El realismo jurídico nació como una alternativa al iusnaturalismo y al positivismo jurídico, dominantes en las discusiones de filosofía del derecho de entonces. Sea el realismo norteamericano (vid., inter alia, Tarello, 1962; Leiter, 2015), sea el realismo escandinavo (vid., inter alia, Bjarup, 2005), trajeron aparejadas algunas novedades a la vez que elaboraron algunas críticas hacia estas “corrientes” tradicionales. En efecto, como ha dicho Barberis (2015, p. 227), mientras que el iusnaturalismo pretendía estudiar al derecho como un conjunto de valores y el positivismo como un conjunto de normas, el realismo buscaba estudiarlo como un conjunto de hechos1. En sus inicios, el realismo jurídico buscaba, sobre todo, alejar al (estudio del) derecho de algunos rezagos “metafísicos” (Hägerström llegaría a hablar de pensamiento místico, mágico [vid., en general, Mindus, 2009]). Piénsese, por ejemplo, en la atención que prestó el realismo escandinavo a nociones como aquella de “derecho subjetivo”. Hägerström (1953), justamente, dice que dicha noción —al no encontrar bases empíricas— descansa en una idea “metafísica”. Olivecrona (1971), por su lado, dice que los derechos subjetivos se revelan, simplemente, como “ideas de la mente humana”. Y también Ross, quien, en su afamado Tû-Tû (1957), defiende la tesis según la cual la noción de derecho subjetivo se encuentra desprovista de cualquier tipo de referencia semántica2. Las críticas de los realistas escandinavos respecto de los derechos subjetivos —que estos autores extendían también a otras “figuras jurídicas” (deber, autoridad…)— coinciden con el reproche del pensamiento místico, mágico y metafísico. Mario Jori remarca, por ello, la labor de desmitificación del realismo jurídico, aunque también aclara:
Cada práctica social existe y no existe como tal, y continua existiendo como tal incluso si está basada en creencias falaces, que no por esto son menos reales en cuanto factores sociales. La religión existe incluso si Dios no existe. En tal caso, deberían ser puestas en entredicho las pretensiones de la religión, no la existencia o influencia social de sus creencias (Jori, 2010, p. 15)3.
Pese a sus aportes, sea el realismo escandinavo, sea el realismo norteamericano, fueron parcialmente abandonados, desprestigiados, incluso caricaturizados (piénsese en el así llamado digestive realism [Tuzet, 2015]). No es un acaso que Leiter (1997) atribuya muchas críticas al realismo jurídico a lo que él ha llamado “Frankification of Legal Realism”: la reducción de las tesis del realismo jurídico a unas cuantas tesis de J. Frank. Pero el realismo ha conocido, en las últimas décadas, un reflorecimiento. Y algunas de las escuelas más importantes de filosofía del derecho del mundo hoy se declaran abiertamente realistas. Así, en Génova, París (Nanterre), Girona, Chicago y varios otros lugares, encontramos a algunos de los más importantes teóricos contemporáneos del derecho, todos realistas: Guastini, Troper, Ferrer Beltrán, Leiter4, solo por mencionar algunos. El realismo, que algunos habían declarado muerto, está más vivo que nunca. A los que tantas veces lo han matado, podría respondérseles con la vieja y famosa frase de la comedia francesa (incorrectamente atribuida a algún escritor español): Los muertos que vos matáis, gozan de buena salud.
Me gustaría empezar señalando que a pesar de que el realismo jurídico fue crítico —con razón— de ciertas tesis de Kelsen (vid. Ross, 2008), hoy otras han sido incorporadas a este. Hay quien sostiene, efectivamente, que el propio Kelsen habría sido, al menos en el ámbito interpretativo, un realista genuino (vid. Chiassoni, 2012; Barberis, 2015)5, aunque tal cosa sea, al parecer, incompatible con su teoría de la ciencia jurídica. Esta aparente contradicción, criticada por algunos realistas (vid. Guastini, 1999; Núñez Vaquero, 2014), no ha impedido que se aprecien algunas de las contribuciones (preterintencionales) de Kelsen a la teoría realista de la interpretación (vid., inter alia, Guastini, 2011; Troper, 2006). Esto es particularmente interesante en la medida en que el realismo es tenido, ante todo, aunque no exclusivamente6, como una especie de “teoría del derecho orientada a la teoría de la interpretación”. No porque, como quizás alguien se sienta tentado de decir, para los realistas solo existan los jueces, o porque solo ellos sean dignos de atención, sino porque la labor de los intérpretes —a menudo ignorada o pensada como una mera labor de aplicación— es decisiva para comprender al derecho como es, no como debería ser7. Por supuesto, esto solo puede lograrse mediante una teoría genuinamente descriptiva de la interpretación: propiamente hablando, una teoría de la interpretación es una teoría no del significado, sino de la atribución del significado (Guastini, 2011)8.
El juez no es —como habría querido la tradición iluminista de base montesquiviana— la mera “boca de la ley”; no es, digamos, una especie de muñeco de ventrilocuo que solo habla por y en nombre del legislador sin poder pronunciar él mismo palabra alguna. El juez, por el contrario, desempeña un papel esencial en la “construcción del derecho”: en cuanto “intérprete auténtico” (en el sentido kelseniano del término), habla con voz propia. Sin embargo, el realismo no se concentra solamente en la interpretación judicial. De todos modos, no solo los jueces interpretan, también lo hacen otras autoridades no jurisdiccionales, e incluso los doctrinarios. No hay, en realidad, nadie que tenga que ver con el derecho que no sea a la vez (en cierto sentido) un intérprete9.
