Las autonomías: una descentralización profunda

Orlando Alcívar Santos

Las autonomías deben tener en todas sus áreas una gran coordinación con el poder central y debería existir un mecanismo idóneo y expeditivo para que aquéllas no puedan salirse del marco constitucional.

La tendencia predominante actual, en América y Europa en general, es ir hacia la descentralización, en los Estados unitarios y aún en los federales. El clamor por superar la crisis del Estado centralizado data desde hace varias décadas, pues es evidente que el sistema luce gastado e inoperante. Centralizar significa concentrar en un solo ente las competencias sobre determinadas materias en todo el territorio nacional. Por eso, contrario sensu, descentralizar implica traspasar competencias a un poder central hacia otros órganos o hacia otros entes, y mientras mayor sea la competencia transferida, más extensa e intensa será la descentralización.

Se ha dicho que el mayor fenómeno social del presente siglo, la globalización, ha traído consigo dos tendencias aparentemente contradictorias pero complementarias: 1) la formación de bloques supranacionales que han dado origen a acuerdos comunitarios entre Estados de una misma región o de regiones vecinas; y, 2) La descentralización de poder en unidades sub nacionales. Estas últimas no significan el vaciamiento del Estado por la pérdida de competencias o de recursos, sino una reformulación del rol que le corresponde al poder central dentro de los nuevos esquemas.

El nuevo diseño se impone por sí solo ante el evidente agotamiento del Estado centralizado e impotente que carece de servicios eficientes, que tiene una agonizante seguridad jurídica y vacíos de poder público que son ocupados por grupos de múltiple procedencia que miran sus propios intereses individuales y no los de la nación o los de la patria de todos.

La profesora María de los Ángeles Delfino expresa que en casi todos los países ha surgido una demanda por descentralizar, no sólo para hacer más eficiente la administración pública y acercar al administrado a la administración, sino incluso porque existe una relación causa-efecto entre democracia y descentralización al entender que un régimen descentralizado goza de mayor legitimidad democrática que el que no lo es, en la medida en que a través de la descentralización puede lograrse una mayor democratización institucional, social y socio económica. Institucional, porque permitiría una disminución de la concentración y de la centralización; social, porque facilitaría las posibilidades de acceso a las decisiones; socioeconómica, porque habría una mejoría en la asignación de los recursos estatales, mayor racionalización presupuestaria y una más eficiente complementación de las políticas sociales y de la organización de los servicios.

Si el Estado centralizado ya no corresponde a las necesidades de la sociedad, es indispensable protegerla mediante un nuevo trazado de las estructuras de aquel. Como en todas las épocas, hay grupos que detentan determinados privilegios que se resisten a aceptar cualquier cambio significativo porque supuesta o realmente los va a perjudicar. Pero sobre las ideas, con mayor razón si tienen que ver con la organización y la vida misma del Estado, es necesario debatir, oponer razones, sostener argumentos, con la seguridad de que del análisis racional y científico de los temas saldrán las mejores decisiones. No debemos tener miedo a discutir respetuosamente sobre asuntos que son, a la vez, importantes y novedosos dentro del derecho constitucional ecuatoriano.

El constitucionalista venezolano, Ministro de Estado para la Descentralización de su país, José Guillermo Andueza, señala que cada tipo de descentralización o cada tipo de federalismo tiene unos supuestos indispensables que no pueden olvidarse en el momento de adoptar uno u otro modelo. No existe un único modelo de descentralización, ni tampoco existe un solo y único modelo de federalismo. El federalismo estadounidense no es igual al alemán ni al brasileño, ni son iguales la descentralización italiana, boliviana, española o colombiana. Cada una de ellas responde a unas realidades que no son fáciles de trasplantar, por lo que hay que diseñar una descentralización a la ecuatoriana, aunque utilizando algunos de los elementos, características o procedimientos que ya utilizaron otros países y que puedan ser fácilmente adaptados a nuestro medio.

