Postmodernidad y pluralismo jurídico

Femando de Trazegnies Granda

I. Introducción

El propósito de este ensayo es intentar una reflexión sobre la manera como el Derecho puede encarar el problema de la diversidad de culturas y tradiciones que existen en el interior de muchos de los países de América Latina. En otras palabras, quisiera plantear el problema de las relaciones entre multiculturalidad y pluralismo jurídico.

Usualmente, este tema es enfocado desde la perspectiva de la tradición y la modernidad: el pluralismo jurídico, entendido como un reconocimiento legal de la multiculturalidad, es propuesto como una afirmación -o como un rescate o incluso como una reivindicación- de nuestra tradición. Dicho de otra manera, la tradición, con todo su aspecto multicolor, representaría lo auténtico, lo nacional, lo que es admitido sin reparos; en cambio, la modernidad sería lo foráneo, lo invasor, lo extranjero, lo europeo, lo sospechoso y aún lo peligroso para la conservación de la identidad nacional.

No cabe duda que es importante vincular nuestras culturas actuales con el pasado, establecer los antecedentes genéticos, genealógicos, de nuestro ser propio. Sin embargo, esa perspectiva conlleva también un grave riesgo de romanticismo y de nostalgia: el pasado se convierte en el original y el modelo, el prototipo y el modelo a imitar, y todos nos ponemos bucólicos y pastoriles. No debemos olvidar que la vida no se juega en el pasado sino en el presente, de cara hacia el futuro. Por ello, pienso que el pasado y la tradición tienen que ser proyectados hacia adelante: no pueden servir de freno ni menos de impulso para un retroceso frente a la modernidad, sino que deben constituir más bien un estímulo para una superación de la modernidad en una postmodernidad enriquecida con nuestras divergencias y nuestras originalidades.

Estas últimas consideraciones me llevan, entonces, a presentar el problema desde un ángulo diferente: lo fundamental de la cuestión no se encuentra en la relación tradición-modernidad sino en la relación modernidad-postmodernidad.

II. La multiculturalidad en América Latina

Ante todo, debemos comenzar por plantear la existencia de la multiculturalidad, no como un simple rezago del pasado sino como un hecho actual: las diferencias culturales no son meros fantasmas que nos llaman desde el pasado y que evocan coherencias perdidas en el tiempo, sino que son vivencias efectivas de los diferentes sectores de nuestra población.

En verdad, no hay país moderno que no sea un crisol donde se han fundido múltiples culturas, donde valores, creencias y formas sociales muy diferentes no se hayan dado cita de manera más o menos tumultuosa. Sin embargo, algunos países han logrado integrar esos ingredientes al punto de formar nacionalidades nuevas, culturas distintas y propias; otros, no han tenido el mismo éxito y, si bien ninguna de las culturas que los componen han quedado incontaminadas, el crisol no ha logrado fusionarlas a todas en una sola cultura nueva. Es fundamentalmente en este último caso que hablamos de multiculturalidad.

América Latina presenta muchos casos (no todos) de países multiculturales. Incluso ya en tiempos prehispánicos, el territorio de esos países alojaba una gran diversidad cultural: diferentes lenguas, diferentes pueblos, diferentes religiones y, presumiblemente, diferentes formas de organización social. Había culturas andinas y culturas costeñas, pueblos de agricultores y pueblos de pescadores, adoradores del Sol y adoradores de la Luna, con las consecuencias importantísimas que estas diferencias conllevan.

Algunos de esos pueblos intentaron una integración, afirmando políticamente su cultura sobre las otras a través de una conquista. El Imperio Incaico en Perú, el Imperio Azteca en México, para no citar sino los casos más cercanos en el tiempo, trataron de organizar como un solo Estado a diversos pueblos. No lo lograron completamente pues, al llegar los españoles y desafiar el poder aglutinador de esos imperios, la debilidad de la integración se puso de manifiesto: las diferentes etnias que conformaban los imperios aprovecharon para plantear sus reivindicaciones y muchas veces apoyaron a los españoles en contra de la autoridad imperial prehispánica, facilitando el triunfo de estos extranjeros porque consideraban también al Imperio como foráneo, en tanto que los había sojuzgado para hacerlos formar parte de un mundo -quechua, azteca- con el cual no tenían una plena identidad cultural.

Durante el Virreynato, aun cuando de hecho se va a producir una cierta integración a través del mestizaje, el Derecho occidental y la concepción social europea contribuyen -a veces con la mejor de las intenciones- a marcar las diferencias, redistribuyendo la diversidad cultural en formas antes no conocidas. La preocupación oficial del Gobierno español de proteger al indio lleva a la creación teórica de dos mundos coexistentes: la república de indios y la república de españoles, acentuando de esta manera la separación de estos dos grupos sociales. El evidente mayor poder de facto de la república de españoles lleva a no sólo establecer una diferencia sino también a disponer una jerarquía: la república de indios quedará sometida a la república de españoles. Y, lo que es más grave, aquellos que podrían haber representado precisamente el éxito de la fusión entre las dos razas y las dos culturas, quedan sin sitio dentro de esa sociedad: el mestizo no es ni indio ni español y se siente un paria respecto de ambas repúblicas. Por ello no tendrá más remedio que mimetizarse con una o con otra, perdiendo su identidad propia; dada la predominancia de la república de españoles, ese mestizo intentará generalmente ser español a toda costa.