Sin embargo, es cierto que la interpretación de los jueces es, por decirlo de algún modo, especial. Ello, en el sentido de que sus interpretaciones, en general, “constituyen derecho”, es decir, cuentan —de acuerdo con las reglas del sistema— como decisiones jurídicas: decisiones que producen efectos jurídicos. Quizás sea oportuno decir que aquí el realismo jurídico se presenta como una de las teorías que Celano (2009, pp. 23 ss.) llama —sobre huellas kelsenianas— “teorías nomodinámicas”10: el fenómeno de la autoridad (de la autoridad interpretativa, en particular) es ineludible en el caso de cualquier sistema jurídico. Lo que los jueces deciden —incluso cuando pueda decirse que “se han equivocado”— constituye siempre una decisión con valor jurídico.
Para algunos, esto puede resultar inquietante. Piénsese, por ejemplo, en las perplejidades que genera que los derechos fundamentales reconocidos por las constituciones contemporáneas, cuya función primaria, de acuerdo a la tradición, es fungir de “límites al poder”, sean a su vez determinados en sus límites mediante las decisiones de los jueces: los derechos serían, así, “límites limitados por el supuesto limitado” (vid. Cianciardo, 2009, p. 23). ¿Pero cómo escapar de esta aparente “paradoja”? Celano (inter alia, 2009, pp. 25-ss.) ha insistido varias veces en que el derecho, justamente desde una perpectiva “nomodinámica”, tiende a transformar los “problemas de justicia” (“¿Qué exige la justicia en el caso X?”) en problemas procedimentales y de competencia (“¿Quién es competente y bajo qué procedimientos para decidir qué exige la justicia en el caso X?”). El derecho es una institución, en este sentido, que tiende a transformar problemas sustanciales en problemas formales. El derecho, no obstante los ideales que pueda llegar a perseguir según se plantee en cada sistema jurídico, está determinado por esta cuestión procedimental (y de competencia) en la que, incluso más allá de la cuestión de la “corrección”, se encuentra el problema de la definitividad (de la “respuesta final”): los jueces de última instancia, en particular, adoptan decisiones finales que inciden directamente, y en último término, sobre los derechos y las obligaciones jurídicas de las partes en conflicto (“los pronunciamientos de autoridades interpretativas cuentan como derecho por lo que al juego [del derecho] respecta” [Celano, 2009, pp. 162-ss.]). Estos “procedimientos”, y los “jueces”, son categorías jurídicas, de modo que están previstas por el derecho (por las “fuentes”, si se quiere), que es de donde los jueces obtienen un marco jurídico para adoptar sus decisiones; pero los jueces, sobre todo en el caso de aquellos de última instancia, frecuentemente toman decisiones por fuera del sistema de las fuentes, o las interpretan en modos diversos según las diferentes circunstancias y épocas (vid. inter alia, Tarello, 1980). ¿Qué hace que los jueces no abusen de este poder “potencialmente ilimitado”? ¿Un sólido diseño institucional, una serie de contraintes (como creen los realistas parisinos11), unos jueces virtuosamente democráticos? Parece claro, en todo caso, que la “paradoja” de los límites-limitados no tiene una vía de escape segura: no se ve cómo, de manera completa y consistente, se pueda huir de esta especie de cul-de-sac en que la teoría de los derechos fundamentales —como por lo demás todo el derecho— está enfrascada.
Empero, hay que insistir en que el realismo —incluso en su variante “radical”, como se puede decir que sea el caso de Troper12— no asume que la interpretación sea una actividad completamente “libre”13. Y sin embargo, Troper señala que, en cuanto “auténtica”, toda interpretación es constitutiva del significado de una disposición, de modo que, en sentido estricto, no existiría ningún “significado preexistente” de un texto normativo sino hasta que es interpretado (y nada impide que algunas interpretaciones puedan resultar, incluso, hilarantes). Esta posición suele atarse a la idea, exquisitamente escéptica (criticada por Hart [1961]), de que los jueces no se podrían “equivocar”: que el realismo no dejaría espacio conceptual para el “error judicial”. Esta afirmación resultaría ciertamente contraintuitiva. Un jurista práctico sería difícilmente persuadido por la idea de un juez “infalible”. Pero aquí hay que aclarar que el realismo no ignora la distinción entre infalibilidad y definitividad de las decisiones (sería como confundir “fresas” y “elefantes” [vid. Guastini, 2013; Arena, 2018]). Lo que sí se puede decir es que, aun aceptando tal distinción, hay que tener claro que en la práctica el problema de la “corrección” es en algún punto desplazado por el problema de la “definitividad”: es el caso, por ejemplo, de las cortes de “última instancia” (en sentido lato) cuyas decisiones no son ulteriormente controlables. Aun si las decisiones por ellas adoptadas fuesen “erróneas” serían siempre válidas en términos de las reglas del sistema, esto es, en términos de que estas pueden producir efectos jurídicos (erga-omnes o inter-partes ).
