Sección Libre
Patricio Quevedo Terán
Uno de los periodos políticos mas accidentados del Ecuador termino con la expedición de la Constitución de 1938. Se reaviva la polémica acerca de su vigencia, con una detallada crónica histórica de los sucesos de la convulsionada época.
Es posible que una de las jomadas políticas más largas que registre el Ecuador, haya sido la que corrió desde la mañana del uno de diciembre de 1938 hasta la madrugada del día siguiente, pero de lo que no cabe duda alguna es que constituyó la más rica en acontecimientos perturbadores. Durante esas dramáticas horas renunció el presidente interino Borrero; buscó febrilmente la Asamblea Nacional un reemplazo; entre los ajetreos políticos, procuró completar la aprobación de la nueva Constitución; modificó su reglamento; registró el aban- dono de la tercera parte de sus integrantes; eligió a un presidente calificado de constitucional; se posesionó éste e inició el desempeño de sus funciones. ¡Nada menos!
Vistos los hechos desde la perspectiva de ahora, parece claro que la jomada marcó el arranque de la etapa final en el predominio del Liberalismo partidista; significó también el auge más notorio y el discreto anuncio de la caída final del doctor Carlos Arroyo del Río, uno de los personajes sin los cuales no se entiende al Ecuador contemporáneo pero, desde una consideración fríamente jurídica, nada le distingue tanto a la vertiginosa jomada, como la circunstancia de que dejó planteado el más apasionante debate que consigna el Derecho Constitucional de nuestro país.
Efectivamente, nada tiene de raro que los especialistas discutan sobre las bondades y las debilidades de una Carta Política, que discutan sobre el acierto o la equivocación de cualquier modalidad estructural unicameralismo o el bicamerismo legislativo, para decir un ejemplo- pero que el debate se proponga alrededor del número de Constituciones que haya tenido el país, es algo ya bastante fuera de lo común y, si la controversia se ubica sobre la existencia o la inexistencia de una Carta, entonces debe admitirse que resulta ya francamente singular.
Y estos dos últimos son precisamente, los enigmas que se plantean a propósito de los sucesos iniciales de diciembre del 38. Reconozcamos por supuesto, que la pregunta en tomo al número de Constituciones que ha tenido el Ecuador, supera al solo drama de hace 61 años. Casi nunca se ha intentado aclarar cuestiones tan complejas como el sentido de la Constitución de 1812, llamada Constitución Quiteña, en plenos albores de la lucha in- dependentista; la efectiva vigencia de la Constitución grancolombiana de Cúcuta, respecto del actual Ecuador; la del documento aprobado por el Congreso Admirable de 1830, mientras se rompían ya las amarras del Distrito del Sur; (1) el alcance de las normas que expidieron los Gobiernos rivales durante el trágico bienio de 1859-60 o, que para decirlo con mucha mayor cercanía, el criterio que debe sustentarse acerca de las normas constitucionales vigentes: significan solo una reforma a la Carta del 1979 o representan un cuerpo autónomo, que debe ser contado de manera independiente.
Pero en cambio, la propia y decisiva pregunta en torno de la existencia jurídica de la Constitución del 38, o la carencia de ella, deriva ostensiblemente de lo que ocurrió durante las cargadas horas iniciales de diciembre de ese año.
A su vez lo que entonces tuvo lugar, solo alcanza cierta comprensión, si se lo examina como la punta del ‘iceberg’ - para usar de la socorrida comparación - cuyos niveles inferiores se hundieran entre las turbulencias de toda la década del treinta.
Es bastante bien conocida la evidencia de que esa década resultó la más convulsionada de toda la experiencia republicana del Ecuador. Así lo prueban las desgracias de la exportación, la Guerra de los Cuatro Días y la batalla de las cuatro horas, el sorprendente número de Jefes de Estado y el clima de ansiedad política que se había tomado la cotidiana tónica de esos tiempos.
Próximo ya a cumplir dos años de ejercicio dictatorial, el ingeniero Federico Páez (2) reunió a una Asamblea Constituyente pero, los trabajos dirigidos a redactar una Carta que sustituyera a la del 29, oficialmente muerta cuando el doctor Antonio Pons entregó el poder en manos de los militares el último trimestre del 35, fueron abruptamente interrumpidos por el propio Ministro de Defensa de la dictadura, el general Alberto Enriquez, quien se convirtió en el nuevo Jefe Supremo.
De Enriquez suelen recordarse la expedición del Código de Trabajo y la iniciativa de la Asamblea de 1938. Esta Convención fue realmente singular. Rompió la terca tradición que venía desde el comienzo de la República y, en vez de elegir como Presidente interino al propio Enriquez, prefirió al jurista cuencano y devoto liberal Manuel María Borrero, quien había encabezado la Corte Suprema de Justicia y formó sin muchas dificultades un Gabinete prestigioso pero demasiado tradicionalista, a los ojos de muchos políticos de la época.
