Fabián Corral B.
La reforma del Estado por la vía de autonomías va más allá del replanteo del servicio público y de la reformulación de las funciones municipales. Esa propuesta implica una dispersión jurídica y operativa del poder político -legislativo, controlador, administrativo, etc.- en regiones autónomas.
Las propuestas de autonomía y descentralización que se están discutiendo en el país entrañan, ante todo, un problema de poder político. El regionalismo como percepción, como prejuicio, o como hecho vinculado a realidades objetivas, implica un tema de poder y no es, exclusivamente, un asunto originado en la caducidad o en el deterioro del servicio público, en la burocratización del Estado o en la inequidad en el reparto de las rentas municipales.
Para centrar la discusión es preciso admitir que las propuestas de autonomías provinciales, la configuración de regiones o cualquier otra fórmula semejante, están dirigidas a afectar a una forma de entender el Estado y a una concepción de la República como ente político unitario. Por eso, se hace necesario señalar que las percepciones, prejuicios y evidencias que a la sombra del regionalismo han surgido, han impulsado finalmente una corriente adversa a las visiones quiteñas del poder, que son las que, en mayor medida, contribuyeron a conformar al Ecuador como entidad histórica. El país se estructuró, bien o mal, en tomo a un centro, que neutralizó las tendencias particularistas y las fuerzas centrífugas que en toda sociedad naturalmente existen. La presencia de un centro dominante y de su periferia no es descubrimiento de los novísimos autonomistas, y no es, necesariamente, un mal: es una realidad sociológica, histórica y política que corresponde a la estructura social de toda comunidad. Censurar esa realidad equivale a formular juicios de valor en contra de las leyes de causalidad.
El regionalismo, en cuanto prejuicio y en cuanto percepción y aun en cuanto propuesta, pasa por el tema del poder político. Toda fórmula autonomista implica transferir las facultades estatales más representativas de ese poder a las regiones o a las provincias. Se trata de restarle numerosas potestades a la capital y de asignarles facultades políticas a las provincias o a las regiones. La tesis implica afectar al centro político y fortalecer -o crear- focos de poder regional, instancias de decisión provincial. Esta es una constatación objetiva de la índole y del alcance da las pro puestas que se discuten, y no necesariamente un juicio sobre su validez o legitimidad. Algunos analistas piensan que la regionalización y las fórmulas autonómicas son exclusivamente “soluciones" globales a los problemas provinciales, son salidas al entrampamiento municipal y remedio radical al deterioro de los servicios públicos. Esa es la percepción compartida por una parte de la ciudadanía. Por lo pronto, no haré un juicio de valor sobre esas esperanzas. Me interesa, por ahora, decir que la regionalización, más allá de las percepciones de los ciudadanos comunes -y remontando lo que hasta ahora han dicho los gestores de las propuestas autonómicas- es una fórmula política que, como tal, impulsan ciertas élites, independientemente de sus efectos en la mejoría de los servicios. A las lites les interesan las autonomías como alternativa de mando, como instancia de gobierno, como opción electoral.
Mientras a los ciudadanos predominantemente les interesa que los servicios se acerquen a la gente, a las élites les interesa, y con urgencia, que los poderes se acerquen a sus entornos, y que lleguen a la región y al alcance de sus manos las potestades estatales típicas. Esa es la diferencia aún no advertida entre las percepciones y las ilusiones de la gente común de las provincias, y las percepciones e ilusiones -no dichas ciertamente- de los grupos de presión, que se han transformado en los nuevos ideólogos de formas políticas alternativas a las del Estado unitario.
En esa medida, y para alcanzar objetividad en el análisis, la descentralización puede y debe ser vista al menos desde dos perspectivas: la del servicio público cercano y eficiente; y la del poder político cercano, eficiente y accesible. La primera es la perspectiva de la gente común. La segunda es la de las élites. Puede decirse que el "poder cercano", autónomo y regional traerá consigo el servicio eficiente y la obra pública oportuna. Es probable que eso ocurra alguna vez, pero no estoy seguro de que esa fórmula opere siempre y en forma exacta. Por otra parte, debe advertirse que semejante hipótesis puede darse exclusivamente en regiones en las que la fuerza política sea suficiente y determinante para que imponga, en términos de poder y de recursos, la pronta mejoría de servicios y ae ooras. üsa hipótesis me parece improbable en regiones menores, empobrecidas y con escasa capacidad de recaudación y de gestión política. Y esa desigualdad de efectos en los diversos sectores del país, es uno de los aspectos que mayor análisis exigen en su examen y uno de los que mayores desequilibrios y tensiones provocará. La diversidad del país, que, con frecuencia, se invoca para legitimar socialmente las propuestas, puede convertirse en el talón de Aquiles de la reforma del Estado, por la simple y prosaica razón de que esa diversidad implica desigualdades graves en la posibilidad de recaudación y en el fortalecimiento institucional de las regiones.
El debate exige transparencia y exige cifras. Por eso es oportuno y urgente que el proceso de descentralización se discuta como lo que es: una propuesta que implica primordialmente el ejercicio de poderes estatales desde las regiones, en forma autónoma respecto del gobierno central. Que esa fórmula de poder produzca o no efectos sobre los servicios, contratos públicos y obras, es asunto que atañe a la instrumentalización de las autonomías; es efecto de ellas, pero no es asunto que diga relación con la esencia de la tesis. En las fórmulas; que respecto del régimen autonómico se vienen manejando, el poder está primero, y el servicio después, como en todo fenómeno de mando, por cierto. Y esa es probablemente, la razón de que en la discusión se haya dejado de lado el actual texto constitucional sobre descentralización y la vigente ley sobre la materia, porque esas normas se ocupan fundamentalmente de la “descentralización” y no tanto del fraccionamiento del poder estatal
“Cuando se avanza en el examen de ese planteamiento -escribe Marco Antonio Guzmán- resulta inevitable reparar en que, a veces, los afanes de descentralización tienden a contraerse (también en esta época, como ocurrió en el pasado) a una agudización de rivalidades entre grupos, básicamente económicos y también sociales, de Quito y de Guayaquil, los cuales, más que la obtención de mejores servicios para la población de las circunscripciones respectivas, se disputan cuotas de poder.