Más aún, la “interpretación correcta” de un texto normativo con frecuencia está sujeta a discusión. La interpretación en sede judicial suele darse en circunstancias de conflicto (Comanducci, 2011, p. 54). Las partes procesales —a menudo enfrentadas entre ellas— plantean interpretaciones disímiles de los mismos textos normativos. Las mismas disposiciones, según el enfoque de estas partes, expresan normas antitéticas (existe aquí una especie de “conflicto por el significado”14). La disposición D1, según la parte procesal P1, expresa la norma N1; mientras que, según la parte procesal P2, expresa la norma N2. N1 y N2 pueden ser del todo opuestas. ¿Cuál de las dos es la interpretación correcta? Todavía más, las normas jurídicas presentan problemas de “interpretación en concreto”, de modo que incluso si las partes estuviesen de acuerdo en la existencia de una única interpretación “válida”, por la que una norma N1 dice, por ejemplo, que “está prohibida la entrada de vehículos en el parque”, aún podrían estar en desacuerdo acerca de si ella se aplica o no a las bicicletas. Es cierto, en todo caso, que los jueces suelen empeñarse en la justificación de sus decisiones justamente en términos de la correción de estas. No hay duda: sobre ello no queda sino tomar nota; pero también es cierto que los jueces, en tanto miembros de órganos colegiados, bien pueden estar en desacuerdo acerca de tal interpretación correcta. No hace falta sino ver los “votos salvados” de los jueces que, en disidencia, se alejan del voto de la mayoría. ¿Cuál de las dos interpretaciones es la “correcta”? Lo cierto es que, equivocada o no, solo la decisión mayoritaria posee un valor estrictamente jurídico15.
Para el realismo radical, como se puede decir con las palabras de J.C. Gray (1997), el derecho es lo que dicen los jueces: All the Law is judge-made Law. Aquí “derecho” no designa tanto al conjunto de disposiciones del ordenamiento (que serían solo sus “fuentes”) cuanto al conjunto de significados atribuidos por los intépretes auténticos a tales disposiciones. En este sentido se dice que, de acuerdo con el realismo radical, todo ejercicio de interpretación judicial sería genuinamente “creativo”. En último término, nuestro intérprete resultaría un ejemplo vivo de la conversación entre Alicia y Humpy Dumpty:
But “glory” doesn’t mean “a nice knock-down argument”,’ Alice objected.
“When I use a word”, Humpty Dumpty said, in rather a scornful tone, “it means just what I choose it to mean” — neither more nor less.
“The question is”, said Alice, “whether you can make words mean so many different things”.
“The question is”, said Humpty Dumpty, “which is to be master — that’s all”.16
Digamos que es por esto que los realistas radicales sostienen que no existe espacio conceptual para el “error judicial”. La razón es del todo simple: el derecho no sería un “punto de partida”, sino un “punto de llegada”. El derecho sería, pues, el resultado de la interpretación auténtica que consiste no en el conocimiento de normas, sino en su producción. Sin embargo, esta tesis puede estar sujeta a varias objeciones. Antes que nada, como decía Kelsen (2006, p. 152), polemizando justamente con Gray, “[t]he court always applies preexisting law, but the law it applies may not be substantive, but adjective law”. En otras palabras, y como dice Barberis, “los jueces o la fuerza crean derecho solo a condición de respetar la formalidad jurídica” (2011, p. 211). Por ello, al menos en una primera aproximación, una tesis así planteada genera una conclusión contratintuiva: si el derecho es solamente el derecho producido por los jueces, ¿por qué razón las normas que les atribuyen competencia les confieren un poder, justamente, jurídico? Más aún, como dice el propio Barberis (2011, p. 206; 2015, p. 232), el realismo radical parecería sugerir, así, que los enunciados legislativos no expresarían significado alguno, cosa por lo demás implausible.
Es por esto que Guastini aparece como un realista moderado, no ya como un realista radical:
Si no existe ningún significado antes de la interpretación —ni siquiera el significado literal prima facie, adviértase— entonces toda interpretación es creativa del (de un) significado, vale decir, de la (de una) norma. Sin embargo, si toda interpretación crea la (una) norma, fatalmente se cae en una noche en la cual todas las vacas son negras. Se hace imposible, y de cualquier forma carente de todo interés, distinguir entre distintos tipos de interpretación: en especial, entre interpretaciones meramente decisorias (todas las interpretaciones judiciales lo son) e interpretaciones creativas. El análisis de la jurisprudencia al respecto resulta, por decir lo menos, pobre (Guastini, 2018, p. 531)17.
Sin embargo, hay que invitar a nuestro lector a no apresurarse. No es que Guastini, aceptando los defectos del realismo radical, acepte también que hay espacio conceptual para el error judicial. Para él, de hecho, en sentido estricto no se puede hablar de “interpretaciones erróneas”: se puede decir solamente —desde el punto de vista descriptivo— que existen “interpretaciones en sentido estricto” (i.e., aquellas interpretaciones reconducibles al marco de significados plausibles de un texto) y “contrucciones jurídicas” (aquellas interpretaciones creativas que constituyen un significado que usualmente se halla fuera del marco de significados plausibles de un texto normativo)18; mientras que —desde el punto de vista prescriptivo (evaluativo)— se puede hablar de interpretaciones “aceptables” e “inaceptables”, “buenas” y “malas”. Nótese que, en este último caso, también podríamos decir “correctas” e “incorrectas”. De acuerdo, pero el punto es que un enunciado que califique a una determinada interpretación de tal modo sería siempre evaluativo, y entonces carente de valor de verdad.