De todas formas, la Asamblea se distinguió todavía mucho más, por el método utilizado para su integración. No respondió al número de electores de cada provincia, sino a una división igualitaria y tripartita entre conservadores, liberales e izquierdistas o socialistas. La novedosa tesis había madurado en la cabeza del General y, curiosamente, de pronto le fue sugerida también por sus asesores, casi todos ubicados dentro de lo que podía llamarse el izquierdismo. Con prescindencia del número de habitantes y, sobre todo de las preferencias políticas de éstos, se dispuso que cada provincia estuviere representada por un conservador, un liberal y un socialista. "Si estas son las tendencias políticas dominantes, que tengan la oportunidad de probar la verdad y bondad de sus planteamientos", explicó Enriquez Gallo, pero claro, ya en la vida práctica, se dieron fenómenos muy poco democráticos. Hubo provincias en las que solo se encontraron diez o veinte ciudadanos de alguna de aquellas tendencias y, sin embargo, ellos debieron escoger a un asambleísta (3), número idéntico al representante de otra tendencia, que podía contar con 20 ó 30 mil adherentes en el mismo lugar. De todas formas, las rarezas de la elección y los arreglos de posteriores entretelones, dieron lugar a un leve predominio del bloque socialista; después venían los liberales, divididos entre varias facciones y algo menos numerosos eran los conservadores.
Hay un apreciable reconocimiento de que iniciado el desempeño de la Asamblea, conspiró gravemente contra éste, la continua interferencia, la virtual pugna entre los dos objetivos que se le habían fijado al Organismo: redactar la nueva Carta Constitucional y elegir al Presidente de la República. "Lo político perturbó la creación constitucional", apuntó con sagacidad el resumen anual de El Comercio (4), distrajo la atención de los diputados y probablemente impidió que se cumplieran con el necesario acierto los propósitos aludidos. De esta suerte, no fue raro que los mismos días cuando se analizaban temas de elevada complejidad jurídica, el proceso de formación de las leyes, para decir un caso, se bregara con pasión, habilidad y suspicacia en tomo de las alternativas concretas de manejo del Ejecutivo y la administración del país, interferencia que se reveló como funesta y que perjudicó lo mismo al éxito de la actividad inmediata, como al de la que tenía mucho mayor alcance temporal.
Otro elemento de grave perturbación se encamó en el Coronel Luis Larrea Alba y la Vanguardia Revolucionaria Socialista Ecuatoriana - VRSE-, el inquieto movimiento que lo reconocía como líder y que mostraba una clara propensión a los ajetreos subversivos, particularmente dentro de las importantes filas castrenses. Ciertos prejuicios dogmáticos, sobre todo marxistoides, son culpables de la omisión casi completa acerca del personaje y de su grupo que, aunque izquierdistas no eran ortodoxos, pero la verdad es que las evidencias revelan cuánto impacto tuvieron sobre la realidad política de los treinta e inclusive de algunos pocos años después.
No es el momento de enjuiciar al fugaz gobierno de Larrea Alba, que duró 8 semanas no completas el segundo semestre del 31, pero sí hay que recordar cómo gracias al aprovechamiento de ciertas ausencias, los socialistas lograron que la Asamblea del 38 ascendiera a Larrea hasta el grado de General y ordenara su incorporación al Ejército. Despertados de la sorpresa los adversarios, obtuvieron con exigua mayoría la reconsideración de ambas medidas, aún a despecho de que sus principales portavoces, los asambleístas Gómez González y Comandante Plaza Monzón fueran físicamente agredidos por exaltadas mujeres de la barra. El espinoso asunto siguió latente, provocó nuevos tropiezos y fue el motivo específico para la disolución material de la Asamblea, el 13 de diciembre siguiente.
Y por supuesto, conspiró también contra el desempeño de la Convención, el agudo fraccionamiento de los liberales, considerados a sí mismos como los predestinados para detentar el Ejecutivo, una extraña fe que de modo tácito, era compartida por un amplio sector de la opinión ciudadana y que suponía la exclusión no escrita de los conservadores respecto de la cima del mando.