Las diferentes versiones de la pregunta que sobre el régimen autonómico se viene presentando a la ciudadanía para obtener su adhesión en la consulta popular, pone de manifiesto el alcance político del asunto y la consolidación formal y jurídica de los poderes locales que se busca a través de la reforma constitucional. Uno de los puntos esenciales de esa propuesta radica en la asignación de potestades legislativas, de planificación, de ejecución y de control a los entes regionales, respecto de todas aquellas áreas de la gestión pública que les sean transferibles según el artículo 226 de la Constitución. Eso implica que las regiones podrán dictar sus propias reglas (¿leyes autonómicas?) en materia educativa, tributaria y aduanera, de salud, de regulación y control, de recursos naturales, minas y petróleo; de servicios públicos como agua potable y riego, fuerza eléctrica, telecomunicaciones, vialidad, puertos y aeropuertos. A esta conclusión se llega por la simple lectura de la Constitución, porque todas las actividades mencionadas y otras más, son áreas estatales potencialmente delegables a los entes provinciales o regionales. Por lo mismo, la discusión -si aún cabe- debe profundizar, por una parte, en el fraccionamiento y dispersión del Poder Legislativo hacia las regiones, y en las diversas materias que quedarían sujetas a la discrecionalidad regulatoria o legislativa de los entes autonómicos.
No está claro tampoco cómo se conciliarán los diferentes sistemas legislativos regionales y los diversos ordenamientos jurídicos entre sí y con las políticas y leyes que seguirá dictando y administrando el poder central, o si se propondrá, acaso, que el poder central deje de manejar conceptos nacionales sobre materias como educación, salud, servicios públicos, la minería, tributación, etc.
En este contexto, debe señalarse que para quienes propugnan la figura de las autonomías regionales, al parecer, son poco satisfactorios y hasta irrelevantes los textos de los artículos 224, 225 y 226 de la Constitución del Ecuador, permiten una transferencia progresiva de funciones, competencias, responsabilidades y recursos del gobierno central hacia entidades seccionales autónomas u otras de carácter regional. El artículo 226 ya establece la posibilidad de entregar a esos entes descentralizados buena parte de facultades gubernativas, con excepción solamente de la defensa y la seguridad nacional, la diplomacia, la dirección de la política económica y tributaria y la gestión de endeudamiento externo. Resulta curioso que, en lugar de hacer énfasis en una propuesta jurídica dirigida a desarrollar las normas constitucionales vigentes, el debate se ancle, nuevamente, en aspectos conceptuales predominantemente políticos, aunque enmascarados en el tema de la burocratización y en el de la deficiencia de los servicios públicos.
Si en el debate se omite, como ha ocurrido, el examen objetivo de la vigencia, validez y alcance de las normas constitucionales existentes, se puede deducir que lo que en realidad estaría en el tapete de la discusión es una forma distinta a la del Estado unitario, con afectación clara de los poderes políticos concentrados en la Capital y su traslado a las entidades regionales autónomas. ¿Se trata de descentralización administrativa, con un referente político unitario, como dispone la Constitución, o de un explícito fraccionamiento de ese Estado unitario? Este es el tema en cuestión, aunque formalmente se haya dicho que no se discute la federalización del país.
Las reformas del Estado por la vía de autonomías van más allá del replanteo del servicio público y de la reformulación de las funciones municipales. Esa propuesta implica una dispersión jurídica y operativa del poder político -legislativo, controlador, administrativo, etc.- en regiones autónomas. La tesis implícita en las preguntas que se formulan para votar en la consulta popular, tienen que ver con un reparto regional del poder, con el consiguiente debilitamiento de la forma central del Estado, que seguiría vigente de manera nominal, pero con evidentes limitaciones en la práctica. Por lo mismo, la discusión debe centrarse en los temas políticos implícitos allí, porque la otra descentralización, la administrativa, la de los servicios, las responsabilidades municipales y recursos, está, en mi concepto, fuera de debate: es una necesidad admitida sobre cuya viabilidad debe profundizarse de cara a la realidad municipal y a las verdaderas disponibilidades provinciales. Valga esta precisión, en bien de la exactitud.
El descubrimiento de los yacimientos petroleros del Oriente y su explotación a partir de los años setenta, no alteró los estilos políticos paternalistas ni la tradición caudillista de la población ecuatoriana. Al contrario, el Estado petrolero se convirtió en el eje de la sociedad. Sus recursos "legitimaron" la dependencia de las regiones, incrementaron las demandas de los municipios, acentuaron el interés de los empresarios en ser parte de un poder con gran fuerza económica y desarrollaron inorgánicamente la burocracia, llegando a extremos caóticos. El Estado se transformó en el gran dispensador de favores. A su sombra prosperaron las inversiones amparadas en las leyes de fomento, en las dispensas fiscales, en las liberaciones, en los cupos. A su amparo se fortaleció a la vez, una antigua tradición mercantilista de importantes sectores empresariales y el sindicalismo público.