La República termina con la división jurídica entre estos dos grupos sociales y pretende, dentro de la línea del pensamiento liberal, tratar a todos los hombres por igual: no hay indios ni criollos sino simplemente ciudadanos a secas. Sin embargo, el ciudadano a secas es una abstracción. En la realidad, siguen habiendo de un lado indios oprimidos, cuya opresión ahora se encuentra cubierta por un manto de aparente igualdad ante la ley, y de otro lado mestizos que han reemplazado a los españoles pero que quieren jugar el mismo juego que los españoles. Por otra parte, durante la República la diversidad cultural aumenta debido a los movimientos migratorios: los chinos, los italianos, los alemanes, los japoneses y otras emigraciones que recibe América Latina, serán otros tantos grupos culturales que se suman a ese mosaico que en cada nuevo Estado intenta dificultosamente adquirir una personalidad nacional.

De esta manera, muchos de los países latinoamericanos de hoy son extraordinariamente complejos: tienen efectivamente una realidad multicultural, en la medida que todas esas raíces culturales no se han logrado integrar totalmente y los diferentes grupos muestran todavía características propias.

Pero tampoco debe pensarse que se trata de un conjunto de grupos perfectamente diferenciados, cuyos límites y cuya estructura cultural interna puede ser fácilmente establecida. En primer lugar, no existen subculturas puras, sino que cada uno de los grupos nacionales de alguna manera incorpora elementos de los otros: las dosis de los distintos componentes son distintas, es verdad, y ello es lo que permite distinguir a unas culturas de otras; pero todas participan en mayor o menor grado unas de otras. Aun el latinoamericano más occidentalizado es visto como un ser diferente por los europeos, es percibido con rasgos que lo distinguen de los españoles. Y el indio más autóctono no deja de tener, dentro de su propia identidad india, un gran número de elementos occidentales: su religión, su lengua, su vestimenta, muchos de sus valores y hasta sus formas de organización social, han recibido marcadas influencias españolas. En segundo lugar, hablar de un hombre latinoamericano occidental o de un hombre latinoamericano indio sigue siendo una abstracción; porque debajo de esas categorías encontramos a su vez una gran diversidad.

III. Respuesta moderna frente a la multiculturalidad

Ahora bien, si pensamos que el Derecho es una estructuración normativa que resulta de un complejo tejido de valores compartidos, de consensos y de prácticas sociales, entonces deberíamos concluir que a diferentes culturas les corresponden diferentes Derechos: la multiculturalidad exige el pluralismo jurídico.

Sin embargo, la modernidad, ya sea en su versión liberal, ya sea en su versión socialista, no compartió este punto de vista. Por el contrario, pretendió suprimir las diferencias culturales y crear un Derecho homogéneo con vocación de universalidad.

1. El planteamiento de la modernidad

Aquello que hoy llamamos modernidad es el pensamiento que surge de la filosofía de la ilustración y que, de una manera u otra, aún impregna nuestras mentalidades y nuestras instituciones. Fundamentalmente consiste en una primacía de la razón y, consecuentemente, una exaltación de la subjetividad individual.

La ilustración estuvo convencida de que la razón -considerada fundamentalmente desde una perspectiva instrumental- era el único criterio que el hombre debía tomar en cuenta para formarse una opinión de las cosas y para construir su organización social. Esta manera de pensar era verdaderamente revolucionaria: toda tradición debía ser replanteada a la luz de los fines del individuo y de la razón instrumental. Ello significa que las tradiciones no tienen derecho alguno por sí mismas y que deben ser más bien objeto de desconfianza y de inspección.

De otro lado, este uso corrosivo de la razón revaloriza al individuo, pues cada hombre debe formarse una opinión por sí mismo, con la sola ayuda de su razón: la autoridad, la historia, las costumbres, las formas sociales como se organizan las diferentes comunidades culturales, todo ello debe ser cuestionado por cada individuo, para luego decidir racionalmente el futuro que se quiere tener, más allá de toda creencia o valor meramente cultural. El hombre deja de mirar al pasado para volcarse hacia el futuro, sin trabas ni ataduras. Y como se cree en el hombre, como se tiene una visión optimista de la naturaleza humana, surge la convicción del progreso universal y permanente de la humanidad.

Por otra parte, una vez que los grupos tradicionales y las formas culturales históricas han sido desactivados, quedan solamente los individuos unos frente a otros. Y estos individuos son todos iguales, cualquier diferencia es anecdótica y no debe ser tomada en cuenta. En consecuencia, las pautas racionales serán comunes a todos los hombres y así se pueden (y se deben) abandonar los derechos locales para aspirar a un Derecho nacional y quizá universal. Las etnias se disuelven en individuos y éstos comparten su naturaleza integrándose en una humanidad, que es una noción común y general. En consecuencia, toda diferenciación basada en elementos tradicionales no podía ser sino un obstáculo para ese progreso, que es la promesa permanentemente renovada que el hombre se ha hecho a sí mismo.

Los pensadores de la modernidad percibieron con claridad la vocación universalizante de las nuevas ideas. Kant, quizá el teórico más importante del nuevo Estado de Derecho, planteó la necesidad de generalidad como elemento fundamental de la nueva ética que debía fundar la sociedad moderna: obra de manera que tus actos puedan obedecer a una ley general, decía; esto es, el mundo humano debe ser coherente, debe guardar consistencia lógica. Kant instaura la razón como Tribunal Supremo, ante el cual deben juzgarse todos los actos y todas las formas sociales; y esta razón es universal porque es parte de la naturaleza humana, más allá de sus diferencias circunstanciales. La sociedad humana es una sola; las diferentes culturas no son sino aspectos anecdóticos; por ello, la organización social debe plantearse como una sociedad de hombres libres e iguales, sujetos todos a las mismas leyes, sin diferenciaciones. Esta disolución de las particularidades en el océano generalizante de la racionalidad lleva a Kant hasta la convicción de que es posible establecer un Derecho universal que, por encima de las diferencias entre personas, grupos sociales o culturas, pueda establecer una paz perpetua.'