En realidad el multiforme Liberalismo, más allá de sus reverentes declaraciones doctrinarias, daba la impresión de un amplio paraguas político, dentro del cual se apiñaban tendencias bastante diversas, apenas se planteaban cuestiones personalistas: los diputados liberales del 38 mostraron siempre una apreciable inclinación hacia la independencia, la Junta Suprema del Partido aparentaba disponer de más poder que el efectivamente acatado, la Junta Provincial de Pichincha acusaba inclinaciones propias, también la del Guayas, donde la figura indiscutida era la del jurista, profesor y político Carlos Alberto Arroyo del Río e, inclusive, las Juntas de otras provincias. (5)
Entre tantas borrascas, no es raro que la gestación de la Carta avanzara lentamente y sufriera serios tropiezos. Un escuetísimo comentario acerca de ella es el que la reconoce como el puente entre la Constitución de 1929, la primera que mencionó los derechos "sociales" y la intervención del Gobierno en los procesos económicos, y la de 1945 que profundizó y desarrolló con amplitud ambos aspectos. Cierta crítica muy influyente en su tiempo, fue la del pensador y ex- ministro, Pío Jaramillo Alvarado, al que luego se le llamaría "maestro en ecuatorianidades". Entrevistado por un periodista de mucha garra y de numerosos lectores, Lucas Noespinto, cuyo secreto consistiera en unir dentro de su columna el trabajo del cronista que ofrece noticias, con el del comentarista que enuncia juicios sobre aquéllas, apuntó enérgicamente que, "es posible que una Constitución sea fascista, que otra sea bolchevique, que una tercera sea nacista, pero lo que no puede tener una Constitución es las tres orientaciones a la vez" (6). Sin embargo el proyecto registró también defensores entonces y, con ánimo bien decidido también ahora, según ocurre con el doctor Rafael Arízaga Vega (7), quien no trepida en destacar como novedades valiosas, la descentralización de rentas en beneficio de los organismos seccionales, el establecimiento de la Comisión Permanente de Legislación y la modesta semilla autonómica, orientada a garantizar la entonces inexistente libertad de elecciones.
Aunque el documento fue el eslabón tendido desde la Carta del 29 hasta la del 45, como ya lo sabemos, no dejó de corregir el peligroso semiparlamentarismo de la primera, que tan funesto había resultado, pero no ofreció otras grandes novedades en cuanto a los demás aspectos de la mecánica del Gobierno. Mucho más interesantes fueron en verdad, los debates de los tres bloques acerca de las garantías ciudadanas y de los aspectos que podrían decirse propiamente doctrinales. Hubo una propuesta conservadora sobre verdadera libertad de enseñanza, no aceptada por los otros grupos; también se discutió arduamente sobre el divorcio, con el apoyo de un manifiesto de señoras de Quito; se intentó prohibir a las sociedades secretas, sin que faltaran alusiones a la masonería y, por supuesto, se alzó la voz cuando el debate sobre las garantías de los obreros, que eran la natural consecuencia del flamante Código del Trabajo. Pero las innovaciones mismas formalmente aprobadas, no fueron mayores, ya que las ideas mucho más claras de conservadores - normas canónicas, doctrina social de la Iglesia- y de socialistas -aspiraciones contagiadas de marxismo, para ser incorporadas al documento, necesitaban del apoyo morigerador y pragmático de los liberales. Por supuesto y aunque contradiga a las nociones elementales de Filosofía Política, bueno es anotar la frecuente coincidencia -excepto en los aspectos estrictamente socioeconómicos- de liberales y socialistas, tanto sobre los asuntos constitucionales, cuanto al momento de las definiciones políticas de corto y mediano plazos.
Mientras se aproximaba la peor tempestad, surgió un arbitrio parlamentario que no puede pasarse por alto. Quien lo planteó fue el socialista Luis Maldonado Tamayo y tal vez no todos advirtieron sus posibles efectos. Se trata de que dentro de las listas de quienes "sonaban" como posibles presidentes constitucionales, es decir Alberto Enriquez, Humberto Albornoz, José Rafael Bustamante, Carlos Arroyo del Río, etc., dos de los más importantes quedaron inutilizados, porque la Asamblea decidió que no podría desempeñar la Primera Magistratura, quien fuere el titular de la presidencia interina y el titular de la propia Asamblea, vale decir los doctores Borrero y Francisco Arízaga Luque, liberal en el membrete pero bastante cercano a los izquierdistas este último. La consecuencia fue tan considerable que, inclusive se llegó a considerar la renuncia de los dos personajes, como medio de evitar la prohibición y como circunstancia también reveladora de la sutileza e ingeniosidad de las fórmulas que fueron barajadas.
La crisis aumentó de velocidad la última decena de noviembre. Arreciaron entonces los rumores sobre la separación del presidente Borrero y se reunió la Asamblea del Partido Liberal, que parecía tener fuerza casi decisiva, dadas las circunstancias. Los dignatarios revelaban ya la importancia que se otorgaba al cónclave, porque dirigió las deliberaciones el prohombre guayaquileño, Enrique Baquerizo Moreno; para primer vicepresidente se escogió al General retirado Francisco Gómez de la Torre y segundo vicepresidente fue Ricardo Jaramillo, director del combativo diario El Día. Luego de álgidas sesiones secretas, la Asamblea liberal escogió como su candidato - y no hay que olvidar lo que esto significaba: casi el Presidente de la República- al doctor Arroyo del Río; éste se excusó pero el gesto pareció más bien convencional y los delegados le ratificaron en la postulación.
De todos modos, cabe notar que Arroyo dispuso siempre de algunos partidarios incondicionales pero, simultáneamente, de adversarios irreductibles, quienes pusieron el grito en el cielo con diapasón tan subido, que hasta los menos avisados advirtieron que se preparaban grandes acontecimientos.