Por aquel entonces el Estado contaba a su favor con la magia y la simpatía que generaron los petrodólares. Por eso empresarios, sindicalistas, políticos y municipios se disputaron las gracias del "ogro filantrópico". A nadie se le ocurrió discrepar con el poder central, cuando tenía los recursos para alimentar los más dispares proyectos de desarrollo regional, las más grandes inversiones de entidades autónomas y los más originales caprichos de los municipios. Del Estado rico todo el mundo fue amigo, y de sus capacidades económicas, mal o bien, todas las regiones disfrutaron, a través de obras necesarias o de relumbrón, a través de la inversión pública o por medio de una burocracia creciente que prosperó en todas partes, y no solamente en Quito. Sino, véase el crecimiento de la burocracia municipal y la proliferación de delegaciones, institutos, entidades, subsecretarías regionales y más dependencias públicas que se asentaron en las provincias.
Según datos oficiales del Ministerio de Finanzas, el porcentaje de empleados públicos, por provincia, en 1998, era así: en Pichincha el 20.74 %; en Guayas, el 18.54 %; en Manabí el 9.16 %. Un estudio de la Cámara de Comercio de Quito, respecto de la presencia regional de los burócratas, dice que “…en términos absolutos, los servidores públicos se registran en las provincias de Pichincha (45.185), Guayas (40.378); Manabí (19.956) y Azuay (11.546), cifras de las que se han separado las que corresponden a empleados de organismos regionales y nacionales, seccionales y ellESS”.2
Los datos señalan que la eventual concentración burocrática en Quito es ciertamente relativa, en términos de número de empleados, lo que no quiere decir que no sean justas algunas apreciaciones respecto de las trabas administrativas y del entramado legal que complica hasta el absurdo el oportuno y eficiente despacho de los asuntos a cargo del Estado. Por esta y por otras razones, me inclino a pensar que uno de los problemas importantes que deberían enfrentarse, pero que no se han profundizado en el debate, es el de la “burocratización de la vida pública y de la privada”, que dadas algunas tendencias culturales de la comunidad, es muy probable que se reproduzca con mucha fuerza en las comunidades autónomas. Nada asegura que los gobiernos autonómicos queden exentos de las tendencias y tradiciones a empapelar las decisiones y a retardar la atención a los problemas de la comunidad.
Con el Estado petrolero en auge, muchos municipios "abdicaron" de sus funciones en educación, servicios y obra pública y transfirieron insensible e interesadamente sus potestades al cómodo destino del poder central. El fenómeno de la "absorción municipal" no fue, como algunos sostienen, resultado de la consigna del centralismo quiteño. No. Fue la implícita decisión de muchos municipios, que contó con la cómplice colaboración del gobierno militar y de los gobiernos democráticos de la primera época, y con el entusiasta apoyo de las élites regionales, que vieron en la centralización de potestades y de servicios una especie de reivindicación y de reencuentro con el poder central, que ahora, cuando el Estado se ha empobrecido, aparece como la consigna de fantasmales centralistas.
Los recursos del petróleo y los de algunos segmentos de la deuda externa generaron en los municipios expectativas nunca antes registradas y la práctica facilista de exigir recursos, firmar contratos sin financiamiento propio, crecer sin medida ni prudencia, y, lo que es más grave, descuidar hasta límites insólitos la recaudación tributaria. Si se observa en perspectiva lo ocurrido en los últimos tiempos, se concluirá que las normas sobre impuestos contenidas en la Ley de Régimen Municipal no se modificaron en forma importante desde 1970, año en que se inicia la explotación petrolera. Desde entonces, las tarifas y los sistemas de determinación de los impuestos predial urbano, predial rústico, alcabalas y adicionales, registro, patente municipal anual, etc, permanecen congelados. Algunos municipios grandes han debido "sortear" la Ley por vía de ordenanza, para mejorar los sistemas de recaudación del impuesto predial. El deterioro de la recaudación municipal es dramático, a tal punto que en las grandes ciudades del Ecuador es más caro el impuesto a la matriculación de un vehículo, que el tributo que se debe satisfacer por una cómoda casa de habitación ubicada en un barrio residencial. Las cifras que se pagan por grandes haciendas y fincas productivas, rayan en el ridículo.
Es público y notorio el sistema de “simulación legal” que opera para eludir el pago de los impuestos a la alcabala, registro y plusvalía en la compraventa de inmuebles. Ese fenómeno en que todo el mundo elude es provocado por la obsolescencia del sistema impositivo y por los efectos confiscatorios que causa cuando se calcula el impuesto sobre los precios reales de una transacción.
Pese a las evidencias y pese a que es público y notorio el nivel ciertamente crítico de las recaudaciones municipales, en los últimos veinte años ningún grupo de partido político, ni los municipios, han intentado impulsar en forma consistente un proyecto de reformas a la Ley de Régimen Municipal, con el fin de dotar al régimen seccional de mecanismos apropiados para obtener recursos propios.
Todo ello revela el absoluto desinterés de los municipios y de las fuerzas políticas regionales y nacionales frente al constante deterioro de la recaudación de los tributos municipales. Revela, por cierto, la consciente y cómoda entrega de tareas municipales al poder central, que finalmente se ha transformado en el principal proveedor de los fondos con los que operan y viven la mayoría de los 214 municipios del país. Según datos del Ministerio de Finanzas, que incluyen al 80% de los Municipios y Consejos Provinciales, en 1997 los ingresos tributarios de esas entidades fueron apenas del 14.5% del total y las transferencias del gobierno representaron el 55.5%. Pese a ello, en ninguna de las propuestas autonómicas se ha insinuado siquiera la necesidad de hacer una eficiente reforma tributaria municipal, que asegure la sobrevivencia de los municipios y entes provinciales. Al contrario, se propone usar directamente hasta la mitad de los recursos fiscales nacionales (renta, IVA, ICE) y, por otro lado, asegurar que continúe la entrega de fondos por parte del Gobierno central.