El caso del Ecuador

El Ecuador tiene una pluralidad de pueblos con ciertas diferencias culturales o históricas, pero se puede afirmar que es un país unificado en el que sus habitantes comparten un mismo sentimiento nacional. Lo que ocurre es que el centralismo entendido como poder político dirigido desde un núcleo geográfico que abarca todo, lo cultural, lo económico, lo político, las finanzas públicas, por su forma de practicarlo ha fracasado rotundamente. Casi todos los servicios públicos tienen un porcentaje de insatisfacción enorme en la población, pues la educación es deficiente y está tomada del cuello por un partido político; los servicios de salud, entre ellos el Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS), no prestan adecuada atención a la gente; un enorme porcentaje de la población, especialmente en el área rural, carece de servicios sanitarios, los medios productivos no tienen estímulos suficientes por parte del Estado por lo que los índices de desempleo y subempleo han llegado a cotas nunca antes alcanzadas; las telecomunicaciones llevan varios años de retraso en la utilización de nuevas tecnologías, amén del déficit de aparatos telefónicos en relación con la población urbana y rural; la generación de energía ecléctica, dispensable para el desarrollo tiene también un enorme rezago; todo lo cual se ha agravado en los últimos tiempos por la moratoria unilateral en el pago de la deuda externa, que ha minado la credibilidad en el país; por el congelamiento arbitrario de los depósitos bancarios en perjuicio de centenares de miles de ciudadanos; por el hecho caricaturesco e medito de tener cinco Presidentes de la República en un lapso menor a cuatro años; por una alta inseguridad jurídica unida a la desconfianza en el sistema judicial; por una corrupción generalizada que según organismos internacionales especializados nos ubican vergonzosamente entre los diez primeros países del mundo.

Esto exige un replanteamiento seno y a fondo del Estado en todos sus órdenes, aunque por el momento lo que nos interesa en este ensayo es mirar la descentralización como un camino que permita a la ciudadanía tener servicios públicos más recientes; mejor educación; mejor agua potable; mayor atención a la salud, en lo preventivo y en lo curativo; mejores carreteras; mayor seguridad en las calles; en suma elevar la candad de vida del ciudadano y permitirle que se acerque más a los centros de poder donde se toman las decisiones, profundizando con ello la democracia.

Una de las medidas que ayudará en gran proporción a cambiar las falencias existentes es la descentralización: la ffuncionalidad es una nota que podríamos considerar, dice Xacobe Bastida Freixedo, como característica de cualquier tipo de descentralización. Tiene como fundamento eliminar la “apoplejía en el centro y la parálisis en las extremidades”, que suelen aquejar a los Estados basados en una atribución central de la capacidad decisoria.

Pero la descentralización debe ser integral: una que permita a cada provincia si así lo desea (o a varias provincias siempre que sean limítrofes) lograr su autonomía, lo que quiere decir autogobierno, siempre que el marco jurídico creado al efecto no contraríe a la Constitución, a las leyes ni a la nacionalidad. En otras palabras, la descentralización integral, o más propiamente la autonomía, debe comprender lo financiero-tributario, lo legislativo (ambas cosas dentro de sus competencias), lo político, y obviamente lo administrativo.

Descentralización y autonomía

Hay autores que diferencian la descentralización política de la autonomía política, entre ellos Sergio Boisier, Fernando Garrido y T.B Calvacanti, citados todos por Delfino, señalando que la autonomía política es la competencia que tienen algunos entes públicos territoriales con personalidad de organizarse jurídicamente y de crear derecho propio, y que implica siempre competencias funcionales legislativas - aunque con sujeción a las normas constitucionales- así como competencias de carácter administrativo, financiero y tributario sin sujeción a otra entidad. Es decir que cada una de las entidades autónomas con personalidad jurídica maneja sus competencias funcionales legislativas, administrativas y financieras independientemente de las otras, tiene capacidad para decidir por sí misma, aunque dentro de los límites fijados por la Carta Fundamental.