La teoría económica del mercado hará suyo este impulso universalizante a fin de organizar espacios económicos en los que el intercambio sea facilitado por la homogeneidad de las formas sociales que existe en su interior. Y estos espacios o mercados tienden a ensancharse aspirando a constituir un solo gran mercado mundial, dentro de ese mundo al que se le ha prometido la paz perpetua bajo un Derecho común a todos los hombres. Una vez más, las particularidades culturales son consideradas como elementos retrógrados que dificultan la modernización.

Para Max Weber, la modernidad consiste en una mentalidad y en una forma de organización social, que se ordena racionalmente de acuerdo a fines y que da lugar a homogeneidades, regularidades y continuidades.2 Esta universalización responde a una necesidad económica de crear un mercado unificado, donde los actores libres puedan intercambiar con más facilidad sus bienes y servicios. Pero responde también a una nueva concepción de la razón: no será la facultad de aprehender la realidad sino las estructuras formales que se esconden detrás de la realidad y la hacen una sola a pesar de su aparente diversidad. Hay en la razón moderna una evidente influencia matemática: la razón simplifica, elimina lo caótico de la realidad y generaliza, a la manera como la geometría resuelve las complejas figuras de la realidad en círculos, cuadrados, triángulos. Esa razón moderna tiene horror a lo confuso, a lo irregular, a lo particular: lo complejo no puede ser sino una determinada vinculación de elementos simples a través de estructuras perfectamente determinables; cuando esto no sucede, no estamos ante algo complejo sino ante algo confuso, estamos ante un caos que es inmanejable racionalmente y, por consiguiente, representa un mal a evitar.

Los efectos homogenizadores de la modernización son notorios y los comprobamos a todo nivel de la vida social. Las unidades de medida se hacen menos naturales, más abstractas, pero más generales y se las somete al orden y a la disciplina rigurosa del sistema decimal. Sobre las medidas anatómicas (como el pie, la pulgada, el codo y otras similares) cuyo tamaño variaba de localidad en localidad, se impone una medida absolutamente racional, matemática, como el metro; y aun en los países en que las antiguas medidas subsisten, éstas son estandarizadas a fin de hacerlas intercambiables. Las monedas asumen valores estables que las hacen fácilmente convertibles unas a otras.

En el plano político, nace el Estado central que sustituye una administración disgregada en múltiples autoridades sin una relación clara entre sí, por un sistema nacional de gobierno donde cada autoridad es parte del mismo. Y la gran aspiración es llegar a crear un sistema universal, que organice políticamente a la humanidad toda. En el plano social, las particularidades premodernas, que existían bajo la forma de privilegios y jerarquías, desaparecen igualmente: todos los hombres son iguales. En el plano jurídico, las tendencias universalizantes suprimen la pluralidad de regímenes normativos según las localidades y pretenden crear también sistemas jurídicos nacionales, a través de una Constitución que establezca las bases precisamente del Estado central y de códigos y leyes emitidas monopolística- mente por un congreso nacional. La evolución moderna del Derecho pretende eliminar la casuística y la multiplicidad de fuentes normativas independientes, a fin de imponer un sistema unificado, basado enteramente en la razón. Como es obvio, la costumbre cae en desgracia debido a su diversidad y a su falta de coherencia: no es el resultado de la razón (como lo es la ley) sino de la historia, por lo que no puede ser aceptable; y cuando no hay más remedio que reconocer su fuerza imperativa, debe quedar subordinada a la ley. El Derecho elimina su diversidad de fuentes y de formas de aplicación, se despoja de todo localismo y se convierte en sistema. En adelante, el Derecho se define como un grupo de normas, instituciones y patrones de conducta emanados de una autoridad central, que aspiran a una coherencia interna y cuya aplicación debe hacerse de manera consistente por una organización judicial centralizada a partir del Estado. Este sistema jurídico tiene vigencia general e insiste en conservar su autonomía respecto de las convicciones religiosas, costumbres e incluso de las intervenciones puramente políticas de la autoridad.3

Es interesante advertir cómo el pensamiento moderno, aun en su versión liberal que aparentemente debería colocar el énfasis en un elemento creador de diversidad como es la libertad, en el fondo sigue siendo un poco totalitario: hay una determinada noción de razón y de libertad que se impone autoritariamente sobre todas las otras y elimina la diversidad. Evidentemente, este aspecto sistemático y universalizante de la modernidad no es exclusivo de la versión liberal, sino que también se presenta -y quizá con un mayor dramatismo- en la versión socialista. La planificación central intentó también crear una sociedad homogénea y consistente, sin particularidades culturales que pudieran perturbar los mecanismos de dirección de la economía. Basta recordar la política de destrucción minuciosa de las particularidades sociales llevada a cabo por el Estado soviético en las zonas de cultura islámica, en aras de la construcción de la sociedad socialista.

Los medios con que cuenta la sociedad moderna para imponer una determinada racionalidad sobre las otras y para vigilar y castigar cualquier desviación,* han sido muchos: la educación, los medios de comunicación de masas, los métodos de trabajo, las formas de organización social y económica y hasta la medicina y la psiquiatría.5 El Derecho ha sido uno de ellos, cerrando la puerta a la juridicidad consuetudinaria, concentrando en una fuente única la producción normativa y en un sistema único la administración del Derecho.

Esta presión de la modernidad sobre la diversidad cultural, intentando sofocarla y homogenizarla, se advierte desde el planteamiento del problema.

Cuando en un país multicultural nos preguntamos sobre la posibilidad de conservar esa pluralidad de culturas, usualmente lo hacemos en términos de tradición y modernidad; en otras palabras, la pregunta es cuánto debe la modernidad imponerse sobre esas culturas diferentes, en qué medida pueden y deben subsistir ciertas tradiciones a los embates de la modernización. Reconocemos así que la modernidad debe nivelar el terreno y nos preguntamos únicamente sobre las excepciones, sobre aquellas construcciones del pasado que merecen subsistir a pesar de todo.