Los municipios se han transformado en perpetuos dependientes del poder central para financiar sus presupuestos. En esa medida, el paternalismo de doble vía, del municipio que exige y del poder que da, ha pervertido el verdadero sentido de la autonomía municipal. En cierta forma, los municipios han corrido la misma suerte de las universidades: dependientes del poder, porque no recaudan sus propios recursos, pero autónomos en todo lo demás. Por regla general, municipios y universidades públicas son feudos dependientes del paternalismo del Estado, pero al mismo tiempo, soberbiamente autónomos.
Los datos con que se cuenta revelan esta realidad y, además, la inviabilidad financiera de la mayoría de las provincias del país. La Cámara de Comercio de Quito, en el estudio citado, demuestra en un balance correspondiente a 1998, entre impuestos pagados por provincia y las transferencias hechas en favor de ellas por el Gobierno central, que la entrega de fondos del Estado ha permitido sobrevivir a las provincias y cantones. La Cámara sostiene con cifras oficiales que “excepto cuatro provincias, los saldos son negativos en 18, lo que podría interpretarse en el sentido de que únicamente las provincias de Pichincha, Guayas, Azuay y Ñapo aportan más de lo que reciben del Estado, y, entonces, podría considerarse solo a éstas auto sustentables. La provincia de Pichincha ha contribuido con 7.9 billones de sucres al sostenimiento del Estado, y ha recibido 1.8 billones por concepto de asignaciones presupuestarias. Por lo tanto, ha entregado 6.1 billones más de lo recibido. La provincia del Guayas ha contribuido con 6.1 billones y ha recibido 3.6 billones, lo que arroja un saldo positivo de 2.5 billones. A considerable distancia figura, en tercer lugar, la provincia del Azuay, con un aporte de 705 mil millones de sucres en impuestos y con asignaciones recibidas por 482 mil millones. Napo también pertenece a este grupo, con un aporte de 241 mil millones de sucres y asignaciones que ascendieron a 182 mil millones…”
En el balance que formula la Cámara, se establece el “índice contributivo”, que es la relación, por provincia, entre los impuestos producidos y las asignaciones entregadas por el Estado. Este índice indica que por cada sucre que recibió Pichincha en 1998, entregó al Estado 4.3. Por cada sucre que recibió Guayas, entregó al Estado 1.70. En cambio El Oro entregó 0.45 centavos por cada sucre; Loja 0.14; Manabí 0.42, y así sucesivamente. Como puede apreciarse, las cifras desnudan la realidad y ponen al descubierto las limitaciones financieras que debe considerar un sistema autonómico para que sea objetivo y duradero.
Las prácticas paternalistas del Estado proveedor de dinero y financiador de contratos, del Municipio que “regala” servicios en uso de una sui géneris "ideología", que ve al servicio público como un “don”, y el discurso y los usos electorales de los líderes provinciales que aborrecen cobrar impuestos a sus conciudadanos han generado, sin duda, un proceso de “centralización de potestades municipales”, que es necesario revertir usando la misma vía de los municipios, sin que para ello deba afectarse al poder político entendido como potestad pública para dirigir el Estado, para legislar, administrar justicia, ejercer las facultades regulatorias en los procesos de privatización y capitalización de empresas estatales, y aplicar los mecanismos de controles y chequeos propios del Estado de Derecho.
Frente a este panorama, ¿podrá un proceso autonómico revertir esta tendencia paternalista y electoralista en forma rápida, sin hacer antes una radical reforma tributaria que grave duramente al vecindario? ¿O la regionalización transformará a las regiones en entes autónomos teórica y jurídicamente, pero presupuestariamente dependientes y con gran fuerza política "autónomamente operada" para presionar la entrega de fondos al gobierno central? Este es uno de los temas clave, que aún no esclarece el debate. Como se dijo antes, ya se ha planteado en alguna de las tantas fórmulas autonómicas que estudia el Congreso Nacional que los Municipios y Provincias “se queden” con la mitad de los tributos que recaudan, sin perjuicio de que el Estado Central siga entregando recursos a las provincias y cantones. Esta fórmula es un seguro de sobrevivencia para las provincias ricas, como Pichincha y Guayas, pero es paralelamente una fórmula empobrecedora para las demás provincias del país.
La dependencia municipal del gobierno central, la abdicación de sus tareas esenciales, la politización de muchos cabildos y una persistente demagogia frente al usuario, contribuyeron a que el auge petrolero genere en la población, y en la autoridad, la errónea convicción de que los servicios públicos son un "don", casi un obsequio que se debe a la población, una prestación sin sentido económico. De esa ideología del "servicio como don" en favor del pueblo derivó la práctica incorrecta económicamente y lesiva al interés público de generalizar los subsidios como un derecho de los miembros de la comunidad. Esta situación acentuó la dependencia estatal de los municipios y afirmó las prácticas demagógicas de la clase política.
Las evidencias demuestran que el "Estado rico" que alentó el paternalismo, no suscitó la oposición de nadie. Fue un Estado con insospechadas adhesiones de élites mercantilistas, de políticos en despegue y de municipios quebrados por la incuria.
La caída del "Estado rico", su quiebra económica y su debilidad institucional pusieron de manifiesto las irracionalidades del modelo que más que una fórmula de centralismo consciente y explícito edificado presuntamente por ideólogos serranos, es el resultado de múltiples acciones de fuerzas políticas, económicas, sociales y regionales que apostaron a la eternidad en el disfrute del hallazgo petrolero de los años setenta. Algunas de las elites que hoy cuestionan el centralismo, colaboraron en la construcción de la dependencia de los municipios y de las regiones, a título de participación en la renta petrolera.
El "Estado rico" solo suscitó adhesiones por una curiosa "ética del interés". El "Estado pobre" que hoy tenemos no suscita adhesiones; al contrario, despierta antipatías, genera suspicacias y solo encuentra espaldas que se vuelven élites que ponen distancias y regiones que buscan el refugio de las autonomías para protegerse de la franciscana pobreza del erario público.