Sin embargo, en el realismo moderado hay quien cree que existe lugar para dar cuenta del error judicial. Ferrer Beltrán, por ejemplo, sostiene que la tesis del realismo radical, “el derecho es lo que dicen los jueces”, es radical solamente si es interpretada en el sentido de que el derecho (en cuanto es entendido como el “contenido preceptivo” de los textos normativos) es “aquello que cada juez dice que es el derecho”. El realismo moderado de Ferrer Beltrán, justo al contrario, sostiene que tal tesis puede interpretarse en el sentido de que se refiere no a los jueces individualmente considerados, sino a las prácticas interpretativas convergentes de una comunidad de jueces. Para explicar este punto, Ferrer Beltrán trae a colación a las reglas del fútbol aplicadas al ejemplo del gol de Maradona del partido entre Argentina e Inglaterra en el Mundial de México 86 (“la mano de Dios”):
[L]as reglas del fútbol son el resultado de las prácticas interpretativas convergentes, realizadas por los árbitros, sobre las disposiciones contenidas en el reglamento del fútbol. Si se admite que el lenguaje y, por tanto, el significado de esas disposiciones es convencional, entonces es plausible sostener que el significado de esas disposiciones, i.e., las normas del fútbol, es el producto de las convenciones interpretativas de la comunidad de referencia […]. [La] decisión [del árbitro] no cabe en ninguna práctica interpretativa convergente de los árbitros acerca de la disposición que establece cuándo se produce en un partido de fútbol un gol válido (Ferrer Beltrán, 2012, p. 263).
Buscar describir una práctica (en este caso, interpretativa) no puede pasar por alto que, de acuerdo con ella misma, algunas interpretaciones son consideradas como “objetivamente erróneas”. Sin embargo, hay que observar y subrayar algunas cosas: antes que nada, el error del árbitro en el caso del gol de Maradona es, antes aun que un error en la “interpretación textual”, un error en la “interpretación de los hechos” (en este segundo caso, en realidad, convendría decir “valoración de los hechos”). Así como un juez podría equivocarse en la valoración de las pruebas, y entonces en la reconstrucción de los hechos tal como han acaecido, el árbitro se equivocó justamente porque no vio que Maradona había hecho aquel gol con la mano y no con la cabeza. En suma, la interpretación del árbitro no parece haber sido esta: “un gol con la mano es un gol válido que sube al marcador”, o algo por el estilo. Más bien, parece que, simplemente, el árbitro se equivocó en la valoración de los hechos: “aquel ha sido un gol de cabeza”, que, sin embargo, fue un gol de mano. En este sentido, el error judicial me parece una posibilidad obvia19. Pero la tesis de Ferrer Beltrán, si se la mira desde el punto de vista del error judicial en el ámbito de la interpretación textual, es, de cualquier modo, digna de tomarse en cuenta. Antes que nada, como ya se ha dicho, porque en dicha teoría es la comunidad de intérpretes la que “decide” qué cuenta como un error en la interpretación20. Y, por otro lado, porque dicha tesis es —en uno de los sentidos de la palabra21— enimentemente convencionalista.
Quizás sea posible hacer compatible esta visión con la de Guastini. No quiero decir con esto que Guastini estará de acuerdo conmigo, pero creo que buscar tal compatibilidad es efectivamente una posibilidad. En todo caso, ha de quedar claro que este es un camino a recorrer que para algunos puede resultar accidentado: lasciate fuori ogni speranza, voi ch’entrate. Pues bien, como ya se ha visto, Guastini sostiene que se debe rechazar el realismo radical en la medida en que excluye incluso el significado literal prima facie de los enunciados normativos22. Esto quiere decir, según creo, que no se puede excluir in primis que la interpretación jurídica se desarrolla sobre la base de otra práctica que, no hay duda, es convencional: el uso del lenguaje ordinario.