Un ejemplo interesante de este conflicto teórico del pensamiento moderno entre la idea de una racionalidad universal y la existencia de etnias diferenciadas o de grupos culturales diferentes, se ha presentado con motivo de la Conferencia Cumbre de la Tierra habida en Río de Janeiro. En las sesiones de las Naciones Unidas preparatorias de ese Congreso Mundial, Francia objetó un párrafo de una de las propuestas de convenciones porque hablaba de pueblos indígenas en plural. La representación francesa, fiel a los principios de la Revolución, defendía que el pueblo es uno solo, porque todos los hombres son iguales; por consiguiente, no puede admitirse una referencia jurídica que reconozca la existencia de diferentes pueblos dentro de un mismo país debido a que ello atentaría contra la igualdad y resquebrajaría la idea de un Estado unitario.

2. La antinomia del pensamiento liberal

En el fondo, el pensamiento moderno -aun en su forma liberal y ciertamente en su forma socialista- no se apoya en la pura subjetividad, sino que advierte la necesidad de una cierta objetividad, de un cierto orden general, precisamente para conservar (hasta donde sea posible) la subjetividad, para evitar el riesgo de una desintegración social a causa de un individualismo exacerbado.

Esta desaparición de las individualidades dentro de una concepción universalizante de la sociedad es particularmente desconcertante cuando nos referimos a la modernidad liberal que, por definición, pretende centrarse en el individuo. A pesar del acento en el subjetivismo individualista del pensamiento liberal, la razón termina adoptando una forma avasalladora, que doblega la subjetividad, la obliga a someterse a sus exigencias generales: la exaltación del individuo no conduce, paradójicamente, a un mundo de la subjetividad sino a una nueva objetividad; no lleva a una desagregación de particularidades sino a una nueva totalización más completa que cualquiera anterior porque se asienta en la razón universal.

Es que la modernidad introduce en el pensamiento liberal un cierto carácter antinómico. Si bien parte de una afirmación radical de la subjetividad, luego construye con carácter objetivo un mundo en donde la subjetividad sea posible. Dicho de otra manera, la modernidad liberal afirma la libertad como único elemento creador de valor y, por consiguiente, sostiene que los valores son subjetivos en la medida que cada hombre define sus propios valores. Pero la libertad es en sí misma un valor objetivo que no puede ser refutado por ninguna subjetividad; y la sociedad que posibilita la vida en libertad es un valor universal. Hay, como decía Hegel, una conciencia contradictoria de ese sujeto que se aprehende al mismo tiempo como sujeto y como objeto. De esta antinomia se van a seguir dos líneas contradictorias que buscan infructuosamente conciliarse a través tanto de la teoría como de la praxis liberal: de un lado, se afirman los derechos del individuo, la libertad de contratar, la propiedad absoluta, el derecho a que cada uno organice su vida como mejor le parezca; de otro lado se afirma la necesidad de una autoridad, las leyes que establecen límites a la libertad contractual, las restricciones a la propiedad en aras del interés general, la sumisión a leyes generales y comunes para todos los ciudadanos, la supresión de la diversidad cultural precisamente en aras de construir una sociedad Ubre. De un lado, la modernidad planteará una exaltación del individuo, de la libertad creadora, de la originalidad, de todo lo que representa la subjetividad: todo valor pretendidamente objetivo es puesto en duda, todo es sometido al análisis. Ya no hay objetividades preconstituidas, como la tradición; las cosas no se aceptan porque son tradicionales sino porque, examinadas a la luz de nuestro interés, son ventajosas. Pero, de otro lado, estos intereses individuales, fragmentarios, deben ser organizados de acuerdo a ciertos criterios: el individuo tiene que guardar una coherencia entre sus intereses y entre éstos y sus actos; y el conjunto de individuos, la sociedad, tiene a su vez que compatibilizar esos intereses de los individuos. De ello se deduce una serie de situaciones y de imperativos ineludibles: debe haber leyes comunes, las leyes tienen que ser respetadas por todos, etc. Y esta antinomia estará presente en los conflictos entre teoría y hechos, entre razón y deseo, entre individualidad y socialidad.6

El papel ordenador de esa nueva objetividad le corresponderá a la razón kantiana. Actuar racionalmente significará obrar conforme a una concepción general y sistemática: obra de manera que tus actos puedan convertirse en ley universal, conforme a la máxima de Kant. De esta manera, la razón evalúa los intereses, no en función de valores objetivos, no de acuerdo a una moral de contenidos, sino simplemente en su coherencia interna, en su relación con los fines propuestos, en la compatibilización dentro de un todo social: la razón se propone construir un orden en el que cada individuo se sienta libre y pueda ser fiel a su propia subjetividad; pero ese orden que libera y garantiza la subjetividad tendrá un carácter objetivo. En esta forma, la razón censura, tolera, admite, promueve, recorta, prohíbe, en una palabra, se impone objetivamente sobre la subjetividad individual: los individuos y los grupos pueden hacer lo que quieran siempre que mantengan la racionalidad del sistema; y esa racionalidad, que aparentemente no consiste en otra cosa que en conservar y promover las condiciones para que cada uno pueda hacer lo que quiera, exige que tales condiciones sean generales y, consecuentemente, suprime la diversidad que hubiera resultado de la pura libertad de los individuos.

IV. El desencanto postmoderno

Observamos, entonces, que la modernidad -tanto en su versión socialista como en su versión liberal- intentó cancelar las diferencias culturales con el objeto de crear una sola humanidad formada por hombres libres e iguales. Como consecuencia de ello tuvo animadversión contra las diferencias culturales, las autonomías regionales y el pluralismo jurídico: todo aquello que afectara la generalidad de la ley y la integridad sin resquicios del Estado era sospechoso de subversión de la modernidad. Debemos preguntamos ahora si la postmodernidad debe continuar dentro de esta línea o quizá regresar a la tradición diferenciada de las culturas y subculturas que han sobrevivido a las estrategias generalizadoras de la modernidad o si quizá debe intentar una alternativa diferente.