La jomada más dramática se abrió apenas iniciado el primero de diciembre. Por la mañana se confirmó ya que había renunciado el doctor Borrero, de suerte que la tarea de los asambleístas, ordinariamente agitada como conocemos, se volvió frenética durante las horas posteriores. De un lado, faltaban todavía de aprobarse los últimos artículos de la Constitución y las disposiciones transitorias que seguramente serían necesarias y, de otro lado, la acefalía que equivalía al caos, amenazaba a la República y urgía decidir algo en tomo de la dimisión del Presidente interino del Ecuador.
De ahí que las horas que siguieron dieran la impresión de un carrusel vertiginoso, de reuniones secretas tras otras, ofertas y contraofertas, nombres que brillan y casi enseguida se apagan, violentos debates parlamentarios y constitucionales que tienen algo de pesadilla, fórmulas semejantes a juegos pirotécnicos, recesos congresiles e instalaciones fugaces. Recién cuando faltaban solo 10 minutos para la medianoche, mientras las barras vociferantes y gratificadas con generosidad se mantenían impertérritas y Quito entero era un aquelarre de los más exorbitantes rumores, se logró alguna claridad en medio de la vorágine. Reinstalados los asambleístas, de algún modo trataron de discutir los párrafos que aún faltaban de la Ley Fundamental pero, de pronto, al descubrirse el secreto de los pactos que estaban a punto de ser alumbrados, los conservadores decidieron abandonar el salón y anunciaron el discutible propósito de explicar al país su actitud, a través de un manifiesto público; ya sin ellos, el siempre sorprendente acuerdo de liberales y socialistas pudo avanzar con menos dificultades.
Pero todavía quedaba un obstáculo reglamentario, indispensable para salvar las apariencias jurídicas. Se trataba de que hace tiempo, cuando ningún nigromante de la política hubiera podido adivinar el ululante tramo crucial de esta medianoche, se había aprobado la norma de que solo cuando se hubiera "promulgado" la Constitución, se procedería a elegir el nuevo Presidente de la República. Pero si ahora a duras penas, el Secretario había leído los textos de la Carta; se los había aprobado con apuro; los taquígrafos habían tomado notas, a falta de grabadoras y se habían mencionado apresuradamente las ideas básicas de varias disposiciones transitorias, ¿cómo salvar el escollo legalista?
Fue entonces cuando llegó el momento culminante de la habilidad política, bien aderezada con ropaje forense. Se ensayaron las más ingeniosas y alambicadas fórmulas: hubo propuestas, apoyos insuficientes, rechazos que bloqueaban el camino, reconsideraciones carentes del número suficiente de votos -las dos terceras partes-, mientras continuaban surgiendo entrometidas disposiciones transitorias, cuya meta ostensible era cerrar el paso de la Presidencia a uno u otro de los aspirantes, el más notorio de los cuales era el doctor Arroyo del Río poco simpático para los izquierdistas, mediante la receta de prohibírsela a los abogados y representantes de compañías extranjeras.
Hacia la 1.30 de la madrugada del día dos, el artículo final expresó: "La presente Constitución regirá en la República desde el día de su promulgación en la Capital. El Presidente la mandará a imprimir bajo su vigilancia y solo la edición autorizada por él se considerará auténtica- dado en Quito, el 2 de diciembre de 1938" (8), lo que a primera vista pareció casi una condena contra cualquier intento de solución, hasta que del sector socialista brotó la fórmula que los asambleístas presentes juzgaron como salvadora.
Sobre las 2.30 de la mañana, justo después de que se propusiera nombrar como nuevo Presidente interino al doctor Camilo Octavio Andrade, Ministro de Defensa hasta la víspera, para salvar el punto ritual mencionado, el asambleísta doctor Carlos Cueva Tamariz propuso que, "La presente Constitución regirá desde el día de hoy; así se aprueba con la más grande solemnidad", texto cuya segunda parte tal como es sencillo notarlo, constituye un esfuerzo algo pueril por ocultar cualquier fractura de índole jurídica. Gozosamente o, por lo menos con un gran suspiro de alivio, los legisladores presentes - liberales y socialistas- aprobaron la propuesta y entendieron que desde ese momento el país tenía una nueva Constitución.
Hecha la quiromancia, faltaba solo evacuar el puntual asunto político, lo que se hizo con verdadera precipitación: se repartieron las papeletas para elegir Presidente constitucional de la República quien, según otra norma transitoria, duraría hasta el 31 de agosto de 1942 -¡escaso poder adivinatorio de los legisladores!-; el Secretario leyó los nombres allí escritos y con abrumadora mayoría triunfó el médico doctor Aurelio Mosquera Narváez, quien había sido rector de la Universidad Central y dirigía ahora el Partido Liberal Radical. El resultado se conoció a las 2.56 a.m.; el ganador ingresó en la sala de sesiones a las 3.15 a.m. y solo 30 minutos después ya había concluido la ceremonia de su posesión solemne (9).