La autonomía política presupone la descentralización política, lo que significa que autonomía implica necesariamente descentralización, pero no viceversa. Por eso los entes autónomos con personalidad jurídica tienen:

a. Una descentralización funcional en el área legislativa igual a la del Estado, así como una reglamentaria en aplicación de sus propias leyes;

b. Una descentralización funcional en las áreas administrativa, tributaria y financieras propias.

c. Una potestad para organizar, dentro de su ámbito territorial, sus propios poderes y designar sus propias autoridades, dentro de los límites que la Constitución del Estado establece.

En síntesis, si bien es cierto que la autonomía política presupone la descentralización política-legislativa, aquélla comprende un área de la que carece ésta última: la de organizar sus propios poderes públicos y auto gobernarse competencia que debe ser asignada constitucionalmente y que le sirve de garantía.

Dos son los sustentos fundamentales del concepto autonómico: 1) la autonomía no puede menoscabar la unidad indisoluble del país; y 2) debe existir siempre solidaridad entre todas las provincias y pueblos ecuatorianos.

La autonomía no debe implicar un desmembramiento de la nación ni debe ser el comienzo de la desintegración ecuatoriana sino, por el contrario, al estar las provincias más satisfechas con su nuevo rol, deberán contribuir más y mejor a la solidificación del país, pues debe quedar muy claro que: a) la autonomía no implica incumplir las leyes nacionales; y b) que el Estado seguirá siendo quien fije las políticas del país en todos los rubros, por lo que las decisiones de las autonomías debe estar de acuerdo a las enmarcadas en esos grandes lineamentos nacionales. Por ejemplo, varios de los planteamientos pro-autonómicos proponen que la educación, como uno de los servicios públicos esenciales, sea prestada por la autonomía, Si eso llegara a ocurrir, tal manejo no implicaría salirse de los mega esquemas diseñados por el Ministerio de Educación Pública, o sea por el Gobierno Nacional. Si la educación regresa al control de los organismos seccionales o de los entes autónomos, volveríamos al estatus vigente antes de que el Estado estuviera bajo los efectos de la embriaguez petrolera, pues hasta la década de los 70 muchas escuelas y colegios eran municipales, pero ante la penuria permanente de los municipios, el Estado se vio obligado a financiar íntegramente, con muy pocas excepciones, el presupuesto de la educación pública del país, beneficiando a los profesores, a los alumnos, y quitando un gran peso de encima a los escuálidos fondos municipales.

En una reciente crónica periodística, el sociólogo Simón Pachano indicaba que “las autonomías no son solamente una descentralización administrativa y económica, sino que contemplan una redistribución del poder; por lo tanto, gran parte de los conflictos que ahora chocan con el Gobierno central se resolverían en instancias más cercanas a sus fuentes de origen. Desde el punto de vista político, la autonomía o una buena descentralización llevan a una redistribución del poder, y esto es fundamental hacerlo en el Ecuador.”

Según Ortega y Gasset, quien comentaba el tema español, no es posible vida pública si no se procura crearla a través de la descentralización. “La descentralización es sólo una conditio sine qua non a la que hay que añadir otra: la creación de cuerpos autónomos, capaces de desarrollar fuertes corrientes de vitalidad pública. Es ineludible buscar entre el Estado -cuerpo demasiado grande y abstracto- y el municipio -demasiado pequeño y no menos abstracto- un tipo de organismo intermedio que sea lanzado al agua de su propia responsabilidad para que se vea obligado a salir nadando.”

Varias son las cosas que deben ser puntualizadas para efectos de describir con cierta precisión lo que debe entenderse por una autonomía, por lo menos como yo la concibo:

1. Debe corresponder a una provincia determinada, y no creo que se pueda llegar a más en muchos años, pues nuestro excesivo individualismo junto a las disputas por parcelas provinciales de poder, impedirán que se formen grandes comunidades autonómicas integradas por dos o más provincias.

2. La jurisdicción de la autonomía debe ser administrada por una autoridad colegiada compuesta por cinco personas (o siete, o nueve, o los que sean del caso) que deben ser elegidas popularmente en comicios públicos. De entre ellos se elegirá un presidente, aunque otra opción sería que el presidente sea escogido también por medio del voto ciudadano. Este organismo colegiado debería llamarse Gobierno, Consejo o Junta Autónoma de… u otra denominación similar. La formación de la Junta (o como se llame) implica por supuesto la desaparición del Consejo Provincial en aquella jurisdicción que adopte la autonomía, pues en mi concepto no es un organismo diseñado como para conducirla, dirigirla y gobernarla, además de que la Constitución establece que los Consejos Provinciales “ejecutarán obras exclusivamente en áreas rurales”, y una autonomía con esas limitaciones sería una casi minusválida.