1. ¿Qué es el postmodernismo?

¿Qué propone el postmodernismo del que tanto se habla recientemente? ¿Nos ofrece algún nuevo instrumento conceptual para manejar la diversidad cultural y la pluralidad de sistemas jurídicos?

El postmodernismo es, en realidad, ante todo un desencanto exasperado frente a la modernidad, frente al carácter universalizante del pensamiento moderno. Es, de un lado, una irritación por la desaparición de las particularidades dentro de una universalidad racional que parece engullir toda identidad disconforme. Es también un escepticismo frente a todo aquello que presuma de valor universal; es decir, frente a todo aquello que constituya una metanarrativa, para utilizar una expresión que utilizan los postmodernos como herencia del origen de crítica literaria de esta posición. Es, finalmente, una desilusión y una desconfianza frente a la razón misma, en tanto que instrumento de homogeneización y de universalización.

Los postmodernistas tienen una gran incredulidad frente a las teorías comunes, frente al pensamiento generalizante: la teoría, para ser admisible, tiene que dejar de ser universal y ahistórica. En el postmodernismo hay una rebelión contra una razón demasiado rígida y totalizante, que todo lo simplifica y que construye sistemas cerrados que todo lo explican. Pero, al mismo tiempo, el pensamiento postmoderno no es un mero atomismo, no es una vuelta a un mundo premoderno de la particularidad. Hay también una gran preocupación por el todo, una necesidad intelectual de colocar los textos dentro de sus contextos, un afán de comprender la totalidad no como una suma de elementos simples al estilo de la ciencia moderna sino en tanto que totalidad irreductible. Esta tensión entre las partes y el todo, este esfuerzo de comprensión de lo general sin convertirlo en un conjunto de particularidades pero, al mismo tiempo, sin perder la diversidad, se advierte en los procesos históricos que están viviendo las zonas del mundo hastiadas de modernidad: se establecen nuevos vínculos supranacionales pero, paradójicamente, a la vez que se pierde la importancia del Estado se recupera la importancia de las regiones y de los grupos culturales, a veces hasta en forma dramática, como lo que sucede en Yugoeslavia.

Dicho de otra manera, la postmodernidad es la búsqueda de un orden social no lineal, dinámico, que no sacrifica la diversidad, con la ayuda de una razón que no requiere esquematizar para entender, sino que respeta lo complejo en tanto que complejo con toda su variedad y que trata de incorporar dentro de ese orden abierto las posibilidades del azar, de la libertad y de la complejidad, sin que ello constituya un desorden.

Por eso, si a algo podemos asociar el postmodernismo es a la diversidad y al pluralismo. El postmodernismo pone especial atención a las diferencias de todo tipo: diferencias de lógica y de discurso, diferencias de valores estéticos, diferencias de visiones del mundo. No he encontrado todavía la expresión de un postmodernismo jurídico; pero no me cabe duda de que cuando se plantee, propondrá el reconocimiento de las diversidades culturales y la aceptación de diferentes formas de regular la vida social.

En ese sentido, el postmodernismo nos ofrece una línea de trabajo interesante frente al problema que nos preocupa.

Sin embargo, las corrientes que actualmente se han proclamado postmodernistas constituyen una mezcla de tendencias bastante diversas; y tenemos que distinguir ese postmodernismo que hemos reseñado de algunas posiciones extremas que llegan hasta evitar todo proyecto y hacer casi imposible toda generalización. Rechazan por principio toda intención de propuesta, ya que ello sería volver a la imposición de un sistema, y se quedan simplemente en la crítica de la modernidad; pero, al rescatar la multiplicidad de la realidad, pierden totalmente de vista la unidad. La posición postmodernista extrema es una suerte de anarquismo intelectual que condena todo sistema, reivindica indiscriminadamente los particularismos, dignifica a priori lo irracional y se refugia muchas veces en un relativismo: todo es bueno, en principio; no hay criterios universales de bien ni de gusto estético ni de coherencia. Es por ello que, en la arquitectura, campo en el que el postmodernismo ha tenido especial influencia, el postmodernista puede colocar columnas corintias a un edificio de cristales porque nada resulta incompatible, toda diversidad es admisible y, en cambio, todo intento de coherencia resulta totalitario. De esta manera se constituye una postmodernidad que no es sino la expresión de un resentimiento contra la modernidad, de un nihilismo que destruye los ídolos que Occidente ha venerado en los últimos siglos (filosofía de la ilustración, liberalismo político, individualismo, economía de mercado, etc.), pero que es incapaz de proponemos una visión optimista de un mundo sin ídolos. Su resentimiento lo lleva a confundir con ídolos a todo aquello que destaque, a todo temor de elitismo, a todo aquello que organice el mundo, que pretenda sistematizarlo y contra la jerarquía implícita en toda organización y sistema.

En el fondo, el postmodernismo tiene una herencia nietzscheana: el hombre postmodernista pretende alcanzar ese estado de espíritu Ubre que propugnaba Nietzsche, percibiendo el elemento de perspectiva de toda apreciación, haciéndose dueño de las virtudes que antes eran dueñas de él.7 Pero Nietzsche advirtió que la necesaria crítica del pasado nos podía conducir al nihilismo, es decir, al rechazo radical del valor y del sentido, al planteamiento de que no hay ninguna verdad, ninguna cualidad absoluta de las cosas, ninguna cosa en sí;‘ y señaló que el nihilismo representa un estado patológico, que es transitorio y que se produce porque las fuerzas productivas de los nuevos valores no son todavía bastante fuertes.9

2. La postmodernidad como proyecto

Me gustaría tratar de concebir la postmodernidad como un proyecto, aunque ello suene como una herejía a los oídos de los postmodernistas radicales, quienes probablemente tomarían la idea como un disfrazado regreso a la denigrada modernidad. Quisiera entender el postmodernismo no como una filosofía simplemente negativista y desintegradora sino como un impulso creador, optimista, que condena severamente los errores de la modernidad, pero que no se queda en la crítica, sino que pretende reconstruir el mundo utilizando los mejores materiales del pasado.