Durante la mañana del 2 de diciembre se difundieron los primeros nombres de los Ministros: el joven Galo Plaza Lasso, hijo del General Leonidas, "dueño de la República entre 1912 y 1925" al decir de las malas lenguas, se encargó de la Defensa Nacional; el célebre políglota católico, doctor Julio Tobar Donoso, accedió a seguir en la Cancillería; el abogado guarandeño César Augusto Durango fue a Previsión Social y Trabajo y el ingeniero Carlos Freile Larrea, fugaz encargado del mando cuando la Guerra de los Cuatro Días, al Ministerio de Obras Públicas. El día siguiente fue llenado el decisivo Ministro de Gobierno con el veterano político doctor José María Ayora, y poco después, el guayaquileño José María Estrada Coello, vino a Educación Pública y Deportes.
Simultáneamente los conservadores, dirigidos por el Dr. Moisés Luna, publicaron su anunciado manifiesto, en el que destacaron como imperativo del momento "el afianzamiento del régimen constitucional" -¡nótese este último calificativo!- y apuntaron además que "independencia no es hostilidad", mientras los delegados ecuatorianos viajaban hacia la espinosa Conferencia Panamericana de Lima y las aguas parecían haber vuelto a su cauce el mes de diciembre, poco propicio para las asonadas político- administrativas.
Sin embargo esta impresión iba a ser del todo engañosa. El primer síntoma se manifestó apenas 5 días después de la elección. Durante una reunión popular izquierdista en Guayaquil, el doctor Arízaga Luque no trepidó en calificar de "reaccionario" al Gobierno, pese a que los diputados socialistas habían contribuido decisivamente a establecerlo y allí mismo aconsejó sin reservas, mantener la unión de la tendencia.
En cuanto a la Asamblea, varios de sus integrantes calcularon que se necesitarían más de 30 días de sesiones para completar los que consideraban sus encargos: presupuesto del 39, varias leyes orgánicas, algunos nombramientos, etc., lo que dio alas a la suspicacia de un poder al menos paralelo que el del Ejecutivo, con la circunstancia agravante de que muy tranquilamente los diputados se dieron a la tarea de elegir, sin coordinación alguna respecto de la Presidencia, a funcionarios tan importantes como el Contralor, el Procurador de la Nación, el Director de Estancos, los vocales del Consejo de Estado y de la flamante Comisión Permanente de Legislación, a lo que debe añadirse el nada elegante detalle de preferir para numerosas de esas dignidades a unos cuantos de los propios legisladores, lo que volvió a provocar la ira de Jaramillo Alvarado, quien declaró al infaltable Lucas Noespinto: "La misión de la Asamblea es solo la Constitución, lo demás sería despotismo sin freno" (10).
Todavía más grave fue el inicio de los debates parlamentarios sobre normas que han provocado siempre urticaria en los intereses de ciertos ecuatorianos: "el control de cambios para las importaciones" o, dicho de otro modo, la distribución de divisas para realizar las compras externas, pero el remate llegó solo 9 días después de que se había escogido a Mosquera Narváez. En otro momento de oportunas ausencias y mayorías, la Asamblea volvió a otorgar el generalato a Larrea Alba y a ordenar su reincorporación dentro del Ejército.
El Ejecutivo decidió entonces, que había llegado justo el instante de cortar el problema por lo sano; envió un enérgico Mensaje a la Convención en el que rechazaba lo decidido, mediante argumentos legales contundentes y la alusión al malestar del Consejo Superior Militar. El problema se puso al rojo vivo; menudearon los rumores y la Asamblea resolvió "devolver" sin más el documento por 31 votos contra 17; entre los primeros se contaron 11 liberales, 18 socialistas y 2 conservadores y entre los segundos 5 liberales, 1 socialista y 11 conservadores.
El 13 de diciembre la réplica del Mandatario y su Gabinete consistió en declarar terminadas las funciones de la Asamblea -caso insólito en la práctica ecuatoriana-; convocar a elecciones de senadores y diputados ordinarios para el segundo domingo de mayo y señalar enfáticamente que, "el Ejecutivo queda sometido a la Constitución que acaba de ser expedida por el Poder Constituyente y a las demás leyes de la República". Para cubrir el inevitable remiendo hasta cuando el Congreso abriere sus labores, el gobierno aclaró que "se limitará a expedir los Decretos de Emergencia que fueren absolutamente indispensables para la marcha normal de los negocios públicos" (11). Ese mismo día soldados armados impidieron la sesión de la Asamblea y se apresó al Primer Vicepresidente de ella, doctor Antonio José Borja -socialista- y los diputados de la misma tendencia Luis Maldonado y Carlos Cueva Tamariz, junto con Clotario Paz y Rafael Alvarado, dirigentes de VSRE.