El paternalismo del que vivieron y gozaron sin rezongar los empresarios, municipios, regiones, sindicatos, políticos, militares y universidades, agoniza sin remedio, y nos deja las incómodas herencias de municipios dependientes y tributariamente inútiles, de burocracias desocupadas y de instituciones insolventes. Nos deja la herencia de una ideología mercantilista y proteccionista de la que no pueden desprenderse muchos empresarios. Nos deja la herencia de un sindicalismo desaforado. Nos deja un modelo político electoral asentado en el caciquismo, el populismo y el facilismo electoral. Y nos deja, claro, esa "cultura de la culpa ajena" que induce a buscar los responsables de nuestras tragedias siempre en el "otro". Y el “otro” es, en cierta forma, el difuso y nunca bien definido "centralismo", que se ha transformado en la excusa y en la explicación de cuanta desgracia ocurre y de cuanto disparate hacemos en Quito y en las provincias, en la Sierra y en la Costa.
El empobrecimiento del Estado, en términos generales, nos dejó con municipios sin suficientes rentas propias, sin estructuras modernas de recaudación y, lo que es peor, sin compromisos ciudadanos de dar y pagar para recibir a cambio prestaciones y servicios de calidad Nos quedamos con municipios controlados por partidos. Nos quedamos con municipios creados al apuro por razones electorales con frecuencia (en los últimos 14 años se crearon 79 municipios, muchos de ellos al margen de los límites poblacionales prescritos por la Ley de Régimen Municipal). Nos quedamos con un Estado que centralizó gestiones y burocratizó instancias y procedimientos, es verdad, pero que a la par asumió lo que los municipios no quisieron asumir: responsabilidades incómodas, tareas ingratas, actividades desfinanciadas.
La primera gran equivocación en que se incurre radica en partir de un análisis ideológico del centralismo, entendido como una construcción malévola de élites interesadas en eliminar las potestades municipales y en concentrar poderes y servicios propios de los entes provinciales y cantonales. Esa “ideologización” del tema ha restado objetividad al debate, porque no permite ver la realidad: la centralización es resultado de una situación de hecho: el Estado enriquecido, y de la presión de élites provinciales, gremiales y políticas que encontraron en el petróleo el filón de recursos necesario para atender cómodamente, y sin la contrapartida ingrata de los impuestos, las necesidades regionales. Es una realidad derivada también de la pobreza de buena parte de las provincias y cantones del país, y de sus nulas posibilidades de recaudación tributaria.
El empobrecimiento del Estado es una de las causas del fortalecimiento de propuestas autonómicas, pero además es un dato de la realidad con el que hay que contar en cualquier proceso de descentralización administrativa o de reformulación de las estructuras de poder político. Hay que asumir que las autonomías e incluso la descentralización serán costosas para el Estado, los municipios y los ciudadanos. Y hay que evaluar en una relación costo-beneficio los probables y esperados efectos de esos procesos, tomando en cuenta, claro está, la disponibilidad de recursos para acometer cualquier reforma en la materia que discutimos.
La pobreza del Estado no puede soslayarse, como no puede dejar de verse su desorden, su burocratización y sobre todo el grave deterioro de las instituciones que apuntalan la vida pública. No puede olvidarse tampoco el entorno que nos deja como herencia la caída del Estado rico. Por lo mismo, cualquier propuesta debe contextualizarse en los moldes de la realidad, para prevenir los probables efectos adversos que deriven de la aplicación de procesos autonómicos.
Hay que considerar, por otra parte, que el proceso de dolarización de la economía crea inflexibles camisas de fuerza, tanto para el Estado central como para los municipios y provincias. Desaparecida la política monetaria y cambiaria, evaporada la posibilidad de la devaluación como instrumento para cubrir las deficiencias presupuestarias, dependientes exclusivamente de los ingresos en divisas que provengan de las exportaciones y de la inversión, los impuestos se presentan como la única vía estable, cierta y sustentable en el largo plazo para financiar las necesidades de municipios, regiones y provincias. No está lejano el día en que se hará evidente y urgente la necesidad de gravar a los vecinos para sostener a los municipios y para generar los recursos que demandará la constitución y funcionamiento de los poderes autónomos, que traerán, inevitablemente su corte burocrática. La suma de dolarización más autonomías con potestades legislativas y estructuras burocráticas, dará como resultado impuestos nacionales, regionales o municipales sustancialmente altos. Y esto debería discutirse públicamente, porque la población debe saber exactamente las implicaciones que en su economía y en su vida cotidiana tendrán las decisiones que se tome.
Los estudios realizados sobre la realidad municipal y provincial del Ecuador dejan concluir que el gran adversario del sistema autonómico es la desigualdad de posibilidades, recursos y capacidades de las provincias del país. Las fórmulas propuestas probablemente acentuarán la concentración de recursos y poderes reales en dos o tres provincias del país, en detrimento de las demás. Lo preocupante es que muchas provincias, las más pobres y las que tienen mayores problemas sociales, quedarían en dependencia financiera de un Gobierno central, que a su vez verá disminuidos sus recursos notoriamente en razón de la reforma estructural autonómica que concentraría los impuestos percibidos en las provincias recaudadoras y además por los efectos de la dolarización sobre el presupuesto del Estado.