El legislador produce textos normativos formulados en algún lenguaje natural, y sería muy extraño que esta práctica no determine algunos significados preconstituidos por el propio lenguaje. Esto no quiere decir que, en el caso de la interpretación jurídica, exista un sentido “objetivo” para cada enunciado normativo, sino solamente que existen significados que, siendo reconducibles al discurso del legislador23, ya en parte vienen determinados en ese mismo lenguaje. Nótese bien, he dicho en el lenguaje del legislador, esto es, en el texto como tal, no en sus intenciones24. ¿Cómo si no se podría distinguir entre la interpretación en sentido estricto y la construcción jurídica25? En esta visión, dice Barberis (2015, p. 338), el juez participa en la creación del derecho, pero no es su entero “creador” (como lo sería en el caso del realismo radical). Si el realismo radical se equivoca al excluir incluso al significado literal prima facie de los enunciados (significados normalmente convencionales), ¿no sería un error, por otra parte, no excluir a aquellos significados (también convencionales) identificados por la comunidad de intérpretes como inaceptables, erróneos, algunos incluso hilarantes? Visto, ante todo, que aquí “erróneo” no quiere decir “no definitivo”. Y esta es, como se dijo, una distinción que Guastini acepta. Nuevamente, no es que los realistas no diferencien entre infalibilidad y definitividad de las decisiones (Guastini, 2013, p. 116), es, más bien, que esta diferencia no cambia el hecho de que son los jueces (individualmente) quienes deciden el significado auténtico de los enunciados normativos en los casos concretos, y que tales decisiones, por lo demás, sean siempre jurídicas, se pueda decir o no que el juez “se ha equivocado”. Alguien podría responder: “pero es este justamente el punto” (si el juez se equivoca en la individuación del derecho, ¿por qué su decisión es, entonces, jurídica?). Pero esta no es la conclusión necesaria: dado que distinguimos la definitividad de la infalibilidad, no hay motivo alguno para no decir que una decisión es tanto definitiva como errónea. Con mayor razón, entonces, la distinción serviría cuando la decisión no sea aún definitiva (si, por ejemplo, un juez de instancia ha emitido un fallo contra una interpretación consolidada y establemente aplicada por la comunidad de intérpretes). En cualquier caso, distinguimos la definitividad de la infalibilidad en cuanto la primera es la descripción de un estado de cosas que es el producto de una práctica procedimental, mientras que la segunda —ex hypothesi— podría consistir, o bien en un enunciado evaluativo (carente de valor de verdad) acerca de la decisión, o bien, por otra parte, en la descripción de un estado de cosas, esto es, de los usos y prácticas interpretativas de una comunidad de intérpretes en un cierto momento (y entonces pasible de ser verdadero).
¿Pero cómo decidimos que las cosas son así? Justamente, Ferrer Beltrán (2012, p. 266) dice que, a esos efectos, requerimos de un criterio independiente de la sola voluntad individual de quien decide en el momento en que decide. Es la comunidad de los intérpretes —y entonces las prácticas interpretativas— la que “decide” que interpretaciones son erróneas. Ferrer Beltrán parece sugerir que una teoría de la interpretación jurídica es, ante todo, una teoría descriptiva de la práctica efectiva de atribución de significado, y que esta no se puede comprender del todo si es entendida por fuera de las convenciones interpretativas. En otras palabras, bajo esta concepción, una teoría de la interpretación no es una teoría del significado, sino una genuina teoría acerca de la atribución de significado; admitiendo que la diferencia principal, en este caso, es que solo una de las dos podría consistir en la descripción de una práctica26. Creo que esta contribución de la teoría gerundense al realismo jurídico podría —y quizás debería— adoptarse por parte del realismo à la génoise . Por lo demás, para hacerlo, como muestra el propio Ferrer Beltrán, no hay necesidad de comprometerse con el concepto de “regla de reconocimiento ” de Hart, ni —como diría Guastini — caer en el error teórico de la “obsesión ” con los casos concretos. Después de todo, en la teoría genovesa la interpretación judicial es solo una parte de su objeto de estudio .
El realismo jurídico génoves se ha dedicado, como pocos, a excavar en el lenguaje de los juristas para tratar de desentrañar la forma en que estos razonan y dan, de este modo, forma al derecho. Así como una filosofía del lenguaje es, en algún sentido, una filosofía del pensamiento (en la medida en que nuestros pensamientos son formulados mediente el lenguaje), una filosofía del lenguaje jurídico es, de algún modo, una filosofía del pensamiento jurídico (y entonces del razonamiento jurídico). Tarello (inter alia, 1980), Guastini (inter alia, 2011), Chiassoni (inter alia, 2011a), han dedicado buena parte de sus estudios a elucidar estos aspectos, en particular a la identificación y al tratamiento teórico de los distintos argumentos interpretativos usados en la práctica de jueces y juristas. En el fondo, se trata de subrayar que la práctica de la interpretación es mucho más compleja de cuánto se pueda creer a primera vista; esto, ante todo, porque jueces y juristas trabajan con material diverso en el cual pueden hallarse problemas de equivocidad y de vaguedad, así como contradicciones, vacíos, etc. Esto abona, como ya se ha dicho, a la conclusión según la cual la tesis de la “objetividad” de la interpretación jurídica no es sostenible. Lo decía también Bobbio, haciendo un elenco de razones que encuentro interesante citar:
Baste pensar —dice Bobbio— 1) en la naturaleza misma de la interpretación como una operación que es realizada sobre un material informe, fluido, cambiante, como el lenguaje; 2) en la naturaleza de aquel conjunto de proposiciones lingüísticas que es un ordenamiento jurídico, con frecuencia lagunoso, contradictorio o redundante, y a menudo expresado con fórmulas inocentemente ambiguas o voluntariamente genéricas que permiten o incluso requieren una intervención personal del intéprete; 3) en la historia de la jurisprudencia que […] siempre ha hecho que asistamos a la contraposición de los juristas de dos escuelas antitéticas, la de los innovadores y la de los conservadores […]; 4) finalmente, en los ejemplos que todos tenemos a la vista y que han sido inclusive recogidos en publicaciones recientes acerca de los juicios de valor de los jueces, sobre la existencia de sentencias diversas, incluso completamente discordantes entre ellas, sobre todo en materias políticamente incandescentes (Bobbio, 1971b, pp. 269-ss.)27.