En este sentido, habría que abogar por un postmodernismo que no menosprecie la modernidad -con la cual se encuentra genéticamente ligado- sino que la lleve hasta sus últimas consecuencias, que la libere de algunas rigideces y la haga transcenderse a sí misma. En ese sentido, el pensamiento postmoderno no puede ser una mera desilusión frente a una razón que se ha hecho algo totalitaria, sino un esfuerzo de organización no totalitaria, no lineal ni mecánica.

No puedo aceptar ese postmodernismo desencantado que, en el fondo, niega toda posibilidad de creación y de verdadera ruptura cuando se limita a aceptar todo lo que hay sin emitir un juicio, sin pretender sistematizar y articular: valores, culturas, gustos estéticos, todos pueden coexistir sin orden ni concierto. Ese es un postmodernismo del que Habermas ha dicho, probablemente con razón, que puede tener un espíritu neo-conservador;10 pero a ello habría que agregar que es un neoconservadurismo que cae en la mediocridad y en el kitsch, es decir, en un arte que evita sistemáticamente una organización elaborada en la que todos los elementos estén interrelacionados y se integren sin fisuras en una unidad de rango superior."

Pienso que es importante comprender el mundo en su complejidad y en su diversidad; pero ello no implica la abolición del orden. La razón de la Ilustración tenía el esquematismo y el formalismo de las matemáticas clásicas: el mundo no era sino un conjunto de figuras geométricas, de cuadrados, círculos y triángulos; el razonamiento perfecto era el silogismo lineal, estricto. Pero hasta las matemáticas están cambiando en el mundo de hoy y nos hacen ver que la naturaleza no está formada por figuras geométricas de líneas simples dentro de un mundo perfectamente mensurable sino por una riqueza inusitada de formas cuya organización no es un obstáculo para la diversidad y cuyas estructuras son tan abiertas y libres que a cada momento se topan con el infinito.

La postmodernidad debe ser, entonces, el reconocimiento del orden dentro de la diversidad y de la diversidad dentro del orden, la cosmovisión que no considera la turbulencia y el caos como monstruos ininteligibles dentro de la naturaleza sino como formas dinámicas de las relaciones entre lo uno y lo múltiple. Y el Derecho de la postmodernidad debe rescatar la diversidad cultural y normativa, debe abandonar sus urgencias universalistas y establecer un orden dentro de lo variado, una unidad que no sacrifique lo múltiple, que no intente colocar una camisa racional de fuerza a la riqueza y a la variedad cultural.

El reconocimiento de la diversidad no puede significar de ninguna manera la caída en un mundo de lo particular, donde nada arma con nada. Creo que hay que rescatar alguna forma de metanarrativa; cuando menos, una manera de articular nuestra visión del mundo y nuestra actitud frente al mundo, que constituya a la vez una explicación y una orientación: sin ello no hay ninguna razón para actuar porque no hay ningún criterio mejor que otro, todo pierde sentido por igual.

Pero esa metanarrativa debe ser abierta. No puede ser una teoría del hombre y de la sociedad que ahogue la creatividad del individuo ni que pretenda fundir en un solo molde la diversidad de los grupos culturales o convierta la libertad en un formalismo ordenado y en un estereotipo. La nueva cosmovisión tiene que permitir que se mantenga la fuerza un poco salvaje de la libertad creadora y la multiplicidad un tanto caótica de las formas culturales.

Y, claro está, lo único que puede justificar una tal articulación es la noción misma de libertad que, de esta manera, establece las bases de un orden y al mismo tiempo genera internamente las posibilidades de desorden que hacen dinámico el sistema. En este aspecto, tenía razón la modernidad liberal cuando quiso colocar la libertad como criterio del orden social: la unidad y el orden deben surgir de una libertad que se escoge a sí misma, que no se limita a elegir, sino que libremente escoge la libertad misma. Sin embargo, me doy perfecta cuenta de que este concepto debe ser cuidadosamente trabajado porque por ese camino podemos terminar imponiendo un orden fundado en una cierta interpretación de la libertad, un orden que mate todas las demás interpretaciones posibles y que, por consiguiente, ahogue la libertad, creando una nueva homogeneidad que pretenda imponerse sobre toda diversidad. Pero hay que correr el riesgo -siendo plenamente conscientes de la necesidad de mantener abierto el sistema- si no queremos caer simplemente en un nihilismo que sólo conduce a la inacción y, por ese lado, al no ejercicio de la libertad.

Nietzsche, en su trabajo denominado Ventajas y Desventajas de la Historia para la Vida, hablaba de tener como ejemplo al modelo griego, que tomaba el caos de los materiales que absorbía de las culturas extranjeras y lo organizaba en un cosmos que reflejara las necesidades genuinas de los pueblos involucrados.

V. El derecho postmodernista

¿Cómo construir un nuevo Derecho sobre estas bases? ¿En qué sería diferente un Derecho postmoderno de un Derecho moderno? Ciertamente, en el reconocimiento de una pluralidad de órdenes jurídicos ahí donde el Derecho moderno sólo quería reconocer un orden jurídico estatal uniforme para todos los ciudadanos.