El profesor Harold Furhr, catedrático de la Universidad de Postdam, en conferencias dictadas en Quito señalaba que “Si un intento de descentralización se llevara a cabo demasiado rápido y sin la adecuada coordinación, determinaría un incremento a corto plazo de los gastos públicos, alentaría la indisciplina discal y aumentaría el endeudamiento en el ámbito local”. Manifestaba también que un proceso de descentralización no meditado y adecuadamente regulado sea proclive a acentuar y a acelerar las desigualdades intra e interregionales, en la medida en que algunos gobiernos locales pudieran disponer de recursos naturales algo más cuantiosos e importantes…"
Por último, concluía que “…un proceso de descentralización, en el cual no se garanticen adecuados mecanismos de participación ciudadana y de control social, podrían favorecer a ciertas élites locales en desmedro de amplios sectores de la población. Los integrantes de esos grupos reducidos podrían verse inclinados a actuar como agentes de presión frente al Gobierno Nacional, a efectos simplemente de obtener recursos que no correspondan a niveles reales de recaudación, sin contribuir a la adopción de medidas idóneas para mejorar los servicios locales; y que, además, ellos podrían sentirse tentados a administrar tales recursos de manera no adecuada y promueve a la corrupción”.
El Ecuador ha sido, desde siempre, un país de autonomías de hecho, de instituciones autónomas, de compartimientos estancos, de feudos de poder. La contrapartida necesaria al proceso de fraccionamientos y rupturas, el contrapeso a los poderes fácticos, fue y es el centralismo político radicado en Quito desde los días de la fundación de la República. Contrapeso necesario el del Estado unitario frente a la vocación particularista de algunas fuerzas políticas y sociales, contrapeso necesario el del "poder lejano" que obligó a los caudillos y a los partidos, a los movimientos y a las élites, a esforzarse por tener visiones nacionales y proyectos extra regionales. Sin Estado unitario, sin poder central, el particularismo ya habría terminado de construir fosas, fronteras y trincheras entre regiones, provincias y parcelas de poder.
El debate sobre el valor, funcionalidad, papel histórico y legitimidad social y política del Estado central, no se ha dado con la profundidad y la objetividad que habría sido deseable. La discusión se ha radicado sobre el supuesto - casi dogma de fe- de que el centralismo es el responsable de todos los males de la República y de que las provincias, municipios y regiones han sido sus víctimas. Sin embargo, el tema es bastante más complejo como para formular propuestas a partir de apreciaciones no demostradas con evidencia empírica suficiente que, en muchas ocasiones, prueba precisamente lo contrario de lo que se piensa o propone.
Las cifras que constan tanto del estudio de la Cámara de Comercio de Quito como del ensayo del Dr. Marco Antonio Guzmán, prueban que la gran mayoría de los cantones y provincias de la República han subsistido gracias a la constante entrega de recursos por el Gobierno central; que el financiamiento de las obras provinciales y municipales,
en buena medida, proviene del presupuesto central; que el nivel de recaudación propia de los entes secciones, incluso de los grandes, es ciertamente pobre. La experiencia reciente demuestra que si el Gobierno central -pese a su tardanza y a su estilo burocrático- no actúa, no se repara la red vial; que no hay posibilidad alguna de emprender obras importantes de interés nacional o regional, si no es acudiendo al financiamiento a través de deuda, que debe finalmente pagarse por toda la población, incluso en los casos en que el crédito se destina a obras regionales o cantonales. La Cámara de Comercio de Quito demuestra en su estudio que los créditos externos cuyo destino es provincial, “han beneficiado a la provincia del Guayas en un 51%; a Pichincha en el 22%; a Azuay en el 8%, y a Manabí en el 7%, en que provincias tan como beneficiarías.”
Como advertí antes, lo que debe discutirse es la dimensión política de autonomías, porque lo que está en el fondo del tema es un problema de poder. De lo que trata, por la mayoría de autonomías, es de acercarle el poder lejano a las élites regionales cuyas visiones, en todos los sectores geográficos, lamentablemente han perdido dimensión nacional.
Los partidos políticos se han regionalizado paulatinamente, tanto en la Costa como en la Sierra, al punto que hoy no existe un solo partido nacional. La ID es un partido quiteño, con base electoral en Pichincha. El PSC es un partido guayaquileño. El PRE es una versión caudillista y regional. La DP es un partido serrano. Pachacutik es una agrupación con presencia regional y propuestas etnocéntricas. Todas esas agrupaciones y hasta las cámaras de la producción acentúan en su discurso el enfoque regional, proponen reivindicaciones para la ciudad y el cantón, anclan sus tesis en consideraciones particularistas y, en raras ocasiones, cada vez más escasas, enlazan esas tesis con un proyecto de país ¿Dónde está el partido nacional? Las recientes elecciones seccionales prueban hasta qué punto se ha profundizado la regionalización política del país, y cómo los grandes partidos se han refugiado en los entes seccionales. Así pues, la realidad política del Ecuador está profundamente marcada por pasiones regionales, visiones provinciales, enfoques gremiales. Si antes el país era visto y entendido con la orientación aglutinante y totalizadora del poder central, que finalmente mantuvo unido al país, ahora la perspectiva ha cambiado notablemente, y el enfoque es regional. En mi concepto, actualmente no existe proyecto de país, ni alternativa de reforma estructural planteada desde la totalidad del Ecuador. Hoy los proyectos predominantes son regionales, cantonales o provinciales.
El sistema político y electoral del país responde a una "matriz" populista, caciquista y regional. Allí radican sus grandes defectos y allí está el origen del fracaso del sistema de partidos políticos. El poder central, entre sus múltiples y no discutidos defectos, tuvo el mérito de obligar a que los partidos y hasta los caciques tengan al menos un discurso nacional y hagan esfuerzos por superar las visiones regionales y gremiales.
Esa "matriz" caciquista derrotó a la propuesta del régimen de partidos contenida en la Constitución de 1978. Al cabo de veinte años, predomina el estilo populista, triunfan los caudillos, decae el discurso político nacional, y los partidos siguen agotando recursos y discursos en la periódica búsqueda de caudillos para que encabecen las listas de candidatos a toda suerte de dignidades de elección popular. Allí está, para testimonio, la composición mayoritaria del Congreso Nacional, y allí están los deportistas, presentadores de televisión, nuevos caudillos en versión moderna y más personajes que pertenecen al mundo "informal" de caciques y aspirantes a populistas, que predominan en la vida pública, que en los últimos veinte años ha sufrido, sin duda, un profundo deterioro en términos de racionalidad política, de preparación académica y de visión nacional.