La falta de una sistematicidad precisa de la obra bobbiana dificulta una conclusión asimismo precisa; pero se abre la puerta a la interrogante: ¿también Bobbio podría ser considerado, en el ámbito de una teoría de la interpretación, como un realista28? La cita apenas reportada podría llegar a sugerir que tal hipótesis podría ser plausible. Después de todo, es Bobbio (1975) el autor de aquella frase que expresa bien su vocación de teórico: “antes de cambiar el mundo, haría falta entenderlo”. Creo que aquí se halla, de hecho, un aspecto del realismo —o, quizás, de los realistas— que habría que subrayar. Un realista no tiene por qué renunciar al lenguaje evaluativo, a tener aspiraciones y deseos acerca de la reforma del derecho, a los valores morales, incluso. Solo que, si es realmente un realista, ha de aceptar que antes de cambiar el derecho, haría falta entenderlo. No es infrecuente, por lo demás, que los instrumentos del realismo sean usados como herramientas de análisis previo de algunas posturas que —con una expresión de Chiassoni (2011b)— quizás puedan llamarse “de realismo militante” (esto pueda decirse, por ejemplo, de algunos escritos de Patricia Mindus (v.g., 2019)). “Militancia” jamás irreflexiva, basada en los hechos y en la aceptación ineludible de que nuestro conocimiento es siempre limitado.
Como hace notar Sardo (2018), Guastini —quien se había llamado a sí mismo, en algún momento, uno de los “últimos emotivistas” (vid. Atienza, 2004)— es aquel que seguramente resiste más fuertemente en la defensa del no cognitivismo ético. Claro que esto no le ha impedido, al menos en dos ocasiones (Guastini, 2013; 2016), defender el principio de tolerancia (la ética laica, digamos) usando argumentos pragmáticos que conectarían una metaética no cognitivista con una ética liberal. Barberis es, por su lado, un defensor añoso del value pluralism. Y el propio Chiassoni (l’insospettabile, dice Sardo) ha mostrado, en sus escritos de “realismo militante” (2011b, 2013), una tendencia siempre más fuerte a la defensa de una ética liberal comprometida29. En todo caso, nótese bien, todos ellos defienden la ética laica (liberal), no en virtud de un mal entendido cognitivismo, de la “verdad moral” necesaria de los valores éticos liberales, sino justamente a partir del reconocimiento de que no hay, al menos en línea de principio, éticas per se mejores que otras, y que entonces es mejor proceder con cautela, aceptando la riqueza moral del mundo y la fecundidad del antogonismo.
¡Atención!, esto no quiere decir que para ser un téorico realista del derecho sea necesario abrazar el no cognitivismo. Nuestra posición metaética es independiente de que abracemos o no cualquier forma de positivismo metodológico (vid. Caracciolo, 2000; Celano, 2005). Sobre todo si hemos de mantenernos fieles a la distinción bobbiana (Bobbio, 2011) entre la “filosofía del derecho de los juristas” y la “filosofía del derecho de los filósofos”:
In fin dei conti, dove sta scritto che un filosofo del diritto debba argomentare in favore di una certa meta-etica? Si potrebbe ben dire che questo è un mestiere che non gli compete, specie se fa filosofia del diritto “da giuristi”, e non “da filosofi” (Sardo, 2018, p. 330).
En el dossier 25 de Iuris Dictio se hallarán contribuciones de diverso tipo: 1) de “realismo descriptivo” (Leiter, Guastini); 2) de “realismo militante” (Baum); 3) si se me permite el término, de “realismo aplicado” (Giabardo, Bencze); 4) de “cultura jurídica” realista (Malagoli); y, 5) acerca de la plausiblidad de un (post)realismo prescriptivo (Gábriš). Que esto no induzca a suponer que no existan, por decirlo de algún modo, casos de intersección. Hemos incluido, además, la traducción dos textos acerca del tema que nos atañe: 1) “Una teoría realista de la interpreción” (Troper); y, 2) “La legislación en Axel Hägeström” (Mindus).
El análisis de la plausibilidad o no de las tesis allí defendidas se la dejamos a nuestros atentos lectores. Quisiera solo señalar que los textos aquí presentados abonan una vez más a la idea de que el realismo tiene aún mucho que ofrecer, que contra los frecuentes ataques y caricaturizaciones, hoy se presenta, todavía, como una herramienta útil de análisis y comprensión —quizás, también, de hoja de ruta—, ante todo para aquellos que, de manera desapasionada, miran al derecho como lo que es: no una entidad algo esotérica que hay que desentrañar para que se nos revele, no una realidad independiente de nuestras relaciones, sino, justamente, como una especie de “artefacto humano” efectivamente dependiente de ellas.
Referencias bibliográficas
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1. Aunque hoy el realismo pueda ser estudiado de la mano del “positivismo excluyente” (vid., inter alia, Escudero Alday, 2014).