A través de declaraciones clandestinas, el diputado Rocha, de los Ríos, pidió destituir al recién estrenado Presidente de la República pero, en cambio, un manifiesto de damas encopetadas criticó los sobresaltos causados por los izquierdistas y sostuvo que el Ejecutivo actuó "ajustado a la Constitución" y con el empeño de "mantener normas constitucionales y legales," ante la amenaza del caos (12).
Como era de preverse, el 14 resultó un día muy agitado. Claro que el Ministro Ayora afirmó que "se ha solucionado satisfactoriamente el problema" pero, a más de la insoportable tensión del ambiente, hubo el cercano peligro de que se enfrentaran a tiros la caballería Yaguachi, muy adicta al general Enriquez, con los Carabineros, mientras que unos 17 diputados, 12 de ellos izquierdistas, dirigentes de VRSE y los cronistas de El Comercio- quien calificaran al espectáculo de "tragicómico"- El Telégrafo, El Universo, Últimas Noticias- este último el joven Benjamín Terán Varea- se reunieron en La Magdalena, hacia el suroeste de Quito, dentro del edificio de la antigua fábrica de cerveza La Imperial, de la familia Herrman, intentando los primeros, armar una sesión de la Asamblea y echar del mando a Mosquera Narváez.
Poco después llegó en 3 buses un piquete del batallón Cayambe, dirigido por el Comandante Arangundi; entró en la propiedad y apresó a los allí concentrados, entre los que se incluyeron Arízaga Luque, Armando Espinel Mendoza, Rocha, Gómez González, Ontaneda, etc., quienes junto con los periodistas, fueron conducidos hacia el Panóptico, mientras un poco frecuente avión de guerra hacía sus evoluciones sobre el local.
Casi enseguida tuvo lugar el tranquilizador saludo del Cuerpo Diplomático al nuevo Gobierno; éste designó el 17 de diciembre una Comisión de prominentes ex asambleístas - Manuel Elicio Flor, Alfonso Mora y César Agusto Durango- para que "compagine el articulado de la Constitución", con la advertencia de que "terminado el trabajo, se la imprimirá inmediatamente", si bien uno de los comisionados entendió con menos tranquilidad que de lo que se trataba era de "compaginar y redactar ciertos artículos que no han alcanzado a ser discutidos por la Asamblea Nacional". El grupo recogió actas y papeles del disuelto Organismo y Flor calculó que el trabajo estaría listo en algo más de 15 días (13); por cierto, el Secretario siguió en funciones para facilitar el desempeño.
A su vez, en el Mensaje de Año Nuevo, el Presidente Mosquera aseveró que "la labor del Gobierno está amparada por la Constitución dictada por la extinguida Asamblea", mientras que el Ministro Ayora dijo que el Congreso "se reunirá indefectiblemente el lo. de febrero" nueva fecha escogida por el Ejecutivo, pero es revelador que el 21 de diciembre, "un político" a quien no se identifica, dijera que "debe estar vigente la Constitución de 1906", lo que puede entenderse como un globo de ensayo, acaso propiciado por el grupo del doctor Arroyo del Río (14).
Ya en enero, recobraron lentamente la libertad los detenidos; varios funcionarios electos por la Asamblea intentaron posesionarse de sus cargos, sin conseguirlo; el Ministro de Gobierno manifestó el día 11, que "no estaban aprobadas las actas de la Asamblea sobre las sesiones en las que se hicieron los nombramientos", pero aclaró que el inminente Congreso, "no tendrá carácter de Constituyente". Entre el 15 y 16 de enero, con el raro horario de las 12 del mediodía hasta las 5 de la tarde, se tuvieron las siempre sospechosas elecciones previas a la conquista velasquista de la libertad de sufragio, con vehementes denuncias de fraude y el resultado fue una considerable mayoría liberal, un bloque conservador para salvar las apariencias y el casi inexistente grupo izquierdista.
Mientras el exiliado Velasco Ibarra (15) protestaba airadamente desde Buenos Aires por "la marginación del pueblo", bien puede considerarse a la última decena del mes como el lapso cuando se volvió apasionante el debate sobre la Carta que regiría en el futuro inmediato: la del 38 o la de 1906, escogida esta última por Páez, su malograda Asamblea y Enriquez, como muleta jurídica de sus actuaciones respectivas. Un senador de la Costa, también inidentificado, aseguró que "La Constitución (16) fue declarada vigente por la misma Asamblea y para su validez no necesita requisito de promulgación. Ya se trate de validez o no, no necesita de publicación en el Registro Oficial" (17). Se mezclaron noticias verdaderas o falsas, sobre ajetreos subversivos de los izquierdistas y casi de inmediato (18) vino la dura réplica de otro legislador y jurista cuyos nombres no se puntualizan: "El Congreso deberá asumir carácter de Constituyente; por falta de formalidades y problemas de compilación no puede considerarse permanente -la nueva Carta- sino de orden perentorio hasta la reunión del Congreso o Constituyente". Por su parte, el pedagogo y político Emilio Uzcátegui, dijo enérgicamente: "Con firmas o sin ellas, promulgada o no, la Constitución del 38 es la que tiene que regir, pues en nombre de ella se organizó el actual Gobierno y en nombre de ella clausuró a la Asamblea".