El pluralismo jurídico no puede ser una desorganización axiológica, social y jurídica, no es la vuelta a la Edad Media con sus múltiples normatividades, múltiples fueros, donde las normas carecen de una jerarquía clara y donde cada pequeña comunidad tiene su propio Derecho, lo que hace muy difíciles los intercambios de todo tipo y especialmente los comerciales. El pluralismo jurídico postmoderno -cuando menos desde mi punto de vista- no puede abandonar las enormes contribuciones de la modernidad en materia de racionalidad y de libertad, de la formación de un Estado central coherentemente organizado, sino que quiere intentar un sistema no rígido que conserve la unidad, pero respetando la diversidad: en el fondo es el viejo ideal liberal que el liberalismo no logra realizar. Es por ello, porque hay un diálogo entre una noción de unidad y una de diversidad, que es posible hablar a la vez de derechos humanos (noción universal) y de rescate del derecho consuetudinario de los grupos culturales (noción particularista).

La idea de ese Derecho postmoderno sería descentrar culturalmente el derecho, a diferencia del Derecho moderno que pretendió centrarlo en una determinada racionalidad cultural que se impuso sobre las otras. Pero descentrar no quiere decir perder una cierta perspectiva de unidad; sólo que esa unidad no se establece por la prepotencia de una de las perspectivas sino por una articulación de todas ellas. El deseo de unidad no es abandonado; sólo cambian las estrategias para lograrla: el pensamiento moderno, a pesar de que renuncia al apoyo de un mundo metafísico, inmutable y universal, y más bien introduce un elemento dinámico como es la libertad, otorga a esa libertad un contenido único que centra el mundo en la visión occidental. Y ese contenido lo convierte en principio universal. Hay todavía algo de metafísica en este intento, que es una herencia quizá del iusnaturalismo de las filosofías de la ilustración. La postmodernidad, en cambio, renuncia a toda metafísica, a todo absoluto: no abandona la diversidad por una unidad subterránea, no hay un arriba y un abajo, un exterior y un interior, un conjunto de fenómenos superficiales y una unidad profunda que encama la verdad de las cosas, sino que la unidad no es sino la serie articulada de las diferentes manifestaciones de lo múltiple.

El Derecho postmoderno tiene que esforzarse en reconocer las particularidades, pero sin dejar de integrarlas dentro de un todo consistente; porque el Derecho es inconcebible sin una referencia al interés general. Ya sea que nos coloquemos en una posición tradicional donde el Derecho se encarga de vehicular y de imponer valores objetivos de carácter religioso o cultural, ya sea que el Derecho asuma la modernidad liberal y no reconozca tales valores objetivos sino que se limite a constituir una marco de coordinación para los intereses individuales que se afirman como valores, ya sea que el Derecho se plantee dentro de una modernidad socialista, en cualquiera de estos casos el Derecho es siempre un esfuerzo de generalización, una técnica de reparto que atiende al todo. Aún el Derecho liberal, que pretende fundamentalmente garantizar la libertad individual, establece las condiciones de existencia de tal libertad dentro de un contexto, desde una perspectiva que relaciona a cada individuo en particular con los demás individuos particulares.

El Derecho postmoderno no puede ser construido en términos que impliquen una reducción forzada a la unidad sino como la posibilidad de articular las diferencias, de mostrar las afiliaciones sin perder la heterogeneidad. Tiene que ser un orden jurídico esencialmente dinámico: no puede pretender fijar la sociedad de una determinada manera, no es una plantilla que se aplica sobre la riqueza de la vida social para que ésta se comporte en patrones conocidos; es más bien un proceso, es un método de confrontaciones de poder que continuamente van recreando el todo. No es un orden cerrado como quería el pensamiento moderno sino una totalidad abierta y en continua evolución, situada frente a permanentes transformaciones de poder que llevan a situaciones no planeadas e impredictibles. El jurista postmoderno debe, entonces, estar atento a las derivaciones, bifurcaciones, distinciones, dispersiones, fijarse no sólo en la regla sino también en las excepciones, no sólo en la conducta regular sino también en la irregular, tiene que revalorar la informalidad, escuchar las múltiples voces que se expresan en la sociedad.

VI. Las dificultades de la postmodernidad

La tarea de deconstruir un Derecho formal moderno y construir un Derecho postmodernista no es fácil. Existen serias dificultades teóricas y prácticas para llevar a cabo este programa.

Ante todo, vamos a encontrar graves conflictos de valores entre los diferentes grupos culturales: lo que es bueno o tolerable para unos puede ser barbarie para otros. ¿Debemos suspender nuestro juicio crítico y considerar como bueno todo lo que pertenece a las otras culturas diferentes de la nuestra?

Si algunos de los derechos consuetudinarios aceptaran la tortura como medio de investigación de los delitos o si permitieran y hasta alentaran las mutilaciones o las deformaciones por cualquier causa, es probable que no aceptaríamos la validez legal de esas prácticas en nombre de un interés general que parece responde a un fondo inalienable de nuestra cultura occidental moderna. Imaginemos un derecho consuetudinario que utiliza la pena de muerte, dentro de un país cuya Constitución destierra la pena capital y que quizá incluso ha firmado tratados internacionales en ese sentido. Aparentemente, la pena de muerte no sería tolerable dentro del territorio nacional bajo ninguna consideración. Pero prohibir esas prácticas de los grupos étnicos que consideramos absolutamente incompatibles con nuestra sensibilidad y con nuestra noción del Derecho, ¿sería un acto de colonialismo o imperialismo cultural?