3. La autonomía así concebida debe tener un cuerpo legislativo que sea el que dicte las normas que van a regir dentro de la jurisdicción, independientemente de la vigencia de las leyes nacionales. Resulta ocioso decir que las disposiciones autonómicas no podrán oponerse a las leyes nacionales y que el cuerpo legislativo de la autonomía sólo podrá emitir regulaciones dentro de las materias de su competencia. Este tema de legislar dentro de la autonomía ha asustado a algunas personas, porque se han olvidado o han querido olvidar que los Concejos Municipales y los Consejos Provinciales ya tienen esa facultad dentro del actual ordenamiento jurídico ecuatoriano. Hay que insistir en que dictarían leyes autonómicas únicamente sobre las materias que les corresponde según la ley y su estatuto.

4. La autonomía debe ser voluntaria o facultativa, de ningún modo obligatoria, lo que significa que deberá tener una aplicación selectiva, dependiente de la voluntad provincial -o regional si llega el caso- a fin de que responda a los verdaderos deseos de la población respectiva que no la aceptaría si fuera impuesta y no querida.

En palabras de Azaña, pero con relación a España, -y lo cito porque algo parecido, aunque no exactamente igual está ocurriendo aquí- ni se trata de crear autonomías artificiales ni regímenes similares de una región a otra, sino que han de venir de las raíces mismas de la voluntad de las regiones. El dato fundamental sobre el que ha de asentarse el proceso de autonomización es la verdadera voluntad popular. El arranque deberá ser su propio deseo.

La autonomía no tiene que ser demandada por todas las provincias porque algunas están cómodas en su actual relación con el poder central o porque otras no están en capacidad de asumirla. Miguel Herrero de Minón sostiene que las autonomías deben responder a la variedad de la nación, propugnando un proceso diferenciado para llegar a ellas.

Por lo dicho, me parece conveniente consignar en la Constitución el principio de voluntariedad o de libre iniciativa para la conformación autonómica, por lo que no cabe estimular aspiraciones de ese tipo en las provincias o regiones que tradicionalmente no han planteado esas demandas.

Como la autonomía no es un nuevo sistema de administración política dentro del Estado, no debemos permitir que fracase, porque apunta precisamente a solucionar los graves problemas que tiene el país en estos días, entre los que están, sin duda, la planificación de su desarrollo en el mediano y largo plazo y, por supuesto, las demandas sociales urgentes que deben ser atendidas de inmediato, pues la población con sus angustias no puede esperar más. Eso quiere decir que hay que pensar y repensar -lo que no significa postergar- el diseño de las autonomías de tal suerte que funcionen u operen en beneficio del ciudadano, quien con ellas estará más cerca del punto donde se toman las decisiones que le atañen y podrá fiscalizar mejor a sus representantes, y fundamentalmente logrará ampliar la calidad y la cobertura de los servicios públicos que tienen que ver con la vida diaria del hombre.

Transferencia de poderes

Pero la existencia de las autonomías, así como no debe atentar contra la existencia del Estado, su unidad y soberanía, tampoco deberá liquidar a los municipios que, por el contrario, deberán fortalecerse al tener más cerca al núcleo donde se toman decisiones que tienen que ver directamente con su jurisdicción o su región. El municipio seguirá siendo la comunidad que secularmente ha resuelto las necesidades puntuales de sus vecinos en ámbitos específicos y perfectamente señalados en la ley.

También es menester puntualizar que no todas las competencias de que goza el poder central son transferibles a las autonomías, pues al Estado como tal le corresponde el

diseño y gobierno de áreas ya determinadas en la Constitución, como son la defensa y la seguridad nacional, la dirección de política exterior y las relaciones internacionales, la política económica y tributaria estatal, la gestión del endeudamiento externo y aquellas que los convenios internacionales expresamente excluyan.