Hábilmente conducida la discusión, se volvió el tema central desde la primera reunión preparatoria del Congreso, dirigida por Arroyo en el Senado y José María Román en Diputados y, dada la composición de los bloques, fue muy previsible el documento principal: desde febrero de 1939 se "declaró vigente a la Constitución de 1906 y no a la expedida por la pasada Asamblea", a la que se acusó de no haber sido promulgada, haber incluido artículos dispersos en las actas "y otros ni siquiera vertidos de las anotaciones de Secretaría"; también se afirmó que no constaban las firmas de todos los asambleístas. Entre los parlamentarios que más fervorosamente se opusieron a la nueva Carta estuvieron Andrés F. Córdova, presidente titular de Diputados y Guillermo Cisneros, de Cañar; también Tarquino Páez, de Imbabura, quien aportó con una extraña observación; cuando Mosquera Narváez prestó la promesa, no puntualizó cuál Constitución debía respetar.
El rechazo se aprobó por unanimidad y, a las razones de impugnación ya conocidas -"la Carta del 38 no se promulgó ni podía promulgarse"- se agregaron otras, como que desde el artículo 121 la redacción se ejecutó luego del día en que la Asamblea terminó sus funciones y que según informes del Archivero del Congreso, muchas actas fueron sacadas a limpio recién el mes de enero del 39. También se repitió que Páez, la Asamblea del 37 y Enriquez habían puesto en vigencia la Carta de 1906, claro que en cuanto no se opusiere a los propósitos de las respectivas dictaduras.
El epílogo era realmente presumible. Una comisión formada por sólidos liberales arroyistas: Manuel Benigno Cueva, Aurelio Aguilar Vásquez- futuro Ministro de Gobierno- Cristóbal Tobar Subía, Miguel Angel Albornoz- candidato para las fracasadas elecciones del 44- y Julio Enrique Moreno -Encargado del Poder 3 semanas en 1940- se encargó desde el 3 de febrero de estudiar las reformas que debían hacerse al viejo documento de 1906, para modernizarlo y poco después, otro grupo que incluyó a Andrés F, Córdova y hasta a conservadores como Mariano Suárez Veintimilla y Luis Alfonso Ortiz B., propuso específicamente la "concordancia" de la Constitución resucitada, con las nuevas condiciones institucionales del país, lo que también fue aprobado sin problemas, mediante 6 literales - ocho Ministros en vez de cinco, Contraloría General en vez de Tribunal de Cuentas, existencia de la Procuraduría, etc.- el 28 de febrero siguiente, con lo que pudo estimarse ya completo el orden jurídico restaurado. Sin embargo el exministro de Gobierno, llamado "filósofo de la libertad", José Rafael Bustamante, comentó: "Tomadura de pelo. Una Asamblea puede legislativamente todo" (19).
Los acontecimientos de los 6 años posteriores corresponden más bien a la Historia General del Ecuador, Pero desde un punto de vista rigurosamente jurídico, es claro que: a) La Asamblea Constituyente de 1938 propuso poner en vigencia la Carta Política que había discutido, y así lo aprobó; b) El Gobierno de Mosquera Narváez derivó su legitimidad de la Asamblea y la Constitución del ‘ 38; c) Durante varias semanas, el Gobierno de Mosquera dio por sentada la vigencia de la nueva Carta y la invocó en actos y documentos públicos.
De esta suerte, dadas las anomalías formales ya citadas y que el Congreso del 39 magnificó, la vigencia jurídica de la Carta del 38 depende de la respuesta que se dé a esta pregunta: ¿Una Asamblea Constituyente puede hacer en el ámbito legislativo todo, como la dijera José Rafael Bustamante, o no? Si la respuesta es afirmativa, tuvo vigor pleno la Carta del 38, se la aplicó durante dos meses diciembre del 38 y enero 39- o al menos durante 10 días, como sostiene Arízaga Vega (20) y debe ser contada en la nómina de las Constituciones ecuatorianas. Si la respuesta es negativa, los otros efectos mencionados también lo son.
Pero además, si la respuesta es afirmativa, como parece probable (21), resultaría que el primero de febrero del 39 se dio un Golpe de Estado, al desconocer el Congreso ordinario a la flamante Carta; que fueron Regímenes de facto, no de iure, los de Mosquera Narváez a partir de esa fecha, Andrés F. Córdova, Julio Enrique Moreno y Arroyo del Río durante casi 4 años y que la "revolución gloriosa" del 28 de mayo del 44, efemérides máxima del velasquismo, no destruyó orden jurídico alguno, sino que abrió el camino para que se lo restableciere, criterios todos estos que alteran radicalmente las visiones tradicionalistas sobre la evolución jurídico-política del Ecuador.
