se ha desarrollado una corriente llamada universalista, según la cual los derechos fundamentales reconocidos en los instrumentos internacionales son inherentes a la persona humana y, en tal medida, igualmente válidos para toda sociedad.
Frente a esta tesis, contraponiéndose a ella, se ha desarrollado otra, según la cual en cuanto son en esencia valoraciones morales, los derechos humanos adquieren significado y legitimidad solamente en determinada tradición cultural.
No se ganaría nada con desarrollar aquí cual es, a juicio del autor, la postura correcta. Sería solamente una muestra de prepotencia intelectual, porque el tema, en la doctrina, está apenas comenzando.
Conviene advertir, sin embargo, que las versiones extremas de ambas tesis no se proponen ya sino como ejercicio académico y que, ciertamente, los derechos humanos no son universales en su aplicación, distinguiéndose claramente cuatro sistemas, con diferencias bien marcadas: el europeo, el interamericano, el africano y el asiático. Pero más allá de estos hechos, los términos mismos de la controversia tienden a ser replanteados. El primer imperativo, dice Boaventura de Sousa Santos,20 para lograr que la conceptualización y la práctica de los derechos humanos pasen a ser un proyecto cosmopolita, es trascender el debate entre universalismo y relativismo cultural. Las tesis intermedias surgidas al calor de este tipo de propuestas se presentan como relativismos atenuados mediante estrategias de adaptación transcultural.21 Una de tales estrategias consiste en la adaptación sustantiva, y se logra distinguiendo en los derechos humanos una esencia o núcleo con valor universal por un lado y un margen de apreciación que abre la posibilidad a excepciones de forma y a variaciones de grado, por otro. Ciertos derechos formarían parte del núcleo y prevalecerían en todo caso:
La necesidad de defender unos mínimos universales éticos que permitan trascender la especificidad de las diferentes culturas y construir un marco de entendimiento y diálogo entre las civilizaciones justifica la adopción de las Cartas Internacionales de Derechos Humanos que, según Bobbio, constituyen "la más grande prueba histórica que jamás se haya dado del consensus omnium gentium sobre un determinado sistema de valores.
Mientras otros derechos cederían frente a las peculiaridades culturales:
No cualquier precepto constitucional o legal prevalece sobre la diversidad étnica y cultural, por cuanto ésta también tiene el carácter de principio constitucional: para que una limitación a dicha diversidad esté justificada constitucionalmente, es necesario que se funde en un principio constitucional de un valor superior al de la diversidad étnica y cultural.
5. La cuestión difícil, como resulta obvio, está en definir los criterios a partir de los cuales se hace la distinción entre el núcleo intangible y la periferia variable.
A pesar de lo discutible que pueda ser el planteamiento en el plano teórico, desde el punto de vista de la ad
-ministración de justicia ofrece la posibilidad de evaluar, en los casos concretos, el interés del Estado en proteger la unidad y el derecho a la diversidad.
Así lo ha entendido la Corte Constitucional colombiana en las sentencias ya citadas. Pero evaluar la situación en los casos concretos, pone en primer plano, otra vez, la
cuestión relativa a la ideología judicial. De manera que la pregunta no debió haber sido cómo se concilia constitucionalmente el conflicto entre orden estatal y el derecho a la diversidad.
¿Quién va a resolver los casos concretos? Así parece que en definitiva debe plantearse la cuestión.