No me atrevo a hacer una enumeración taxativa de las competencias que deberían asumir las autonomías, pero a manera de ejemplo diría que podrían ser la construcción y mantenimiento vial, la organización y control del turismo y transporte, la protección del medio ambiente, la promoción de la cultura (museos, bibliotecas y conservatorios) y del deporte, el impulso agrícola y comercial a través de cooperativas o pequeñas corporaciones, proyectos hidráulicos, canales y riego, agricultura y pesca fluvial, para más adelante asumir también las competencias esenciales de salud y educación, dentro de los linderos que programe y estructure el Estado.

Debo hacer más énfasis en que nadie (ninguna autonomía) debería reclamar competencias que no está en capacidad de asumir, que no las pueda prestar, porque si tal cosa sucede el ciudadano se vería perjudicado por cuanto disminuiría sin duda la calidad de los servicios, es decir que los resultados serían al revés de lo que se busca. Esa es la razón por la cual la Constitución dice que la descentralización sólo será obligatoria (para el Estado) “cuando una entidad seccional la solicite y tenga capacidad operativa para asumirla.”

El punto neurológico de las autonomías es el relativo a lo económico-financiero, pues la principal objeción que tienen todos los sectores del país hacia el centralismo es la ineficiente distribución de las rentas y la tardanza con que éstas, en su parte correspondiente, son remitidas a los organismos seccionales respectivos.

En mi concepto se ha desviado un poco la atención de este tema, pues diversos analistas lo han centrado en un combate de cifras acerca de quién recauda más, como si se tratara de un torneo en el que debe existir un ganador. Las estadísticas no deben tener más importancia que la de establecer las autonomías (posibles o probables) que sean autosustentables, aunque no debemos olvidar que la viabilidad de un proyecto como el que comentamos no dependerá solamente de la recaudación de tributos que se haga en su jurisdicción, sino de otros ingresos de variada índole.

En este punto vale la pena decir que los ingresos de las autonomías podrán provenir de las siguientes vertientes:

a. El porcentaje de los tributos transferidos al poder central;

b. Los propios tributos autonómicos;

c. Los recargos sobre los tributos nacionales;

d. Las rentas que genere su patrimonio;

e. Las transferencias que reciba del fondo de compensación provincial, o como se lo denomine.

Es preciso señalar que, si van a existir tributos autonómicos propios, además de recargos sobre los tributos nacionales, habrá un aumento de las actuales imposiciones, de la misma manera que debo apuntar que la creación de las autonomías puede incrementar la burocracia.

Hay que tener siempre presente que para evitar conflictos futuros se debe definir con absoluta precisión las competencias del Estado, de las autonomías, de las provincias que no accedan a la autonomía y de los municipios, pues según Edith Mabel Uñarro, “la falta de claridad en el tratamiento y delimitación en el ejercicio de las competencias que atañen a cada nivel de gobierno parece ser el problema común a los procesos descentralizadores.”

No quiero concluir estos comentarios sin decir que las autonomías deben tener en todas sus áreas una gran coordinación con el poder central y que debería existir un mecanismo idóneo y expeditivo para que aquellas no puedan salirse del marco constitucional, so pena de llevar al país a la disgregación y al caos.

Julio César Fernández Toro indica que se debe resolver el problema de la participación de las unidades sub nacionales en la formación de las políticas públicas nacionales y de la cooperación entre los distintos niveles, institucionalizando la cooperación vertical, entre niveles, como la horizontal, entre unidades del segundo y tercer nivel.

El Estado centralizado se justificó en sus inicios, pues era necesario fortificarlo para evitar la disgregación y emprender su desarrollo, pero la evolución de la democracia y las demandas de la sociedad exigen una descentralización profunda, a sabiendas de que el nuevo esquema generará consecuencias fundamentales para la vida del país, por lo que el cambio hay que saber conducirlo, como dice García Márquez, no desde el gobierno sino desde el poder.