Para la comprensión panorámica del llamado período republicano del Ecuador, hay algunas Historias Generales confiables, a veces con varias ediciones, tales como, Gabriel Cevallos García: "Historia del Ecuador", Oscar Efrén Reyes: "Breve Historia del Ecuador", Salvat Editores Ecuatoriana (algunos autores): "Historia del Ecuador" (1981), etc.
Sobre el tema constitucional específico son recomendables: Ramiro Borja y Borja: "Derecho Constitucional Ecuatoriano", Guillermo Bossano: "Evolución del Derecho Constitucional Ecuatoriano", Rafael Arízaga Vega: " Las Constituyentes" (1998).
Si bien corresponde a una etapa anterior, es valioso por los conceptos, la síntesis histórica y las orientaciones básicas, el " Discurso Introductorio" de Marcos Gándara Enriquez, que precede a las "Actas del Primer Congreso Constituyente del Ecuador, año 1830" (1998).
La insuficiencia de trabajos sistemáticos, hace inevitable la consulta de diarios y revistas de la época. Entre los primeros se recomienda sobre todo, El Comercio, de Quito y El Universo, de Guayaquil, debido a su actitud de liberalismo independiente, hay otros periódicos más vinculados con el liberalismo partidista, como El Telégrafo, de Guayaquil y El Día de Quito, así como también los hay cercanos a otros partidos de izquierda y derecha.
(1) Ordenadamente esclarece los orígenes constitucionales del Ecuador, el General Marcos Gándara Enriquez, en el "Discurso Introductorio y Actas del Primer Congreso Constituyente del Ecuador año 1830", volumen 15, de la Biblioteca del Ejército Ecuatoriano, Quito, IGM, 1998, páginas 2-69.
(2) Es acaso insuperable, la descripción del ingeniero Federico Páez que formula el diplomático e historiador Luis Robalino Dávila, en sus papeles autobiográficos.
(3) Una descripción muy ilustrativa es la de Oscar Efrén Reyes: "Breve Historia General del Ecuador", tomos II y III, Quito, 1967, páginas 287-288. Aunque se refiere a los años 20, del mismo Reyes resulta ilustrativa acerca del liberalismo partidista, "Los últimos siete años", Ediciones del Banco Central del Ecuador, Quito, 1997.
(4) El Comercio, lo. de enero de 1939 (edición de aniversario y año nuevo).
(5) Luego de una protagónica figuración durante un cuarto de siglo hasta 1944, el rechazo y el olvido cubrieron al doctor Arroyo del Río, luego de la "revolución gloriosa" y las " sanciones" de la Asamblea Constituyente. Urge sin embargo un nuevo análisis del personaje, sobre todo a partir de la publicación de su obra "Por la Pendiente del Sacrificio" (Banco Central del Ecuador), a pesar de las dogmáticas oposiciones para que tal ocurriera.
(6) El Comercio, 21 de noviembre de 1938 (columna de Lucas Noespinto).
(7) Rafael Arízaga Vega " Las Constituyentes”, Quito, Editorial Fraga, 1998, páginas 190-211.
(8) El Comercio, 2 de diciembre de 1938.
(9) Toda la prensa diaria de entonces informó con gran amplitud sobre estos acontecimientos, si bien los matices y los comentarios filtrados dentro de las crónicas varían según la orientación política del periódico respectivo.
(10) El Comercio, 8 de diciembre de 1938 (columna de Lucas Noespinto).
(11) El Comercio, 14 de diciembre de 1938.
(12) El Comercio, 15 de diciembre de 1938.
(13) El Comercio, 18 de diciembre de 1938.
(14) El Comercio, 21 de diciembre de 1938.
(15) El Comercio, 21 de enero de 1939
(16) El parlamentario se refiere al texto de la Constitución de 1938.
(17) Los temas de la sanción y la promulgación legales y, ni qué decir, de la sanción y promulgación de la Carta Política son de los más arduos e importantes del Derecho Público respecto de cualquier Estado. No se los abordará aquí y solo con el ánimo de facilitar la comprensión del proceso, se asimilan la "sanción" a la aprobación y la "promulgación" a la publicación del documento respectivo, para conocimiento de la ciudadanía.
(18) El Comercio, 23 de enero de 1939.
(19) El Comercio, 20 de febrero de 1939.
(20) Arízaga Vega: obra citada, páginas 193-195.
(21) Recuérdese por ejemplo lo ocurrido entre diciembre del 97 y mayo del 98 con la Asamblea de Sangolquí. Pese a que no se la llamó " constituyente" sino " solo" "constitucional" y que varias de sus características estuvieron previamente determinadas, no cumplió totalmente con ellas e, inclusive, demoró unos cuantos días el momento de su clausura. Además en el texto respectivo no constan las firmas de todos los asambleístas.