Si la "matriz" populista, caciquista y local de la política ecuatoriana derrotó a las fórmulas partidistas a ultranza, me temo que el traslado de poderes políticos a las regiones, la afectación al poder central, las autonomías y otras fórmulas de reparto del poder, contribuirán a fortalecer todavía más esa matriz populista y cacical, con resultados desastrosos para las regiones, los cantones y el país. Acercar el poder a los caudillos provinciales es avalar el populismo. Debilitar innecesariamente el poder central es remachar el proceso de regionalización de los partidos.
Las autonomías serán escenarios de populismo y de luchas intestinas por dominar la región y será difícil que, en esa situación de coyunturas locales y urgencias electorales, puedan crearse y fortalecerse movimientos, liderazgos o propuestas nacionales. Ninguna fórmula de poder puede limitarse a fortalecer las matrices sociales negativas y las tendencias colectivas. Las fórmulas políticas, además de sintonizar con un país, deben inducir las conductas ciudadanas hacia una racionalización política. No puede una propuesta afianzar para siempre las tendencias depredadoras del populismo, ni debe acentuar la inclinación caciquista, que tanto ha contribuido al deterioro institucional y personalización del poder.
Todo fraccionamiento o afectación al poder político central irá en desmedro de las instituciones y en favor de la fuerza de los caudillos. El efecto inmediato será un impulso importante al populismo, porque el "poder cercano" depende mucho de las percepciones populares más primarias, y es, con raras excepciones, un administrador de los caprichos de sectores de electores, es un artífice de sus consignas, un mandatario de sus apetitos. En esas condiciones, será difícil administrar con racionalidad los intereses de la región, más aún si el concepto de autonomía asegura la inviolabilidad del espacio político y avala la fuerza de los caciques que se empeñarán en edificar verdaderos feudos impenetrables al poder central, para asegurar en la región su predominio político y su fuerza frente al debilitado poder central, que será un convidado de piedra entre las disputas de los líderes regionales.
En esa línea de ideas, creo que la "lejanía" del poder político al menos obliga a partidos, caciques y caudillos a transformarse en opciones nacionales, con propuestas y visiones nacionales y eso, sin duda, es deseable para quienes aspiran a gobernar un país.
El predominio de la matriz populista y cacical probablemente neutralizará todo intento de mejorar las recaudaciones municipales y regionales. La demagogia populista es adversaria de todo lo que pueda afectar a su base electoral. Y los impuestos afectan a esas bases, obligan a los ciudadanos, encarecen las transacciones, inducen a la solidaridad económica por la vía de las contribuciones. El acercamiento del poder a los feudos de caudillos y dirigentes populistas restará posibilidades de éxito a toda propuesta sensata de racionalización administrativa y de mejora en la-recaudación tributaria. Las autonomías políticas pueden convertirse en "bumerang" fatal en contra de los intereses de la propia región. Basta recordar lo que ocurrió en Guayaquil con el populismo del PRE cuando copó el Municipio. Me remito a la propia memoria de los guayaquileños, que es buen argumento para reflexionar sobre la conveniencia de impulsar las autonomías de cara a las tendencias populistas predominantes en las regiones.
Si uno de los defectos del servicio público es que desde siempre la comunidad lo ha considerado como "don' del gobierno y obsequio del poder, es improbable que gobiernos autónomos de regiones o provincias cercados por el populismo quieran revertir esa tendencia y trabajar consistentemente para crear una verdadera conciencia ciudadana, estructurada en tomo a derechos y a correlativas obligaciones, a servicios y a tarifas viables. Difícil resultar visualizar gobiernos regionales empeñados en revertir esa tendencia social, por más que el servicio mejore, cuando los caciques dominantes, fortalecidos por el "poder cercano" libren constantes batallas para ganar elecciones y controlar el poder. En cambio, esas batallas sí las puede librar, y las ha librado, el poder central, ya sea por razones ideológicas o ya por razones prácticas, acosado por el crónico déficit fiscal, que induce a veces a tomar medidas severas. Veo más probable vencer en esas batallas cuando el "malo" es el poder lejano, y no cuando la cirugía debe practicarla el dirigente regional que deberá, cosa improbable dadas las tendencias políticas y sociales del país, sacrificar su popularidad y su carrera política para establecer impuestos, tasas y contribuciones a sus conciudadanos
La matriz populista del poder político probablemente será fortalecida con la constitución de autonomías regionales, y ese fortalecimiento conspirará a neutralizar y aun a destruir los procesos de racionalización de la administración regional. Temo que el efecto "bumerang" que provoque el caciquismo y el populismo predominantes, paralice a las regiones en sus propios esquemas y les obligue a seguir exigiendo recursos al gobierno central debilitado.
Las preguntas sobre las que gira la consulta popular apuntan, a lo mejor sin proponérselo, a ese fortalecimiento del populismo y del electoralismo. El resultado de tener muchos congresos regionales o provinciales, será sin duda, la extrema politización de la vida regional y la proliferación de las disputas partidistas por defender sus espacios de poder.
No parece prudente, en un país cansado de las conductas electorales de sus dirigentes, desconfiado frente al Congreso, escéptico frente a la misma democracia, promover un sistema que mantendrá al país y a sus regiones en constante agitación electoral
No veo posible sostener, en el largo plazo, un sistema en el cual, además del Congreso Nacional, existan doce, quince o veinte congresos regionales, dictando toda suerte de normas, creando imposiciones a las empresas, exonerando de impuestos a las masas, regulando los sistemas educativos, dictando reglas para la prestación de servicios, promoviendo a sus partidos y grupos de presión. ¿Es la democracia ecuatoriana lo suficientemente madura para saturarse aún más de electoralismo, de campañas y de ofertas que, según la experiencia reciente demuestra, no fortalece las convicciones democráticas, sino que, al contrario, frustré y decepciona a los electores?