2. Para una crítica de la tesis de Ross, vid. Brozek (2015).
3. Traducción personal.
4. El proyecto de “naturalización del estudio del derecho” (de una “teoría del derecho naturalizada”), constitutuye, en la forma propuesta por Leiter (2007), uno de los aportes más interesantes del realismo jurídico contemporáneo. Su papel ha de destacarse también porque ha supuesto un puente entre la teoría analítica “anglosajona” y la teoría analítica “continental” (vid. la introducción a la versión castellana de Naturalizing Jurisprudence. Essays on American Legal Realism and Naturalism in Legal Philosophy, de Ratti [2012]). En el ámbito del realismo analítico “continental”, en cambio, las relaciones han sido siempre estrechas, quizás sobre todo por la influencia que ha ejercido y los nexos que ha creado el realismo genovés con Nanterre y Girona, enriquecidos, luego, en modos diversos; una influencia, vale decir, que se ha extendido también al ámbito iberoamericano (Ratti y Ferrer Beltrán, 2011).
5. Bastaría con recordar ese maravilloso trabajo que es “On Interpretation” (Kelsen, 1949 [2000]).
6. Basta aquí recordar la atención dada al problema de las “concepciones realistas sobre la legislación” en un special issue de la revista The Theory and Practice of Legislation (Brunet, Millard y Mindus (eds.), 2013). Dice Brunet, en la introducción a la discusión: “Does realism really have something to say about legislation? On the one hand, it is well known that American and Scandinavian legal realists were primarily concerned with judicial law-making. Some of them clearly recognized this, such as Julius Cohen who complained about legal realists not paying due attention to legislation, though it was ‘one of the prime sources of policy-making’. Legislation here indicates the process of passing a statute, not its resulting normative text. We all know that statutory interpretation was one of the main topic of the realists yet it deals with the result of the legislative process. On the other hand, a common claim made by the legal realists is that judges do legislate. In point of fact, this idea was already expressed by Holmes in 1881: ‘the philosophical habit of the day, the frequency of legislation, and the ease with which the law may be changed to meet the opinions and wishes of the public, all make it natural and unavoidable that judges as well as others should openly discuss the legislative principles upon which their decisions must always rest in the end, and should base their judgments upon broad considerations of policy to which the traditions of the bench would have hardly tolerated a reference fifty years ago’. Nevertheless, as Pierluigi Chiassoni suggests, it would be too hasty to conclude that legal realism does not have a theory of legislation in terms of process. In fact, it does: it results from realistic theory of law itself. Law is not in its ‘sources’, ‘statutes’, or ‘texts’ but in the use of its sources, statutes and texts, the meaning of which is always indeterminate and will be determined only by a process. Ay there’s the rub: legal realists did not all agree about indeterminacy. Of course, Frank might have enjoyed destroying lawyers’ illusions about certainty, but Llewellyn committed himself to his work with the commercial code because he felt that ‘the social practice of law implies stable expectations as to the content of the law at any given time and place’ (See Dagan and also Hart on Llewellyn). What this special issue has contributed in illustrating is that, within the realist tradition, law-making, both as a process and its result, needs to tackle an even deeper challenge linked to indeterminacy: “even when the law is fully determinate, it cannot on its own tell a judge how to decide a case, for it does not answer the question of whether the judge should decide in accordance with the law” (Green). Understanding this challenge makes a case for renewed interest in realism”. En este dossier hemos incluido la traducción de la contribución de Patricia Mindus (2013), publicada en ese número de la revista: “Axel Hägerström on Law-making”. Sobre el papel generalmente atribuido al bon législateur (Bobbio, 1971a), al ideal que presupone, vid. el trabajo, en clave realista, de G.B. Ratti (2017), quien estudia dos modelos de “Rational Law-Giving”.
7. El realismo abraza esta tesis típica del positivismo metodológico (Bobbio, 2011). En ese sentido, todo realista es un positivista, aunque no todo positivista sea también un realista.
8. Al menos en una primera aproximación, el derecho no es otra cosa que un lenguaje (el derecho está formulado en palabras, está hecho de “entedidades lingüísticas”). Esa es la razón por la que los juristas analíticos italianos, y en especial los de la escuela de Génova (vid. Ratti y Ferrer Beltrán, 2011), consideran como una especie de piedra fundamente a un artículo de Bobbio de 1950: Scienza del diritto e analisi del linguaggio. El derecho es un discurso, y un discurso no es sino un hecho: se entiende aquí claramente por qué el realismo à la génoise considera el trabajo de Bobbio como una de sus bases.
9. Entre otros, vid. Guastini (2013, cap. IV), aunque en clave más amplia que la que aquí se puede discutir.
10. Sobre la “nomodinámica” del derecho, vid., al menos, Kelsen (2006).
11. Vid. el trabajo de M. Troper (2006), cuya traducción se ha incluido en este dossier.
12. Ibid.
13. Existen tanto vínculos de hecho como vínculos específicamente jurídicos que limitarían la interpretación jurídica. Por ejemplo, en el caso de órganos de interpretación colegiados, un juez difícilmente podría persuadir a los demás jueces señalando que cualquier interpretación es posible, incluso la más descabellada; diciendo, verbigracia, que es mejor no discutir sobre la “interpretación correcta” porque, de cualquier modo, en la interpretación everything goes. Un juez de este tipo sería tomado por loco. Y la verdad es que la mayoría prefiere aparecer, frente a sus congéneres, como alguien cuerdo.