Hay quienes sostienen que nuestra cultura occidental no puede juzgar la otra cultura y, por consiguiente, todo lo que ella contiene -incluyendo aquello que nosotros consideraríamos bárbaro- debe ser tolerado. Sin embargo, una tal posición nos puede llevar simplemente a una nueva forma de dogmatismo y a una posición conservadora como la denunciada por Habermas: la indiferencia social es una forma de conservadurismo. El propio Derrida dice al respecto que La crítica del etnocentrismo tiene en la mayoría de los casos la única función de constituir al otro como modelo de lo que es original y lo que es bondad natural y, consecuentemente, de acusarse y humillarse a sí mismo que lo lleva a exhibir su inaceptable ser en un espejo anti-etnocéntrico. Por eso, Derrida critica a Lévy-Strauss: piensa que queda en él un resabio de esos moralistas ingleses que creían que existe una moralidad natural que ha sido borrada por la civilización, pero que puede ser encontrada a través de la memoria; Lévy-Strauss, dice Derrida, cree poder encontrarla a través del análisis de los pueblos primitivos. Pero esto no es verdadero pluralismo, porque sólo tendremos una verdadera articulación de las diferencias cuando todas ellas sean consideradas iguales y no unas más inocentes o más naturales que las otras.12

Por otra parte, el énfasis en los derechos consuetudinarios de los grupos culturales o étnicos no puede consistir en una mera yuxtaposición calidoscópica de culturas y órdenes normativos, ya que habríamos recuperado la multiplicidad a costa de la unidad: es indispensable que el todo nacional esté regido por el interés general que permite articular tales derechos consuetudinarios. Pero, ¿de qué interés general se trata? ¿Cómo se define ese interés general para que no sea simplemente la expresión de las perspectivas de uno de los grupos involucrados? Quiero dejar esa pregunta sin respuesta por el momento.

Otra cuestión delicada corresponde al mundo de la técnica jurídica: ¿cómo vamos a deslindar la aplicación de unos y otros órdenes jurídicos? El Derecho tiene siempre un ámbito de vigencia que delimita el alcance de sus normas. Ahora bien, en un país profundamente mezclado, donde prácticamente no existen culturas en estado puro y donde la movilidad de la migración interna ha dispersado a muchos grupos culturales que, si bien conservan zonas de mayor influencia, se encuentran en la mayor parte de los casos bastante interpenetrados, tanto geográficamente como en razón de las alianzas familiares. Es preciso, entonces, montar un mecanismo muy fino para determinar qué Derecho se aplica a quién; teniendo en cuenta que las extralimitaciones pueden dar lugar a situaciones bastante perturbadoras. El Derecho tiene instrumentos para manejar la

diversidad de órdenes jurídicos, cuando éstos se encuentran más claramente diferenciados y los cruces de normatividad son más bien excepcionales y precisos. De esta forma, el Derecho moderno puede seguir el llamado criterio del lugar donde suceden los hechos o ius soli o el criterio del derecho propio de las personas, llamado ius sanguinis para establecer si un determinado caso será resuelto por aplicación del Derecho nacional donde sucedieron los hechos y donde generalmente se está juzgando el problema o si se resolverá mediante la aplicación de los Derechos de los países a los que corresponden los sujetos involucrados. Y todo ello da lugar a complejos razonamientos cuando varías legislaciones entran en conflicto porque hay varios criterios aplicables: puede ser que, según el punto de vista, tanto el ius soli como el ius sanguinis pudieran ser aplicables; puede ser también que los sujetos involucrados sean de diferentes nacionalidades que pudieran implicar la aplicación de diferentes legislaciones en virtud siempre del mismo criterio del ius sanguinis.

¿Es posible llevar a cabo un razonamiento similar entre los diferentes Derechos consuetudinarios y el Derecho formal de un país? No lo sé y me surgen inmediatamente serios reparos.

Por último, la economía de mercado exige la constitución de reglas de juego similares para todos los actores económicos a fin de facilitar los intercambios. Estos espacios económicos homogéneos tienden a ser cada vez mayores y superan las fronteras políticas nacionales. ¿Cómo podemos compatibilizar esta necesidad de la lógica económica con la recuperación de la diversidad cultural y con el pluralismo jurídico, sin reducir estos procesos a simples aspectos folklóricos y marginales?

No he querido proponer aquí un conjunto de respuestas sino un conjunto de preguntas, no he intentado plantear soluciones y recetas sino inquietudes perturbadoras. Creo que es lo único honesto que se puede hacer por el momento sobre el tema.

Notas

1. Immanuel Kant: The Methaphysical Elements of Justice. Part I of the Metaphysical of Morals. Bobbs-Merrill. USA, 1965, p. 125 y ss.

2. Max Weber: Economía y Sociedad. Esbozo de sociología comprensiva. Vol. I. Fondo de Cultura Económica. México, 1964, p.24 et passim.

3. Roberto Mangabeira Unger: The place of Law in "modem" society: sketch for an interpretation. Borrador preliminar. Harvard, 1972, p. 3.

4. Michel Foucault: Vigilar y Castigar. El nacimiento de la prisión. Siglo Veintiuno Editores. México, 1976.

5. Michel Foucault: Historia de la locura en la época clásica. 2 v. Fondo de Cultura Económica. Breviarios. México, 1967; también Michel Foucault (ed.): Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma soeur et mon frère… Un cas de parricide au XIX, Gallimard. Paris, 1973.

6. Roberto M. Unger: Knowledge and Politics. Free Press. USA, 1975, passim.

7. Friedrich Nietzsche: Humano, demasiado humano. Prefacio. No. 6.

8. Friedrich Nietzsche: La voluntad de poderío. No. 13.

9. Loc. cit.

10. Jürgen Habermas: El discurso filosófico de la modernidad. Taurus. Buenos Aires, 1989, p. 14.

11. Susana Reisz de Rivarola: Teoría Literaria: una propuesta. Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima, 1986, p. 108.

12. Jacques Derrida: De la grammatologie. Les Editions de Minuit. Paris, 1967.