Parece importante pensar los sistemas autonómicos desde la perspectiva de la "matriz" populista y caciquista de la política ecuatoriana, sabiendo que esa tendencia no se podrá revertir fácilmente en los próximos años, porque las conductas políticas de la gente dependen en importante medida de un buen sistema educativo que, en realidad, no existe en el Ecuador.
En mi opinión, existe actualmente, y sin que se requiera nueva reforma a la Constitución, base jurídica suficiente para promover procesos de descentralización. En efecto, el artículo 226 de la Carta Política dispone expresamente que:
Ante el contenido y alcance de la norma constitucional, cabe preguntarse si el esquema de descentralización no es suficientemente amplio como para instrumentar en forma razonable, paulatina y prudente el proceso, tanto más que la Ley de Descentralización vigente el Ecuador desde octubre de 1997, desarrolla ya el precepto constitucional y permite aplicarlo.
La Constitución establece un marco amplísimo de transferencia de “competencias del gobierno central” a los municipios y consejos provinciales. Las excepciones a las potenciales transferencias son ciertamente limitadas, de manera que lo que una prudente acción legislativa debería hacer es desarrollar, tal vez en mejor forma, el esquema constitucional, mejorar y hacer más explícita a la Ley de Descentralización y articular de mejor modo el sistema de descentralización opcional previsto allí.
La ventaja esencial de régimen tanto constitucional como legal vigente es su flexibilidad y la posibilidad de que sean los entes seccionales los que soliciten la aplicación del proceso de descentralización, demostrando previamente su capacidad operativa. Un esquema así, a diferencia del que se impondría por consulta, permite que los municipios actúen con la prudencia y la responsabilidad suficientes, asegurándose de esa forma que el proceso sea exitoso. A diferencia de esto, un proceso autonómico derivado de decisiones por vía de consulta popular no tendrá la objetividad necesaria para evaluar razonable y objetivamente la capacidad operativa y la viabilidad fiscal de la provincia o región. La consulta popular, sin duda alguna, es un evento electoral donde operan consideraciones sentimentales, apreciaciones subjetivas, discursos populistas que excluyen la racionalidad y la prudencia en las decisiones.
No será raro que provincias inviables desde el punto de vista presupuestario, financiero y administrativo -que son absoluta mayoría en el país- resuelvan rápidamente sobre la autonomía, creando así un hecho político irreversible frente al cual las consideraciones de prudencia y los razonamientos vinculados con la realidad de las cifras resultará ocioso, mal visto y considerado centralista o anti regional. Ese hecho político una vez alcanzado y después de la euforia inicial, enfrentará a la región a la dura realidad económica y al dilema de exigirle recursos al gobierno central o imponer altas tasas tributarias a los vecinos de la región. Como esto segundo es ciertamente improbable, será la tensión sobre el centro lo que opere, con el agravante de que el gobierno central estará entonces sustancialmente reducido en sus ingresos tributarios, precisamente por el hecho de que el régimen autonómico establecerá, según las propuestas que se conocen, que la mitad de los tributos que se “recauden” en cada región se queden allí.
La “mitología legal” es parte de la historia de la República. Se piensa que los problemas del país se resuelven dictando leyes, expidiendo decretos, creando hechos políticos y promoviendo instancias y entidades públicas. La experiencia ha demostrado que esa mitología no da resultados porque no consulta la realidad y porque suplanta las limitaciones económicas y las complejidades sociales, con reglas abstractas, con esquemas políticos y con declaraciones bien intencionadas, pero enteramente divorciadas de la realidad. Por esa razón, opino que el esquema de descentralización por la vía del “contrato” que actualmente establece la Constitución y la Ley de Descentralización es más práctico, operativo y eficaz que otros sistemas derivados de hechos políticos donde opera fundamentalmente el interés de grupos que desean captar los poderes antes que servir. El esquema de la descentralización por convenio permite evaluar las posibilidades reales de los entes seccionales, permite ser objetivos en la valoración de las capacidades de gestión y no impone camisas de fuerza políticas que tensionarán aún más la relación entre el centro y las regiones o entes autonómicos.
Las preguntas que deben hacerse son: ¿por qué cambiar un esquema prudente de descentralización, que permite por medio de convenios puntuales, asumir competencias y responsabilidades a los municipios más organizados, con uno que consiste fundamentalmente en llevar instancias políticas del gobierno central a provincias, multiplicando hasta el infinito los eventos electorales y la competencia partidista para captar los poderes regionales?
¿Cómo quedará la autonomía municipal frente al poder de las comunidades autónomas?
¿Qué ocurrirá con la mayoría de provincias del país, que según los datos no son viables presupuestaria y financieramente?
Estas son algunas de las preocupaciones que aún no han sido absueltas con la objetividad que la importancia del asunto exige.
Frente a todo ello, la “municipalización” de algunos servicios y competencias públicas parece la opción más razonable para formular un esquema de descentralización que satisfaga las expectativas de las provincias y las regiones, que acerque el poder a las gentes, pero que no contribuya a des institucionalizar al país, a afectar al centro político que es indispensable en toda organización política, tanto más en la ecuatoriana proclive como es a la desintegración y al predominio de visiones sectoriales, precisamente porque ni las élites políticas ni las intelectuales y empresariales han sido capaces de construir un proyecto de país, que concilie los intereses de las regiones, las exigencias de la globalización de la economía con la identidad nacional, sin la cual no hay país ni mercado.