14. Se trata, este, de un tipo —según terminología de la teoría de juegos— de “juego no-cooperativo” en donde las partes deben tomar sus decisiones independientemente de los otros “jugadores”. En general, vid. Maldonado Muñoz, 2019.
15. Creo que, en estos casos, las interacciones de los jueces pueden ser reconstruidas —en términos de la teoría de juegos— como “juegos cooperativos”: casos de interacción estratégica en donde, para “ganar” el juego, es necesario hacer alianzas, conformar coaliciones. En general, vid. Maldonado Muñoz, 2019.
16. Dice Guastini (2012, pp. 50-ss.): “La teoría de la pesadilla, tal como la he presentado, es una forma radical de escepticismo. Según esta teoría anything goes en materia interpretativa, y ello es así por una razón de tipo Humpty-Dumpty, a saber, que “whoever hath an absolute authority to interpret any written or spoken laws, it is he who is truly the Law-giver to all intents and purposes, and not the person who first wrote or spoke them” [la expresión de es B. Hoadley]. Entendida como una descripción del contenido y del modo de funcionar de (la mayoría de) los sistemas jurídicos actuales esta tesis es bastante correcta. Es un hecho que los jueces de última instancia, como así también otras autoridades interpretativas cuyas decisiones no pueden ser revocadas (v.g., los órganos constitucionales supremos respecto de ciertas cláusulas constitucionales), pueden atribuir a los textos normativos cualquier significado que deseen, y es también verdad que por lo general el derecho confiere a estas interpretaciones “auténticas” efectos jurídicos directos (cuanto menos inter partes). Pero, ¿cuál es el alcance, respecto del significado de los textos normativos, de este enunciado descriptivo (verdadero)? Desde mi punto de vista, ninguno. Sobre la base de este enunciado la única cosa que puede ser sostenida con seguridad es que ciertas autoridades interpretativas pueden de facto ignorar el significado pre-existente de los textos normativos (si un significado tal existe). Pero esto no es un argumento a favor de la tesis central del escepticismo radical, a saber, que no existe ningún significado antes de la interpretación. Y, hasta donde sé, los filósofos del derecho no han todavía ofrecido otro argumento que permita defender con seriedad esa tesis”. Más adelante volveré sobre este punto.
17. Originalmente en Guastini (2011), que se cita luego.
18. Vid. Guastini (2015).
19. Después de todo, el gol de Maradona no resulta de una “construcción jurídica”, sino de un error arbitral.
20. Aquí hay —me gustaría decirlo como inciso— un parecido de familia con la teoría semiótica de Eco (2016) acerca de la interpretación textual dirigida a la intentio operis.
21. En general, sobre el “convencionalismo jurídico”, vid. Arena (2014).
22. Esto, por supuesto, a pesar de los problemas de determinación del “significado literal” de un vocablo o de un enunciado. Al respecto, vid. Poggi (2006 y 2007).
23. A veces establemente interpretados. En algunos casos, incluso, sin recurrir a los jueces; casos que, suele decirse, no llegan a los tribunales.
24. La “intención del legislador” es un concepto escabroso, que haría creer que la interpretación jurídica es asimilable a la interpretación conversacional, cosa ciertamente implausible. Ya Kelsen (2000, xiv), se había pronunciado al respecto: “The true meaning of a legal norm is usually supposed to be the one which corresponds to the will of legislator. But it is more than doubtful whether there exists at all such a thing as the ‘will of the legislator,’ especially where the law is the result of a complex procedure in which many individuals participate, such as the procedure through which a statute is adopted by a parliament or the procedure through which a multilateral treaty is negotiated and signed by many plenipotentiaries and ratified by many governments. The intention of the one or more who draft the text of a legal instrument is not at all identical with the will of the legislator, that is the will of those competent to make the draft a binding law, and who often fulfil this function without adequate knowledge of the text”. Vid., también, abonando a los argumentos que pueden servir para atacar a tal concepción, Kristan (2017, 94-ss.).
25. Vid., acerca de la distinción, Canale (2018).
26. Que, quizás, en ciertos casos no sea fácil o posible de determinar (pero ese es otro punto).
27. Traducción personal.
28. Bobbio dedicó solo pocas páginas a la interpretación, pero algunas de ellas podrían llegar a sugerir una conclusión de este tipo. En el trabajo que he citado, Bobbio señala que la teoría de la “interpretación lógica” tenía buenas razones para sostenerse entre los defensores de la separación de poderes, pero que ella no descansa sobre la realidad. Dice, de hecho: “La separazione dei poteri sarebbe stata vana (e vanificati i suoi benefici efetti) se si fosse dovuto ammetere che il giudice non è la voce della lege, ma il suo più o meno cosciente manipolatore. Dal punto di vista teorico, la tesi dell’oggetività dell’interpretazione è insostenibile” (Bobbio, 1971b, p. 269).
29. Dice Sardo (2018, p. 326): “l’insospettabile Pierluigi Chiassoni, in alcuni scritti recenti, ha ammesso la possibilità di una ‘convergenza di principio’ all’interno di uno stesso ‘pazio morale’, difendendo in termini assoluti alcuni principi dell’ideologia liberal: l’obiezione di coscienza, ad esempio”.